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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (16 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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En la primavera de 1939, unos hombres vestidos con camisas azul marino invadieron el pueblo montados en camiones y coreando la palabra «victoria». La guerra civil había terminado. No quedó vivo en la taberna ni un chorizo de la última matanza, ni un litro de vino. Acabaron con todo aquello que les entraba en la boca y se quedaron dormidos sobre las mesas roncando su gloria.

Esteban había cumplido los quince y su madre le había conseguido trabajo de aprendiz en la carpintería para que se ganara un jornal. Él continuaba asegurando a Olvido que sería maestro como su padre. Pero aún le quedaba terminar sus estudios superiores, interrumpidos con la guerra y la destrucción de la escuela, e ir a la ciudad para sacarse el título con la ayuda de alguna beca, porque su madre no ganaba dinero suficiente por más medias que zurciera, junto a la hija mayor, ni él con su jornal de aprendiz.

El trabajo de Esteban en la carpintería era de lunes a sábado hasta las ocho de la tarde. Los jueves, cuando se acercaba la hora de su cita en la casona roja, el chico se clavaba astillas en los dedos mientras cortaba tablones y el serrín se le metía en la boca, y se le posaba sobre el corazón. A veces le parecía que el mar de la habitación de Olvido salpicaba las paredes de la carpintería, incluso se inventaba su olor y su sonido para distraerse y no romper a llorar.

—¿Qué te pasa, chico? —le preguntaba su jefe—. El jueves es tu día maldito, no das una. Me has lijado por el revés los tablones para el bodeguero. —Y le propinaba un pescozón.

—¿Puedo irme ya?

—Arregla los tablones y podrás marcharte.

Esteban se entregaba a la faena con un ímpetu desordenado. Le temblaban las manos ceñidas a la lija y en vez de la madera se lijaba los pulgares. Unas gotas de sangre le avisaban de su desgracia, pero él, consumido por el amor que lo esperaba juntando sílabas, se las chupaba y volvía a enfrascarse en el trabajo. Cuando terminaba se ponía una camisa limpia y corría por las calles del pueblo y por el pinar hasta que la casona roja le atravesaba los ojos. Saltaba la tapia de piedras y, entre los abrazos de la vegetación, divisaba la maceta de crisantemos blandiendo su victoria en el alféizar de la ventana. Abatido, se sentaba en el jardín y se tocaba entre las madreselvas que cada jueves lo rodeaban para multiplicarse con el calor de sus jugos adolescentes.

Otros días de la semana, desobedeciendo a su madre, se echaba al monte bien entrada la noche y le llevaba cigarrillos, vino y desinfectante para las heridas a un primo suyo que se escondía de la Guardia Civil con otros soldados del ejército republicano. La luna, como las fauces de un lobo, mordía a los fugitivos. Se oía el insomnio de las lechuzas y el viento blasfemando entre los pinos.

—Déjame coger tu fusil —le pidió una noche a su primo.

—Muchacho, no juegues con la muerte —le advirtió él entregándole el arma.

Era alta, fría y con un olor a pólvora y musgo podrido. Esteban se la echó al hombro e imaginó que desfilaba por la avenida de una gran ciudad en vez de por un monte donde hincaba sus colmillos la luna. De entre la multitud que coreaba a los valientes, sobresalía Olvido sin sombrero; él le lanzaba un beso y ella sonreía aplaudiéndole.

La escuela seguía instalada en el salón del ayuntamiento, pero habían comenzado las obras para la construcción de una nueva en un terreno a las afueras del pueblo —se había decidido en un pleno que no se construyera sobre los restos de la otra; los chicos no debían estudiar en un lugar donde todavía atufaba a bomba—. Como las arcas municipales estaban vacías después de la guerra, Manuela Laguna había puesto el dinero esperando que aquella generosidad ayudara a limpiar los pecados de la familia, mientras su hija se casaba con el hombre rico y decente que ella deseaba. Olvido ya había aprendido a leer y a escribir y dónde estaba el Tajo y Sevilla, así que Manuela decidió que esa sabiduría era suficiente para llevar una vida apacible de bordados y reuniones sociales. La sacó de la escuela y la encerró de nuevo en la casona roja. La belleza de la muchacha, a sus catorce años, requería la soledad del trabajo en el huerto, o la soledad de la cocina, donde Olvido elaboraba pastelería fina conforme a la nueva posición social que su madre soñaba alcanzar muy pronto a fuerza de donaciones.

Pero continuó llevándola a la iglesia los domingos cubierta con la pamela de paja o el sombrerito de paño. Hasta que su hija no estuviese en edad casadera, debía seguir tomando precauciones para alejar las deshonras. Lo que no podía imaginar era que Olvido, atormentada por la ausencia de Esteban, se sentaba en el último banco de la iglesia y, en vez de purgar en él la sangre maldita de las Laguna, se dedicaba a encender su amor por el muchacho. Buscaba entre las cabezas de los feligreses el remolino de pelo en la nuca mientras suplicaba al Cristo del altar que le devolviera la pasión de los jueves. En los primeros bancos, quieto junto al luto de su madre y su hermana, Esteban sentía cómo la nuca le supuraba una calentura azul; recitaba, en vez del Credo, los poemas de san Juan de la Cruz que había leído en los libros de su padre, y en la comunión engullía la hostia con un ansia sacrílega porque todo lo que penetraba en su boca le sabía a ella.

A la salida de misa el frescor del aire les aceleraba el pulso adormecido por el incienso. Atrás quedaron las sonrisas de la infancia; ahora procuraban pasar uno cerca del otro para rozarse un hombro, una mano, un muslo, sin que les descubrieran los ojos adultos. Y cuando sus miradas se encontraban, enfermas de tardes solitarias y besos atrasados, hacían sonar con su deseo las campanas verdes de la iglesia. El pueblo alzaba su ignorancia hacia el cielo y felicitaba al padre Imperio por la maestría reciente del Tolón pues, tras más de veinte años tocando las campanas sobre las cordilleras de caca de paloma, interpretaba de pronto una melodía de ángeles. El cura escuchaba esos elogios tartamudeando y santiguándose contra la sotana: sabía que el Tolón estaba enfermo de la próstata y arrastraba el vicio de mearse en la pared de la sacristía nada más terminar el servicio religioso.

Manuela Laguna, envuelta en ropas oscuras y con guantes relucientes, también se acercaba a felicitar al padre Imperio, e inclinaba la cabeza cada vez que alguien se dirigía a ella y emitía un arenoso «buenos días», tras convertirse en la benefactora de la escuela. Estaba tan absorta en su dicha que descuidaba la vigilancia de Olvido. No se daba cuenta de si miraba o sonreía a alguien, y cuando regresaban a la casona roja después de misa, en vez de pegarle con la palmeta de sacudir las alfombras, le preparaba sus bollos preferidos, los de canela.

Mientras Manuela disfrutaba de esta felicidad llegó el verano. En el jardín de la casona roja comenzaron a secarse las madreselvas. Olvido ya no las visitaba cada tarde como solía hacer desde que era una niña. Permanecía encerrada en su dormitorio leyendo poesías de san Juan de la Cruz en un libro que le prestó Esteban en la última visita, antes de que terminara la guerra. Manuela achacaba esa melancolía de la muchacha a la llegada de su primera menstruación. El cuerpo de Olvido eliminaba los restos de la infancia. Pero tampoco tenía tiempo para preocuparse por ella: estaba organizando una merienda en la casona roja con las señoras más distinguidas para consolidar su nueva posición social. La mujer del alcalde, la mujer del boticario, la mujer del abogado, la mujer del mayor terrateniente y la viuda de un notario de la ciudad, entre otras de menos abolengo, debían compensarla por haber entregado el dinero para la escuela nueva. Compró en el almacén unas tarjetitas azul celeste con aroma a imprenta y exigió a Olvido que escribiera la invitación a la merienda; luego las guardó en unos sobres del mismo color y las echó en los buzones de las invitadas con la ilusión de una niña ante su primera fiesta de cumpleaños. La merienda, compuesta por las especialidades de la casa —café de puchero y bollos de canela—, se serviría en bandejas de plata y tazas de porcelana fina. Una semana antes del acontecimiento, Manuela comenzó a planchar un mantel de Lagartera, que era uno de los muchos regalos que aquel diplomático le había hecho a Clara en los tiempos del burdel. La mañana del sábado en que iba a celebrarse la merienda lo extendió sobre la mesa del salón, colocó las bandejas de plata rebosantes de bollos y el juego de café de porcelana fina, y se dispuso a hacer un ensayo general.

—Acomódense, por favor, señoras. Están en su casa. Usted en esta silla que tiene respaldo, señora alcaldesa; le irá mejor para la espalda. —Se bebía una taza de café de un trago—. Sí, gracias, el jardín está precioso. —Se bebía otra—. No, eso fue hace mucho tiempo.—Se comía tres bollos—. Nosotras ya no ejercemos la profesión, somos señoras como ustedes. —Le temblaban las manos, iba a la cocina a por más café y se servía otra taza—. Puta fue mi madre por mal de amores. —Volvía a bebérsela de un trago y limpiaba su boca con una servilletita—.Yo lo quemé todo para purificar este hogar cristiano. —Se atusaba el pelo recogido en la nuca con un moño—. ¡Semen!, ¡semen en el jardín! —Trituraba un bollo con ansiedad—. ¡Jamás!, eso sólo son habladurías mal intencionadas. —Bebía, comía—.Y mi hija será aristócrata, ya lo verán…

A las seis de la tarde, hora en que debía dar comienzo la merienda, una descomposición negra condenó a Manuela al retrete; fue Olvido quien recibió a las criadas que se agolpaban en la puerta con el fin de entregar las notas de sus señoras excusándose por no asistir a ese acontecimiento social al padecer unos malestares repentinos: la mujer del alcalde, reuma; la mujer del abogado, dolor de muelas; la viuda, jaqueca; la mujer del boticario, cólico de helado de fresa; la mujer del terrateniente, sudores fríos, entre otros males míseros de las invitadas de menos abolengo.

Manuela asociaría siempre aquella afrenta con el olor en sus heces a los posos del café. Pensó en pedir al alcalde que le devolviera el dinero, pero en el último momento tuvo miedo de que aquella decisión le cerrara definitivamente las puertas de la vida social. Quizá me precipité, se dijo, los pecados de mi madre fueron muchos, y es necesario tiempo para purgarlos. Además no sería elegante exigir ahora el dinero; habrá otras formas de cobrarme este desprecio.

Dos días después la mujer del boticario fue encontrada muerta entre unas rocas del pinar. Sujetaba entre las manos ramilletes de tomillo —recogía aquella planta para las fórmulas magistrales de su marido—, tenía la garganta abierta por una sonrisa húmeda y roja, y parte de sus tripas achicharrándose bajo el sol.

Desde un principio la Guardia Civil sospechó que el asesino era uno de los soldados republicanos que andaban viviendo en los montes para evitar la cárcel o un pelotón de fusilamiento. Seguramente, alguno se había atrevido a aventurarse cerca del pueblo intentando conseguir comida o medicinas, la mujer del boticario le sorprendió y él le rebanó el cuello para que no lo delatara. Lo que ya no se explicaba la Guardia Civil era el ensañamiento con las tripas de la difunta.

—Ahora hay mucha hambre —murmuró uno de los guardias encargados de la investigación.

—Y más que habrá —le contestó su compañero.

Mandaron venir guardias de otras poblaciones vecinas y se organizó una batida por los montes que coronaban el pueblo. La operación duró dos días. La noche del último, los guardias entraron en la plaza con un prisionero esposado. Tenía una barba de musgo y líquenes, y en las arrugas de la frente, ajustada la robustez del campo. El prisionero negó haber cometido el asesinato de aquella mujer. Entonces los guardias intentaron que les indicara dónde se escondía el resto de sus compañeros; el hombre se pasó la mano por la barba y escupió en el suelo. Al día siguiente llegó la orden del cuartel general: si no los delataba había que fusilarlo. Con las primeras estrellas resonaron tres tiros al borde de la carretera. Esteban se había escondido entre los pinos y los helechos para saber si el prisionero al que iban a fusilar era su primo. Quiso avisarlo cuando se enteró de lo que pretendían los guardias, pero su madre lo encerró en el sótano de la casa gritando «a mí no me matan a nadie más». El hombre cayó con la barba sobre la tierra; era uno de los soldados que se escondían con su primo. Antes de morir abrió los ojos y lo último que vio, iluminado bajo un helecho, fue el rostro del muchacho que jugaba a desfilar con un fusil derrotado. El caso del asesinato de la mujer del boticario se cerró sin más.

El resto del verano no se vio en las callejuelas a ninguna de las ancianas de toquillas negras; ni siquiera cuando el sol se replegaba en el pinar sin hacer ruido. Si se murmuraba, se murmuraba ante el puchero cada vez más escuálido, y sólo para que lo escuchara el fuego y los parientes de confianza. En la taberna, los hombres bebían tinto aguado y jugaban al dominó y al mus con desgana. Eran muy pocos los que se paraban a hablar en la plaza; la mayoría la atravesaban apresurados como si les persiguiera el repiquetear de sus tacones sobre las piedras. Sólo los domingos, a la entrada y a la salida de misa, volvía a detenerse en ella el pueblo. Manuela Laguna, en cambio, se paseaba frente a los portones de la iglesia, ajena al temor y al hambre, y saludaba a los habitantes más distinguidos demostrándose a sí misma y a ellos que había olvidado los rencores.

Hubo que esperar a la llegada de la niebla de difuntos para que las ancianas abandonaran sus casas, y algunos soldados republicanos, el monte. La plaza se inundó de refajos, espadas y escarcha; la iglesia, de labios fríos. Amparadas por la niebla en la que no se veía más allá de un palmo, las ancianas y sus hijas se las apañaban para llegar a tientas o guiándose por la luz tenue de un candil hasta los portones de la iglesia, y se entregaban al estraperlo de lentejas, aceite o pan de trigo, hartas de comer algarrobas y pan duro de centeno. Unas veces cambiaban mercancías unas con otras, pero habitualmente las compraban, a precio de oro, o las cambiaban por algún conejo a un muchacho de otro pueblo que en aquellos tiempos hacía fortuna con el mercado negro.

—Lentejas, lentejas ricas, tengo hoy —susurraba el chico con su tenderete escondido entre los portones.

El viento se encargaba de propagar el mensaje por la niebla.

Pero las ancianas y sus hijas no fueron las únicas que se aprovecharon de los pecados de aquellas almas. Algunos fugitivos bajaban del monte ocultándose en la oscuridad de la noche, y esperaban aletargados en algún zaguán a que la niebla invadiera la plaza para lanzarse a abrazar al padre, la madre o la novia, que le proporcionaban, además de amor, algún embutido seco, una hogaza o calcetines para combatir las heladas de las sierras.

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