Esteban engulló varios pedazos de carne.
—Tiene más hambre que una rata —murmuró Manuela.
Se oía el ruido que hacía el niño al sorber la salsa.
—Su hija tenía razón, es usted una cocinera excelente —dijo él con la boca llena—, pero tengo que irme, mi madre estará preocupada.
—Muchacho, escucha con atención lo que voy a decirte. Cuéntale a tu madre que has estado en la casona roja y lo que has comido. Ah, y no se te ocurra volver por aquí. No quiero verte cerca de mi hija. —Tenía la nariz afilada—. Ahora márchate si no quieres que te destripe como a un gallo.
—¡Madre!
Esteban se quedó mirando un instante los guantes de algodón blanco y escapó de la cocina sin despedirse; atravesó el salón, el pasillo, el recibidor de losetas de barro y salió al jardín. Oía en su interior la voz de su padre repitiéndole con una cadencia aromática: «Huye, hijo mío, huye y no vuelvas jamás a esa casa, corre, corre…». Abrió las puertas de hierro y se hundió en el pinar.
E
steban vivía en una casa de muros de piedra y balcones negros, en una de las callejuelas próximas a la escuela.
—No tengo hambre, me duele la cabeza —le dijo a su madre y a su hermana, que lo esperaban en el comedor frente a una sopera de loza.
Se encerró en su dormitorio, dejando tras de sí una estela de hierbas y ajo. Durmió o quiso dormir el resto del día revolviendo las sábanas con el recuerdo de los ojos de Olvido. No se levantó a cenar. Pasó la noche sudando unas pesadillas en las que aparecía Manuela Laguna, hasta que llegó la aurora y el cielo se convirtió en una madeja de lana púrpura. Algún pastor vio en ese fenómeno un mal presagio, y pasado el mediodía, una bomba explotó en la escuela. Unos segundos antes se había escuchado en las calles el silbido de un moscardón gigante. Sobre las bocas abiertas de los habitantes del pueblo voló muy bajo un avión del color de la plata. Algunas campesinas, que lo divisaron primero en los sembrados, lo confundieron con un amasijo de juegos de café enviado por los de su bando, y hecho de ese metal que tanto usaban las ricas del pueblo y ellas envidiaban, pero el amasijo de juegos de café siguió volando hacia la plaza. Las mujeres que estaban reunidas en torno a la fuente discutieron con desgana sobre la procedencia de ese avión que brillaba más que ningún otro, y sobre la belleza de su piloto; éste tenía un fular de sangre y los cabellos entregados al viento, la cabeza rendida en un hombro y las gafas rotas. Al dejar atrás la plaza, el aparato perdió una bomba que llevaba sujeta en un costado repleto de metralla. Un estruendo reventó la brisa y la escuela desapareció. El avión, en cambio, continuó su trayectoria de fantasma hasta que se estrelló contra el horizonte, y sus llamas crearon el atardecer más hermoso y fugaz que nadie había visto.
Durante mucho tiempo los restos de la escuela acecharon al pueblo —los del avión se los tragó el monte—. Las mujeres encontraban enganchadas en sus escobas pedacitos del tejado sucio de enredaderas y excrementos de gato, o de la pared escocida de moho; cogieron miedo a barrer porque les hacía pensar en la muerte. Una mañana de calor al padre Imperio le atropello la sed, de camino a una extremaunción, y bebió de uno de los caños de la fuente de la plaza. Atormentado, de pronto, por los temores más puros de su juventud, corrió hacia la iglesia y se subió al pulpito para proclamar que el pueblo se hallaba bajo la vigilancia del diablo, pues su ojo sanguinolento les espiaba desde las profundidades del pilón. Cuando cayó la tarde, enredado en las novenas del padre Imperio, el boticario rescató del pilón lo que, tras examinarlo científicamente, denominó como un resto de guerra digno de los más altos honores. Se trataba, sin duda, del ojo de la maestra, con su pupila parda y brillante. La mujer había estallado junto con la escuela y su cuerpo se había esparcido por el pueblo como granizo bíblico.
—Hay que agradecer a Dios que al avión se le cayera la bomba después del mediodía, cuando ya no había niños en la escuela —sentenció el padre Imperio—. La muerte es sabia y decide, atendiendo a esta sabiduría, el momento de su ataque.
Sin embargo, nada pudo evitar que donde se alzaba la escuela se quedara pegado para siempre el olor de la bomba. El pueblo ya no quiso reconstruirla en ese trozo de tierra en el que no volvió a amarse ningún gato. Durante años padres y abuelos llevaron allí a sus hijos y nietos para que, desde muy jóvenes, aprendieran a reconocer el aroma de la guerra.
Olvido Laguna atravesaba el pinar de regreso a la casona roja cuando estalló la bomba. Sintió cómo temblaban las copas de los pinos y las ramas de las hayas. Se tiró al suelo y esperó a que la guerra llegara hasta ella para matarla. Pero la guerra era lenta y se retrasaba. Aburrida, se fijó en una pina que descansaba sobre las agujas amarillentas. Los nichos sin piñones, como un cementerio sin muertos. Entonces creyó escuchar su nombre, a lo lejos, y temió que alguien se lo hubiera chivado a la guerra, y ahora ésta la matara mientras lo pronunciaba con su faringe de fusil. «Olvido, Olvido». Su nombre se le acercaba cada vez más aprisa. Pensó en si le dolerían las balas al meterse en su cuerpo, y en si la guerra le arrancaría las tripas como al padre de Esteban. Recordó los gallos a los que su madre desplumaba y sacaba las entrañas, el tufo blando que quedaba rezagado en los rincones de la cocina, el color de la sangre sobre la mesa y sobre las baldosas del suelo; recordó la sonrisa de Manuela empuñando el cuchillo y hundiéndolo en la carne del ave. Tuvo una arcada y su nombre le cayó sobre la espalda. «Olvido». A través de la blusa, sintió una mano y supo que aquel tacto no pertenecía a la guerra sino al muchacho de los ojos grises. Unas gotas de sangre cayeron sobre la pina. Soplaba una brisa de gemidos.
—Ha explotado la bomba de un avión en la escuela —le dijo él tendiéndole la mano para ayudarla a levantarse—. La maestra estaba dentro y ha estallado con ella.
Olvido sintió el deseo de abrazarlo, de aplastar su vida contra la camisa sucia que vestía el muchacho.
—He venido a buscarte para comprobar que te encontrabas bien.
—Tu oído está sangrando.
—Ah, esto. —El chico se llevó una mano hasta la oreja derecha—. No te preocupes, les pasa a muchos soldados cuando las bombas les estallan muy cerca, me lo contó mi padre en una carta creyendo que así dejaría de pensar en alistarme. Lo malo es que de momento me he quedado un poco sordo, pero se pasa con el tiempo.
—¿Quieres que te cure? —le preguntó Olvido sacando un pañuelo del bolsillo de la falda.
—Bueno, cúrame un rato.
La brisa continuaba trayendo el lamento del pueblo y el perfume de la guerra, pero para Esteban, que aspiraba la cercanía de Olvido, aquella tragedia se había convertido en una delicia.
—¿Tú no estás herida? —le preguntó pensando en que él también podría tocarla.
—No. Sólo me asusté un poco —repuso ella alzando la voz—. Me tiré al suelo por si caía alguna bomba en el pinar. Ya estás curado. —La niña se guardó en el bolsillo el pañuelo manchado—. Ahora tengo que irme a casa; mi madre estará preocupada. Adiós.
—Adiós.
Ella le dio la espalda y avanzó unos pasos. El muchacho no se movió; tenía las manos frías y un dolor en la garganta. De pronto, Olvido se giró para mirarlo y le dijo:
—Estaba pensando que si la escuela ha estallado y la maestra está muerta, ya no podremos vernos más porque mi madre solo me deja salir de casa para ir a la escuela.
—Quizá nos pongan a estudiar en otro sitio y traigan a una maestra nueva.
—¿Y si no lo hacen?
—Pues nos veremos en la iglesia, como la primera vez. —Esteban sonrió.
—Sí, aunque ya no aprenderé a leer y a escribir. Ahora, sin escuela y sin maestra y además en guerra, ¿quién me iba a enseñar? —Se apartó el flequillo de uno de sus ojos.
—Yo podría darte clases. De mayor, cuando regrese de la guerra, voy a ser maestro como mi padre. —Sus labios reflejaban la firmeza de los héroes.
—¿Lo harías?
—Tú serás mi primera alumna.
—¿Vendrías a mi casa a darme clases?
—¿A la casona roja?
Esteban escuchó en su interior las palabras sabrosas de su padre: «No vuelvas a esa casa, hijo mío, no vuelvas nunca».
—Pues claro, a la casona roja. ¿Dónde iba a ser si no?
—No creo que deba regresar allí después de la amenaza de tu madre.
—Estuvo muy grosera contigo el otro día y por eso no te apetece volver, lo entiendo. Pero no es necesario que ella se entere. Todos los jueves, a las cinco de la tarde, me encierra y se marcha al despacho del abogado del automóvil para hablar de negocios, luego se acerca al almacén y no regresa hasta lo menos las ocho. —La niña se retiró el flequillo de su otro ojo y el chico sintió alrededor del cuello una horca azul—. Tendríamos tiempo de sobra para dar clase y no te encontrarías con ella. ¿Qué te parece?
—¿Estás segura de que no se daría cuenta?
—Sí.
—¿Y si regresa antes a casa?
—Nunca lo hace. Confía en mí.
—Está bien.
Cuando se separaron, Olvido escuchó los pasos de Esteban sobre las agujas y los helechos hasta que alcanzó las puertas con el lazo de muerto. El no pudo escuchar los de ella, pero los sintió en su vientre hasta la entrada del pueblo, donde lo engulló otra vez la desgracia. Los restos de la escuela yacían en las calles y una lluvia ceniza manchaba los cabellos.
El muchacho estuvo encerrado en su dormitorio hasta que llegó el jueves. Colgada de una de las paredes había una foto de su padre vestido con una chaqueta de pana y una corbata negra. Aparecía con semblante orgulloso ante la puerta de la escuela.
—He empeñado mi palabra, padre. —Le hablaba con una congoja que se le clavaba en el pecho como un puñal—. No puedo faltar, no sería de hombres. Te prometo que tendré cuidado.
Un retortijón de hierbas y ajo se agitaba en su estómago, y se le venía a la boca un vómito autoritario.
—No insistas, padre, he de ir.
Eructaba contra la foto y se entregaba, sobre una colcha de remiendos, a unas siestas enormes. En ellas se veía atrapado entre las hortensias, los dondiegos y las madreselvas del jardín de la casona roja y no podía encontrar a Olvido entre tanta vegetación, ni escapar de los abrazos que le propinaban aquellas plantas mientras buscaban su sexo para morderlo; ni morirse cuando, de una niebla repentina, surgía Manuela Laguna con los guantes manchados de la sangre de los gallos y le miraba fijamente su entrepierna con dentelladas de flores.
La madre de Esteban achacaba la nostalgia que padecía el muchacho al asesinato de su marido. Zurciendo medias junto a la hija mayor, pensó en si debía mandarlo a recoger el pedido del almacén o a reparar el tejado podrido de goteras para que el trabajo le entretuviera el alma. Finalmente, decidió no entrometerse en el ánimo de su hijo y continuó hilvanando su vida con unas puntadas prietas.
El jueves a las cinco de la tarde, vestido con la ropa de los domingos y provisto de una coquilla de cartón que se había fabricado para protegerse de los colmillos de las plantas, Esteban hizo todo lo que Olvido le había indicado. Trepó por la tapia de piedras que rodeaba el jardín, encontró la entrada de la rosaleda, pero siguió adelante sin aventurarse en ella, atravesó el claro de madreselvas, el huerto con calabazas, lechugas y tomates, y llegó, seguido por un cortejo de abejas, al porche situado en la parte trasera de la casa, donde antaño Clara Laguna afeitaba a Bernarda, y en esos días unos sofás y una mesita de junco se rendían al sopor de la siesta.
—Estás aquí. —La voz de Olvido sonó cerca de unas celosías que, cubiertas de hiedra, ascendían por la fachada—.Temí que cambiaras de opinión.
—Un soldado siempre cumple su palabra.
Esteban se llevó la mano a la coquilla de cartón; respiraba con dificultad. A pesar de que había alcanzado su destino sin que lo atacara la vegetación, y sin que Manuela Laguna le descubriera y le agarrara del cuello con los guantes sangrientos, aún no se sentía a salvo.
La niña no llevaba puesto el gorro de perlé, ni el sombrero de las alas de paja que solía lucir cuando iba a la iglesia. Con el flequillo retirado del rostro, sus ojos se incrustaron como metralla en los del chico.
—Treparemos por aquí hasta la ventana de mi cuarto —dijo señalando las celosías—. Es por donde me escapo al jardín cuando mi madre me encierra en casa.
Pero a él le costaba moverse. Olvido le tendió una mano. El chico la agarró congestionado por la belleza; ella sintió por vez primera el tacto fuerte y tostado, la textura de esa piel tan distinta al algodón blanco.
—¿Te gustan mis manos?
—Tienes los dedos muy largos…
El cielo alumbraba una primavera intensa. Ellos se miraban y no sabían qué decirse. La brisa, iluminada por el polen, cercaba sus cuerpos. De todos los rincones del jardín llegaban rumores de vida. Chicharras, mirlos, gatas en celo. Esteban la besó en un carrillo y ella le devolvió el beso en los labios. La coquilla del niño se estrelló contra los pantalones de domingo y Olvido pensó que los besos crujían como la piel de un pollo bien frito.
—Si alguna vez pongo en la ventana una maceta de crisantemos, significa que mi madre ha cambiado sus planes y tú debes huir —le advirtió ella mientras trepaban por las celosías.
—Espero que eso no ocurra nunca.
El dormitorio de Olvido era amplio y sencillo. Una alfombra azul sobre la madera del suelo, una cama de hierro plata apoyada en la pared opuesta a la de la ventana, a continuación un silloncito de muelles viejos tapizado con una tela de flores, y en una esquina el escritorio con una silla y un taburete que la niña había colocado aquella misma tarde para su maestro.
—¿No tienes ninguna foto de tu padre?—preguntó Esteban.
Encima de la cama estaba colgado el óleo que había comprado Manuela Laguna en Galicia. El mar en calma, barcos, gaviotas.
—No conocí a mi papá. —Le dio vergüenza contarle que el único padre que la había querido era un chucho de lanas negras, muerto hacía unos años de un ataque de pulgas.
Esteban le acarició el cabello. Ya no sabía leer, ni escribir, ni las tablas de multiplicar, ni los afluentes del Tajo que su padre le obligó a escribir cien veces en una cuartilla; cuando estaba junto a Olvido Laguna, lo único que el chico sabía era mirarla.
En el mes de septiembre se habilitó como escuela un salón del ayuntamiento con goteras en el techo y chinches en las alfombras. Mientras enviaban de la ciudad a otra maestra con más suerte, que nunca llegó, fue el padre Imperio el encargado de enseñar a leer y a escribir a los niños y de darles unas lecciones básicas de geografía y matemáticas. Olvido Laguna reanudó su asistencia a la escuela, pero Esteban continuó yendo a darle clases todos los jueves. El muchacho ya no dormía aquellas siestas descomunales, aunque durante las noches continuaba soñando con su sexo mordido por hortensias y dondiegos y con pescuezos de gallos chorreando sangre. Como él no asistía a la escuela improvisada en el ayuntamiento —a sus trece años sabía todo lo que enseñaba el padre Imperio—, se dedicaba a buscar balas perdidas y restos de bombas por el monte con los pocos amigos que le quedaron tras defender a Olvido. También cazaba con un tirachinas palomas y conejos que luego su madre guisaba entre zurcido y zurcido de medias. Había aprendido a vivir con el temor a que Manuela Laguna apareciera de improviso en el dormitorio de Olvido, y le retorciera el cuello con los guantes. La mujer continuaba reuniéndose con el abogado, uno de los pocos hombres que permanecían en el pueblo con menos de sesenta años o más de quince. Con su dinero e influencias había conseguido que lo inhabilitaran para luchar en el frente por una enfermedad crónica del hígado. Así que continuaba paseándose por las calles con su automóvil de cucaracha, y ya ni las comadres de luto murmuraban fascinadas al escuchar el runrún de esa máquina del futuro; permanecían encerradas en sus casas apretando los pañuelos o los rosarios, esperando a que sus hijos o nietos regresaran de la guerra. Algunas noches, camufladas por la oscuridad del cielo, cruzaban unas a casa de las otras para intercambiar lamentos, garbanzos por azúcar, o los rumores que alguien les había llevado sobre las trincheras o los fugitivos de los montes.