La caída de los gigantes (58 page)

BOOK: La caída de los gigantes
5.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dupuys prosiguió:

—Y tenemos un informe de un soldado de la patrulla de reconocimiento de la división de caballería que sugiere lo mismo.

Fitz asintió con expresión reflexiva.

—La teoría militar alemana se basa en destruir el ejército enemigo y tomar posesión de las ciudades más adelante.

—Pero ¿es que no lo ve? —preguntó Dupuys de forma exaltada—. ¡Están dejando expuesto su flanco!

Fitz no había pensado en eso. Se había concentrado en el destino de París. En ese momento se dio cuenta de que Dupuys estaba en lo cierto, y de que esa era la razón de tanta euforia. Si el servicio secreto no se equivocaba, Von Kluck había cometido un error militar clásico. El flanco de un ejército era más vulnerable que su cabecera. Un ataque por el flanco era como una puñalada por la espalda.

¿Por que había cometido un error así Von Kluck? Debía de creer que la debilidad de los franceses era tal que no podían contraatacar.

En tal caso, estaba equivocado.

Fitz se dirigió al general.

—Creo que esto puede interesarle mucho, señor —dijo, y le pasó el sobre que llevaba encima—. Es nuestro informe del reconocimiento aéreo de esta mañana.

—¡Ajá! —exclamó Galliéni con entusiasmo.

Fitz se acercó al mapa.

—¿Me permite, general?

El militar hizo un gesto de asentimiento. Los ingleses no eran populares, pero cualquier información secreta era bienvenida.

Tras consultar el original en inglés, Fitz dijo:

—Los nuestros han situado al ejército de Von Kluck aquí. —Clavó un nuevo alfiler en el mapa—. Y moviéndose en esta dirección. —Aquello confirmaba lo que ya pensaban los franceses.

Durante un instante, los presentes en la sala permanecieron en silencio.

—Entonces es cierto —comentó Dupuys en voz baja—. Han dejado expuesto el flanco.

Al general Galliéni le brillaron los ojos bajo sus quevedos.

—Pues bien —dijo—, es nuestro momento de atacar.

II

Fitz se puso de un humor terriblemente pesimista a las tres de la madrugada, acostado junto al delgado cuerpo de Gini, cuando terminó el acto sexual con la chica y descubrió que añoraba a su esposa. Entonces pensó, muy abatido, que, seguramente, Von Kluck se habría dado cuenta de su error y habría dado marcha atrás.

Sin embargo, a la mañana siguiente, el viernes 4 de septiembre, para deleite de los defensores de los franceses, Von Kluck siguió avanzando hacia el sudeste. Con eso bastó al general Joffre. Dio órdenes al VI Ejército francés de salir de París a la mañana siguiente y atacar a Von Kluck por la retaguardia.

Pero los ingleses siguieron batiéndose en retirada.

Esa noche, Fitz estaba desesperado cuando se encontró con Gini en Albert’s.

—Esta es nuestra última oportunidad —explicó a la chica mientras bebía un cóctel de champán que estaba consiguiendo de todo menos animarlo—. Si ahora podemos debilitar con contundencia a los alemanes, cuando están agotados y sus líneas de abastecimiento ya no dan más de sí, conseguiremos detener su avance. Pero si este contraataque falla, París caerá.

Ella estaba sentada en un taburete de la barra, y cruzó sus largas piernas provocando el susurro de sus medias de seda.

—Pero ¿por qué estás tan triste?

—Porque, en un momento como este, los ingleses se baten en retirada. Si París cae ahora, jamás nos libraremos de la vergüenza que eso supondría.

—¡El general Joffre tiene que enfrentarse a sir John y exigirle que los ingleses luchen! ¡Tienes que hablar en persona con Joffre!

—No concede citas a los comandantes ingleses. Además, seguramente creería que se trata de alguna jugarreta de sir John. Y yo me metería en un buen lío, y no es que me interese mucho.

—Entonces habla con uno de sus asesores.

—Supondría el mismo problema. No puedo presentarme en el cuartel general de los franceses y anunciar que los ingleses están traicionándolos.

—Pero podrías hablar de forma confidencial con el general Lourceau, sin que nadie se enterase.

—¿Cómo?

—Está sentado ahí.

Fitz siguió su mirada y vio a un francés de unos sesenta años vestido de civil y acomodado en una mesa con una joven de vestido rojo.

—Es muy simpático —añadió Gini.

—¿Lo conoces?

—Fuimos amigos durante un tiempo, pero prefirió a Lizette.

Fitz dudó un instante. Una vez más consideraba la posibilidad de actuar a espaldas de sus superiores. Aunque aquel no era momento para andarse con muchos miramientos. París estaba en juego. Tenía que hacer lo que estuviera en su mano.

—Preséntamelo —dijo.

—Dame unos minutos. —Gini bajó deslizándose con elegancia del taburete y cruzó el club, contoneándose ligeramente al ritmo de la música ragtime del piano, hasta llegar a la mesa del coronel. Lo besó en los labios, sonrió a su acompañante y se sentó. Pasado un rato de animada conversación hizo un gesto a Fitz.

Lourceau se levantó, y ambos se estrecharon la mano.

—Es un honor conocerle, señor —dijo Fitz.

—Este no es lugar para mantener una conversación seria —comentó el general—. Pero Gini me ha asegurado que lo que tiene que decirme es de máxima urgencia.

—Desde luego que lo es —afirmó Fitz, y se sentó.

III

Al día siguiente, Fitz fue al campamento británico en Melun, a unos cuarenta kilómetros al sudeste de París, y se enteró, para su desesperación, de que la Fuerza Expedicionaria seguía batiéndose en retirada.

Tal vez su mensaje no había llegado a Joffre. O tal vez sí le había llegado, y Joffre había creído, sencillamente, que no podía hacer nada al respecto.

Fitz entró en Vaux-le-Penil, el magnífico castillo de Luis XV que sir John utilizaba como cuartel general, y se topó con el coronel Hervey en el vestíbulo.

—Si me permite la pregunta, señor, ¿por qué estamos batiéndonos en retirada cuando nuestros aliados están lanzando un contraataque? —preguntó con la mayor educación posible.

—No, no le permito la pregunta —respondió Hervey.

Fitz insistió, conteniendo la rabia.

—Los franceses tienen la sensación de que los alemanes y ellos están igualados en fuerzas, y que incluso nuestra pequeña guarnición podría desequilibrar la balanza.

Hervey rió con desdén.

—Estoy seguro de que eso es lo que creen. —Hablaba como si los franceses no tuvieran derecho a exigir ayuda de sus aliados.

Fitz sintió que empezaba a perder la paciencia.

—¡Podemos perder París por culpa de nuestra timidez!

—¡No se atreva a usar esa palabra, comandante!

—Nos enviaron aquí para salvar Francia. Esta puede ser la batalla decisiva. —Fitz no pudo evitar levantar la voz—. Si perdemos París y, con la capital, Francia ¿cómo explicaremos, ya en casa, que pasamos el tiempo descansando?

En lugar de contestar, Hervey miró a Fitz por encima del hombro. Fitz se volvió y vio una pesada y lenta figura ataviada con el uniforme francés: una guerrera negra desabrochada por la amplia cintura, unos bombachos rojos demasiado ajustados, unas polainas estrechas, y una gorra roja y dorada de general muy calada hacia delante. Unos ojos incoloros miraron a Fitz y a Hervey enmarcados por unas cejas de vellos blancos y negros. Fitz reconoció al general Joffre.

Cuando el general hubo pasado con sus andares cansinos, seguido por su séquito, Hervey preguntó:

—¿Es usted responsable de esto?

Fitz era demasiado orgulloso para mentir.

—Es posible —respondió.

—Pues todavía no se ha dicho la última palabra —sentenció Hervey, que se volvió y salió corriendo a la zaga de Joffre.

Sir John recibió a Joffre en una pequeña sala con la única presencia de un par de oficiales, y Fitz no se encontraba entre ellos. Él esperaba en el comedor de oficiales, preguntándose qué estaría diciendo Joffre y pensando en si podría convencer a sir John de que pusiera fin a la vergonzosa retirada británica y se uniera al ataque.

Obtuvo la respuesta dos horas después a través del teniente Murray.

—Dicen que Joffre lo ha intentado todo —le informó Murray—. Que ha suplicado, ha llorado y hasta ha insinuado que el honor de los ingleses corría peligro de quedar manchado para siempre. Y les ha convencido. Mañana viraremos hacia el norte.

Fitz sonrió de oreja a oreja.

—¡Aleluya! —exclamó.

Un minuto después se acercó el coronel Hervey. Fitz se levantó con cortesía.

—Ha ido usted demasiado lejos —dijo Hervey—. El general Lourceau me ha contado lo que ha hecho. Él creyó que estaba haciéndole un cumplido.

—No seré yo quien lo niegue —repuso Fitz—. El resultado sugiere que fue una decisión acertada.

—Escúcheme, Fitzherbert —respondió Hervey, bajando la voz—. Está usted acabado, imbécil. Ha sido desleal a un oficial superior. Hay una mancha negra sobre su nombre que jamás se borrará. No conseguirá un ascenso, ni aunque la guerra siga un año más. Es usted comandante y con esa graduación se quedará.

—Gracias por su sinceridad, coronel —respondió Fitz—. Pero entré en el ejército para ganar batallas, no para que me ascendieran.

IV

Fitz tuvo la sensación de que el avance dirigido por sir John el domingo fue de una prudencia vergonzosa, pero, para su alivio, bastó para obligar a que Von Kluck respondiera a la amenaza enviando a la zona soldados que no podía permitirse desperdiciar a la ligera. En ese momento, el germano estaba luchando en dos frentes, el del oeste y el del sur: la pesadilla de cualquier comandante.

Fitz se despertó el lunes por la mañana tras pasar la noche sobre una manta en el suelo del castillo, sintiéndose optimista. Desayunó en el comedor de oficiales y luego esperó con impaciencia que llegaran los aviones de reconocimiento de su recorrido matutino. La guerra podía ser o una carrera de locos o de una inactividad fútil. En los terrenos pertenecientes al castillo había una iglesia que decían databa del año 1000. Fitz fue a visitarla, aunque jamás había entendido qué le veía la gente a las iglesias antiguas.

El parte de la misión de reconocimiento se dio en un magnífico salón con vistas al parque y al río. Los oficiales se sentaron en sillas de campamento frente a una vulgar mesa compuesta por un tablón y unos caballetes situada en el espléndido decorado dieciochesco que los rodeaba. Sir John tenía la barbilla prominente y una boca, bajo su mostacho de morsa, que parecía estar siempre retorcida en un gesto de orgullo herido.

Los aviadores informaron de que, por delante de las fuerzas británicas, el terreno estaba despejado, ya que las columnas alemanas avanzaban en dirección norte.

Fitz estaba eufórico. El contraataque de los aliados se había producido de forma inesperada y, al parecer, había pillado a los alemanes con la guardia baja. Resultaba claro que no tardarían en reagruparse, pero, por el momento, estaban metidos en un buen lío.

Fitz esperaba que sir John ordenase un avance rápido, pero, para su decepción, el comandante solo confirmó los apocados objetivos marcados con anterioridad.

Fitz redactó el informe en francés y luego se dirigió a su coche. Condujo los cuarenta kilómetros hasta París a la máxima velocidad posible luchando contra el flujo de camiones, coches y carromatos que abandonaban la ciudad, abarrotados de personas y cargados hasta los topes de equipaje, en dirección al sur, para escapar de los alemanes.

Una vez en la capital francesa, lo retrasó una formación de soldados argelinos que marchaba por la ciudad de una estación de tren a otra. Sus oficiales iban montados en mulas y vestían capotes de un rojo intenso. A su paso, las mujeres los obsequiaban con flores y fruta, y los dueños de las cafeterías les servían bebidas frías.

En cuanto hubieron pasado, Fitz siguió su camino hasta Les Invalides y entregó su informe en el colegio.

Una vez más, el reconocimiento aéreo de los ingleses quedó confirmado por los informes franceses. Algunas fuerzas alemanas se batían en retirada.

—¡Debemos forzar el ataque! —exclamó el viejo general—. ¿Dónde están los ingleses?

Fitz se acercó al mapa y señaló la posición británica y los objetivos de la marcha que había establecido sir John para antes de que finalizara la jornada.

—¡Con eso no basta! —replicó Galliéni, airado—. ¡Tiene que ser más agresivo! Necesitamos que ataque y así Von Kluck estará demasiado ocupado para reforzar su flanco. ¿Cuándo cruzará el río Marne?

Fitz no lo sabía. Se sintió avergonzado. Estaba de acuerdo con las cáusticas palabras que había pronunciado Galliéni, pero no podía reconocerlo, así que se limitó a decir:

—Haré hincapié en ello al hablar con sir John, general.

Sin embargo, Galliéni ya estaba pensando en cómo compensar la lasitud de los ingleses.

—Enviaremos la 7.ª División del VII Cuerpo como refuerzo para el ejército de Manoury, quien estará en el río Ourcq esta tarde —dijo con decisión.

De inmediato, su personal empezó a redactar las órdenes.

Entonces el coronel Dupuys dijo:

—General, no tenemos trenes suficientes para conseguir que estén todos allí esta tarde.

—Pues utilicen coches —ordenó Galliéni.

—¿Coches? —Dupuys parecía perplejo—. ¿De dónde vamos a sacar tantos coches?

—¡Consigan taxis!

Todos los presentes se quedaron mirándolo. ¿Es que el general se había vuelto loco?

—Llame al jefe de policía —dijo Galliéni—. Dígale que ordene a sus hombres detener a todos los taxis de la ciudad, que saquen a los pasajeros a patadas y que los conductores vengan hasta aquí. Los cargaremos de soldados y los enviaremos al campo de batalla.

Fitz sonrió de oreja a oreja cuando se dio cuenta de que Galliéni hablaba en serio. Esa era la actitud que a él le gustaba. Hacer lo que sea necesario siempre que el resultado sea la victoria.

Dupuys se encogió de hombros y levantó el teléfono.

—Por favor, póngame con el jefe de policía de inmediato —dijo.

«Esto tengo que verlo», pensó Fitz.

Salió de la sala y encendió un cigarro. No tuvo que esperar mucho. Pasados un par de minutos, un taxi rojo de la marca Renault llegó cruzando el puente de Alejandro III, rodeó el enorme jardín ornamental y aparcó delante del edificio principal. A ese coche lo siguieron dos más, luego una docena y más adelante, una centena.

En un par de horas, varios cientos de taxis igualmente rojos estaban aparcados en Les Invalides. Fitz jamás había visto nada parecido.

Other books

Blood Sport by A.J. Carella
Revo's Property by Angelique Voisen
Ten Good Reasons by Lauren Christopher
Profile of Evil by Alexa Grace
All She Ever Wanted by Lynn Austin
Shadow of an Angle by Mignon F. Ballard