Y en cuanto podía, se escapaba a ver a su madre.
—Esta mañana —le explicó un día—, cuando Bernat ha ido a pagarle a Pere, éste le ha devuelto parte de sus dineros. Le ha dicho que el pequeño… El pequeño soy yo, ¿sabes, madre? Me llaman el pequeño. Bueno, pues le ha dicho que como el pequeño ayudaba en la casa y en la playa, no tenía que pagarle mi parte.
La prisionera escuchaba, con la mano sobre la cabeza del niño. ¡Cómo había cambiado todo! Desde que vivía con los Estanyol su pequeño ya no se quedaba sentado, sollozando, esperando sus silenciosas caricias y alguna palabra de cariño, un cariño ciego. Ahora hablaba, le contaba cosas, ¡hasta reía!
—Bernat me ha dado un abrazo —continuó Joanet— y Arnau me ha felicitado.
La mano se cerró sobre el cabello del niño.
Y Joanet continuó hablando. Atropelladamente. De Arnau y Bernat, de Mariona, de Pere, de la playa, de los pescadores, de los aparejos que arreglaban, pero la mujer ya no lo escuchaba, satisfecha de que su hijo supiera por fin qué era un abrazo, de que su pequeño fuera feliz.
—Corre, hijo —lo interrumpió su madre intentando ocultar el temblor de su voz—. Te estarán esperando.
Desde el interior de su prisión, Joana oyó cómo su pequeño saltaba del cajón y salía corriendo y se lo imaginó saltando aquella tapia que pugnaba por desaparecer de sus recuerdos.
¿Qué sentido tenía ya? Había aguantado años a pan y agua entre aquellas cuatro paredes cuyo más pequeño recoveco habían recorrido cientos de veces sus dedos. Había luchado contra la soledad y la locura mirando al cielo por la diminuta ventana que le había concedido el rey, ¡magnánimo monarca! Había vencido a la fiebre y la enfermedad y todo lo había hecho por su pequeño, por acariciar su cabeza, por animarlo, por hacerle sentir que, pese a todo, no estaba solo en el mundo.
Ahora ya no lo estaba. ¡Bernat lo abrazaba! Era como si lo conociese. Había soñado con él mientras las horas se eternizaban. «Cuídalo, Bernat», le decía al aire. Ahora Joanet era feliz, y reía y corría, y…
Joana se dejó caer al suelo y se quedó sentada. Ese día no tocó el pan, ni el agua; su cuerpo no lo deseaba.
Joanet volvió un día más, y otro y otro, y ella escuchó cómo reía y hablaba del mundo con ilusión. De la ventana ya sólo salían sonidos apagados: sí, no, ve, corre, corre a vivir.
—Corre a disfrutar de esa vida que por mi culpa no tuviste —añadía en un susurro Joana, cuando el niño había saltado la tapia.
El pan se fue amontonando en el interior de la prisión de Joana.
—¿Sabes qué ha sucedido, madre? —Joanet arrimó el cajón a la pared y se sentó en él; los pies todavía no le llegaban al suelo—. No. ¿Cómo ibas a saberlo? —Ya sentado, acurrucado, apoyó la espalda contra el muro, allí donde sabía que la mano de su madre buscaría su cabeza—. Te lo contaré. Es muy divertido. Resulta que ayer uno de los caballos de Grau…
Pero de la ventana no salió brazo alguno.
—¿Madre? Escucha. Te digo que es divertido. Se trata de uno de los caballos…
Joanet volvió la mirada hacia la ventana.
—¿Madre?
Esperó.
—¿Madre?
Aguzó el oído por encima de los martillazos de los caldereros, que resonaban por todo el barrio: nada.
—¡Madre! —gritó.
Se arrodilló sobre el cajón. ¿Qué podía hacer? Ella siempre le había prohibido que se acercase a la ventana.
—¡Madre! —volvió a gritar alzándose hacia la abertura.
Ella siempre le había dicho que no mirase, que nunca intentase verla. Pero ¡no contestaba! Joanet se asomó a la ventana. El interior estaba demasiado oscuro.
Se encaramó hasta ella y pasó una pierna. No cabía. Sólo podía entrar de lado.
—¿Madre? —repitió.
Agarrado a la parte superior de la ventana, colocó ambos pies sobre el alféizar y, de lado, saltó al interior.
—¿Madre? —susurró mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.
Esperó hasta que pudo vislumbrar un agujero que desprendía un hedor insoportable y en el otro lado, a su izquierda, junto a la pared, hecho un ovillo, sobre un jergón de paja, vio un cuerpo.
Joanet esperó. No se movía. El repiqueteo de los martillos sobre el cobre había quedado fuera.
—Quería contarte una cosa divertida —dijo acercándose. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas—. Te hubieras reído —balbuceó ya a su lado.
Joanet se sentó junto al cadáver de su madre. Joana había escondido el rostro entre sus brazos, como si intuyera que su hijo entraría en su celda, como si quisiera evitar que la viera en esas condiciones incluso después de muerta.
—¿Puedo tocarte?
El pequeño acarició el cabello de su madre, sucio, enredado, seco, áspero.
—Has tenido que morir para que pudiéramos estar juntos.
Joanet estalló en llanto.
Bernat no dudó un momento cuando, de vuelta a casa, interrumpiéndose el uno al otro, en la misma puerta, Pere y su mujer le comunicaron que Joanet no había regresado. Nunca le habían preguntado adonde iba cuando desaparecía; suponían que a Santa María, pero nadie lo había visto por allí aquella tarde. Mariona se llevó una mano a la boca.
—¿Y si le ha sucedido algo? —sollozó ella.
—Lo encontraremos —intentó tranquilizarla Bernat.
Joanet permaneció junto a su madre, primero deslizó su mano sobre el cabello, después lo entrelazó con sus dedos, desenredándolo. No intentó ver sus facciones. Después se levantó y miró hacia la ventana.
Anocheció.
—¿Joanet?
Joanet volvió a mirar hacia la ventana.
—¿Joanet? —oyó de nuevo desde el otro lado de la pared.
—¿Arnau?
—¿Qué pasa?
Le contestó desde el interior:
—Ha muerto.
—¿Por qué no…?
—No puedo. Por dentro no tengo el cajón. Está demasiado alto.
«Huele muy mal», concluyó Arnau. Bernat volvió a golpear la puerta de la casa de Ponç el calderero. ¿Qué habría hecho el chiquillo, allí dentro, todo el día? Llamó de nuevo, con fuerza. ¿Por qué no atendía? En aquel momento se abrió la puerta y un gigante ocupó casi totalmente el marco de la puerta. Arnau retrocedió.
—¿Qué queréis? —bramó el calderero, descalzo y con una camisa raída que le llegaba a la altura de las rodillas por toda vestimenta.
—Me llamo Bernat Estanyol y éste es mi hijo —dijo cogiendo a Arnau por un hombro y empujándolo hacia delante—, amigo de vuestro hijo Joa…
—Yo no tengo ningún hijo —lo interrumpió Ponç, haciendo ademán de cerrar la puerta.
—Pero tenéis mujer —contestó Bernat presionando la puerta con el brazo. Ponç cedió—. Bueno… —aclaró ante la mirada del calderero—, teníais. Ha muerto.
Ponç no se inmutó.
—¿Y? —preguntó con un imperceptible encogimiento de hombros.
—Joanet está dentro con ella —Bernat trató de imprimir a su mirada toda la dureza de la que era capaz—. No puede salir.
Ahí tendría que haber estado ese bastardo toda su vida. Bernat sostuvo la mirada del calderero apretando el hombro de su hijo. Arnau estuvo a punto de encogerse, pero cuando el calderero lo miró, aguantó erguido.
—¿Qué pensáis hacer? —insistió Bernat.
—Nada —contestó el calderero—. Mañana, cuando derribe la habitación, el niño podrá salir.
—No podéis dejar a un niño toda la noche…
—En mi casa puedo hacer lo que quiera.
—Avisaré al veguer —lo amenazó Bernat a sabiendas de lo inútil de su amenaza.
Ponç entrecerró los ojos y sin decir palabra desapareció en el interior de la casa dejando la puerta abierta. Bernat y Arnau esperaron hasta que volvió con una cuerda, que le entregó directamente a Arnau.
—Sácalo de allí —le ordenó— y dile que, ahora que su madre ha muerto, no quiero volver a verlo por aquí.
—¿Cómo…? —empezó a preguntar Bernat.
—Por el mismo sitio por el que se ha colado todos estos años —se le adelantó Ponç—; saltando la valla. Por mi casa no pasaréis.
—¿Y la madre? —preguntó Bernat antes de que volviese a cerrar la puerta.
—La madre me la entregó el rey con orden de que no la matase, y al rey se la devolveré ahora que ha muerto —le contestó Ponç con rapidez—. Entregué unos buenos dineros como caución y por Dios que no pienso perderlos por una ramera.
Sólo el padre Albert, que ya conocía la historia de Joanet, y el viejo Pere y su mujer, a quienes Bernat no tuvo más remedio que contársela, supieron de la desgracia del pequeño. Los tres se volcaron en él. Pese a todo, el mutismo del niño persistía y sus movimientos, antes nerviosos e inquietos, eran ahora más lentos, como si cargara sobre los hombros un peso insoportable.
—El tiempo lo cura todo —le dijo una mañana Bernat a Arnau—. Tenemos que esperar y ofrecerle nuestro cariño y nuestra ayuda.
Pero Joanet siguió en silencio, a excepción de unas crisis de llanto que le asaltaban todas las noches. Padre e hijo se quedaban quietos, escuchando encogidos en sus jergones, hasta que parecía que le flaqueaban las fuerzas y el sueño, nunca tranquilo, le vencía.
—Joanet —oyó Bernat que lo llamaba Arnau una noche—, Joanet.
No hubo respuesta.
—Si quieres, puedo pedirle a la Virgen que sea también tu madre.
«¡Bien, hijo!», pensó Bernat. No había querido proponérselo. Era su Virgen, su secreto. Ya compartía a su padre: debía ser él quien tomase aquella decisión.
Y lo había hecho, pero Joanet no contestaba. La habitación se quedó en el más absoluto silencio.
—¿Joanet? —insistió Arnau.
—Así me llamaba mi madre —Era lo primero que decía desde hacía días y Bernat se quedó quieto sobre el jergón—. Y ya no está. Ahora soy Joan.
—Como quieras… ¿Has oído lo que te he dicho de la Virgen, Joanet… Joan? —se corrigió Arnau.
—Pero tu madre no te habla y la mía sí lo hacía.
—¡Dile lo de los pájaros! —susurró Bernat.
—Pero yo puedo ver a la Virgen y tú no podías ver a tu madre.
El niño volvió a guardar silencio.
—¿Cómo sabes que te escucha? —le preguntó por fin—. Es sólo una figura de piedra y las figuras de piedra no escuchan.
Bernat contuvo la respiración.
—Si es cierto que no escuchan —replicó—, ¿por qué todo el mundo les habla? Hasta el padre Albert lo hace. Tú lo has visto. ¿Acaso crees que el padre Albert está equivocado?
—Pero no es la madre del padre Albert —insistió el pequeño—. Él me ha dicho que ya tiene una. ¿Cómo sabré que la Virgen quiere ser mi madre si no me habla?
—Te lo dirá por las noches, cuando duermas, y a través de los pájaros.
—¿Los pájaros?
—Bueno —titubeó Arnau. Lo cierto es que nunca había entendido lo de los pájaros pero tampoco se había atrevido a decírselo a su padre—. Eso es más complicado. Ya te lo explicará mi…, nuestro padre.
Bernat notó cómo se le formaba un nudo en la garganta. El silencio se hizo de nuevo en la habitación hasta que Joan volvió a hablar:
—Arnau, ¿podríamos ir ahora mismo a preguntárselo a la Virgen?
—¿Ahora?
«Sí. Ahora, hijo, ahora. Lo necesita», pensó Bernat.
—Por favor.
—Sabes que está prohibido entrar por la noche en la iglesia. El padre Albert…
—No haremos ruido. Nadie se enterará. Por favor. Arnau cedió y los dos niños abandonaron sigilosamente la casa de Pere para recorrer los pocos pasos hasta Santa María de la Mar. Bernat se arrebujó en el jergón. ¿Qué podía sucederles? Todos en la iglesia los querían.
La luna jugueteaba con las estructuras de los andamios, con los muros a medio construir, los contrafuertes, los arcos, los ábsides… Santa María estaba en silencio y sólo alguna que otra hoguera denotaba la presencia de vigilantes. Arnau y Joanet rodearon la iglesia hasta la calle del Born; la entrada principal estaba cerrada y la zona del cementerio de las Moreres, donde se guardaban la mayor parte de los materiales, era la más vigilada. Una solitaria hoguera iluminaba la fachada en obras. No era difícil acceder al interior: los muros y contrafuertes descendían desde el ábside hasta la puerta del Born, donde un tablado de madera señalaba el emplazamiento de la escalera de entrada. Los niños pisaron los dibujos del maestro Montagut, que indicaban el lugar exacto de la puerta y los escalones, penetraron en Santa María y se encaminaron en silencio hacia la capilla del Santísimo, en el deambulatorio, donde tras unas fuertes rejas de hierro forjado, hermosamente labradas, los esperaba la Virgen, siempre iluminada por los cirios que los bastaixos reponían constantemente.
Ambos se santiguaron. «Debéis hacerlo siempre que lleguéis a la iglesia», les tenía dicho el padre Albert, y se aferraron a las rejas de la capilla.
—Quiere que seas su madre —le dijo en silencio Arnau a la Virgen—. La suya ha muerto y a mí no me importa compartirte.
Joan, con las manos agarradas a las rejas, miraba a la Virgen y luego a Arnau, una y otra vez:
—¿Qué? —lo interrumpió.
—¡Silencio!
—Padre dice que ha tenido que sufrir mucho. Su madre estaba encerrada, ¿sabes?; sólo sacaba el brazo a través de una ventana muy pequeña y no podía verla, hasta que murió, pero me ha dicho que tampoco entonces la miró. Ella se lo había prohibido.
El humo de las velas de cera pura de abeja que ascendía desde la palmatoria, justo bajo la imagen, volvió a nublar la vista de Arnau, y los labios de piedra sonrieron.
—Será tu madre —sentenció volviéndose hacia Joan.
—¿Cómo lo sabes si has dicho que te contesta por las…?
—Lo sé y basta —lo interrumpió Arnau bruscamente.
—¿Y si yo le preguntase…?
—No —volvió a interrumpirle Arnau. Joan miró aquella imagen de piedra; deseaba poder hablar con ella como lo hacía Arnau. ¿Por qué no lo escuchaba y a su hermano sí? ¿Cómo podía saber Arnau…? Mientras Joan se prometía a sí mismo que algún día también él sería digno de que ella le hablara, se oyó un ruido.
—¡Chist! —susurró Arnau, mirando hacia el hueco del portal de las Moreres.
—¿Quién vive? —El reflejo de un candil en alto apareció en el hueco.
Arnau empezó a andar en dirección a la calle del Born, por donde habían entrado, pero Joan permaneció inmóvil, con la mirada fija en el candil que ya se acercaba hacia el deambulatorio.
—¡Vamos! —le susurró Arnau tirando de él.
Cuando se asomaron a la calle del Born, vieron que varios candiles se dirigían hacia ellos. Arnau miró hacia atrás; en el interior de Santa María, otras luces se habían sumado a la primera.