—¿Has leído más libros míos?
—No, pero había oído hablar de ti, quiero decir, que ya te había visto antes.
—De veras, ¿dónde?
—Te voy a preparar un pastel, cocino muy bien, y cuando lo tenga listo te lo llevaré a tu casa y te lo diré. —De pronto había reaparecido en Santiago un matiz de arrogancia de los tiempos mesiánicos.
«Que el genio nunca se apiade de tus ojos», le escribió Úrsula en el libro, mirándole de reojo.
—¿A qué genio te refieres?
—Lo sabrás cuando me traigas el pastel.
No tardaron las manos de Santiago en sumergirse en un bol de yemas de huevo. Abrió la ventana de par en par. No cocinaba desde que Olvido estaba viva. A las yemas unió harina, azúcar, una pizca de sal; sus dedos mezclaron los ingredientes transformándolos en una masa donde hundió sólo el índice y el corazón de la mano derecha para untarse un poco en un pezón y comprobar la consistencia. Era perfecta. Besó aquel trozo de masa y lo juntó con el resto. Sabía que Úrsula le estaba mirando desde su ventana. Ella no se escondía. Lo había observado, al principio divertida, luego concentrada en la ondulación de las manos, en el grosor de sus labios, en las gotas de sudor sobre la frente, cuya anatomía lograba intuir recorriéndole las sienes, los pómulos, la barbilla. Y ella también sudaba, el calor de finales de julio se cocía en el patio con el silencio de las cañerías y los lunares de moho; ella también podía sentir la suavidad de la masa. Santiago abrió una red de limones y raspó la corteza de uno de ellos hasta que la ralladura quedó en un montoncito, tan erizada y solitaria que se convertía en un pubis de oro. Él la observó con veneración, como si observara un paisaje que podía desmenuzar entre sus manos, chuparlo, olerlo. Y eso hizo. Luego echó la ralladura en la masa, extendió ésta sobre la encimera con la ayuda de un rodillo y pintó con huevo el rostro de Úrsula. Ella jamás había visto una forma de cocinar semejante; era un ritual que le punzaba en el estómago el deseo de comerse al cocinero en vez del pastel. Jamás había visto cocinar con tanto amor, con un amor sólido, líquido, gaseoso; un amor que atravesaba el patio y agigantaba las corolas de las petunias, transformando el alféizar en una selva que se abría paso entre lo inevitable.
Por la noche, mientras se dirigía al café para actuar, Santiago tuvo la sensación de que alguien, en un lugar no muy remoto, lloraba por él a lágrima viva. Le incomodó aquel drama inesperado, que le crispó la piel y se la dejó fría en la brasa de murciélagos que aplastaba el cielo de Madrid. Bajando la calle de las Huertas, se le ocurrió preguntarse si había alguna posibilidad científica de que los muertos lloraran por un proceso químico de eliminación de inmundicias, o algo así. Siguió fantaseando con si sólo podrían llorar recién muertos o también durante mucho tiempo después, convirtiendo el subsuelo de los cementerios en pantanales secretos. En estos pensamientos andaba, cuando llegó al café todavía con la piel de hielo. La camarera le sirvió un whisky y le besó en los labios. Dio varios tragos mientras un pestañeo de focos en el escenario le recordaba que le estaban esperando.
Se subió a la tarima y contó una historia sobre el mar. Lo hizo deprisa: aceleró tempestades, volvió casquivanas a las sirenas, ahogó marineros sin miramientos, incluso introdujo a un traidor, como en la época en que se le atravesó en su vida Ezequiel Montes, para culparle de todas las desgracias y terminar el cuento antes de lo debido. Sentía la cicatriz de la muñeca inflamada de impaciencia bajo la calidez lunar de los focos, sólo deseaba regresar a casa para entregar el pastel a Úrsula. Se había echado la siesta mientras lo horneaba, luego se duchó, se vistió con una camisa para parecer no un chico sino un hombre, y fue a llevárselo. Llamó al timbre, ella no abrió, esperó un buen rato, llamó otra vez y escuchó a través de la puerta el más doloroso de los silencios. La buscó por las ventanas, pero tan sólo encontró la realidad de aquel alféizar selvático. Le espantaba tanto la idea de que desapareciera de repente, que a cada rato tenía que reprimir las ganas de hacerse sangre para confirmar que no vivía un sueño.
Desde el escenario, descubrió a Isidro sentado en un taburete de la barra bebiéndose una cerveza. Tenía el aspecto del hombre bueno y solitario que era. Los ojos, con el paso de los años, se le habían agrandado de ver la tele, y el corazón se le había hecho caribeño de tantos culebrones. Santiago sospechaba que escondía un amor de juventud trastabillado en su universo de recuerdos, pues la piel se le ponía atigrada al escuchar historias románticas, y ése era un signo indiscutible de melancolía que solamente se le curaba chillando como un energúmeno en los partidos del Atlético. Junto al vigilante, se había sentado una mujer que cubría su cabello con un pañuelo blanco, y daba la espalda al escenario. Le molestó que no le estuviera mirando, como si el cuento no le interesara en absoluto, y durante un momento que ni siquiera él percibió, el pecho le sudó tierra.
Relató el final de la historia deteniéndose sólo unos segundos, suficientes para depositar una flor sobre una tumba. Entre los aplausos que rompían los hilos de humo y los vapores alcohólicos, bajó del escenario y se dirigió a la barra. La mujer terminó de un sorbo una naranjada, y se levantó con brusquedad del taburete justo cuando llegó Santiago. Le golpeó en el brazo mientras abandonaba precipitadamente el local, pero no se giró a mirarlo, ni le pidió disculpas; la puerta se cerró de golpe con un desprendimiento de estrellas, y Santiago se quedó inmóvil mirando a través de los ventanales cómo su figura algo encorvada se diluía en el bochorno de Madrid. Le volvió el frío a la piel, estaba inmerso en un presagio de reptil que le avisaba de algo, pero no lograba descifrar de qué.
—Cómo lloraba la pobre mujer —le dijo Isidro incendiado por la compasión—. Se le caían lágrimas como peras.
—¿La conoces?
—Apenas la he visto de perfil, pero no. La camarera se acercó a Santiago atusándose el cardado del pelo.
—¿Te pongo algo, mi amor?
—No, voy a marcharme a casa.
—Qué soso te pones a veces, hijo —respondió, y se marchó a atender a un par de chicos que se acodaban en el otro extremo de la barra con camisetas de rock and roll.
—¿Me acompañas? —preguntó al vigilante.
—Claro, hoy yo tampoco tengo el cuerpo para muchos trotes.
La noche le hundió de nuevo en el marasmo de Úrsula, y olvidó todo lo que no fuera ella. La había convertido en un malecón capaz de detener cualquier ola de tormento que le arrojase el pasado. Isidro le había visto estremecerse ante la sangre de san Pantaleón cuando, siguiendo sus instrucciones, pronunció el nombre de ella; le había oído después entremezclar en sus rezos la agonía de Úrsula Perla Montoya que le palidecía los labios, y lo había cogido del brazo para conducirlo a la salida de la iglesia santiguándose, temeroso de que allí mismo se lo tragara el infierno por enredarse en sacrilegios. Desde entonces, cada vez que el vigilante lo miraba, el rostro se le contraía de preocupación.
—Esa mujer es demasiado mayor para ti —le dijo subiendo por la calle de las Huertas.
—Sólo me saca once o doce años, eso no es nada.
—A tus veintiuno, sí es algo. Eres sólo un muchacho y ella una mujer resabiada. No te conviene. Te lo digo porque sé cosas, cosas que no debería saber pero las sé, que ésta es una comunidad de vecinos muy pequeña, y el patio, un muestrario de vergüenzas.
—Me da igual lo que sepas.
—Es una especie de mantis religiosa, muy bella, sí, para atraer a la presa, pero se dice que para cada una de las novelas que escribe utiliza a un hombre, y cuando la termina siempre lo abandona.
—Conmigo escribirá el resto, y no me abandonará cuando lo sepa.
—Cuando sepa qué, muchacho, ¿que te has enamorado de ella como un perro con sólo verla a través de una ventana?
—Cuando sepa que hace cinco años que la busco, que hace cinco años que se me aparece dormido y despierto.
El resto del camino hasta la casa de Atocha lo hicieron en silencio. Isidro comprendía ahora que los días en que Santiago se arrodillaba, ante las reliquias de santos y mártires, oraba para encontrar a Úrsula, oraba para que se la pusieran en su vida con el mismo aletazo milagroso con el que había surgido en sus sueños o sus visiones; un escalofrío le alumbró el espinazo, y lo dejó perdido en un arsenal de argumentos de telenovela sobre amantes con destinos mágicos.
Al despedirse en el descansillo del primer piso, el vigilante le puso la mano en el hombro y le dijo:
—Aquí me tienes, muchacho. —Suspiró—. Si hubieras nacido en Venezuela…
La luz de la escalera se apagó, pero Santiago no tenía intención de molestarse en encenderla. Subió los peldaños de dos en dos, atravesando los cuchillos de luna que penetraban por las ventanas abiertas. Llegó a su casa dispuesto a rastrear por el patio a Úrsula Perla Montoya. No le fue difícil; estaba en la cocina acompañada por un hombre de unos cuarenta. El descorchaba una botella de vino; ella, envuelta en la bata turquesa, sacaba unas copas de un armario, mientras charlaba, según le pareció a Santiago, con una intimidad de sábanas. Cogió un cuchillo y se abrió la herida, aún fresca, de la yema del dedo, pero no fue la sangre la que le indicó que no vivía un sueño. Comenzaron a arderle las orejas, la nuca, el pecho. Se le embarró la cabeza, de nuevo, con traidores de ojos verdes, hasta que vislumbró el pastel para Úrsula sobre la encimera, coronado en un plato de porcelana blanca, y decidió llevárselo.
Ella le abrió la puerta con la masa de ondas castañas cayéndole por la espalda y los hombros. Se miraron un instante sin decirse nada, sintiendo uno el calor del otro.
—¿Me dirás ahora qué genio no tiene que apiadarse de mis ojos y por qué?
—Estoy ocupada, pero gracias por el pastel —dijo mientras se apoderaba de él aprisa—. Buenas noches.
Úrsula Perla Montoya recorrió el pasillo en dirección a la cocina con un calambre de ansia que le hacía tiritar las manos.
—¿Y eso? —le preguntó el hombre al verla llegar con el pastel.
—Me lo ha hecho un vecino, que es muy amable.
—Huele muy bien. Córtame un trozo, me ha entrado hambre.
—No. —Se le encendieron las mejillas. —Aún no se puede comer. Me ha dicho que debe reposar hasta mañana para que esté en su punto.
—Entonces vendré mañana otra vez. —La había agarrado por la cintura y le bisbiseaba en la oreja.
—Espérame en el salón, y llévate el vino. Yo voy para allá en cuanto lo guarde para que no se seque.
—No tardes. —La besó en los labios.
A solas con el pastel, Úrsula rememoró cómo Santiago acariciaba los ingredientes —las yemas de huevo, la harina, el azúcar, la ralladura de limón—, cómo los había olido, besado, cómo los mezclaron sus manos; la masa suspendida de un pezón, los labios entreabiertos, las gotas lamiéndole la frente. Le excitaba pensar en el amor con que lo había cocinado, le excitaba pensar que ese amor ahora estaba dentro, que fuese para ella y pudiera comérselo. Arrancó unas migas y las degustó lentamente, aplastándolas con su lengua contra el paladar. Tenía en la boca el sabor de Santiago. Pellizcó un trozo más grande, y luego otro más, afrutado con un toque de canela, vivo, terso, y un aroma apenas perceptible a azúcar y a lluvia que le encendió los pechos.
Interrumpió su degustación la voz del hombre llamándola desde el salón. Cubrió el pastel con un paño limpio y se marchó.
—Tardabas mucho. —Estaba acomodado en un sofá de dos plazas.
—No encontraba un recipiente donde entrara bien.
Se sentó a su lado, cogió la copa de vino que él le ofrecía, pero no bebió ni un sorbo. El hombre la atrajo hacia sí y comenzó a hablar del último libro que estaba traduciendo del griego. Sin embargo, a Úrsula no le interesaban en absoluto sus problemas con los verbos o las estrofas o con la musicalidad de la poesía. Le había elegido un poco a la deriva; su última novela,
Pasiones en el diván del atardecer
, estaba siendo, por fin, un éxito de ventas, y su editor la apremiaba para que escribiera otra. Necesitaba tener una aventura, y entonces se encontró en una biblioteca con ese compañero de la facultad de filología del que no había vuelto a saber nada desde el año en que se graduaron. Le resultaba atractivo; llevaba cinco años viviendo en Grecia, los dos últimos en una pequeña isla dedicado a la bioagricultura de tomates pera y a la poesía salvaje. Tenía el rostro tostado y un perfil de adonis que, supuso Úrsula, acabaría inspirándole una pasión grecolatina con dardos de Cupido y amantes semidioses. Sin embargo, en ese momento el sabor de su vecino, custodiado en la boca, era lo único que le inspiraba pasión, aunque fuera una pasión caníbal.
—No me atiendes —le reprochó él—. Tienes la cabeza en otra cosa.
—Disculpa, he estado traduciendo a Ferdosi hasta tarde y estoy cansada.
Él le acarició el cabello, declamó unos versos de
La Odisea
, y quiso besarla. Pero encontró los labios de Úrsula apretados uno contra otro creando una muralla infranqueable.
—Ya te dije que estoy cansada. Será mejor que lo dejemos para otro día, necesito acostarme.
Lo despidió con dos besos volantes en las mejillas, y se dirigió a su dormitorio sufriendo la inquietud de que esa noche llovería. Un perfume a barro y hierba húmeda invadía la casa. Penetraba por las ventanas abiertas y avanzaba con pasos invisibles. Úrsula se miró en el espejo del armario, pronunció el escote de la bata, le aflojó el cinturón para mostrar una rendija del vientre, elevó los brazos, juntó las palmas y cimbreó el torso tal y como le había enseñado su abuela; estaba lista para ir a buscarle.
Santiago Laguna, acodado en el alféizar de la ventana del dormitorio, desnudo en la noche que lo traicionaba con erupciones de estrellas y efluvios lunares, se estremeció de rabia al verla aparecer abanicándose los pavos reales.
—¿No duermes? —le dijo ella acodándose también en el alféizar, pero con aires de emperatriz.
—Evito soñar.
—Yo tampoco puedo dormir. —Se pasó la lengua por los labios, el paladar, y a Santiago se le encendió en el cuerpo una hilera de procesionarias.
—Me pareció ver que estabas acompañada.
—Es un viejo amigo y tuvo que marcharse.—Cerró el abanico y lo apoyó en una mano—. No le dejé probar el pastel.
—Era sólo para ti. —Tenía en la voz un gallo que le aflojaba la rabia y las rodillas.