L
a casona roja se hallaba sumergida en una batalla de espíritus. Habían asfaltado la carretera y el pinar parecía seccionado por una cicatriz carbonizada. El cartel de bienvenida había perdido el esplendor de las letras de oro que alumbró los tiempos del burdel y del reinado de Manuela Laguna. A través de los barrotes de la verja, hería la visión salvaje y árida del jardín; era un revoltijo de ramas y marojos estériles, retorcidos por los vientos sin alma y el calor amarillento. Las madreselvas se habían convertido en un recuerdo; el castaño, bajo el que se sentaba el padre Imperio, en un conglomerado de huesos; el huerto, invadido por escarabajos y hormigas con alas, en un cementerio de hortalizas; cada hortensia, cada dondiego primoroso entonaban un canto a la desolación. Sólo habían sobrevivido a tal barbarie las margaritas del camino, asomando sus corolas como periscopios entre las lenguas interminables de hojas secas; y en el centro de la rosaleda, una mata de eucalipto. Enrarecía el aire lo que fue y ya no era, ademándolo en una melancolía transparente. Y en medio de todo aquello, los corrales rotos, el establo como una cordillera de ceniza en acto de contrición.
Sin embargo, era dentro de la casa donde se libraba el gran combate. El perfume de las encinas se había escapado del dormitorio de Clara Laguna ocupando la primera planta, y descendía la escalera hasta el recibidor con el fin de adueñarse también de la planta baja. Pero ésta se hallaba tomada por una fina pestilencia a sangre de gallos y rosas mentoladas, cuyas ramas se habían arrastrado desde el laberinto hasta la habitación de Manuela Laguna, trepando por la pared, rompiendo la ventana y colándose hasta el salón. La pugna espiritual por el dominio de la casa era terrible: encinas contra gallos y rosas chocaban en el recibidor, un campo de batalla donde los estertores de los cañonazos sacudían las tripas de los vivos como enjambres de abejas.
—Cada una a su sitio —ordenó Olvido Laguna dando palmadas en cuanto entró—.Ahora yo mando aquí y quiero morirme en paz.
Santiago, que había decidido acompañarla en el viaje y permanecer una semana en el pueblo para ayudarla con su condición de resucitada, sintió que aquella guerra le dejaba sin aire.
Olvido se instaló en su dormitorio. Todo permanecía en su sitio: la cama de metal plata, el escritorio de las lecciones adolescentes, el cuadro del mar, el sillón de muelles, la ventana tapiada. Santiago ocupó el cuarto donde había dormido desde niño, el que había usado su padre, Pierre Lesac, en tiempo del diluvio.
Durante los primeros días se enfrascaron en una limpieza a fondo. Hicieron retroceder a los espíritus a bayetazos y chorreones de lejía y detergente, las encinas se replegaron al dormitorio de Clara Laguna, los gallos y las rosas al de Manuela, junto a la cocina; repararon la ventana y podaron el rosal obligándolo a regresar al laberinto. Pero aprovechando el descanso de los vivos, las contiendas continuaron algunas noches más, golpecitos de rosas achuchando los cristales de la ventana, remolinos con ligas volantes que bajaban por la escalera, mientras intentaban subirla otros atacando con gaznates de gallos.
—Cómo tengo que deciros que en esta casa cada una tiene su sitio, y yo decido cuál es —susurraba Olvido para no despertar a su nieto—.Ya me jodisteis la vida, ahora no me vais a joder la muerte.
Poco a poco, la lucha quedó reducida a pequeños escarceos olorosos que se llevaban a cabo, principalmente, cuando Olvido se encontraba en el jardín arreglando el huerto, al que sometió a un proceso de resurrección semejante al suyo.
La primera tarde que las viejas de negro, abanicándose el fresco en las sillas, la vieron pasar del brazo de Santiago, y reconocieron bajo el pelo blanco y las arrugas a la mujer más bella del mundo, se resguardaron en sus casas santiguándose unas por la visión de un milagro, otras por la del mismísimo Belcebú paseándose tan tranquilo en pleno pueblo.
Su entrada en el almacén, que la modernidad había transformado en supermercado de barrio, causó tal conmoción que paralizó incluso el atardecer de principios de agosto y lo dejó suspendido del cielo en una bocanada de espanto púrpura. Aún se vendían por costumbre en la frutería berenjenas y calabazas de Olvido Laguna, así que los que estaban cerca de ellas se alejaron de inmediato tras reconocerla, como si las hortalizas también ostentaran la condición de fantasmas.
—No se asusten —dijo Olvido sonriendo—, simplemente piensen que resucité antes de tiempo.
Como ese comentario, que se repitió y agrandó durante días en esquinas de la plaza, rincones de callejas, salones y cocinas, se había metido en terreno sagrado, el cura nuevo, un joven petimetre con el pelo planchado de gomina se vio obligado a tratar el asunto el domingo en la iglesia cuando ella se presentó junto a su nieto.
—Hermanos, los que hoy nos reunimos en este templo estamos y hemos estado siempre bien vivos, todo lo demás son patrañas de mortales. —Tosió con garganta de pájaro.
Santiago se revolvió en el último banco, mordido por los recuerdos del padre Rafael, de la tarima mágica y del dedo de santa Pantolomina.
A partir de aquel domingo fueron muchas las historias que corrieron de boca en boca sobre dónde había estado Olvido los últimos años y por qué se había hecho la muerta. Ella no se molestó en desmentirlas; al contrario, alentaba divertida cada una de ellas. Se decía que un ataque de amnesia, por la impresión del fuego, la precipitó al monte, y allí sobrevivió alimentándose de raíces y animales vivos a la luz de la luna, hasta que se le puso el pelo blanco y le volvió la razón y la memoria un anochecer en que intentaron devorarla los lobos. La población femenina prefería la historia en la que Olvido fingía su muerte para escapar del pueblo, y se marchaba a recorrer el mundo como la amante de un grande de España que residía en Logroño, rico y un poco viejo, pero con la manía de enredarse con las descendientes de prostitutas célebres.
El hijo del abogado, que se encargaba de administrar a Santiago la herencia de las Laguna, y que arregló en su día los papeles para que a Olvido se la diera por muerta, la citó en su despacho con el fin de legalizar su vuelta a la vida.
—No se moleste —le aseguró ella—, no vale la pena. Para cuando quiera tener listos los papeles nuevos, ya serán otra vez mentira. Deje las cosas como están, pues, en breve, se le arreglarán solas.
Tal y como había hecho con su reaparición en el pueblo, Olvido Laguna no se entretuvo en delicadezas a la hora de reanimar el huerto. Arrancó de cuajo las momias de las calabazas y los tomates, arrasó los escarabajos y las hormigas con un insecticida que pulverizaba nubes rosas, cristalizando los insectos en golosinas de niños, luego abonó la tierra, la mimó, la sembró y se sentó por las tardes a esperar la brisa de su crecimiento. Mientras tanto, Santiago se encargaba de desbrozar el resto del jardín. Barrió las riadas de los otoños, descuartizó esqueletos con una podadora, arrancó malas hierbas, y cuando logró borrar del jardín las huellas de la desolación, la fertilidad perdida floreció de nuevo al calor de la sangre de un Laguna vivo. Las hortensias y los dondiegos se preñaron de yemas, las madreselvas reverdecieron, el castaño reventó de capullos blancos, y la rosaleda permitió el resurgimiento multicolor de la primavera eterna. Entonces llegó el momento de decidir el destino de la cordillera de ceniza que fuera el establo. Él se había dado cuenta de que su abuela lloraba cada vez que se cruzaba con ella. Prolongó su estancia una semana más, aunque pensaba en Úrsula a todas horas y le atormentaba la ansiedad de estrecharla entre sus brazos y, palada a palada, cargó la ceniza en una carretilla, abrasándose la espalda con el fuego de agosto, la sacó fuera de la casona roja y ayudó a subirla en un camión que se la llevó dejando tras de sí una humareda que le hacía cricrí en los rincones del alma.
Durante las semanas que pasaron liados con las resurrecciones y la tregua de los espíritus, el cansancio apenas les permitió refocilarse en recuerdos de rencores y amores prohibidos. Varias noches intentaron reanudar las sesiones de cuentos frente a la chimenea, pero, en el primer oleaje, se quedaron dormidos roncando hasta la madrugada. Tampoco hablaron de la enfermedad de Olvido. Sin embargo, el día en que Santiago regresaba por fin a Madrid, los síntomas se cernieron vorazmente sobre ella aunque trató de disimularlo.
—Aquí me quedo —dijo él metiendo las maletas en el recibidor.
—Esa chica te estará esperando —susurró Olvido con el rostro plomizo.
—Ahora mando yo y digo que voy a cuidarte.
Se ocupó de darle las medicinas, de arroparla y ponerle paños fríos en la frente cuando le subía la fiebre y tenía alucinaciones en las que retornaba a la adolescencia y paseaba por el pinar con Esteban, él mirándose los zapatos y luego las uñas, ella hablándole del caballo negro sin perder de vista las manos del muchacho, tostadas y fuertes. También preparaba las comidas si su abuela no se encontraba con fuerzas para levantarse de la cama, y era en esos momentos de besos de calabazas y caricias de pimientos cuando el corazón le bufaba nostalgia; a veces, creía descubrir en la cocina el hedor a ovejas del traidor, Ezequiel Montes, o su figura, cincelada por el poder de las sierras, recorriendo el camino de margaritas. Pero sabía que eso no era posible. Le contaron que iba ya para tres inviernos que el pastor se había marchado a conducir los rebaños a Extremadura y no se había vuelto a saber nada de él. O estaba con una extremeña amándose en las dehesas, o se despeñó por un barranco.
A quien echó de menos fue a su compañera de pócimas y amores, la nieta del boticario, que se encontraba estudiando farmacia en la universidad de la provincia.
Como había hecho con el padre Rafael, utilizaba los cuentos, además de los calmantes, para distraer los dolores, y cuando Olvido se adormecía entre medicinas y recuerdos, se sentaba en el porche y pensaba en Úrsula, le escribía versos, leía sus novelas. Solía telefonearla entrada la noche, tras resucitar las comunicaciones telefónicas de la casona roja; en muchas ocasiones ella no contestaba, entonces la imaginaba trabajando envuelta en el polvo desértico de los pergaminos. Hasta que una madrugada, cuando llevaba cerca de un mes y medio en la casona roja, se despertó llorando y supo que iba a suceder ese mismo día. Durante la mañana trasladó en brazos a su abuela hasta el claro de madreselvas y, tumbado al sol, le escribió los últimos poemas sobre la pasión de la naturaleza mientras ella leía a san Juan de la Cruz. Luego la condujo a la cocina —Olvido era ya un gorrión alado por la muerte— y se entretuvieron jugando a preparar bollos de canela y hojaldre y conejo encebollado, aunque ella tenía las entrañas cerradas y no pudo probarlo. Durmieron la siesta en los sillones del porche, acunados por el susurro fértil que fluía del jardín, y tras la caída del sol, encendieron la chimenea y él le contó cuentos para que ella relatara el final. Pero el final no llegaba. Santiago se aferró a la esperanza de que sus sueños se hubieran equivocado por primera vez.
—¿Por qué sonríes? —le preguntó su abuela.
Él la abrazó con fuerza, y Olvido vio cómo su vida retrocedía deprisa hasta el domingo en que le succionaba los pechos vacíos en el pinar tomado por el diluvio.
Se acostaron temprano. Temiendo que sucediera cerca de la medianoche, esperó a que su abuela estuviera dormida y le vigiló la respiración desde el silloncito que un día profanó Manuela Laguna. Rezaba a santa Pantolomina de las Flores, rezaba a sus cabellos de lirios con la fe de los desesperados. Pasadas las doce regresó a su dormitorio y continuó con las oraciones hasta que le venció el cansancio.
Por la mañana, la salud de Olvido había mejorado milagrosamente. Se levantó de la cania sin dolores, sin fiebre y en las mejillas el color de los montes.
—Ahora puedes marcharte con esa muchacha —le dijo a su nieto mientras preparaba el desayuno.
Pero él esperó una semana más por si sufría una recaída que no llegó. A pesar de su sueño premonitorio, a Olvido le había sido concedida una tregua entre los vivos. Sus ojos aún debían ser testigos de una última maravilla.
O
ctubre había puesto pálida a Úrsula Perla Montoya. Madrid era un torrente de prisas y cafés con leche. Había amanecido un cielo azul con nubes gordas. Santiago aún olía a tren cuando llegó a la ciudad, cuando llegó a casa de Úrsula y ella le recibió con una náusea en las mejillas y unos sudores impropios del comienzo del otoño. Nada más verla, transparente en su camisón blanco que anhelaba desesperadamente dormir, se dio cuenta de que la habría amado tanto como la amaba en ese momento aunque jamás se le hubiera aparecido en sueños, aunque jamás hubiera salido de su muñeca en un soplido de humo oriental. Se habría enamorado de ella, de todos modos, la primera vez que la contempló escribiendo con la pluma de ave y abanicándose semidesnuda, al verla sonreír comiéndose un sándwich de pollo, al deleitarse con su rostro bajo la luna, al oírla recitar los versos de su abuela. Y si no podía tenerla, pensaba mientras le abrazaba la cintura, seguiría amándola en éxtasis platónicos que no encontrarían antídoto ni en la propia muerte.
—Te he echado tanto de menos… —le dijo.
Pero Úrsula se apartó de él y le abofeteó una mejilla. Santiago, conforme a su educación bíblica, le ofreció la otra, mientras la piel enrojecida le quemaba. Ella tenía manchas de tinta en los labios, en el cuello, en las manos, como si se hubiera revolcado en un lodazal de ausencia violeta; aún le dolían los dedos de la escritura febril de aquella noche y de muchas otras en las que la punta de la pluma se doblaba precipitándose por el deseo de su vuelta. Había escrito como una indígena, aumentándose de la inspiración que él le sembró en el vientre, viviendo por ella y para ella; abrasándose en el hielo de recordarlo y no tenerlo, de esperarlo y que él no llegara. Había escrito cientos de folios insensatos, los mejores de su romántica vida literaria, y los había roto con la primera amenaza del alba por la locura de repetirlos al día siguiente sintiéndole aún más, si es que era posible. Los había roto por el vicio del frenesí, pero también por un temor a perderle, a poner punto y final a aquella novela que le reclamaba su editor, a que el vacío de estar sin ella le vaciara a un tiempo de él, y se lo llevara para siempre al desván de las novelas olvidadas y los hombres olvidados, para continuar su rutina de pasiones que van y vienen, inspiran y mueren. Y sin embargo, una parte de Úrsula deseaba retornar al sosiego de esa rutina que, hasta entonces, le había proporcionado los sobresaltos justos. Demasiado tarde, pensó contemplando los ojos de Santiago, y maldijo el atractivo del muchacho, su juventud absurda, su voracidad desquiciante en el amor, cuyo recuerdo no le permitía dormir, y la ternura al final de la batalla. Maldijo ese tormento que era gozo, ese gozo que era temor, ese temor que la chispeaba de odio. Y le besó en la boca apretándole contra ella, feroz, arrancándose el sueño con las manos, el camisón, la conciencia, mientras la criatura Laguna que le navegaba en las entrañas reconocía el sabor de su padre.