La caída de los gigantes (97 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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El teniente Pinski se llevó el megáfono a la boca.

—¡Háganse atrás! —gritó. El instrumento no era más que una pieza de hojalata en forma de cono, y solo conseguía amplificar un poco su voz—. No les está permitido entrar en el centro de la ciudad. Vuelvan a sus lugares de trabajo de manera ordenada. Es una orden de la policía. ¡Atrás!

Nadie se hizo atrás (la mayor parte de la gente ni siquiera pudo oírlo), pero los manifestantes empezaron a abuchearlo y a silbar. Desde el grueso de la muchedumbre, alguien lanzó una piedra que le dio a un caballo en la grupa. El animal se sobresaltó. El jinete, pillado por sorpresa, casi cayó al suelo. Furioso, volvió a enderezarse, tiró de las riendas y aguijó al caballo con su látigo. La muchedumbre se rió, lo cual enfureció más aún al policía montado, que aun así logró dominar a su caballo.

Un valiente manifestante aprovechó el momento de diversión, esquivó a uno de los faraones del terraplén y echó a correr por el hielo. Muchos otros, a ambos lados del puente, siguieron su ejemplo. Los faraones sacaron entonces los látigos y las porras, y empezaron a hacer avanzar y retroceder a sus caballos mientras arremetían contra la multitud. Varios manifestantes cayeron al suelo, pero algunos consiguieron pasar y otros se envalentonaron y decidieron intentarlo también. Al cabo de unos segundos, treinta personas o más corrían sobre el río helado.

Para Grigori era un desenlace feliz. Podría decir que había intentado hacer cumplir la prohibición, y que, de hecho, había impedido que la gente cruzara por el puente, pero que la cantidad de manifestantes era demasiado grande y había resultado imposible impedir que la gente cruzara el hielo.

Pinski no lo veía así.

Volvió su megáfono hacia los policías armados y gritó:

—¡Apunten!

—¡No! —exclamó Grigori, pero ya era demasiado tarde.

Los agentes adoptaron la posición de disparo, apoyados en una rodilla, y alzaron los fusiles. Los manifestantes que estaban al frente de la aglomeración intentaron retroceder, pero los miles que tenían detrás los empujaban hacia delante. Algunos corrieron en busca del río, haciendo frente a los faraones.

—¡Fuego! —gritó Pinski.

Se oyó el estruendo de los disparos, como si fueran fuegos de artificio, seguidos de gritos de pánico y chillidos de dolor a medida que los manifestantes caían muertos y heridos.

Grigori sintió que retrocedía doce años. Vio la plaza de delante del Palacio de Invierno, a cientos de hombres y mujeres rezando de rodillas, a los soldados con sus fusiles y a su madre tirada en el suelo mientras su sangre se esparcía sobre la nieve. Mentalmente, oyó al Lev de once años gritar: «¡Está muerta! ¡Mamá está muerta, mi madre está muerta!».

—No —dijo en voz alta—. No dejaré que vuelvan a hacerlo. —Quitó el seguro de su fusil Mosin-Nagant para liberar el cerrojo y después lo afianzó contra su hombro.

La muchedumbre gritaba y corría en todas direcciones, pisoteando a los caídos. Los faraones habían perdido el control de la situación y arremetían a diestro y siniestro. La policía disparaba indiscriminadamente a la multitud.

Grigori apuntó con mucho cuidado a Pinski, intentando darle hacia la mitad del cuerpo. No tenía muy buena puntería, y el policía se encontraba a unos cincuenta metros, pero tenía posibilidades de acertar. Apretó el gatillo.

Pinski siguió gritando por su megáfono.

Grigori había fallado. Bajó la mira (el fusil saltaba un poco hacia arriba al disparar) y volvió a apretar el gatillo.

De nuevo falló.

La matanza seguía, la policía disparaba indiscriminadamente contra una muchedumbre de hombres y mujeres que huían.

El fusil de Grigori tenía cinco cartuchos en el cargador, y él solía dar en el blanco con alguno de los cinco. Disparó una tercera vez.

Pinski profirió un grito de dolor que fue amplificado por el megáfono. Su rodilla derecha pareció doblarse bajo su peso. Tiró el megáfono y cayó al suelo.

Los hombres de Grigori siguieron su ejemplo. Atacaron a la policía, algunos disparando y otros utilizando los fusiles como porras. Los había que tiraban a los faraones de sus caballos. Los manifestantes se armaron de valor y se unieron a ellos. Algunos de los que estaban en el hielo dieron media vuelta y regresaron.

La furia de la turba era espantosa. Durante más tiempo del que nadie podía recordar, los policías de Petrogrado se habían comportado como bestias desdeñosas, indisciplinadas y descontroladas, y de pronto el pueblo se estaba cobrando su venganza. Los agentes que habían caído al suelo recibían patadas y pisotones, los que seguían de pie eran abatidos, y los faraones veían caer sus caballos a disparos. La policía resistió solo unos momentos más; después, los que pudieron huyeron.

Grigori vio a Pinski intentando ponerse en pie. Volvió a apuntar, impaciente por acabar con aquel malnacido, pero un faraón se cruzó en su línea de fuego, subió a Pinski a pulso sobre el cuello de su caballo y se alejó al galope.

Grigori se quedó plantado, mirando cómo huía la policía.

Se dio cuenta de que se había buscado el problema más grave de toda su vida.

Su pelotón se había amotinado. Contraviniendo directamente las órdenes que tenían, habían atacado a la policía, no a los manifestantes. Y él los había dirigido al disparar al teniente Pinski, que había sobrevivido para contar la historia. No tenía forma de encubrir lo que acababa de suceder, ninguna excusa que pudiera ofrecer cambiaría en nada la situación, no había modo de escapar del castigo. Era culpable de traición. Podían formarle un consejo de guerra y ejecutarlo.

A pesar de todo, se sentía feliz.

Varia se abrió camino entre el gentío. Tenía sangre en la cara, pero sonreía.

—¿Y ahora qué, sargento?

Grigori no pensaba resignarse a recibir su castigo. El zar estaba asesinando a su pueblo. Bueno, pues su pueblo contestaría disparando.

—A los barracones —dijo Grigori—. ¡Armaremos a la clase obrera! —Le arrebató a Varia la bandera roja—. ¡Seguidme!

Echó a andar de vuelta por la avenida Samsonievski con paso resuelto. Sus hombres lo siguieron, capitaneados por Isaak, y la multitud se les unió también. Grigori no estaba seguro de qué era lo que iba a hacer exactamente, pero no sentía la necesidad de tener ningún plan: marchaba a la cabeza del gentío con la sensación de que podía conseguir todo lo que se propusiera.

El centinela abrió las puertas de los barracones para los soldados, y después fue incapaz de cerrárselas a los manifestantes. Grigori, que se sentía invencible, encabezó la marcha por la plaza de armas hacia el arsenal. El teniente Kirílov salió del edificio del cuartel general, vio a toda aquella gente y, echando a correr, se enfrentó a ellos.

—¡Soldados! —gritó—. ¡Alto! ¡Deteneos ahí mismo!

Grigori desoyó sus órdenes.

Kirílov se quedó inmóvil y desenfundó su revólver.

—¡Alto! —dijo—. ¡Alto o disparo!

Dos o tres hombres del pelotón de Grigori levantaron sus fusiles y dispararon a Kirílov. Varias balas impactaron en él, que cayó al suelo, sangrando.

Grigori siguió andando.

El arsenal estaba protegido por dos centinelas. Ninguno de los dos intentó detenerlo. Los dos últimos cartuchos de su cargador le sirvieron para volar el cerrojo de las pesadas puertas de madera. La muchedumbre irrumpió en el arsenal, empujándose y dándose codazos para llegar a las armas. Algunos de los hombres de Grigori se hicieron con el mando de la situación, abrieron las cajas de madera de los fusiles y los revólveres y las fueron pasando junto con cajas de munición.

«Ya está —pensó Grigori—. Esto es una revolución.» Estaba pletórico y aterrorizado al mismo tiempo.

Se armó con dos de los revólveres Nagant que recibían los oficiales, recargó su fusil y se llenó los bolsillos de munición. No estaba muy seguro de qué era lo que pretendía hacer, pero ahora que era un criminal, necesitaba armas.

El resto de los soldados de los barracones se unieron al saqueo del arsenal, y pronto todo el mundo fue armado hasta los dientes.

Enarbolando la bandera roja de Varia, Grigori condujo a la multitud fuera de los barracones. Las manifestaciones siempre se dirigían al centro de la ciudad. Con Isaak, Yákov y Varia, marchó cruzando el puente hacia la avenida Liteini, en dirección al acomodado corazón de Petrogrado. Se sentía como si volara, o como si soñara; como si hubiera dado un enorme trago de vodka. Llevaba años hablando de desafiar a la autoridad del régimen, pero ese día lo estaba haciendo realidad, y eso le hacía sentirse un hombre nuevo, una criatura diferente, un ave del cielo. Recordó entonces las palabras del anciano que le había hablado después de que mataran a su madre. «Que tengas una larga vida —había dicho el hombre mientras Grigori se alejaba de la plaza del Palacio de Invierno con el cadáver de su madre en brazos—. Lo bastante larga para vengarte del zar, que tiene las manos manchadas de sangre por todos los crímenes que ha cometido hoy.» «Puede que tu deseo se haga realidad, anciano», pensó, exultante.

El 1.º de Artillería no era el único regimiento que se había amotinado esa mañana. Cuando Grigori llegó al otro lado del puente, su euforia fue mayor aún al ver que las calles estaban llenas de soldados con el gorro vuelto hacia atrás o el capote desabrochado, desafiando alegremente el reglamento. La mayoría lucían brazaletes rojos o cintas rojas en la solapa para distinguirse como revolucionarios. Coches requisados rugían al pasar, conducidos sin rumbo, con cañones de fusiles y bayonetas que asomaban por las ventanillas y chicas que reían en el regazo de los soldados que iban en el interior. Los piquetes y los controles del día anterior habían desaparecido. El pueblo había tomado las calles.

Grigori vio una bodega con el escaparate hecho añicos y la puerta echada abajo. Un soldado y una chica salieron de dentro con botellas en ambas manos, pisoteando los cristales rotos. Justo al lado, el propietario de una cafetería había sacado una mesa con platos de pescado ahumado y lonchas de embutidos, y estaba de pie junto a las viandas, luciendo una cinta roja en la solapa, sonriendo con nerviosismo e invitando a los soldados a que se sirvieran. Grigori se dio cuenta de que estaba intentando asegurarse de que nadie irrumpiera en su local y lo saqueara, como había sucedido con la bodega.

El ambiente festivo se intensificaba más aún a medida que se acercaban al centro. Había muchos que ya estaban bastante borrachos, aunque solo era mediodía. Las muchachas parecían contentas de besar a todo el que llevara un brazalete rojo, y Grigori vio a un soldado acariciando abiertamente los grandes pechos de una mujer madura sonriente. Algunas chicas se habían vestido con uniformes de soldado y caminaban con paso arrogante por las calles, con sus gorros y esas botas que les venían grandes, sintiéndose a todas luces liberadas.

Un reluciente Rolls-Royce llegó por la calle y la muchedumbre intentó detenerlo. El chófer pisó a fondo el pedal del gas, pero alguien abrió la portezuela y lo sacó del vehículo. La gente se empujaba para intentar subir al automóvil. Grigori vio al conde Maklakov, uno de los directores de la fábrica Putílov, salir peleándose del asiento de atrás. Grigori recordó lo extasiado que se mostró Maklakov con la princesa Bea el día que visitó la fábrica. La multitud abucheó al conde, pero no siguió acosándolo cuando se alejó a toda prisa, subiéndose el cuello de pieles para cubrirse las orejas. Nueve o diez personas se apretaron en su coche y alguien lo puso en marcha y tocó la bocina con alegría.

En la siguiente esquina, un grupito de gente atormentaba a un hombre alto ataviado con el sombrero de ala estrecha y el gastado abrigo de un profesional de clase media. Un soldado lo empujó con el extremo del cañón de su fusil, una anciana le escupió, un joven vestido con sobretodo obrero le lanzó un puñado de inmundicia.

—¡Déjenme pasar! —decía el hombre intentando sonar autoritario, pero los demás solo se reían.

Grigori reconoció la delgada figura de Kanin, supervisor de la sección de fundición de Putílov. Al hombre se le cayó el sombrero, y el joven vio que se había quedado calvo.

Se abrió paso entre la pequeña multitud.

—¡Este hombre no ha hecho ningún mal! —gritó—. Es ingeniero, yo antes trabajaba con él.

Kanin lo reconoció.

—Gracias, Grigori Serguéievich —dijo—. Solo estaba intentando llegar a casa de mi madre, para ver si se encuentra bien.

El sargento se volvió hacia la gente.

—Dejadlo pasar —dijo—. Yo respondo de él.

Vio a una mujer que llevaba un carrete de cinta roja (obtenido probablemente del saqueo de una mercería) y le pidió un largo. Ella cortó un poco con un par de tijeras y Grigori ató la cinta en la manga izquierda de Kanin. La multitud los jaleó.

—Ahora estarás seguro —le dijo Grigori.

Kanin le estrechó la mano y se alejó. Lo dejaron pasar.

El grupo de Grigori desembocó en la avenida Nevski, el amplio bulevar comercial que iba desde el Palacio de Invierno hasta la estación Nikoláievski. Estaba abarrotada de gente bebiendo de botellas, comiendo, besándose y disparando tiros al aire. Los restaurantes que estaban abiertos habían sacado carteles que decían «¡Comida gratis para los revolucionarios!» y «¡Comed lo que queráis, pagad lo que podáis!». Muchas tiendas habían sido saqueadas y los adoquines estaban cubiertos de añicos de cristal. Uno de los odiados tranvías (cuyos billetes eran demasiado caros para que pudieran montar en ellos los trabajadores) había quedado volcado en medio de la calle y alguien había estrellado un automóvil Renault contra él.

Grigori oyó un disparo de fusil, pero era uno entre muchos y por un segundo ni siquiera le prestó atención; pero entonces Varia, que estaba junto a él, se tambaleó y cayó al suelo. Grigori y Yákov se arrodillaron a lado y lado de ella. Parecía inconsciente. Volvieron el pesado cuerpo, no sin dificultades, y enseguida vieron que no habría forma de reanimarla: la bala le había entrado por la frente y sus ojos lucían una mirada fija perdida en la nada.

Grigori no se permitió sentir pena, ni por él mismo ni por el hijo de Varia, su mejor amigo, Konstantín. En el campo de batalla había aprendido a contraatacar primero y a llorar después. Sin embargo, ¿era aquello un campo de batalla? ¿Quién podía querer matar a Varia? Aun así, la herida había acertado en un lugar tan concreto que se hacía difícil creer que hubiera sido víctima de una bala perdida disparada al azar.

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