La caída de los gigantes (61 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Cuando Ethel llegó a Londres, varios jóvenes se interesaron por ella, ninguno de los cuales llegó a gustarle. No obstante, aceptó invitaciones para ir al cine, al teatro de variedades, a recitales y a algún pub, y llegó a besar a uno, aunque sin demasiada pasión. Sin embargo, en cuanto su embarazo empezó a hacerse evidente todos perdieron el interés. Una chica guapa era una cosa, y una mujer con un bebé, otra muy distinta.

Afortunadamente, aquella noche el Partido Laborista celebraba un mitin. Ethel se había afiliado a la delegación de Aldgate del Partido Laborista Independiente poco después de comprar la casa. A menudo se preguntaba qué habría opinado al respecto su padre de haberlo sabido. ¿Querría expulsarla de su partido como lo había hecho de su casa? ¿O se sentiría complacido en secreto? Probablemente nunca lo sabría.

La ponente prevista para esa noche era Sylvia Pankhurst, una de las máximas representantes de las sufragistas, defensoras del derecho a voto de las mujeres. La guerra había escindido a la familia Pankhurst. Emmeline, la madre, había abandonado la campaña mientras durase la guerra. Una de sus hijas, Christabel, apoyaba a la madre, pero la otra, Sylvia, había roto con ellas y proseguido con la campaña. Ethel respaldaba a Sylvia: las mujeres estaban oprimidas tanto en la guerra como en la paz, y no conseguirían justicia hasta que pudieran votar.

Al salir se despidió de las otras mujeres. La calle, iluminada por lámparas de gas, estaba concurrida por obreros que volvían a casa, clientes que hacían la compra para la cena y parranderos camino de una noche de juerga. Un soplo de aire cálido y trivial brotaba por la puerta abierta del Dog and Duck. Ethel comprendía a las mujeres que pasaban la noche en lugares como aquel. Los pubs eran más bonitos que las casas de la mayoría de la gente, y allí encontraban compañía agradable y el barato anestésico de la ginebra.

Al lado del pub había una abacería llamada Lippmann’s, pero estaba cerrada; la había destrozado un grupo de patriotas exaltados debido a su nombre alemán, y desde entonces estaba tapiada con tablones. Irónicamente, el propietario era un judío de Glasgow con un hijo en la Infantería Ligera Highland.

Ethel cogió un autobús. Solo eran dos paradas, pero estaba demasiado cansada para caminar.

El mitin se celebraba en el Calvary Gospel Hall, el lugar donde lady Maud tenía su clínica. Ethel había ido a Aldgate porque era el único barrio de Londres del que había oído hablar: Maud lo había mencionado numerosas veces.

La sala estaba iluminada por alegres manguitos incandescentes colocados a lo largo de las paredes, y en el centro una estufa de carbón caldeaba la estancia. Frente a una mesa y un atril se habían dispuesto hileras de sencillas sillas plegables. A Ethel la recibió el secretario de la delegación, Bernie Leckwith, un hombre de buen corazón, atento y pedante. En aquel momento parecía preocupado.

—La ponente ha cancelado el acto —dijo.

Ethel se sintió decepcionada.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó. Miró a su alrededor—. Ya tienes aquí a más de cincuenta personas.

—Han enviado a una suplente, pero aún no ha llegado, y no sé qué tal lo hará. Ni siquiera está afiliada al partido.

—¿Quién es?

—Se llama lady Maud Fitzherbert. —Bernie añadió con aire reprobatorio—: Tengo entendido que viene de una familia propietaria de explotaciones de carbón.

Ethel se rió.

—¡Mira por dónde! —dijo—. Yo trabajé para ella.

—¿Es buena oradora?

—Ni idea.

Ethel estaba intrigada. No había vuelto a ver a Maud desde el fatídico martes en que se casó con Walter von Ulrich y Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania. Ethel aún guardaba el vestido que Walter había comprado para ella, esmeradamente envuelto en papel de seda y colgado en el armario ropero. Era de seda rosa, con una sobrefalda vaporosa, y sin duda lo más hermoso que jamás había tenido. Obviamente, en su estado ya no le valdría. Además, era demasiado bueno para lucirlo en un mitin del Partido Laborista. También conservaba aún el sombrero, en el estuche original de la tienda de Bond Street.

Se sentó, agradecida de poder aliviar la sensación de pesadez en los pies, y se acomodó esperando al comienzo del mitin. Nunca olvidaría la visita al Ritz, después de la boda, acompañada por el apuesto primo de Walter, Robert von Ulrich. Al entrar en el restaurante fue el objetivo de la severa mirada de una o dos mujeres, y Ethel supuso que, aunque llevaba un vestido caro, había algo en ella que delataba su condición obrera. Pero apenas le importó. Robert la hizo reír con comentarios maliciosos sobre la ropa y las joyas que lucían las otras mujeres, y ella le habló de su vida en una ciudad minera de Gales, una vida que a él le pareció más extraña que la de los esquimales.

¿Dónde estarían en esos momentos? Tanto Walter como Robert habían ido a la guerra, por supuesto, Walter con el ejército alemán y Robert con el austríaco, y Ethel no tenía modo de saber si estaban vivos o muertos. Tampoco sabía más de Fitz. Imaginaba que lo habrían destinado a Francia con los Fusileros Galeses, pero ni siquiera estaba segura de eso. Aun así, repasaba las listas de bajas que publicaban los periódicos, buscando temerosa el nombre Fitzherbert. Lo odiaba por cómo la había tratado, pero pese a ello se sentía profundamente agradecida de no encontrar su nombre.

Podría haberse mantenido en contacto con Maud solo con ir a la clínica, pero ¿cómo habría justificado su visita? Aparte de un susto leve en julio —una pequeña mancha de sangre en la ropa interior por la que el doctor Greenward le aseguró que no tenía por qué preocuparse—, no tenía ningún problema.

Pero Maud no había cambiado en seis meses. Entró en la sala vestida del mismo modo espectacular que siempre, con un enorme sombrero de ala ancha de cuya cinta asomaba una larga pluma que asemejaba el mástil de un yate. Ethel se sintió de pronto andrajosa con su viejo abrigo marrón.

Maud la vio y se acercó a ella.

—¡Hola, Williams! Perdona, quería decir Ethel. ¡Qué agradable sorpresa!

Ethel le estrechó la mano.

—Disculpa que no me levante —dijo, llevándose una mano al abultado vientre—. Ahora mismo creo que no podría hacerlo ni en presencia del rey.

—Ni se te ocurra intentarlo. ¿Probamos a encontrar un momento después del mitin para charlar?

—Me encantaría.

Maud se encaminó a la mesa, y Bernie dio comienzo al mitin. Bernie era un judío ruso, como tantos otros habitantes del East End. De hecho, había pocos ingleses en aquella zona de la ciudad y, sin embargo, abundaban galeses, escoceses e irlandeses. Antes de la guerra, también había habido muchos alemanes; su lugar lo ocupaban ya miles de refugiados belgas. El East End era donde desembarcaban y, como es natural, donde se establecían.

Aunque tenían a una invitada especial, Bernie insistió en empezar disculpándose por la ausencia de la ponente programada, leyó el acta del mitin anterior y otras rutinas tediosas. Trabajaba para el ayuntamiento, en el departamento de bibliotecas, y estaba obsesionado con los detalles.

Finalmente presentó a Maud, que habló con seguridad y erudición sobre la opresión de las mujeres.

—La mujer que hace el mismo trabajo que un hombre debe cobrar lo mismo que él —dijo—, pero a menudo nos dicen que el hombre tiene que mantener a una familia.

Varios hombres del público asintieron con actitud empática: eso era lo que siempre decían ellos.

—Pero ¿qué hay de las mujeres que tienen que mantener a una familia?

Esto despertó murmullos de acuerdo entre las mujeres.

—La pasada semana, en Acton, conocí a una joven que está intentando alimentar y vestir a sus cinco hijos con dos libras semanales, mientras que su esposo, que la abandonó y se fugó, está cobrando cuatro libras y diez chelines fabricando hélices para barcos en Tottenham, ¡y gastándose el dinero en el pub!

—¡Bien dicho! —dijo una mujer sentada detrás de Ethel.

—Hace poco, en Bermondsey, hablé con una mujer cuyo marido había muerto en Ypres. Tiene que criar a sus cuatro hijos, pero le pagan un salario de mujer.

—¡Qué vergüenza! —exclamaron varias de las presentes.

—Si al empresario le sale a cuenta pagar a un hombre un chelín por cada bulón que fabrica, también le sale a cuenta pagar a una mujer la misma tarifa.

Los hombres se removieron incómodos en sus sillas.

Maud barrió a la concurrencia con una mirada acerada.

—Cuando oigo a hombres socialistas argumentar en contra de la igualdad de jornal, les pregunto: «¿Permiten que empresarios codiciosos traten a las mujeres como mano de obra barata?».

Ethel pensó que se precisaba mucho valor e independencia para que una mujer con la educación de Maud albergara esas opiniones. También la envidiaba. Se sentía celosa de sus bonitos vestidos y de su fluida oratoria. Y, como guinda del pastel, Maud estaba casada con el hombre al que amaba.

Después de la charla, Maud fue sometida a un agresivo turno de preguntas por parte de los hombres del Partido Laborista. El tesorero de la delegación, un escocés rubicundo llamado Jock Reid, dijo:

—¿Cómo puede seguir quejándose de que las mujeres no tengan derecho a voto cuando nuestros chicos están muriendo en Francia?

Se oyó un fuerte murmullo de aprobación.

—Me alegro de que me pregunte eso, porque es una cuestión que molesta a muchos hombres, y también a muchas mujeres —contestó Maud. Ethel admiró el tono conciliador de su respuesta, que contrastaba claramente con la hostilidad de Jock Reid—. ¿Debe proseguir la actividad política normal durante la guerra? ¿Debería estar usted asistiendo a un mitin del Partido Laborista? ¿Deberían los sindicatos seguir luchando contra la explotación de los obreros? ¿Ha cerrado sus puertas el Partido Conservador durante la guerra? ¿Se han suspendido temporalmente la injusticia y la opresión? Yo digo no, camarada. No debemos permitir que los enemigos del progreso se aprovechen de la guerra. La guerra no debe convertirse en una excusa para que los tradicionalistas nos refrenen. Como dice el señor Lloyd George, aquí no ha pasado nada.

Finalizado el mitin, prepararon té —las mujeres, por descontado—; Maud se sentó al lado de Ethel y se quitó los guantes para sostener con sus suaves manos una taza y un platillo de recia loza azul. Ethel pensó que sería desconsiderado confesarle a Maud la verdad sobre su hermano, por lo que le refirió la última versión de su historia ficticia: que «Teddy Williams» había muerto en combate en Francia.

—Le digo a la gente que estábamos casados —confesó, tocándose el anillo barato que llevaba—, aunque en estos tiempos tampoco le importa a nadie. Cuando los chicos se van a la guerra, las chicas quieren complacerles, estén casados o no. —Bajó la voz—. Supongo que no habrás tenido noticias de Walter.

Maud sonrió.

—Ha ocurrido un hecho inverosímil. ¿Has leído algo en los periódicos sobre la tregua de Navidad?

—Sí, claro; ingleses y alemanes intercambiando regalos y jugando al fútbol en tierra de nadie. Es una lástima que no prolonguen la tregua y se nieguen a combatir.

—Desde luego. Pero… ¡Fitz se encontró con Walter!

—¡Vaya! ¡Es fantástico!

—Obviamente, Fitz no sabe que estamos casados, de modo que Walter tuvo que hablar con cautela. Pero le pidió que me dijera que pensó en mí el día de Navidad.

Ethel le apretó la mano.

—¡Así que está bien!

—Ha estado combatiendo en Prusia Oriental, y ahora está en Francia, en primera línea, pero ileso.

—¡Gracias a Dios! Aunque no creo que vuelvas a saber de él. Un golpe de suerte así no se repite.

—No. Mi única esperanza es que, por algún motivo, le envíen a un país neutral como Suecia o Estados Unidos desde donde pueda enviarme una carta. De lo contrario, tendré que esperar a que acabe la guerra.

—¿Y el conde?

—Fitz está bien. Pasó las primeras semanas de la guerra dándose la gran vida en París.

«Mientras yo buscaba trabajo en un taller de explotadores», pensó Ethel, resentida.

Maud prosiguió:

—La princesa Bea ha tenido un bebé, un varón.

—Fitz debe de estar muy contento por tener un heredero.

—Todos estamos contentos —dijo Maud, y Ethel recordó que, además de rebelde, Maud era aristócrata.

Los asistentes al mitin se dispersaron. Un taxi esperaba por Maud, y ambas se despidieron. Bernie Leckwith subió al autobús con Ethel.

—Lo ha hecho mejor de lo que esperaba —comentó—. De clase alta, por supuesto, pero íntegra. Y simpática, especialmente contigo. Supongo que se llega a conocer bien a una familia cuando se sirve en su casa.

«Ni te imaginas hasta qué punto», pensó ella.

Ethel vivía en una calle tranquila de casas pequeñas y adosadas, viejas pero robustas, en su mayoría habitadas por obreros, artesanos y supervisores con sus familias, algo más acomodadas que ella. Bernie la acompañó hasta la puerta. Ella sospechó que, probablemente, él quería darle un beso de buenas noches. Jugó con la idea de dejar que lo hiciera, solo porque se sentía agradecida de que hubiera un hombre en el mundo que aún la encontraba atractiva. Pero se impuso el sentido común: no quería darle falsas esperanzas.

—Buenas noches, camarada —le dijo con aire jovial, y entró en casa.

Arriba no se oía ruido ni se veía luz: Mildred y sus hijas ya dormían. Ethel se desvistió y se acostó. Estaba cansada, pero su mente seguía activa y no conseguía conciliar el sueño. Al cabo de un rato, se levantó y preparó té.

Decidió que escribiría a su hermano. Cogió el papel de carta y se dispuso a hacerlo.

«Querida hermanita Libby, recibe mi cariño…»

Según el código que compartían en su infancia, solo se leía una de cada tres palabras y los nombres familiares se alteraban, de modo que esta frase significaba simplemente: «Billy, cariño».

Recordaba que el método que había empleado en el pasado era escribir el mensaje que quería enviar y después rellenar los espacios en blanco. Así, escribió: «Sentada sola, con sensación de absoluta desdicha».

A continuación lo codificó: «Donde estoy sentada, ya esté sola o bien con compañía, la sensación nunca es de una felicidad absoluta, tampoco de desdicha».

De niña le encantaba este juego, inventar un mensaje imaginario para ocultar el auténtico. Ella y Billy habían ideado prácticos ardides: las palabras tachadas contaban, mientras que las subrayadas no.

Decidió escribir el mensaje completo y codificarlo al final.

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