Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Sí.
—¡Y le están pidiendo a México que intente implicar también a Japón!
—Sí.
—¡Espera a que esto se sepa!
—De eso quería hablar contigo. Nos gustaría asegurarnos de que salga a la luz de una forma que le sea favorable a tu presidente.
—¿Por qué no se lo revela al mundo el gobierno británico y ya está?
Fitz se dio cuenta de que Gus no lo estaba meditando lo suficiente.
—Por dos razones —dijo—. En primer lugar, no queremos que los alemanes sepan que leemos sus comunicaciones. En segundo, nos podrían acusar de haber falsificado esta interceptación.
Gus asintió con la cabeza.
—Discúlpame. Estoy demasiado furioso para pensar. Analicémoslo fríamente.
—Si es posible, nos gustaría que dijerais que el gobierno de Estados Unidos ha conseguido una copia del telegrama de manos de Western Union.
—Wilson no querrá valerse de una mentira.
—Pues consigue una copia de Western Union, y ya no será mentira.
Gus asintió.
—Eso debería ser factible. En cuanto al segundo problema, ¿quién podría hacer público el telegrama sin despertar sospechas de falsificación?
—El presidente en persona, supongo.
—Es una posibilidad.
—Pero ¿tienes una idea mejor?
—Sí —dijo Gus en un tono reflexivo—. Creo que sí.
IV
Ethel y Bernie se casaron en Calvary Gospel Hall. Ninguno de los dos tenía una opinión demasiado firme sobre la religión, y a ambos les gustaba el pastor de allí.
Ethel no había vuelto a ponerse en contacto con Fitz desde el día del discurso de Lloyd George. La oposición pública de Fitz a la paz le había hecho recordar duramente la verdadera naturaleza del conde. Defendía todo lo que ella odiaba: la tradición, el conservadurismo, la explotación de la clase trabajadora, el rendimiento del capital. No podía ser la amante de un hombre así, y se avergonzaba de haberse sentido tentada siquiera por esa casita en Chelsea. Se había dado cuenta de que su verdadera alma gemela era Bernie.
Ethel se había puesto el vestido rosa de seda y el sombrero de flores que Walter von Ulrich le había comprado para la boda de Maud Fitzherbert. Como damas de honor tuvo a dos jóvenes amigas, Mildred y Maud. Los padres de Ethel llegaron en tren desde Aberowen. Por desgracia, Billy estaba en Francia y no consiguió que le dieran permiso. El pequeño Lloyd llevaba un traje de paje que Mildred le había cosido especialmente para la ocasión, color azul cielo, con botones de latón y un gorrito.
Bernie sorprendió a Ethel presentándole a una familia de la que nadie sabía nada. Su anciana madre no hablaba más que yídish y se pasó todo el oficio mascullando para sí. Vivía con el próspero hermano mayor de Bernie, Theo, quien —como descubrió Mildred, coqueteando con él— poseía una fábrica de bicicletas en Birmingham.
Después sirvieron té y pastel en el vestíbulo. No hubo bebidas alcohólicas, lo cual satisfizo a los padres de Ethel, y los fumadores tuvieron que salir fuera. Su madre le dio un beso a la recién casada.
—De todas formas, me alegro de verte sentando cabeza por fin —le dijo.
Ethel pensó que ese «de todas formas» contenía una fuerte carga. Significaba: «Enhorabuena, aunque seas una mujer perdida y tengas un hijo ilegítimo a cuyo padre nadie conoce, y aunque te estés casando con un judío, además de vivir en Londres, que viene a ser lo mismo que Sodoma y Gomorra». Pero Ethel aceptó la bendición con reservas de su madre y prometió no decirle nunca esas cosas a su hijo.
Sus padres habían comprado billetes baratos de ida y vuelta en el mismo día, así que se marcharon para no perder el tren. Cuando la mayoría de los invitados se fueron, los que quedaron se dirigieron al Dog and Duck a tomar unas pintas.
Ethel y Bernie volvieron a casa cuando llegó la hora de acostar a Lloyd. Esa mañana, Bernie había metido su escasa ropa y sus numerosos libros en una carretilla y los había transportado desde su habitación alquilada a casa de Ethel.
Para poder disfrutar de una noche a solas, acostaron a Lloyd en el piso de arriba con las hijas de Mildred, algo que el pequeño consideró como un regalo especial. Después, Ethel y Bernie se tomaron un chocolate en la cocina antes de irse a la cama.
Ethel tenía un camisón nuevo. Bernie se puso un pijama limpio. Cuando se metió en la cama junto a ella, los nervios le hicieron empezar a sudar. Ethel le acarició la mejilla.
—Aunque ya conozco la vida, no tengo mucha experiencia —dijo—. Solo mi primer marido, y no fueron más que unas semanas antes de que se fuera. —No le había contado a Bernie lo de Fitz, y nunca lo haría. Solo Billy y el abogado Albert Solman sabían la verdad.
—Ya sabes más que yo —dijo Bernie, pero ella sintió que su marido empezaba a relajarse—. Solo unos cuantos desatinos.
—¿Cómo se llamaban?
—Ay, no quieras saberlo.
Ethel sonrió.
—Claro que quiero. ¿Cuántas mujeres? ¿Seis? ¿Diez? ¿Veinte?
—Madre mía, no. Tres. La primera fue Rachel Wright, en el colegio. Después me dijo que tendríamos que casarnos, y yo la creí. Estaba preocupadísimo.
Ethel soltó una risita.
—¿Qué pasó?
—A la semana siguiente lo hizo con Micky Armstrong, y quedé libre.
—¿Disfrutaste al estar con ella?
—Supongo que sí. Solo tenía dieciséis años, sobre todo quería poder decir que ya lo había hecho.
Ella le dio un beso con ternura y luego preguntó:
—¿Quién fue la siguiente?
—Carol McAllister. Era una vecina. Le pagué un chelín. Fue un tanto breve… Creo que ella sabía lo que tenía que hacer y decir para acabar cuanto antes. Lo que más le gustó fue cuando le di el dinero.
Ethel arrugó la frente en un gesto de reproche; después recordó la casa de Chelsea y comprendió que ella se había planteado hacer lo mismo que Carol McAllister. Sintiéndose algo incómoda, inquirió:
—¿Quién fue la otra?
—Una mujer mayor. Era mi casera. Se metió en mi cama una noche que su marido no estaba en casa.
—¿Y con ella te gustó?
—Mucho. Fue una época muy feliz para mí.
—¿Qué salió mal?
—Su marido empezó a sospechar y tuve que marcharme.
—¿Y después?
—Después te conocí a ti y perdí el interés por las demás mujeres.
Empezaron a besarse. Él enseguida le subió la falda del camisón y se colocó encima de ella. Fue cariñoso, le preocupaba hacerle daño, pero la penetró con facilidad. Ella sintió un arrebato de afecto por él, por su bondad, su inteligencia y la devoción que tenía por ella y por su hijo. Lo rodeó con sus brazos y estrechó el cuerpo de él contra su pecho. Bernie no tardó en llegar al clímax. Después, satisfechos, los dos se quedaron tumbados boca arriba y se durmieron.
V
Gus Dewar se fijó en que las faldas de las mujeres habían cambiado. Ya dejaban ver los tobillos. Hacía diez años, conseguir atisbar un tobillo era excitante; ahora era ramplón. A lo mejor las mujeres cubrían su desnudez para resultar más seductoras, no menos.
Rosa Hellman lucía un abrigo granate bastante moderno que caía en tablas desde el canesú de la espalda. Llevaba ribetes de pieles negras, lo cual debía de agradecerse bastante en el febrero de Washington, supuso él. Su sombrero gris era pequeño y redondo, y tenía una cinta roja y una pluma. No parecía muy práctico, pero ¿desde cuándo se diseñaban los sombreros de las estadounidenses siguiendo criterios de practicidad?
—Es todo un honor para mí que me hayas invitado —dijo Rosa. Gus no estaba muy seguro de que no se estuviera burlando de él—. Acabas de regresar de Europa, ¿verdad?
Habían ido a almorzar al comedor del hotel Willard, dos manzanas al este de la Casa Blanca. Gus la había invitado por un motivo muy concreto.
—Tengo una historia para ti —le dijo en cuanto hubieron pedido.
—¡Ay, qué bien! Déjame adivinar. ¿El presidente va a divorciarse de Edith y se casará con Mary Peck?
Gus arrugó la frente. Wilson había tenido un devaneo con Mary Peck estando casado con su primera mujer. No creía que hubieran llegado a cometer adulterio, pero Wilson había sido lo bastante necio para escribir unas cartas que mostraban más afecto del que resultaba apropiado. Los chismosos de Washington lo sabían todo al respecto, pero no se había publicado nada.
—Estoy hablando de algo grave —repuso Gus con severidad.
—Lo siento —dijo Rosa, y su rostro adoptó una expresión tan solemne que Gus sintió ganas de reír.
—La única condición será que no puedes decir que la información te ha llegado desde la Casa Blanca.
—Trato hecho.
—Voy a enseñarte un telegrama del ministro de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, a su embajador de México.
La mujer se quedó atónita.
—¿De dónde lo has sacado?
—De Western Union —mintió él.
—¿Y no está codificado?
—Los códigos pueden descifrarse. —Le pasó una copia mecanografiada de la traducción inglesa completa.
—¿Esto es extraoficial? —preguntó ella.
—No. Lo único que quiero que te guardes para ti es de dónde lo has sacado.
—De acuerdo. —Empezó a leer. Al cabo de un momento se le abrió la boca de asombro. Lo miró a él—. Gus —dijo—, ¿esto es de verdad?
—¿Cuándo me has visto a mí gastar bromas pesadas?
—La última vez fue… nunca. —Siguió leyendo—. ¿Los alemanes van a pagar a México para que invada Texas?
—Eso es lo que dice herr Zimmermann.
—Esto no es una historia, Gus… ¡Es la primicia del siglo!
Gus se permitió una pequeña sonrisa, intentando que no se notara mucho el triunfalismo que lo embargaba.
—Es lo que pensaba que dirías.
—¿Actúas de forma independiente o en nombre del presidente?
—Rosa, ¿imaginas acaso que haría algo así sin aprobación desde lo más alto?
—Supongo que no. Caray. O sea que esto me llega desde el presidente Wilson.
—Oficialmente, no.
—Pero ¿cómo sé yo que es verdad? No creo que pueda escribir un artículo basándome solo en un pedazo de papel y en tu palabra.
Gus ya había previsto esa pega.
—El secretario de Estado, Lansing, le confirmará personalmente a tu jefe la autenticidad del telegrama, siempre que la conversación sea confidencial.
—Me vale. —Volvió a mirar el papel—. Esto lo cambia todo. ¿Te imaginas lo que dirá el pueblo americano cuando lo lean?
—Creo que estarán más predispuestos a entrar en la contienda y luchar contra Alemania.
—¿Predispuestos? —dijo ella—. ¡Sacarán espuma por la boca! Wilson se verá obligado a declarar la guerra.
Gus no dijo nada.
Un momento después, Rosa interpretó su silencio.
—Ah, comprendo. Por eso estás filtrando el telegrama. El presidente ya desea declarar la guerra.
Tenía muchísima razón. Gus sonrió, disfrutando de ese baile de intelectos con una mujer brillante.
—Yo no lo he dicho.
—Pero este telegrama enfurecerá tanto al pueblo americano que exigirán la guerra, y Wilson podrá decir que no ha renegado de sus promesas electorales… sino que la opinión pública lo ha obligado a cambiar su política.
Gus se dio cuenta de que, en realidad, Rosa era incluso demasiado inteligente para lo que él pretendía.
—No será eso lo que escribas en el artículo, ¿verdad? —preguntó con inquietud.
Ella sonrió.
—Oh, no. Es solo que tengo la costumbre de ponerlo siempre todo en duda. Antes era anarquista, ¿sabes?
—¿Y ahora?
—Ahora soy reportera. Y solo hay una forma de escribir este artículo.
Gus se sintió aliviado.
El camarero trajo la comida: salmón poché para ella, filete con puré de patatas para él. Rosa se levantó.
—Tengo que volver a la redacción.
Gus se sobresaltó.
—¿Y la comida?
—¿Me lo dices en serio? —preguntó ella—. No puedo comer. ¿No entiendes lo que has hecho?
Él creía que sí, pero repuso:
—Dímelo tú.
—Acabas de enviar a Estados Unidos a la guerra.
Gus asintió.
—Lo sé —dijo—. Ve a escribir ese artículo.
—Oye, gracias por escogerme.
Un momento después, ya se había ido.
Marzo de 1917
I
Ese invierno en Petrogrado estuvo marcado por el frío y la hambruna. El termómetro que había fuera de los barracones del 1.
er
Regimiento de Artillería señalaba quince grados bajo cero desde hacía todo un mes. Los panaderos habían dejado de hacer pasteles, tartas, repostería y cualquier cosa que no fuera pan, pero aun así no había suficiente harina. La puerta de la cocina de los barracones estaba protegida por guardias armados, porque muchísimos soldados intentaban mendigar o robar un poco de comida extra.
Un día de crudo frío de principios de marzo, Grigori consiguió un permiso de tarde y decidió ir a ver a Vladímir, que estaría al cuidado de la casera mientras Katerina trabajaba. Se puso su capote militar y salió a las calles heladas. En la avenida Nevski, cruzó una mirada con una pequeña mendiga, una niña de unos nueve años que estaba de pie en una esquina, a merced del viento ártico. La pequeña tenía algo que lo inquietó, y arrugó la frente al pasar de largo. Un minuto después se dio cuenta de qué era lo que le había llamado la atención. La mendiga le había dirigido una mirada de invitación sexual. Se quedó tan atónito que detuvo sus pasos. ¿Cómo podía una niña de esa edad ofrecerse como prostituta? Se volvió con la intención de preguntárselo, pero ya no estaba.
Siguió caminando con ánimo preocupado. Desde luego, sabía que había hombres que buscaban el contacto sexual con niños: lo había descubierto aquella vez en que el pequeño Lev y él habían acudido a un sacerdote en busca de ayuda, hacía ya muchísimos años. Pero, de algún modo, la imagen de esa niña de nueve años imitando patéticamente una sonrisa insinuante le partía el corazón. Hacía que le dieran ganas de echarse a llorar por su país. «Estamos convirtiendo a nuestras niñas en putas —pensó—, ¿acaso puede empeorar más la situación?»
Estaba de un humor muy funesto cuando llegó a su antiguo alojamiento. En cuanto entró en la casa, oyó berrear a Vladímir, así que fue directo a la habitación de Katerina y encontró al niño solo, con toda la cara colorada y crispada por el llanto. Lo cogió y lo acunó entre sus brazos.
La habitación estaba limpia y recogida, olía a Katerina. Grigori iba allí casi todos los domingos. Ya se había convertido en una costumbre: salían por la mañana, después regresaban a casa y hacían la comida con alimentos que Grigori compraba en los barracones cuando conseguía encontrar algo. Después, mientras Vladímir dormía la siesta, hacían el amor. Los domingos en que tenían suficiente para comer, Grigori estaba radiante de felicidad.