Charlando y sin dejar de avanzar, Arnau y Joanet recorrieron la costa —Sant Boi, Castelldefels y Garraf—, bajo la atenta mirada de las gentes con las que se cruzaban, las cuales se apartaban del camino y guardaban silencio al paso del sagramental. Hasta el mar parecía respetar a la host de Barcelona y su rumor se apagaba con el paso de aquellos centenares de hombres armados, marchando tras el pendón de Sant Jordi. El sol los acompañó durante toda la jornada y cuando el mar empezó a cubrirse de plata, se detuvieron a hacer noche en la villa de Sitges. El señor de Fonollar recibió en su castillo a los prohombres de la ciudad y el resto del sagramental acampó a las puertas de la villa.
—¿Habrá guerra? —preguntó Arnau.
Todos los bastaixos lo miraron. El crepitar del fuego rompió el silencio. Joanet, tumbado, dormía con la cabeza apoyada sobre uno de los muslos de Ramón. Algunos bastaixos cruzaron miradas ante la pregunta de Arnau. ¿Habría guerra?
—No —contestó Ramón—. El señor de Creixell no puede enfrentarse a nosotros.
Arnau pareció decepcionado.
—Tal vez sí —trató de contentarlo otro de los prohombres de la cofradía desde el otro lado de la hoguera—. Hace muchos años, cuando yo era joven, más o menos como tú —Arnau estuvo a punto de quemarse por escucharle—, se convocó al sagramental para acudir a Castellbisbal, cuyo señor había retenido un rebaño de ganado, igual que ahora ha hecho el de Creixell. El señor de Castellbisbal no se rindió y se enfrentó al sagramental; quizá creía que los ciudadanos de Barcelona, mercaderes, artesanos o bastaixos como nosotros, no éramos capaces de luchar. Barcelona tomó el castillo, apresó al señor y a sus soldados, y lo destruyó por entero.
Arnau ya se imaginaba empuñando una espada, subiendo por una escala o gritando victorioso sobre la almena del castillo de Creixell: «¿Quién osa oponerse al sagramental de Barcelona?». Todos los bastaixos repararon en su expresión: el muchacho con la vista perdida en las llamas, tenso, con las manos crispadas sobre un palo con el que antes había jugueteado, atizaba el fuego, vibrando. «Yo, Arnau Estanyol…». Las risas lo transportaron de vuelta a Sitges.
—Ve a dormir —le aconsejó Ramón, que ya se levantaba con Joanet a cuestas.
Arnau hizo un mohín.
—Así podrás soñar con la guerra —lo consoló el bastaix.
La noche era fresca y alguien cedió una manta para los dos niños.
Al día siguiente, al amanecer, continuaron la marcha hacia Creixell. Pasaron por la Geltrú, Vilanova, Cubelles, Segur y Bará, todos ellos pueblos con castillo, y, desde Bará, se desviaron hacia el interior en dirección a Creixell. Era una población separada poco menos de una milla del mar, situada en un alto en cuya cima se alzaba el castillo del señor de Creixell, una fortificación construida sobre un talud de piedras de once lados, con varias torres defensivas y a cuyo alrededor se hacinaban las casas de la villa.
Faltaban algunas horas para que anocheciera. Los prohombres de las cofradías fueron llamados por los consejeros y el veguer. El ejército de Barcelona se alineó en formación de combate frente a Creixell, con los pendones al frente. Arnau y Joanet caminaban tras las líneas ofreciendo agua a los bastaixos, pero casi todos la rechazaban; tenían la vista fija en el castillo. Nadie hablaba y los niños no se atrevieron a romper el silencio. Volvieron los prohombres y se sumaron a sus respectivas cofradías. Todo el ejército pudo ver cómo tres embajadores de Barcelona se encaminaban hacia Creixell; otros tantos abandonaron el castillo y se reunieron con ellos a mitad de camino.
Arnau y Joanet, como todos los ciudadanos de Barcelona, observaron en silencio a los negociadores.
No hubo batalla. El señor de Creixell había logrado huir a través de un pasadizo secreto que unía el castillo con la playa, a espaldas del ejército. El alcalde de la villa, ante los ciudadanos de Barcelona en formación de combate, dio orden de rendirse a las exigencias de la ciudad condal. Sus convecinos devolvieron el ganado, pusieron en libertad al pastor, aceptaron pagar una fuerte compensación económica, se comprometieron a obedecer y respetar en el futuro los privilegios de la ciudad y entregaron a dos de sus ciudadanos, a los que consideraban culpables de la afrenta y que inmediatamente fueron hechos presos.
—Creixell se ha rendido —anunciaron los consejeros al ejército.
Un murmullo se elevó de las filas de los barceloneses. Los soldados accidentales enfundaron sus espadas, dejaron las ballestas y las lanzas y se desembarazaron de las ropas de combate. Las risas, los gritos y las bromas empezaron a oírse a lo largo de las filas del ejército.
—¡El vino, niños! —los instó Ramón—. ¿Qué os sucede? —preguntó al verlos parados—. Os habría gustado ver una guerra, ¿verdad?
La expresión de los muchachos fue respuesta suficiente.
—Cualquiera de nosotros podría haber resultado herido o incluso muerto. ¿Os hubiera gustado eso?
Arnau y Joanet se apresuraron a negar con la cabeza.
—Deberíais verlo de otro modo: pertenecéis a la mayor y más poderosa ciudad del principado y todos tienen miedo de enfrentarse con nosotros. —Arnau y Joanet escucharon a Ramón con los ojos muy abiertos—. Id a por el vino, muchachos. Vosotros también brindaréis por esta victoria.
El pendón de Sant Jordi volvió con honor a Barcelona, y junto a él, los dos niños, orgullosos de su ciudad, de sus conciudadanos y de ser barceloneses. Los presos de Creixell entraron encadenados y fueron exhibidos por las calles de Barcelona. Las mujeres y cuantos se habían agolpado en ella aplaudían al ejército y escupían a los detenidos. Arnau y Joanet acompañaron a la comitiva durante todo el recorrido, serios y altivos, del mismo modo en que, cuando los presos fueron definitivamente encerrados en el palacio del veguer, se presentaron ante Bernat, que, aliviado al ver a su hijo sano y salvo, olvidó la reprimenda que pensaba echarle y escuchó sonriente el relato de sus nuevas experiencias.
Habían transcurrido unos meses desde la aventura que los llevó hasta Creixell, pero la vida de Arnau había cambiado poco en ese tiempo. A la espera de cumplir los diez años, edad en que entraría de aprendiz en el taller de su tío Grau, seguía recorriendo junto a Joanet la atractiva y siempre sorprendente Barcelona; daba de beber a los bastaixos y, sobre todo, disfrutaba de Santa María de la Mar, la veía crecer y rezaba a la Virgen, a quien le contaba sus cuitas, recreándose en esa sonrisa que Arnau creía percibir en los labios de la pétrea figura.
Como le había dicho el padre Albert, cuando el altar mayor de la iglesia románica desapareció, se transportó a la Virgen a la pequeña capilla del Santísimo, situada en el deambulatorio, por detrás del nuevo altar mayor de Santa María, entre dos de los contrafuertes de la construcción y cerrada por unas altas y fuertes rejas de hierro. La capilla del Santísimo no gozaba de ningún beneficio que no fuese el de los bastaixos, encargados de cuidarla, de protegerla, de limpiarla y de mantener siempre encendidos los cirios que la iluminaban. Aquélla era su capilla, la más importante del templo, destinada a guardar el cuerpo de Cristo y, sin embargo, la parroquia la había cedido a los humildes descargadores portuarios. Muchos nobles y ricos mercaderes pagarían por construir y constituir beneficios sobre las treinta y tres restantes capillas que se construirían en Santa María de la Mar, les dijo el padre Albert, todas ellas entre los contrafuertes del deambulatorio de las naves laterales, pero aquélla, la del Santísimo, pertenecía a los bastaixos y el joven aguador nunca tuvo problema para acercarse a su Virgen.
Una mañana en que Bernat estaba ordenando sus pertenencias bajo el jergón, donde escondía la bolsa en que guardaba los dineros que había salvado en su precipitada huida de la masía, hacía ya casi nueve años, y los pocos que le satisfacía su cuñado -dineros que servirían para que Arnau pudiese salir adelante cuando hubiera aprendido el oficio-, Jaume entró en la habitación de los esclavos. Bernat, extrañado, miró al oficial. No era habitual que Jaume entrase allí.
—¿Qué…?
—Tu hermana ha muerto —lo interrumpió Jaume.
A Bernat le flaquearon las piernas y cayó sentado sobre el jergón, con la bolsa de monedas en las manos.
—¿Có…? ¿Cómo ha sido? ¿Qué ha sucedido? —balbuceó.
—El maestro no lo sabe. Ha amanecido fría.
Bernat dejó caer la bolsa y se llevó las manos al rostro. Cuando las separó y alzó la mirada, Jaume ya había desaparecido. Con un nudo en la garganta, Bernat recordó a la niña que trabajaba los campos junto a él y su padre, a la muchacha que cantaba sin cesar mientras cuidaba de los animales. A menudo Bernat había visto que su padre hacía un alto en sus tareas y cerraba los ojos para dejarse llevar durante unos instantes por aquella voz alegre y despreocupada. Y ahora…
El rostro de Arnau permaneció impasible cuando, a la hora de comer, recibió la noticia de boca de su padre.
—¿Me has oído, hijo? —insistió Bernat.
Arnau asintió con la cabeza. Hacía un año que no veía a Guiamona, salvo en las ya lejanas ocasiones en que se encaramó al árbol para ver cómo jugaba con sus primos; él estaba allí, espiando, llorando en silencio, y ellos reían y corrían, y nadie… Sintió el impulso de decirle a su padre que no le importaba, que Guiamona no le quería, pero la expresión de tristeza que vio en los ojos de Bernat se lo impidió.
—Padre —dijo Arnau acercándose a él.
Bernat abrazó a su hijo.
—No llores —susurró Arnau con la cabeza pegada a su pecho. Bernat lo apretó contra sí y Arnau respondió cerrando sus brazos alrededor de él.
Estaban comiendo en silencio, junto a los esclavos y aprendices, cuando sonó el primer aullido. Un grito desgarrador que pareció rasgar el aire. Todos miraron hacia la casa.
—Plañideras —dijo uno de los aprendices—; mi madre lo es. Quizá sea ella. Es la que mejor llora de toda la ciudad —añadió con orgullo.
Arnau miró a su padre; sonó otro aullido y Bernat vio cómo su hijo se encogía.
—Oiremos muchos —le avisó—. Me han dicho que Grau ha contratado a muchas plañideras.
Así fue. Durante toda la tarde y toda la noche, mientras la gente acudía a casa de los Puig para dar el pésame, varias mujeres lloraron la muerte de Guiamona. Ni Bernat ni su hijo lograron conciliar el sueño debido a aquel constante zumbido de las plañideras.
—Lo sabe toda Barcelona —le comentó Joanet a Arnau cuando éste logró encontrarlo, por la mañana, entre la muchedumbre que se apiñaba a las puertas de la casa de Grau. Arnau se encogió de hombros—. Todos han venido al funeral —añadió Joanet ante el gesto de su amigo.
—¿Por qué?
—Porque Grau es rico y a todo aquel que venga a acompañar el duelo le regalará ropa —Joanet le mostró a Arnau una larga camisa negra—. Como ésta —añadió sonriendo.
A media mañana, cuando toda aquella gente estuvo vestida de negro, el cortejo fúnebre partió en dirección a la iglesia de Nazaret, donde estaba la capilla de San Hipólito, bajo cuya advocación se encontraba la cofradía de los ceramistas. Las plañideras iban junto al féretro, llorando, aullando y arrancándose los cabellos. La iglesia estaba repleta de personalidades: prohombres de diversas cofradías, los consejeros de la ciudad y la mayor parte de los miembros del Consejo de Ciento. Ahora que Guiamona había muerto, nadie se preocupó de los Estanyol, pero Bernat, tirando de su hijo, logró acercarse al lugar en que reposaba su cadáver, donde las sencillas vestimentas regaladas por Grau se mezclaban con sedas y bissós, costosas telas de lino negro. Ni siquiera le dejaron que se despidiera de su hermana.
Desde allí, mientras los sacerdotes oficiaban el funeral, Arnau logró vislumbrar los rostros congestionados de sus primos: Josep y Genis mantenían la compostura, Margarida permanecía erguida, pero sin lograr refrenar el constante temblor de su labio inferior. Habían perdido a su madre, igual que él. ¿Sabrían lo de la Virgen?, se preguntó Arnau; luego desvió la mirada hacia su tío, hierático. Estaba seguro de que Grau Puig no se lo contaría a sus hijos. Los ricos son diferentes, le habían dicho siempre; quizá ellos tuviesen otra manera de encontrar una nueva madre.
Y ciertamente la tenían. Un viudo rico en Barcelona, un viudo con aspiraciones… No había transcurrido aún el período de duelo cuando Grau empezó a recibir propuestas de matrimonio. Y no tuvo reparo en negociarlas. Finalmente, la elegida para convertirse en la nueva madre de los hijos de Guiamona fue Isabel, una muchacha joven y poco agraciada, pero noble. Grau había sopesado las virtudes de todas las aspirantes pero se decidió por la única que era noble. Su dote: un título exento de beneficios, tierras o riquezas, pero que le permitiría acceder a una clase que le había estado vedada. ¿Qué le importaban a él las cuantiosas dotes que le ofrecían algunos mercaderes, deseosos de unirse a la riqueza de Grau? A las grandes familias nobles de la ciudad no les preocupaba el estado de viudedad de un simple ceramista, por rico que fuera; sólo el padre de Isabel, sin recursos económicos, intuyó en el carácter de Grau la posibilidad de una conveniente alianza para las dos partes, y no se equivocó.
—Comprenderás —le exigió su futuro suegro— que mi hija no puede vivir en un taller de cerámica —Grau asintió—. Y que tampoco puede desposarse con un simple ceramista.
En esta ocasión Grau intentó contestar, pero su suegro hizo un gesto de desdén con la mano.
—Grau —añadió—, los nobles no podemos dedicarnos a la artesanía, ¿entiendes? Tal vez no seamos ricos, pero nunca seremos artesanos.
Los nobles no podemos… Grau ocultó su satisfacción al verse incluido. Y tenía razón: ¿qué noble de la ciudad tenía un taller de artesanía? Señor barón; a partir de entonces le tratarían de señor barón, en sus negociaciones mercantiles, en el Consejo de Ciento… ¡Señor barón! ¿Cómo iba un barón de Cataluña a tener un taller artesano?
De la mano de Grau, todavía prohombre de la cofradía, Jaume no tuvo problema alguno en acceder a la categoría de maestro. Trataron el asunto bajo la presión de las prisas de Grau por desposar a Isabel, agobiado por el temor a que esos nobles, siempre caprichosos, se arrepintieran. El futuro barón no tenía tiempo para salir al mercado. Jaume se convertiría en maestro y Grau le vendería el taller y la casa, a plazos. Sólo había un problema:
—Tengo cuatro hijos —le dijo Jaume—.Ya me será difícil pagaros el precio de la venta… —Grau lo instó a continuar—; no puedo asumir todos los compromisos que tenéis en el negocio: esclavos, oficiales, aprendices… ¡Ni siquiera podría alimentarlos! Si quiero salir adelante, debo arreglármelas con mis cuatro hijos.