La casa de los amores imposibles (19 page)

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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Al despertarse, Olvido sintió un dolor intenso en la frente. Un río seco descendía por su rostro hasta el cuello. Le temblaban los labios al compás de los recuerdos, le castañeteaban los dientes. La luz de un nuevo día se asomaba a su corazón, funeraria, gélida. Se levantó tambaleándose y se asomó a la ventana. Por el camino de piedras, aplastando las margaritas de Clara Laguna, su madre conducía la carreta tirada por el caballo negro. Tras ella, avanzaba hacia la casa otra carreta más grande. Un rayo de sol señaló a los dos ocupantes. Eran flacos y vestían de oscuro. Aquella comitiva que rompía el amanecer se detuvo cerca del cadáver de Esteban. Manuela descendió de la carreta y mostró a los hombres los pantalones bajados del muchacho. Su boca gesticulaba con odio. Uno de ellos hizo unas anotaciones en un libro, el otro miró aquel cuerpo que el jardín se devoraba aprisa. En la entrepierna del joven amante crecía una margarita. Transcurrieron unos minutos antes de que aquellos hombres se atrevieran a envolver el cadáver en una manta del color de las muías. Hoy haré un pastel de limón pensando en ti, Olvido lloraba, y lo llevaré al encinar para que lo pruebes, unos rayos de sol le acariciaban el cabello, yo me comeré las migas de tus labios, sintió en la boca el sabor de su amante, y tú me mirarás con tus ojos grises. Esteban abandonaba el jardín en un traqueteo de madera, pero sobre el musgo quedó durante mucho tiempo la pintura abstracta de su muerte.

La mañana continuó pálida. Olvido acercó una silla a la ventana y se quedó sentada encima de las piernas, velando la ausencia del muchacho mientras un río invernal le usurpaba los huesos. Escuchaba el carraspeo de los pinos, y recordaba el primer paseo que dio con Esteban bajo su manto de agujas. No sentía necesidad de comer ni de beber agua, sólo de orinar, y se lo hizo encima. El orín le mojó las nalgas y los muslos con un bienestar templado. Escuchó los graznidos de una urraca que acechaba sus lágrimas. En el jardín, el viento sacudía los frutales y las rosas silvestres.

Por la tarde empezó a tiritar; el camisón empapado se había fundido con su piel. Quiso bajarse de la silla para ponerse ropa seca, pero el cuerpo se le había entumecido de estar tanto tiempo en la misma postura y además triste. Cuando consiguió levantarse, decidió que iría al jardín y que nadie se lo impediría. Se deshizo del camisón y se cubrió el cuerpo con un vestido de lana y un abrigo. En el pasillo sintió el chisporroteo de la leña quemándose en la chimenea. Bajó los escalones con las botas en la mano y salió al jardín. Se arrodilló junto al musgo manchado con los restos de su amante. La tierra lloraba un duelo espeso. Sacó unas tijeras del abrigo y se cortó el flequillo y la melena que ya le llegaba a la cintura. Los mechones de pelo cayeron sobre el musgo helado y rojo. Regresó el aullido de un lobo y aquel frío de hierro. Era inútil buscar la luna, Olvido lo sabía. Las nubes se agolpaban contra las últimas luces del día y ella se rindió al cansancio. Puso el rostro sobre el musgo y la muerte le pinchó una mejilla. Jamás podré olvidarte, pensó apretando más la carne contra la hierba, jamás volveré a vivir.

Manuela Laguna le contó a la Guardia Civil que había escuchado ruidos y gritos en el dormitorio de su hija, por eso entró armada con la escopeta y descubrió al muchacho intentando forzarla. El muchacho era fuerte y la amenazó con una piedra. Ella le disparó dos veces para defender su vida y el honor de su hija. Entonces él abrió la ventana para escapar y se cayó al jardín. Para afianzar esa versión de los hechos y conseguir que los guardias no interrogaran a Olvido puesto que era menor de edad, tuvo que entregar un buen puñado de pesetas a las arcas del ayuntamiento. Pero Olvido, a pesar de que su madre la había encerrado, se escapó una madrugada y se dirigió al cuartel de la Guardia Civil, situado en una callejuela próxima a la plaza. No llevaba más que un camisón, una chaqueta de lana y unas botas con los cordones desatados.

—Mi madre lo mató —le dijo a un guardia—, lo mató porque él me quería y yo a él.

El guardia miró a la muchacha y pensó que era la más hermosa que había visto en su vida, aunque los ojos azules estaban desorientados y la tez pálida.

—¿No intentó, el muchacho, hacerla daño, ya me entiende, forzarla?

—Él era mi amante —contestó ella, y abandonó el cuartel arrastrando las botas.

Después de aquella declaración, Manuela tuvo que entregar más dinero a las arcas del ayuntamiento para que la muerte de Esteban quedara reducida a un accidente. En el informe de la Guardia Civil ella encontró al muchacho en el dormitorio de Olvido a altas horas de la noche con los pantalones bajados, y creyó que pretendía forzarla. Él la amenazó con la piedra en punta y tuvo que dispararle.

El pueblo se enteró de los amores secretos de la Laguna del sombrero con el hijo del maestro, pero el nombre del muchacho quedó limpio de infamias y fue enterrado en una sepultura cristiana cerca de la de su padre.

A finales de aquel invierno el cementerio agonizaba entre las lápidas de los caídos en la guerra y la nieve. Las urracas se posaban en los cipreses esperando las comitivas fúnebres; una leyenda de los alrededores decía que cuanto más dolor veían sus ojos, más les brillaban las plumas. Olvido, al igual que aquellos pájaros, llevaba dos días aguardando la llegada del último muerto del pueblo. A pesar de que su madre la había azotado con la palmeta de caña después de la visita a la Guardia Civil, después de que el pueblo se enterara de que aquella Laguna, preservada de la deshonra bajo un sombrero, escondía a un amante en el dormitorio, la muchacha se escapaba al camposanto al amanecer. Entre las lápidas, las cruces y los panteones, pasaba el día comiendo nieve y leyendo a san Juan de la Cruz. Regresaba a la casona roja con la luz de las estrellas, y se dormía acurrucada en la cama de Clara Laguna para que al menos le hiciera compañía el olor de las encinas. La mañana del tercer día de espera se dibujó en la entrada del cementerio la comitiva fúnebre. Olvido, desde el mismo lugar en el que espió el entierro del maestro, vio formarse el racimo negro alrededor de la tumba. De nuevo la madre y la hermana de Esteban formaban un bloque indestructible. Sin embargo, faltaba junto a ellas aquel muchacho aprisionado en un traje de paño con su brazalete de luto. Ahora él descansaba en la caja de madera que descendía hacia el agujero mientras el padre Imperio, con las manos temblorosas por la vejez, sacudía la maza de plata y escupía latín.

Cuando sólo quedaron las urracas, Olvido contempló los ramilletes de margaritas depositados sobre la tumba. En lo alto del cielo el sol alumbraba el final de un invierno de rostro blanco y lápidas mohosas. Esteban debía acostumbrarse a la humedad del infinito. Las urracas planeaban sobre los panteones con las alas convertidas en espejos. Olvido se echó sobre la tumba y permaneció quieta durante muchas horas sintiendo el latir de la tierra y el bisbiseo de los gusanos. Sólo cuando el sol se puso, llenó sus manos con unos ramilletes de margaritas y regresó a la casona roja.

Manuela Laguna bordaba un
petit point
frente a la chimenea. Oyó llegar a su hija. Los pasos congelados de la muchacha avanzaron sobre las losetas del recibidor y ascendieron hasta el dormitorio de Clara Laguna. Quiso coger la palmeta y expulsarla de aquel lugar prohibido. Un leño se desmoronó en el fuego. Manuela sintió en el pecho las trenzas negras de la prostituta gallega, el corazón de eucalipto, los cuentos, y se acurrucó en el sofá. Más tarde, pensó.

Mientras tanto Olvido depositó en la cama los ramilletes de margaritas y dijo:

—Abuela, le traigo flores de la tumba de Esteban.

En el jardín había comenzado a nevar. Olvido dejó caer las ropas húmedas al suelo. Se sentó bajo el dosel y abrió la ventana por la que Clara esperaba al hacendado andaluz.

—Hoy he venido a morirme con usted.

Un viento glacial embistió el cuerpo desnudo. Un viento glacial que arrastraba los copos de nieve. Olvido se tumbó sobre las margaritas, dócil. Esa última ventisca del invierno la devolvería a los brazos de su amante. Transcurrieron unos minutos, el dosel de muselina púrpura danzaba encabritado como en los tiempos del burdel y ella, con las margaritas clavadas en el pecho y en el vientre, tiritaba. Del tocador de Clara Laguna surgió el rumor de una bata de seda, dos ojos amarillos brillaron en el viento que azotaba el dormitorio y la ventana se cerró de golpe. Como una carcajada, manó de las paredes el sonido del río a su paso por el encinar. Olvido se incorporó, sentía en el estómago un retortijón muy fuerte. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que llevaba dos meses sin tener la menstruación. «Esperas una hija de Esteban». Reconoció la voz de su abuela arañándole las entrañas, y en el dormitorio de encinas estalló una palabra: venganza. El espejo de Clara Laguna, que reposaba sobre el tocador, se hizo pedazos. Olvido frunció la arruga que se había instalado en medio de sus cejas. Debía vivir por aquella criatura que esperaba; aquella criatura conseguiría que su madre no olvidara nunca lo que le hizo a Esteban. Se cubrió el cuerpo con la gruesa colcha de la cama. «Eso es, ponte a salvo para ejecutar tu venganza», le ordenó en su interior Clara Laguna. «Pasearás tu embarazo por las calles del pueblo, arriba y abajo, abajo y arriba, sin un sombrero que oculte la verdad de tus ojos, tus pómulos o tus labios, para que te vean bien las comadres de negro y sus hijas y murmuren que la maldición continúa viva, pues hay otra Laguna embarazada y penando de mal de amores». Olvido se acurrucó en la almohada. «Tiene razón, abuela, las ilusiones que se ha hecho sobre mi futuro nunca se cumplirán. No habrá boda con un aristócrata, ni hijos sin el apellido Laguna. Será como usted quiere, la leyenda de la familia volverá a correr de boca en boca».

—Otra mujer Laguna embarazada y soltera —le dirá una anciana a su hija ajustándose la toquilla en los sobacos.

—Seguro que lo que lleva ahí dentro también es una niña.

—Y el padre es el hijo del maestro.

—El muerto.

—Claro, muerto está el padre y el hijo.

—Puede que una vez que se aparean con ellos los maten.

—Pero se dice que están condenadas a sufrir mal de amores.

—Eso las pasa por putas.

—Sí, porque la Manuela mucho pasearse por el pueblo en estos tiempos como una gran señora sonriendo y haciendo donaciones para tapar sus deshonras, pero hace veinte años se abría de piernas por unos duros.

—Bueno, siempre fueron caras.

—Eso dicen, y que la casa derrochaba lujos…

—Qué malas…

—Y digo yo, ¿quién será el padre de la Olvido?

—Seguro que ni la Manuela lo sabe.

Una carcajada de oro se perdió en la noche.

—Así hablarán las comadres y sus hijas —le decía Clara Laguna a las entrañas de su nieta.

—Sí —respondía ella con la piel erizada—, así hablarán.

Y así hablaron cuando terminó el invierno y la primavera, y el mes de julio se arremolinó en el vientre abultado que por entonces lucía Olvido Laguna, y se arremolinó también detrás de las ventanas de las casas de cal y piedra, y en las sillas bajas que salían a la calle de nuevo al caer el sol, y se agrupaban de dos en dos, de tres en tres como mucho, para no levantar sospechas de estraperlo o traiciones. La muchacha llevaba un vestido malva ceñido a las caderas, unos zapatos con algo de tacón que repiqueteaba en el empedrado, y el pelo suelto navegando en la brisa que se anudaba en la plaza y en las callejuelas de la tarde, y refrescaba las sienes.

Mientras, en el recibidor, armada con la palmeta, Manuela Laguna esperaba el regreso de su hija. Hacía meses que compartían la casona roja en un silencio de yunque. Una frontera separaba invisible las estancias para que sus sentimientos no se rozaran. Caía el crepúsculo sobre la bata de Manuela, sobre los guantes blancos, sobre la boca con sabor a insecto. Por el camino de piedras apareció Olvido. Los ojos y los pómulos henchidos de aquel verano reciente. Vio a su madre, incendiada por el atardecer, esperándola. «Dame tus manos, dame tus manos —canturreó sin ritmo—, qué fuertes, qué fuertes son —vio el arma que blandían los guantes—, no te atrevas, no te lo permitiré». Caminaba despacio; sus zapatos se aferraban a las piedras, a las margaritas, a la mirada ámbar de Clara Laguna. Vio la sombra de la palmeta amenazando su cuerpo, vio los ojos de su madre, turbios, y los miró con desprecio. La palmeta se precipitó hacia la tripa, pero antes de que pudiera alcanzarla, Olvido se la arrancó de las manos, le escupió y la arrojó al jardín. Sobre la arena quedó el arma, color oeste. Manuela Laguna nunca se había sentido tan sola como en ese instante, ni siquiera cuando su vientre de catorce años agonizó bajo el pecho del mantequero de Burgos; había perdido el poder por culpa de unos ojos grises, y los maldijo.

Olvido se dirigió a la cocina. Desde que Manuela descubrió su embarazo, temía que intentara hacerla abortar echando alguna pócima en los pucheros que abandonaba sobre los fogones, para que ella se comiera los restos. Por eso, la muchacha decidió prepararse la comida siguiendo las recetas que le enseñó su madre. Según ella, un ama de casa honrada debía saber cocinar al marido no sólo bollos de canela y pasteles de limón, sino también los más sabrosos guisos. A sus dieciséis años, no le había dado tiempo a conocer toda la sabiduría culinaria de Bernarda, pero había aprendido suficiente para no morirse de hambre. Además, entre las paredes de la cocina, había hallado el lugar perfecto donde exhumar el cuerpo de Esteban. El deseo de alimentarse pronto cedió frente al deseo de recordar, al deseo de gozar. Los ajos y las cebollas prendidos en las .trenzas de cuerda, las patatas, los tomates o los pimientos amontonados en los cestos de paja sobre las alacenas, el laurel, la menta, la salvia y otras hierbas, las carnes sangrientas de las gallinas, las truchas del río… cualquier ingrediente que Olvido utilizara en sus guisos lo sometía a una sesión de amor. Lo lavaba, a veces, lo besaba, siempre, lo olía, antes del beso, lo acariciaba, después, lo partía, llorando, y lo calentaba entre las manos o en la llama del fogón hasta que éste alcanzara el clímax.

Una tarde de principios de agosto se deleitaba cocinando un cordero cuando un líquido le encharcó las piernas. Su hija deseaba salir al mundo. Abandonó la cocina sujetándose el vientre y subió las escaleras con dificultad. Daría a luz en el dormitorio de Clara. Allí todo estaba preparado para ese momento. En el tocador esperaban unas toallas limpias y las tijeras que usó para cortarse el pelo el día siguiente a la muerte de Esteban. Además, el perfume que despedía la habitación había ido acentuándose conforme se acercaba el nacimiento de otra mujer Laguna. La primera bocanada de aire que entrara en los pulmones de la criatura poseería la fragancia de la familia.

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