La caída de los gigantes (57 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Ella le sirvió un café bastante cargado en una gran taza del tamaño de un cuenco.

—Te esperaré esta noche en el Albert’s Club —dijo ella.

Los clubes nocturnos estaban oficialmente cerrados, al igual que los cines y los teatros. Incluso el Folies Bergère estaba a oscuras. Las cafeterías cerraban a las ocho y los restaurantes, a las nueve y media. Sin embargo, no era tan fácil echar el cierre a la vida nocturna de una gran ciudad, y personalidades empresariales como Albert no habían tardado en abrir garitos clandestinos donde podían vender champán a precios abusivos.

—Intentaré estar allí a medianoche —aseguró él.

El café era amargo, pero acabó con los últimos rastros de la somnolencia que sentía. Dio a Gini un soberano de oro británico. Era un pago generoso por una noche y, en aquella época, el dorado metal era mucho más preciado que los billetes.

Cuando él le dio un beso de despedida, ella se le abrazó con fuerza.

—Te presentarás allí esta noche, ¿verdad? —preguntó.

Él sintió lástima por la chica. Su mundo se venía abajo y ella no sabía qué hacer. A Fitz le habría gustado cobijarla bajo su ala y prometerle que la protegería, pero era imposible. Tenía una esposa embarazada y, si Bea se disgustaba, podía perder el bebé. Aunque hubiera sido un hombre soltero, cargar con una fulana francesa lo hubiera convertido en un hazmerreír. En cualquier caso, Gini no era más que una entre un millón. Todo el mundo tenía miedo, salvo los que estaban muertos.

—Haré lo que pueda —respondió y se zafó del abrazo.

Su Cadillac azul estaba aparcado en la acera. Llevaba una pequeña bandera británica ondeando en el capó. Quedaban pocos coches particulares en las calles, y la mayoría llevaba un banderín, normalmente, una insignia tricolor o una de la Cruz Roja, como prueba de que se utilizaban para cometidos de guerra esenciales.

El conseguir que el coche llegase hasta allí desde Londres había costado a Fitz el uso indiscriminado de sus contactos y una pequeña fortuna en sobornos, pero estaba contento de haberse tomado tantas molestias. Necesitaba desplazarse a diario entre los cuarteles generales británicos y franceses, y era un alivio no tener que suplicar para que le prestasen un coche o un caballo a los ejércitos que ya de por sí se veían en apuros.

Presionó el mando de encendido automático, el motor empezó a girar e hizo ignición. Las calles estaban prácticamente desiertas de vehículos. Incluso los autobuses habían sido requisados para servir al ejército en el frente. Tuvo que detenerse por un enorme rebaño de ovejas que cruzaba la ciudad, supuestamente de camino a la Gare de l’Est, para ser enviadas por tren como carne para las tropas.

Le intrigó ver a un pequeño grupo de gente reunida alrededor de un cartel recién pegado en la fachada del Palais Bourbon. Estacionó el coche y se unió a las personas que estaban leyéndolo.

EJÉRCITO DE PARÍS
CIUDADANOS DE PARÍS

Fitz dirigió la vista al final del bando y vio que estaba firmado por el general Galliéni, el gobernador militar de la ciudad. Galliéni, un viejo soldado gruñón, había sido recuperado de la jubilación. Era conocido por celebrar reuniones en las que nadie tenía permiso para sentarse: creía que las personas tomaban decisiones con mayor rapidez de esa forma.

El cuerpo del mensaje rezumaba su característico tono lacónico.

Los miembros del gobierno de la República han abandonado París para dar un nuevo empuje a la defensa nacional.

Fitz estaba consternado. ¡El gobierno había huido! Hacía unos días que se rumoreaba que los ministros se esfumarían para irse a Burdeos, pero los políticos habían tenido ciertas dudas, pues no querían abandonar la capital. Sin embargo, se habían marchado. Era una muy mala señal.

El resto del comunicado tenía un tono desafiante.

Me han encomendado la misión de defender París contra el invasor.

«Así que, al final, París no se entregará —pensó Fitz—. La ciudad luchará. ¡Bien!» Eso era sin duda lo que interesaba a los británicos. Si la capital tenía que caer, que al menos el enemigo pagara cara su conquista.

Debo llevar a cabo esta misión hasta sus últimas consecuencias.

Fitz no pudo evitar sonreír. ¡Que Dios bendijera a los viejos soldados!

Al parecer, las personas que lo rodeaban tenían sentimientos encontrados. Algunos comentarios expresaban admiración. Alguien dijo con satisfacción que Galliéni era un luchador; no permitiría que tomasen París. Otros se mostraban más realistas. «El gobierno nos ha abandonado —dijo una mujer—. Eso significa que los alemanes estarán aquí hoy mismo o mañana.» Un hombre con un maletín comentó que había enviado a su mujer y a sus hijos a la casa que su hermano tenía en el campo. Una elegante dama explicó que tenía treinta kilos de alubias secas almacenados en la despensa de la cocina.

Fitz se limitó a sentir que la contribución británica a la campaña de la contienda, y la parte que él había tomado en la misma, se había vuelto más importante que nunca.

Con una intensa sensación de estar yendo en pos de su destino, condujo hasta el Ritz.

Entró en el vestíbulo de su hotel favorito y fue directo a una cabina de teléfono. Una vez dentro, llamó a la embajada británica y dejó un mensaje para el embajador, en el que le hablaba del comunicado de Galliéni, solo por si la noticia no había llegado todavía a la rue du Faubourg Saint-Honoré.

Al salir de la cabina se topó con el asesor de sir John, el coronel Hervey.

Hervey miró el chaqué de Fitz y dijo:

—¡Comandante Fitzherbert! ¿Por qué demonios va vestido así?

—Buenos días, coronel —dijo Fitz, sin responder de forma deliberada a la pregunta. Resultaba evidente que había estado fuera toda la noche.

—¡Son las nueve de la mañana, diantre! ¿Es que no sabe que estamos en guerra?

Esa era otra pregunta que no precisaba respuesta. Fitz contestó con frialdad:

—¿Puedo hacer algo por usted, señor?

Hervey era un matón que odiaba a todo aquel al que no pudiera intimidar.

—No sea tan insolente, comandante —respondió—. Ya tenemos bastante trabajo tal como están las cosas, para encima tener que aguantar a los malditos visitantes metomentodo de Londres.

Fitz enarcó una ceja.

—Lord Kitchener es el ministro de Guerra.

—Los políticos deberían dejarnos hacer nuestro trabajo. Pero alguien con amigos en las altas esferas ha hecho que se larguen. —Miró a Fitz con recelo, pero no tuvo el valor de decirlo en voz alta.

—No creo que le haya sorprendido que el Ministerio de Guerra esté preocupado —dijo Fitz—. ¡Un descanso de diez días con los alemanes a las puertas!

—¡Los hombres están agotados!

—En diez días podría haber terminado la guerra. ¿Para qué estamos aquí si no es para salvar París?

—Kitchener se ha llevado a sir John de su cuartel general en un día fundamental para la batalla —bramó Hervey.

—Vi que sir John no tenía mucha prisa por volver con sus tropas —replicó Fitz—. Lo encontré cenando aquí en el Ritz esa misma noche. —Sabía que estaba siendo insolente, pero no podía contenerse.

—¡Fuera de mi vista! —espetó Hervey.

Fitz dio media vuelta sobre los talones y subió la escalera.

No era tan indiferente como había fingido. Nada lo haría doblegarse ante idiotas como Hervey, aunque para él era importante tener una carrera militar de éxito. Odiaba pensar que la gente pudiera decir que no era un hombre como fue su padre. Hervey no era un personaje muy útil para el ejército porque se pasaba el tiempo promocionando a sus favoritos y desprestigiando a sus enemigos. No obstante, por esa misma razón, podía acabar con las trayectorias de hombres que se concentraban en otros asuntos, como ganar la guerra.

Fitz estuvo rumiándolo mientras se bañaba, se afeitaba y se vestía con el uniforme caqui de comandante de los Fusileros Galeses. Como sabía que era posible que no comiera nada hasta la cena, pidió al servicio de habitaciones una tortilla y más café.

A las diez en punto de la mañana empezaba su jornada laboral, y se quitó de la cabeza al malicioso Hervey. El teniente Murray, un simpático joven escocés, llegó del cuartel general británico, y llevó a la habitación de Fitz el polvo del camino y el informe del reconocimiento aéreo de la mañana.

Fitz no tardó en traducir el documento al francés y lo transcribió con su clara caligrafía cursiva en el papel de carta celeste del Ritz. Todas las mañanas, los aviones británicos sobrevolaban las posiciones alemanas y tomaban nota de la dirección en que se movían las fuerzas enemigas. El cometido de Fitz era transmitir la información lo antes posible al general Galliéni.

Al salir al vestíbulo, el botones principal le avisó de que tenía una llamada telefónica.

La voz que se encontraba al otro lado de la línea dijo:

—Fitz, ¿eres tú? —Se oía lejos y con interferencias, pero, para asombro de Fitz, era, sin lugar a dudas, su hermana, Maud.

—¿Cómo diantre has conseguido llamar aquí? —preguntó.

Solo el gobierno y los militares podían llamar a París desde Londres.

—Estoy en el despacho de Johnny Remarc, en el Ministerio de Guerra.

—Me alegro de escuchar tu voz —dijo Fitz—. ¿Cómo estás?

—Por aquí todo el mundo está muy preocupado —respondió ella—. Al principio, los periódicos solo publicaban buenas noticias. Solo las personas con ciertos conocimientos de geografía eran conscientes de que después de cada aguerrida victoria francesa, los alemanes avanzaban otros ochenta kilómetros más por territorio francés. Pero el domingo,
The Times
publicó una edición especial. Qué curioso, ¿no? El periódico de la semana está plagado de mentiras, así que, para decir la verdad, tienen que publicar una edición especial.

Intentaba sonar ocurrente y cínica, pero Fitz se percató del miedo y la rabia subyacentes en sus palabras.

—¿Qué decía la edición especial?

—Hablaba de nuestro «ejército abatido y en retirada». Asquith está furioso. Ahora, todo el mundo espera que París caiga cualquier día. —El muro que había levantado se resquebrajó, y se mezcló el sollozo con su voz mientras decía—: Fitz, ¿estarás bien?

No podía mentirle.

—No lo sé. El gobierno se ha trasladado a Burdeos. A sir John French le han leído la cartilla, pero sigue aquí.

—Sir John se ha quejado al Ministerio de Guerra de que Kitchener se fue a París con el uniforme de mariscal de campo, y que eso contrariaba las normas de etiqueta, porque ahora es ministro del gobierno y, por tanto, un civil.

—¡Por el amor de Dios! En un momento como este, ¡y él está pensando en la etiqueta! ¿Por qué no lo han echado?

—Johnny dice que eso sería como admitir un error.

—¿Y qué parecerá si París cae en manos de los alemanes?

—¡Oh, Fitz! —Maud empezó a llorar—. ¿Y qué ocurre con el bebé que está esperando Bea… tu hijo?

—¿Cómo está Bea? —preguntó Fitz, al tiempo que recordaba con sentimiento de culpa dónde había pasado la noche.

Maud se sorbió la nariz y tragó saliva. Con más serenidad, dijo:

—Bea está radiante, y ya no sufre esas agotadoras náuseas matutinas.

—Dile que la echo de menos.

Se produjo una interferencia, y se oyó otra voz por la línea durante unos segundos, luego dejó de oírse. Eso significaba que podían cortarles la llamada en cualquier momento. Cuando Maud volvió a hablar, lo hizo con un tono lastimero.

—Fitz, ¿cuándo terminará?

—Dentro de un par de días —respondió Fitz—. De una forma u otra.

—Por favor, ¡cuídate!

—Por supuesto.

Se cortó la comunicación.

Fitz colgó el teléfono, dio una propina al jefe de mozos y salió a la Place Vendôme.

Se subió al coche y se puso en marcha. Maud lo había disgustado al hablarle del embarazo de Bea. Fitz estaba deseando morir por su país y esperaba hacerlo como un valiente, pero también quería conocer a su bebé. Todavía no había sido padre y estaba ansioso por conocer a su hijo, por verlo aprender y crecer, por ayudarlo a convertirse en un hombre adulto. No quería que su hijo o hija creciera sin un padre.

Cruzó con el coche uno de los puentes del Sena en dirección al complejo de edificios del ejército conocido con el nombre de Les Invalides. Galliéni había establecido su cuartel general en una escuela cercana a la zona llamada Lycée Victor-Duruy, que quedaba oculta tras unos árboles. La entrada estaba celosamente vigilada por centinelas con guerreras de un intenso color azul y pantalones rojos con gorras del mismo color; mucho más elegante que el caqui de tono terroso de los ingleses. Los franceses todavía no se habían dado cuenta de que los avanzados fusiles de precisión eran una señal de que el soldado moderno pretendía confundirse con el paisaje.

Fitz era un viejo conocido de los guardias y entró sin problemas en el recinto. Se trataba de un colegio femenino, con cuadros de mascotas y flores, y verbos en latín conjugados en pizarras que habían sido quitadas del paso. Los fusiles de los centinelas y las botas de los oficiales parecían una ofensa a la amabilidad de lo que allí había sucedido antes.

Fitz fue directamente a la sala de profesores. En cuanto entró, se apercibió de la atmósfera de entusiasmo. En la pared había un gran mapa del centro de Francia en el que las posiciones de los ejércitos se habían marcado con alfileres. Galliéni era alto, delgado y permanecía siempre muy erguido pese al cáncer de próstata que lo había obligado a jubilarse en febrero. En ese momento, de nuevo ataviado de uniforme, miraba con agresividad el mapa a través de sus quevedos.

Fitz saludó y luego, muy al estilo francés, estrechó la mano a su homólogo, el coronel Dupuys, y le preguntó entre susurros qué estaba ocurriendo.

—Estamos intentando localizar a Von Kluck —dijo Dupuys.

Galliéni tenía un escuadrón de nueve aviones antiguos que utilizaba para seguir los movimientos del ejército invasor. El general Von Kluck estaba al mando del I Ejército, la fuerza alemana más próxima a París.

—¿Qué han conseguido? —preguntó Fitz.

—Dos informes. —Dupuys señaló el mapa—. Nuestro reconocimiento aéreo indica que Von Kluck está avanzando en dirección sudeste, en dirección al río Marne.

Aquello fue una confirmación de la información que habían dado los ingleses. Siguiendo esa trayectoria, el I Ejército se trasladaría hasta el este de París. Y, puesto que Von Kluck estaba al mando del ala derecha alemana, todas sus fuerzas evitarían el paso por la ciudad. ¿Acabaría París librándose de la invasión?

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