La caída de los gigantes (60 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Tenía que existir alguna explicación. ¿Es que se había producido algún ataque del que Fitz, por algún motivo, no se había enterado?

Se le ocurrió echar un vistazo al otro lado de un parapeto.

Aquello no podía ser una casualidad. Muchos hombres habían muerto el primer día en el frente por echar un vistazo rápido asomándose por la trinchera.

Fitz agarró una de las palas de mango corto llamadas «herramienta de trinchera». Metió la hoja de la pala por el borde del parapeto. Luego se subió al saliente de tierra en forma de escalón en el que se apoyaban los soldados para disparar y, poco a poco, fue asomando la cabeza para mirar a través de la pequeña ranura abierta con la hoja de la pala.

Lo que vio lo dejó atónito.

Los hombres se encontraban en el territorio lleno de cráteres que era tierra de nadie. Pero no estaban combatiendo. Estaban agrupados en corrillos, charlando.

Había algo curioso en su aspecto, pasados unos segundos, Fitz se dio cuenta de que algunos uniformes eran de color caqui y otros, gris militar.

Los hombres estaban hablando con el enemigo.

Fitz tiró la pala de trinchera, sacó la cabeza por el parapeto y se quedó mirando. Había cientos de soldados en tierra de nadie, que llegaban hasta donde alcanzaba la vista, a derecha e izquierda, británicos y alemanes entremezclados.

¿Qué demonios estaba pasando?

Encontró una escalerilla de mano para salir de la trinchera y subió como pudo por el parapeto. Avanzó por la tierra revuelta. Los hombres enseñaban las fotos de sus familias y sus novias, ofrecían cigarrillos e intentaban comunicarse entre ellos, diciendo cosas como: «Yo Robert, ¿tú quién?».

Fitz localizó a dos sargentos, uno inglés y el otro alemán, totalmente enfrascados en la conversación. Dio un golpecito en el hombro al inglés.

—¡Eh, usted! —exclamó—. ¿Se puede saber qué demonios está haciendo?

El hombre le respondió con el acento gutural de los muelles de Cardiff.

—No sé cómo ha ocurrido exactamente, señor. Un par de
kartoffel
se asomaron por su parapeto, desarmados, y gritaron: «¡Feliz Navidad!», y uno de los nuestros hizo lo mismo y empezaron a acercarse unos a otros caminando y, antes de poder decir esta boca es mía, todo el mundo estaba haciendo lo mismo.

—Pero ¡si no hay nadie en las trincheras! —dijo Fitz, enfadado—. ¿Es que no cree que puede ser una trampa?

El sargento echó un vistazo a ambos lados de la línea.

—No, señor, si le soy sincero, no puedo decirle que lo crea —respondió con frialdad.

El sargento tenía razón. ¿Cómo iba a aprovecharse el enemigo del hecho de que los soldados de primera línea de ambos bandos se hubieran hecho amigos?

El sargento señaló al alemán.

—Este es Hans Braun, señor —dijo—. Era camarero en el hotel Savoy de Londres. ¡Habla inglés!

El alemán saludó a Fitz.

—Es un placer conocerle, comandante —dijo—. Le deseo una feliz Navidad. —Tenía un acento menos marcado que el inglés de Cardiff. Le ofreció una petaca—. ¿Le apetece un trago de
schnapps
?

—¡Por el amor de Dios! —espetó Fitz, y se marchó.

No había nada que pudiera hacer. Aquella situación era difícil de detener incluso con la ayuda de los suboficiales como el sargento galés. Sin su ayuda era imposible. Decidió que lo mejor sería informar a un superior de lo ocurrido y pasarle la patata caliente a otro.

Sin embargo, antes de poder dejar atrás aquella escena oyó que alguien lo llamaba.

—¡Fitz! ¡Fitz! ¿De verdad eres tú?

La voz le sonó familiar. Se volvió y vio que se le acercaba un alemán. A medida que el hombre se aproximaba, lo reconoció.

—¿Von Ulrich? —preguntó, asombrado.

—¡El mismo!

Walter sonrió de oreja a oreja y alargó la mano. Fitz la estrechó sin pensarlo. Walter correspondió el apretón con vigor. A Fitz le pareció más delgado y su piel clara se había arrugado. «Supongo que yo también he cambiado», pensó.

—Esto es increíble —exclamó Walter—. ¡Qué coincidencia!

—Me alegro de verte en plena forma —respondió Fitz—. Aunque supongo que no debería alegrarme.

—¡Lo mismo digo!

—¿Qué vamos a hacer con esto? —Fitz hizo un gesto con la mano en dirección a los soldados que habían confraternizado—. Me parece preocupante.

—Estoy de acuerdo. Mañana puede que no quieran disparar a sus nuevos amigos.

—¿Y qué haremos entonces?

—Debemos librar pronto una batalla para que vuelvan a la normalidad. Si ambos bandos empiezan a dispararse por la mañana, no tardarán en volver a odiarse.

—Espero que tengas razón.

—¿Cómo estás tú, viejo amigo?

Fitz recordó la buena noticia que le habían dado y se alegró.

—Ya soy padre —dijo—. Bea ha dado a luz un varón. Toma un cigarro.

Encendieron los pitillos. Walter había estado en el frente oriental, según confesó.

—Los rusos son unos corruptos —comentó con desprecio—. Los oficiales venden los suministros en el mercado negro y dejan que la infantería pase hambre y frío. La mitad de la población de Prusia Oriental lleva botas del ejército ruso que han comprado por nada, mientras los soldados rusos marchan descalzos.

Fitz le explicó que había estado en París.

—Tu restaurante favorito, Voisin’s, sigue abierto —le contó.

Los hombres empezaron un partido de fútbol, Inglaterra contra Alemania, y usaron pilas de gorras para delimitar las porterías.

—Tengo que informar de esto —dijo Fitz.

—Yo también —repuso Walter—. Pero, primero dime, ¿cómo está lady Maud?

—Bien, creo.

—Tengo un especial interés en que le transmitas mis recuerdos.

Fitz quedó impactado por el énfasis que puso Walter en esa manida frase de cortesía.

—Claro —respondió—. ¿Por algún motivo en especial?

Walter apartó la mirada.

—Justo antes de irme de Londres… bailé con ella en el baile de lady Westhampton. Fue el último acto civilizado del que disfruté antes de esta
verdammte
guerra.

Walter parecía estar embargado por la emoción. Le temblaba la voz y era muy poco frecuente en él decir algo en alemán cuando hablaba otro idioma. Tal vez le afectara también la atmósfera navideña que se respiraba.

Von Ulrich prosiguió:

—Me gustaría enormemente que ella supiera que estaba recordándola el día de Navidad. —Miró a Fitz con los ojos húmedos—. ¿Te asegurarás de decírselo, viejo amigo?

—Lo haré —respondió Fitz—. Estoy seguro de que se alegrará mucho de oírlo.

14

Febrero de 1915

I

—He ido al médico —dijo la mujer que estaba sentada al lado de Ethel—. Le he dicho que me pica el conejo.

Un estallido de risas inundó la sala. Estaba en la planta alta de una pequeña casa del este de Londres, cerca de Aldgate. En ella había veinte mujeres sentadas frente a sendas máquinas de coser, en dos apretadas hileras a ambos lados de una larga mesa de trabajo. No había chimenea, y la única ventana de la estancia estaba cerrada a cal y canto para que no entrara el frío de febrero. Los tablones del suelo estaban desnudos. El revoque encalado de las paredes empezaba a desmenuzarse por efecto de los años, y en ciertos puntos se entreveían los listones que apenas cubría ya. Con veinte mujeres respirando el mismo aire, la sala resultaba sofocante, pero parecía no caldearse nunca, y las mujeres llevaban puestos gorros y abrigos.

Acababan de iniciar un descanso, y los pedales guardaron silencio brevemente bajo sus pies. Ethel estaba sentada al lado de Mildred Perkins, una mujer de su misma edad y natural de esa zona de la ciudad. Mildred también era inquilina de Ethel. Unos incisivos prominentes restaban belleza a un rostro que, por lo demás, podría haber sido hermoso. Los chistes verdes eran su especialidad. Siguió hablando:

—Y va el médico y me dice: «No debería hablar así, esa es una palabra grosera».

Ethel sonrió. Mildred se las ingeniaba para crear momentos alegres durante la lóbrega jornada laboral de doce horas. Ethel nunca había oído esa clase de lenguaje. El personal de Ty Gwyn había sido refinado. Aquellas mujeres londinenses eran capaces de decir cualquier cosa. Comprendían todas las edades y varias nacionalidades, y algunas apenas hablaban inglés, entre ellas dos refugiadas de la Bélgica ocupada por los alemanes. Lo único que todas tenían en común era que estaban lo bastante desesperadas para querer aquel trabajo.

—Y yo le pregunto: «Entonces, ¿qué debería decir, doctor?». Y él me responde: «Diga que le pica un dedo».

Cosían uniformes del ejército británico, miles de ellos, guerreras y pantalones. Día tras día llegaban piezas de gruesa tela caqui procedentes de un taller de corte situado en la calle de al lado, grandes cajas de cartón llenas de mangas, espaldas y perneras, y aquellas mujeres las montaban y las enviaban a otro pequeño taller donde añadirían los ojales y los botones. Se les pagaba por prenda acabada.

—Y él me dice: «El dedo, ¿le pica a todas horas, señorita Perkins, o solo de cuando en cuando?».

Mildred hizo una pausa y las mujeres guardaron silencio, esperando el desenlace.

—Y yo le digo: «No, doctor, solo cuando meo por él».

Las mujeres estallaron en carcajadas y vítores.

Una muchacha delgada de doce años de edad entró en la sala con una vara al hombro. De ella colgaban grandes tazones y picheles. Posó con cuidado la vara en la mesa de trabajo. Los tazones contenían té, chocolate caliente, caldo y café aguado. Todas las mujeres tenían un tazón propio. Dos veces al día, a media mañana y a media tarde, daban las monedas de penique y medio penique a la chica, Allie, y ella iba a llenar los tazones a la cafetería que tenían al lado.

Mientras se tomaban las bebidas a sorbos, las mujeres estiraban los brazos y las piernas y se frotaban los ojos. No era un trabajo tan duro como el de la mina, pensó Ethel, pero sí cansado, pues obligaba a estar inclinada sobre la máquina de coser hora tras hora, mirando fijamente las puntadas. Y tenía que hacerse bien. El jefe, Mannie Litov, inspeccionaba las prendas una por una, y si encontraba algún fallo en alguna no la pagaba, aunque Ethel sospechaba que también expedía los uniformes defectuosos.

Cinco minutos después, Mannie entró en el taller dando palmadas y diciendo:

—Vamos, volved al trabajo ya.

Todas apuraron los tazones y se colocaron de nuevo frente a la mesa.

Mannie era un negrero, pero no el peor, según decían las mujeres. Al menos no las manoseaba ni les exigía favores sexuales. Rondaba los treinta años, tenía los ojos oscuros y lucía una barba negra. Su padre era un sastre que había emigrado de Rusia y abierto una tienda en Mile End Road, en la que se dedicaba a la confección de trajes baratos para empleados de banca y corredores de bolsa. Mannie había aprendido el oficio de su padre y fundado después una ambiciosa empresa.

La guerra era buena para el negocio. Un millón de hombres se habían alistado en el ejército como voluntarios entre agosto y Navidad, y cada uno de ellos necesitaba un uniforme. Mannie estaba contratando a todas las costureras que podía encontrar. Por suerte, Ethel había aprendido a usar una máquina de coser en Ty Gwyn.

Necesitaba un empleo. Aunque su casa estaba pagada y recibía el arriendo de Mildred, tenía que ahorrar para cuando llegara el bebé. Pero la experiencia de buscar trabajo la había frustrado e irritado.

Las mujeres empezaban a tener acceso a toda clase de empleos nuevos, pero Ethel no había tardado en advertir que la desigualdad entre ellas y los hombres seguía existiendo. Puestos en los que los hombres ganaban tres o cuatro libras se ofrecían a las mujeres por una libra semanal. E incluso en tal caso ellas tenían que soportar hostilidades y acosos. Los pasajeros varones de los autobuses se negaban a mostrar el billete a las revisoras; los ingenieros vertían aceite en la caja de herramientas de sus compañeras, y a las obreras se les prohibía el acceso al pub que había a la entrada del taller. Lo que enfurecía aún más a Ethel era que esos mismos hombres llamarían vaga y holgazana a la mujer que llevara a sus hijos vestidos con harapos.

Al final, reticente y enojada, había optado por una industria que tradicionalmente había empleado a mujeres, prometiéndose que no moriría antes de cambiar aquel sistema injusto.

Se frotó la espalda. El bebé llegaría en una o dos semanas, y ella iba a tener que dejar de trabajar cualquier día. Se sentía torpe cosiendo con un vientre tan abultado, pero lo que le resultaba más arduo era el cansancio, que amenazaba ya con derrotarla.

Dos mujeres entraron en el taller, una de ellas con una mano vendada. Era frecuente que las costureras se pincharan con las agujas de coser o se cortaran con las afiladas tijeras que utilizaban para rematar su trabajo.

—Oiga, Mannie; aquí deberíamos tener un mínimo botiquín, una lata con vendas y un frasco de yodo y otras cosas —dijo Ethel.

—¿Creéis que me sale el dinero por las orejas? —era la invariable respuesta de él ante cualquier petición de sus empleados.

—Pero seguro que pierde dinero cada vez que alguna nos hacemos daño —repuso Ethel con un tono de dulce sensatez—. Esas dos mujeres, sin ir más lejos, se han ausentado de sus puestos casi una hora porque han tenido que ir a la botica a que les curaran la herida.

La mujer de la mano vendada sonrió y dijo:

—Además, he tenido que parar en el Dog and Duck para templar los nervios.

—Supongo que también querrás que incluya una botella de ginebra en el botiquín —le dijo sarcásticamente Mannie a Ethel.

Ethel obvió aquello.

—Haré una lista y averiguaré cuánto costaría cada cosa, y luego usted podría reconsiderarlo. ¿Le parece bien?

—No prometo nada —contestó Mannie, que era lo máximo que se acercaba a una promesa.

—Muy bien. —Ethel regresó a su máquina de coser.

Siempre era ella quien pedía a Mannie pequeñas mejoras en el lugar de trabajo, o quien protestaba cuando él hacía algún cambio perjudicial, como exigirles que pagaran por la afiladura de las tijeras. Sin pretenderlo, parecía haber asumido la misma función que había desempeñado su padre.

Al otro lado de la mugrienta ventana, la breve tarde se oscurecía. Las últimas tres horas de la jornada eran las más pesadas para Ethel. Le dolía la espalda, y la intensidad de las luces del techo le provocaba jaqueca.

No obstante, cuando llegaban las siete no quería volver a casa. La idea de pasar el resto de la noche sola le resultaba demasiado deprimente.

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