La amistad se fue afianzando con el paso de los meses, y cuando a finales de julio se quedó un piso libre en la casa de la calle de Atocha donde vivía Isidro, Santiago se dejó convencer para alquilarlo.
—Estar tanto tiempo en un hotel crea un desarraigo muy grande —le aseguró el vigilante—. Si has decidido no regresar a tu pueblo, debes procurarte un hogar en otro sitio.
—El hogar que quería tener ya no es posible, Isidro. Me mudo sólo porque hace tiempo que echo de menos tener una cocina donde encerrarme a preparar las recetas de mi abuela.
El camión de la basura concluyó su faena en la plaza de Matute y se adentró en la calle de Atocha. Pasó por delante de Santiago y continuó su marcha demoledora en busca de contenedores. Una luna llena se cernía sobre los tejados de la ciudad como si se hubiera descolgado del cielo. Las fachadas de los edificios parecían embadurnadas de leche, y los murciélagos chocaban su vuelo contra las cabezas de las farolas. Cuando Santiago llegó al portal de la casa donde se había mudado aquella misma mañana, le floreció en el pecho un revuelo de lirios. Tenía dos portones grandes de madera y un pasillo largo e irregular con un suelo de adoquines por donde antaño transitaban los carruajes, pues la finca llevaba en pie más de doscientos años. Tras una puerta de cristales se encontraba la portería. Frente a ella se alineaban unos buzones herrumbrosos esperando que los ejecutara el cartero. Santiago ascendió por la escalera grisácea a causa de la lejía. Su barandilla, recién barnizada, se juntaba con los peldaños por medio de unos barrotes de hierro terminados en una cabeza de león. Como los helados de la infancia, las paredes eran de dos sabores: desde el techo hasta la mitad de vainilla y desde allí hasta el suelo de chocolate. En el descansillo del primer piso se detuvo un momento ante una puerta con una mirilla de metal dorado en forma de rosetón. Allí vivía Isidro. Pensó en llamar al timbre por si aún estaba despierto y tomaban una copa, pero miró el reloj y era tarde. Continuó subiendo hasta el tercero, donde se encontraba su piso. Desde el primer momento le había gustado. El recibidor era amplio y de tarima miel. El techo lucía una cornisa de escayola adornada con unas flores, muy parecida a la de algunas habitaciones de la casona roja. Había más semejanzas: las ventanas y los balcones tenían unos postigos de cuarterones blancos; el aseo, una caldera de principios de siglo con crines de mugre imperturbables a la limpieza, y el cuarto de baño principal, una bañera de porcelana blanca con patas de fiera que le traía a la memoria tardes felices con vapores a jabón y a la piel de su abuela.
Llegó hasta el dormitorio por un pasillo crujiente que partía del recibidor. Como el piso se alquilaba amueblado, sólo tuvo que traer del hotel su petate de estampas y mudas. Yacía en el suelo, junto a una cama de matrimonio con un cabecero de volutas de hierro blanco. Santiago no encendió la luz: le reconfortaba el flujo de la luna que traspasaba la ventana iluminando la habitación. Acarició la cicatriz de su muñeca, y se acostó en calzoncillos.
La noche se convirtió, de pronto, en un mausoleo sobre su corazón. Comenzó a oler a tierra mojada. Se levantó tiritando, las entrañas mareadas en un presagio invisible. Abrió la ventana con la mano trémula, orinada por una blancura que destellaba en el patio interior, y buscó el aire de la noche. Entre las cañerías que atravesaban las paredes del patio demasiado estrecho, halló las hileras de ventanas alineadas todas en el sopor oscuro de los sueños; todas menos una, la que estaba frente a su dormitorio. Una lamparita iluminaba una mesa llena de libros y papeles donde una mujer escribía con una pluma de ave lo que Santiago percibió en el estómago como los jeroglíficos de su propio destino.
Aquejado de un traqueteo de tren que le descarrilaba las venas, contempló el perfil de la mujer y la cabellera de serpentinas castañas cayéndole sobre una bata turquesa. Una fragancia a tinta y a pergamino le llegó hasta la nariz como un hilo de vida y a la vez de muerte. Ella dejó la pluma sobre la mesa, colocó un cigarro en una boquilla larga y el humo le emborronó el rostro, un instante, como vapor lunar. Santiago se abalanzó sobre el petate, sobre el estuche de aseo con las cuchillas de afeitar, y se rebanó la yema de un dedo que le sangró abundantemente. Dejando tras de sí aquel reguero de recuerdos, volvió furtivo a la ventana y halló a la mujer asomada a la suya, estirando una mano hacia el cielo en busca de una lluvia inexistente. La luna, empalada en las antenas de televisión del tejado, le encharcó el rostro convirtiéndoselo en un camafeo de nácar, y entonces él pudo verla sin ser visto. Enfermó de éxtasis, de dulzura y de espanto; ella resucitaba de sus sueños: los ojos de tristeza azabache tan buscados, la nariz pequeña, los pómulos de geometría, el cuello delgado, los pechos planetarios insinuándose en la bata entreabierta. Se quedó rígido, los miembros entumecidos de fervor, la sangre goteándole el pecho, las rodillas, el amor, los calzoncillos, absorto en la belleza de la realidad, hasta que la mujer abandonó la ventana, se recostó en los cojines de un diván cercano a la mesa, y se puso a espantar el calor con un abanico de plumas de pavos reales.
S
e quedó dormido de pie, mirándola, pero amaneció de rodillas, la cabeza apoyada en una mancha de sangre seca. El corte en el dedo le indicaba la certeza de la noche anterior. Decidió armar de nuevo su esqueleto, desentumecerlo; y se levantó con crujidos de cascaras de nueces, apoyándose en la pared, sonriendo. Temía asomarse a la ventana y encontrarla. Primero quería saborear a solas lo ocurrido, tenerlo dentro de sí, morirse con ello, si era necesario, en esa mañana de golondrinas ardientes. La recordaba escribiendo, fumando, mirando al cielo, abanicándose. Se tumbó en la cama, ovillado en la delicia de lo que ya era suyo, en la delicia de la espera y el encuentro; rezó apasionadamente a santa Pantolomina cubriéndola de alabanzas, agradecimientos y piedras preciosas, rezó a sus lirios virginales y a sus ojos de juicio final, rezó al cuerpo bendito de san Isidro, a las astillas de la cruz de Cristo; y con los padrenuestros prendidos de sus labios, se quedó otra vez dormido.
A las tres de la tarde, le despertó un grito que se coló de improviso en el dormitorio.
—¡Mari al teléfono, Paco!
Era un grito de mujer y provenía del patio. Por un instante, no supo dónde se encontraba. Le pasaron por la mente fogonazos de zozobra, se vio en su cama de niño de la casona roja, acurrucado en el latir del jardín que ascendía por las celosías, se vio en la celdilla de la iglesia con los dedos pegajosos de las medicinas del padre Rafael, se vio en el catre de militar aturdido por ventosidades y sudores extraños, y en el hotel de Madrid con las dalias del Jardín Botánico bajo la almohada. Hasta que se sentó entre el remolino de sábanas, no reconoció aquella casa con su ventana abierta al paraíso. Pensó en si la voz sería de ella, aunque sonaba muy distinta de la que escuchara en el oratorio de santa Pantolomina; sonaba díscola, enfadada con los entresijos cotidianos del mundo. Pensó en si viviría sola, con amigas, con familiares, en si estaría casada o, incluso, si tendría hijos, y un aguijón de impaciencia, de querer saber le atravesó el pecho. Se deslizó hasta la ventana, que permanecía abierta, y oteó el patio con mirada de forajido. La lamparita de la mesa estaba apagada. A su alrededor había crecido una pirámide de libros con semblante de diccionarios o enciclopedias, pero los papeles continuaban avasallándolo todo. Sobre el diván sesteaba el abanico, y rendida en un desmayo, la bata turquesa que Santiago sintió en sus tripas como un balazo de la verdad.
Le ardía la boca de sed. Fue a la cocina, amplia, con muebles vainilla de principios de los setenta. Dejó correr el agua en el fregadero y se sirvió un vaso. El calor le empujó a abrir la ventana, el deseo a buscar a la mujer en las que tenía frente a él, y el destino a encontrarla en la de la cocina, con su alféizar preñado de macetas de petunias, mordiendo un sándwich que parecía de pollo y vegetales. La ilusión que le produjo comprobar que ella tenía la necesidad de alimentarse como todo humano, de beber una cola como lo hacía, casi con una avidez adolescente, le hizo bajar la guardia y se dejó ver. Sonrió cuando lo hizo ella, tras capturar con la lengua una mota de mahonesa en la comisura de los labios, sonrió sin ser consciente de que le lloraban los ojos, le apretaban los calzoncillos el brío exótico de sus genitales, y el cuerpo era un pantano de sudor con perfume de lluvia. Un retortijón de hambre le devolvió al mundo. Se apartó de la ventana, resbaló por un mueble hasta caer sentado en el suelo y se mondó de risa. No tenía nada que comer, así que regresó al dormitorio y desayunó un cigarrillo y los chicles que encontró sueltos por las profundidades del petate. Había planeado ir a la compra por la mañana, pero la tarde ya se desmembraba en el cielo y no tenía intención de moverse de casa, de perderla de vista mientras permaneciera vivo.
Aquella tenacidad estuvo a punto de enfermarlo. Se pasó horas espiándola desde el dormitorio, desde la cocina, preocupándose esta vez de que no le descubriera. La acechaba como un animal a su presa, corriendo de una habitación a otra, descalzo, jadeante. La vio fumar en la boquilla larga, escribir con la pluma de ave en tinta violeta, consultar los libros de la mesa, espantar el calor en el diván con ventiscas de pavos reales, y danzar con los brazos como cuellos de cisnes y una ondulación del cuerpo que lo dejaron trastornado en su charco de sábanas. Le parecía extraordinario que vistiera unos pantalones cortos y una camiseta que le dejaba al descubierto el ombligo, incluso que tuviera ganas de orinar; la ventana del baño estaba junto a la suya, y aunque no podía verla, sentía a través de la pared el furor de la cadena y meaba al mismo tiempo, riendo. Cuando le apretaba la debilidad, la rendía fumando, declamando libros de la Biblia con nombres de mujer y poemas de santos, cuyos versos se escribía en los brazos con un bolígrafo para distraer el hambre.
Antes de que oscureciera por completo, llamaron al timbre y supuso que era Isidro. Decidió no abrir: no quería que nadie perturbara su dicha. Mañana iré a visitarle, se dijo. Al cabo de un rato cayó en la cuenta de que el vigilante quizá sabía quién era ella. Le embargó una nueva oleada de gozo. Algo tan corriente como que tuviera un nombre le resultaba un acontecimiento casi sobrenatural. Un nombre con el que recordarla, un nombre que la contuviese entera. Los sueños, entonces, le parecieron sosos, aburridos, sin alma, frente a la vida de los ojos abiertos. Aun así, no bajó a buscar a Isidro. También pasó esa noche mirándola, porque ella trabajó hasta el amanecer, imaginando nombres que unas veces desechaba muerto de risa y otras paladeaba como si en el gusto de las sílabas se encontrara la respuesta.
Se llamaba Úrsula Perla Montoya y se dedicaba a escribir novelas románticas. En el primer libro que le publicaron, hizo que le pusieran aquel segundo nombre para homenajear a su abuela. Era una poetisa persa que, a principios de siglo, cayó en los brazos de un arqueólogo español encargado de unas excavaciones cerca de Persépolis, y que se la trajo a su país, años más tarde, desposada, convertida al cristianismo, y cargando con un baúl de secretos y trastos orientales, y una nostalgia del desierto encerrada en sus ojos negros, de la que sólo lograba recuperarse pasando las vacaciones en Almería. Había cuidado de Úrsula hasta que la niña cumplió los doce, y la muerte se la llevó como una tormenta de arena, sellándole el corazón con una duna infinita a la que los europeos se empeñaron en denominar angina de pecho. Sólo la nieta comprendió la verdad de aquella pérdida que la envió a un internado de monjas en Valladolid, mientras sus padres, actores especializados en el teatro clásico, continuaban recorriendo el mundo con su compañía. En el velatorio de su abuela, Úrsula se recreó en el placer diabólico de compartir con ella un último secreto: la razón por la que los labios de la muerta yacían entreabiertos y su boca dejaba escapar, a soplidos melancólicos, una finísima arena y polvo de sal, que provocaban estornudos y calores menopáusicos entre los asistentes. A partir de entonces, Úrsula Perla Montoya, aunque era una mujer que no se dejaba arrastrar fácilmente por el huracán de la nostalgia, siguió durmiéndose con el soniquete del almuecín llamando a los fieles a la oración que su abuela le cantaba como una nana, arrollada por el cataclismo de un alma que nunca dejó de ser musulmana, relatando sus desgracias a una piedra del tamaño de un huevo y bailando una danza persa milenaria cuando se sentía inquieta. De ella también aprendió el persa, lengua en la que siempre se comunicaron, y que Úrsula traducía al castellano y viceversa, en los ratos que no se hundía en la literatura del amor, sentimiento que consideraba una herramienta de trabajo. Cuando se encontró con Santiago Laguna en el descansillo del tercer piso la mañana del sábado, reconoció en él al muchacho que había visto por la ventana el día anterior mientras se comía el sándwich de pollo. Sin embargo, en esta ocasión, al contemplar sus ojos más de cerca, le reventó en la memoria un poema de su abuela donde un joven se bañaba en un lago sagrado, y un genio le castigaba haciéndole cargar en sus pupilas el peso de las aguas turquesa. Le sonrió con rigidez: una cuerda invisible que unía su estómago a sus labios tiraba con la fuerza ciclónica de tener delante al hombre más guapo que había visto en su vida.
—Soy Santiago Laguna, tu nuevo vecino —le dijo él con las mejillas atoradas por la idolatría.
Su voz sonó tímida, se había esfumado la ronquera con que dominaba a sus conquistas. En su corazón sólo le quedaba ella, envuelta en un vestido de tirantes. El mundo se redujo a sus estómagos. A Úrsula le pareció un pajarillo encantador, aunque con un aire de tormento, como si lo hubieran tenido encerrado en una jaula.
—Nos veremos a menudo, entonces.
La muñeca suicida de Santiago comenzó a palpitarle, y le gravitaba en las sienes la voz de ella pidiéndole que la llevara a la casona roja. Se quedó atrancado en su memoria, mientras Úrsula se dirigía hacia la puerta de su casa jugueteando con las llaves.
—Espera, ¿me lo firmarías?
Santiago se apresuró a sacar de una bolsa del supermercado
Pasiones en el diván del atardecer
, el último libro de Úrsula, y se lo entregó. Lo había comprado esa mañana después de desayunar con Isidro, después de contemplar la sangre licuada de san Pantaleón, momento en el que hizo que el vigilante le revelara la identidad de ella, para escuchar su nombre, por primera vez, frente a la portentosa reliquia.