»—Márchate a casa —le ordenó Esaín—. Voy a liberarlo.
»Se internó en el bosque de eucaliptos, pero en vez de obedecer a su hermano, se escondió detrás de un árbol. Desde allí pudo ver cómo Esaín le quitaba las cadenas y cómo las raíces le soltaban. Un atardecer de invierno, cálido y débil, se cernía sobre el acantilado. El cuerpo del mar cayó de rodillas sobre la tierra, exhausto. La niña sintió deseos de correr hacia él para ayudarle a levantarse, pero temió que su hermano se enfadara y permaneció oculta tras el aroma de menta.
»—Eres libre —dijo Esaín—. Puedes marcharte.
»—Pagarás muy caro tu atrevimiento —murmuró él mirándole por última vez como un hombre.
»El mar se quitó los pantalones y la camisola blanca, y cuando ni un hilo de aquellas prendas quedó sobre su piel, se deshizo en un océano inmenso despeñándose por el acantilado. Esaín creyó que todo había terminado. Pero, de pronto, llegaron hasta él los gritos de su hermana que procedían del interior del bosque.
»—¡Cuidado, Esaín! ¡Detrás de ti, detrás de ti!
»Se dio la vuelta y descubrió al mar que había trepado silencioso por las rocas para atacarle y consumar su venganza. Sin perder un instante, se vistió con la camisola y los pantalones, y ante el rostro de espanto de su hermana, Esaín se convirtió en una ola de espuma y se arrojó, junto al mar, por el acantilado.
«Cuentan que la niña corrió hacia el filo y vio alejarse la ola nadando en una dirección opuesta a las demás. Cuentan que sólo para aliviar la pena de su amada, el mar devolvió las lágrimas a los hombres, aunque los pescadores jamás se embarcan con ellas; las dejan en sus hogares al cuidado de sus madres y esposas para que él no pueda seguirles el rastro y hacerles naufragar. Pero cuentan también que si a pesar de esta precaución consigue encontrarlos, a veces una ola que rompe en el horizonte los recoge para ponerlos a salvo en la playa».
Santiago Laguna, de pie en el escenario débilmente iluminado de un café madrileño, escuchó los aplausos. El humo de los cigarrillos envolvía los rostros de los jóvenes sentados a las mesas, y ascendía hacia el techo del local donde dos ventiladores lo despedazaban. Olía a cerveza y a café irlandés. «Cuéntale las historias de tu bisabuela al mundo —le había dicho el padre Rafael en su lecho de muerte dándole unas palmaditas en la mano—. Has nacido para ser artista». Y Santiago le había hecho caso. Durante los meses de agonía que sufrió el cura, a causa de su insuficiencia renal que lo condenó a la cama, reducido casi al tamaño de un hombre normal, lo único que ayudó a calmarle los dolores fueron las historias de Manuela Laguna. Santiago le velaba día y noche en su dormitorio de iglesia, aunque un cura recién salido del seminario le había sustituido con la delicadeza de instalarse en una casita junto al templo, pues el padre Rafael se había empeñado en morir en su cama y ni la recomendación del médico de que ingresara en un hospital ni las exigencias de sus superiores eclesiásticos le hicieron cambiar de idea. Ya era vergüenza suficiente, pensaba el padre, morirse a los setenta y cinco años cuando en su familia los varones morían centenarios y las mujeres como las tortugas, sin haber pisado un hospital en su vida. El médico le visitaba a menudo cuando ya no podía mantenerse en pie —y menos aún dejar la ruidosa constancia de su caminar de gigante—, y lo auscultaba y le tomaba el pulso mirando a Santiago con unos ojos que negaban cualquier esperanza. Tras la marcha del médico, se quedaban a solas, como habían estado los últimos dos años, y el muchacho ocupaba una silla junto al lecho y le contaba una historia. El mar entraba a borbotones en el dormitorio de la parroquia, y el cura sentía el ir y venir iracundo del Cantábrico de su infancia, el graznido de las gaviotas y la brisa de sal y pescado que inundaba las lonjas. El primer día Santiago no le contó el final; detuvo la narración de repente, mientras las lágrimas se le acumulaban en los recuerdos.
—Continúa, que quiero saber cómo acaba —le dijo el cura.
—Yo no lo sé, padre.
—Cómo no lo vas a saber, hombre de Dios. Y si no lo sabes te lo inventas, pero no me dejes con esta intriga. —Se revolvía en la cama y unos pinchazos de perro le torturaban los riñones.
—Estese quieto, que se va a poner peor.
Santiago comenzó a narrarle una historia nueva que también dejó sin final, y que enlazó con otra y luego con otra más inacabada. El padre Rafael, aturullado con tanta tempestad, pescadores y sirenas, acabó durmiéndose. Al día siguiente, cuando Santiago le preguntó, después del desayuno, si le gustaría escuchar otra historia, él se negó a no ser que se la contara de principio a fin.
—Me pasé la noche dando vueltas, enredado en pesadillas que intentaban descifrar cómo terminaban las de ayer.
Tenía el rostro contraído por un dolor que ya no apaciguaban las pastillas.
—Lo siento, padre. Verá… —titubeó— es que era ella, mi abuela, comprende… Yo me paraba justo antes de terminarlas y ella siempre se ocupaba del final. —Cerró los ojos y sintió en su corazón el fuego.
—Vete a rezar, hijo, vete a rezar. —El cura buscó la mano del muchacho y se la apretó.
—En cuanto vuelva le cuento una completa. No sufra, padre.
Abandonó el dormitorio y se dirigió a la sacristía. Sin embargo, en vez de rezar, se bebió hasta la última gota del vino consagrado y del que encontró sin consagrar, mientras el cura se incorporaba en el lecho jadeando, se meaba por el tubo terminado en una bolsa y se retorcía a causa de unos padecimientos que no se los producía su enfermedad, sino un secreto de confesión que, desde la noche del incendio, le enturbiaba el alma.
Aquel día, con la boca sabiéndole al queso y al pan que se había comido para disimular el rastro del vino, contó al padre Rafael una historia completa. Sin embargo, antes de narrarle el final, se detuvo durante unos minutos como si esperara que la voz de Olvido fuera a regresar de los confines de la muerte. Ese silencio, que a partir de entonces precedió siempre a los finales, fue acortándose conforme pasaban las semanas, los meses, pero jamás desapareció. Incluso después de que una noche de agosto el padre Rafael buscara el rostro del muchacho y, sosteniéndolo entre las manos, expirara llevándose en su último aliento la amargura de un secreto, y Santiago, siguiendo la recomendación del cura, se dedicara a trabajar como cuentacuentos, ese silencio continuó flotando entre el público de los cafés y las salas de espectáculo, a veces sólo durante los segundos que se tarda en dejar una flor sobre una tumba.
Había perdido la voz después del incendio. Los días que pasó contemplando los restos humeantes del establo, petrificado por la desgracia, le ocasionaron un enfriamiento de elefante que lo tuvo temblando de fiebre y delirando obscenidades de insectos durante más de una semana. El padre Rafael, que le daba jarabes, le ponía a hacer vahos de mentol y le enfriaba la frente con paños de agua bendita, llegó a creer que el muchacho no sería capaz de sobrevivir a tanta pena con sólo dieciséis años. Sin embargo, un día Santiago amaneció sin fiebre, y el médico rubio con alopecia aseguró al cura que el peligro había pasado. Su recuperación fue calificada de casi milagrosa. Aun así, se levantó de la cama apestando como el campo después de la lluvia, y ese olor no se le fue jamás. Cuando llegó el domingo y se subió a la tarima para entonar el Gloria, su voz de barítono se había teñido de un gorjeo mecánico semejante al cricrí de los grillos. Se bajó de la tarima sin terminar el himno, ante los ojos expectantes del pueblo que, por primera vez, compadecían a un Laguna, y no se volvió a subir. El padre Rafael hizo que el médico le revisara la garganta: la inflamación de las amígdalas había desaparecido, por lo que no había motivo para ningún gorjeo. Entonces el padre Rafael cayó en la cuenta de que era un problema del alma lo que le había robado la voz de ruiseñor.
Santiago se instaló en el cuartito de las escobas y los útiles de limpieza donde Clara Laguna se había quitado la bata y los pantalones morunos para ponerse las ropas de la sirvienta, mientras el padre Imperio la esperaba en el oratorio de santa Pantolomina de las Flores. No había más sitio en la pequeña casa parroquial. Disponía de una cocinita, un cuarto de baño, el dormitorio austero del cura y el cuartito junto a la sacristía con los trastos de la emisora de radio, pues las convivencias de jubilados y la catequesis se celebraban en un saloncito del ayuntamiento. El cura había propuesto a Santiago clausurar la emisora, vender los aparatos y ponerle allí su dormitorio para que se encontrara a gusto en un lugar donde también había transcurrido su infancia. Pero el chico se negó a renunciar a la distracción de los programas de radio. Prefería dormir en esa habitación, que tras una limpieza a fondo, una mano de pintura y la colocación de un camastro, una silla y una mesita plegable para los estudios quedó convertida en una celdilla cisterciense de dos por dos. La ropa del muchacho se repartió entre el armario del padre Rafael y el armario de los mantos eclesiásticos de las grandes celebraciones.
Santiago se entregó a la lectura radiofónica de la Biblia y de los poemas religiosos con tal determinación y esmero místico que cuando le escuchaban las viejas en el transistor comunitario pensaban que acabaría por ordenarse sacerdote a pesar de sus orígenes de puteríos y maldiciones. En cambio, las chicas del pueblo albergaban dudas sobre su vocación. Así como su abuela Olvido se había lamido las heridas de la nostalgia cocinando el recuerdo de su amante, y su bisabuela había aplacado las ínfulas de su furia rebanando gaznates de gallos, Santiago aplacaba la culpa y la ausencia fornicando en una cripta próxima al cementerio, antiguo enterramiento de templarios según la leyenda. Aunque no quedaba allí ni un hueso ni un jirón de malla medieval, era un lugar magnífico para retozar, pues gozaba todo el año de la temperatura estable del corazón de la tierra. Se llegaba hasta ella a través de un pasadizo que tenía su entrada por una trampilla en el suelo del oratorio a santa Pantolomina de las Flores, que el padre Rafael había enseñado al chico con la intención de distraerlo, al poco de instalarse en la casa parroquial.
Un halo de hombre atormentado envolvía a Santiago desde el incendio disparando su atractivo y el azul de sus ojos. Por si esto no fuera suficiente, su forma de moverse había adquirido un encanto francés heredado de su padre, que lo distinguía del resto de los chicos del pueblo. Hablaba a sus conquistas con la intimidad de la voz ronca y caída en desgracia, y si durante la infancia no permitió que le consideraran un «maldito», ahora era él mismo quien así se calificaba, y por este motivo —les explicaba rizándoles la piel con el vapor de su aliento— amarlas supondría sumergirlas en una condena al mal de amores y a las deshonras sociales. Ante tal destino, sólo les quedaba yacer como salvajes en el secreto de la cripta, sin razón y sin conciencia, acompañados tan sólo por el titilar de las velas de difunto y los pedazos de cirio que Santiago sustraía de la iglesia, y distribuía en platitos de zinc alrededor del catre de la pasión que había elaborado con unos sacos de paja cubiertos por la colcha de Clara Laguna. Gracias a ésta, el óvalo rocoso que formaba la cripta se impregnó de un aroma familiar. La primera en olerlo fue la nieta del boticario. Tras perdonar a Santiago su abandono en la rebotica, se entregó a consolarlo con un ímpetu que sólo podía proceder de los fuegos del amor. A los diecisiete años estaba dispuesta a condenarse a cualquier miseria mientras sus pechos permanecieran entre las manos del muchacho, donde habían crecido, su boca entre sus labios y su piel en los ojos azules que la contemplaban desnuda aunque pensaran en otra. La cripta hervía con la nostalgia de virginidades rotas y con las que se vertían como lenguas de rosas, en una locura concebida para olvidar y recordar a un tiempo. Pronto la nieta del boticario descubrió que no era la única; lo abofeteó, lo arañó, le tiró de los pelos, pero volvió a él porque su corazón no tenía más remedio, y aprendió a compartirlo sólo por aquellos momentos en los que Santiago le enredaba los bucles de oro tras la trifulca amorosa, y hablaban de sus aventuras de la infancia como dos amantes viejos, y reían con una complicidad de tardes de emplastos y pócimas para gatos tuertos que —ella soñaba— no podría tener con ninguna otra. Después, en el silencio monacal de su cuarto, él deseaba fervientemente poder amarla, y se reprochaba con lágrimas no conseguir más que una ternura que se le enfriaba con el primer canto del amanecer.
No había soñado más veces con ese incendio que terminaba apagándose gracias a los rayos de la luna, ni con la mujer que se le aparecía después. Lo intentó todo para hacerla volver. Se dio un nuevo atracón de aceitunas negras, incluso probó con granos de pimienta y chocolate amargo con el fin de atraer a esa oscuridad que no encontraba en los ojos de ninguna otra mujer; se entregó a siestas interminables en un banco del oratorio de santa Pantolomina de las Flores; dormía pensando en ella, reconstruyendo las piezas de su rostro como un puzle, esperando que los sueños le entregaran las que le faltaban: los labios, la barbilla, el cuello… Se escapó una noche al encinar, y se emborrachó con aguardiente bajo los chorros de la luna llena invocándola como a una diosa pagana. En el furor alcohólico se arrancó la ropa, prendió una fogata y estuvo a punto de inmolarse en memoria de Olvido, pero un pastor lo descubrió a tiempo y le quitó la borrachera a garrotazos. El lamentó que hubiera acudido a salvarlo semejante bestia en vez de la mujer cuyos labios había acabado por inventarse.
Después de aquello, decidió pintarla. Nadie le había hablado del círculo de inspiración al que se entregaba Pierre Lesac. Sin embargo, el día antes de comenzar el retrato, le dijo al padre Rafael que estaba enfermo; no asistió a clase, ni ayudó al cura con los programas de radio. Encerrado en su cuarto, estuvo horas pensando en ella, sintiendo sus facciones de viaje por las venas, ideando pócimas para soñarla. Cuando cayó la noche, colocó un vaso de agua en el alféizar de la ventana justo donde se reflejaba la luz de la luna; al alba se lo bebió hasta la última gota y se recostó en la cama a la espera de un sueño que no llegó.
A diferencia de su padre, pintó el retrato a carboncillo. La melena castaña y ondulada, los ojos negros y tristes, los pómulos abultados, la nariz pequeña. No se atrevió a dibujarle los labios que había imaginado; dejó el retrato inconcluso, lo escondió entre sus libros y durante semanas lo contempló antes de acostarse, lo expuso a los vientos lunares, sin resultado.