El padre Albert, abatido, vio la lucha del muchacho por zafarse de las manos de los soldados.
—¿Queréis escuchar algo más, padre? —le espetó irónicamente el oficial—. ¿Os parece suficiente confesión? —insistió señalando a Arnau, enloquecido.
El padre Albert se llevó las manos al rostro y suspiró. Después se dirigió cansinamente hasta donde los soldados tenían retenido a Arnau.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó una vez que lo tuvo enfrente—. Sabes que esa caja es la de tus amigos los bastaixos. Que con ella satisfacen las necesidades de las viudas y los huérfanos de sus cofrades, entierran a sus muertos, hacen obras de caridad, engalanan a la Virgen, tu madre, y mantienen siempre encendidas las velas que la iluminan. ¿Por qué lo has hecho, Arnau?
Arnau se tranquilizó ante la presencia del sacerdote, pero ¿qué hacía allí? ¡La caja de los bastaixos, el ladrón! Lo había golpeado pero ¿qué más había sucedido? Con los ojos abiertos de par en par miró a su alrededor. Tras los soldados, un sinfín de rostros conocidos lo observaban esperando su respuesta. Reconoció a Ramón y a Ramón el Chico, a Pere, a Jaume, a Joan, que intentaba ver la escena poniéndose de puntillas, a Sebastiá y a su hijo, Bastianet, y a muchos otros a los que había dado de beber y con los que había compartido inolvidables momentos en la salida de la host a Creixell. ¡Lo acusaban a él! ¡Era eso!
—Yo no… —balbuceó.
El oficial alzó ante sus ojos la bolsa de dinero de Grau, y Arnau se llevó la mano a donde debería haber estado. No había querido dejarla bajo el jergón por si la baronesa los denunciaba y culpaban a Joan, y ahora… ¡Maldito Grau! ¡Maldita bolsa!
—¿Buscas esto? —le espetó el oficial.
Un rumor se levantó entre los bastaixos.
—Yo no he sido, padre —se defendió Arnau.
El oficial lanzó una carcajada, a la que pronto se sumaron los soldados.
—Ramón, yo no he sido. Os lo juro —repitió Arnau mirando directamente al bastaix.
—Entonces, ¿qué hacías aquí por la noche? ¿De dónde has sacado esta bolsa? ¿Por qué tratabas de huir? ¿Por qué llevas la cara embadurnada con barro?
Arnau se llevó una mano a la cara. El barro estaba reseco.
¡La bolsa! El oficial no hacía más que balancearla frente a sus ojos. Mientras tanto, iban llegando más y más bastaixos y unos a otros, en voz baja, se contaban lo sucedido. Arnau observó el balanceo de la bolsa. ¡Maldita bolsa! Después se dirigió directamente al padre:
—Había un hombre —le dijo—. Intenté detenerlo pero no pude. Era muy fuerte.
La carcajada incrédula del oficial volvió a resonar en el deambulatorio.
—Arnau —lo instó el padre Albert—, contesta a las preguntas del oficial.
—No…, no puedo —reconoció, provocando aspavientos en oficiales y soldados y alboroto entre los bastaixos.
El padre Albert guardó silencio, con la mirada fija en Arnau. ¿Cuántas veces había escuchado aquellas palabras? ¿Cuántos feligreses se negaban a contarle sus pecados? «No puedo —le decían con el miedo en el rostro—; si se enterasen…». Ciertamente, pensaba entonces el sacerdote, si se enterasen del robo, del adulterio o de la blasfemia podrían detenerlos, y entonces él tenía que insistir, jurándoles secreto eterno, hasta que sus conciencias se abrían a Dios y al perdón.
—¿Me lo contarías a mí a solas? —le preguntó.
Arnau asintió y el clérigo le señaló la capilla del Santísimo.
—Esperad aquí —les dijo a los demás.
—Se trata de la caja de los bastaixos —se oyó entonces por detrás de los soldados—. Debería estar presente un bastaix. El padre Albert asintió mirando a Arnau.
—¿Ramón? —le propuso.
El muchacho volvió a asentir y los tres se introdujeron en la capilla. Allí soltó cuanto llevaba dentro. Habló de Tomás el palafrenero, de su padre, de la bolsa de Grau, del encargo de la baronesa, de la revuelta, de la ejecución, del fuego…, de la persecución, del ladrón de la caja y de su lucha infructuosa. Habló de su miedo a que se enteraran de que aquélla era la bolsa de Grau o a que lo detuvieran por prender fuego al cadáver de su padre.
Las explicaciones se alargaron. Arnau no supo describir al hombre que lo había golpeado; estaba oscuro, dijo respondiendo a las preguntas de ambos, pero era grande y fuerte, eso sí. Finalmente, el cura y el bastaix se miraron entre sí; creían al muchacho, pero ¿cómo demostrarle a la gente que ya murmuraba fuera de la capilla, que no había sido él? El sacerdote miró a la Virgen, miró la caja forzada y salió de la capilla.
—Creo que el chico dice la verdad —anunció a la pequeña multitud que esperaba en el deambulatorio—. Creo que él no robó la caja; es más, intentó evitar que la robaran.
Ramón había salido tras él y asentía.
—Entonces —preguntó el oficial—, ¿por qué no puede contestar a mis preguntas?
—Conozco los motivos —Ramón continuó asintiendo—. Y son lo suficientemente convincentes. Si hay alguien que no me crea, que lo diga.
Nadie habló.
—Y ahora, ¿dónde están los tres prohombres de la cofradía?
Tres bastaixos se adelantaron hasta donde se encontraba el padre Albert.
—Cada uno de vosotros tiene una de las tres llaves que abren la caja, ¿no es cierto?
Los prohombres asintieron.
—¿Juráis que esta caja sólo ha sido abierta por vosotros tres de consuno y en presencia de diez cofrades como establecen las ordenanzas?
Los prohombres juraron en voz alta, en el mismo tono en el que los interrogaba el cura.
—¿Juráis, pues, que la última anotación hecha en el libro de caja coincide con la cantidad que debería haber depositada?
Los tres prohombres juraron de nuevo.
Y vos, oficial, ¿juráis que ésa es la bolsa que llevaba el muchacho?
El oficial asintió.
—¿Juráis que su contenido es el mismo que cuando la encontrasteis?
—¡Estáis ofendiendo a un oficial del rey Alfonso!
—¿Lo juráis o no lo juráis? —le gritó el cura.
Algunos bastaixos se acercaron al oficial requiriéndole una respuesta con la mirada.
—Lo juro.
—Bien —continuó el padre Albert—; ahora iré a buscar el libro de caja. Si este muchacho es el ladrón, el contenido de la bolsa deberá ser igual o superior a la última anotación efectuada; si es inferior, deberá dársele crédito.
Un murmullo de asentimiento corrió entre los bastaixos. La mayoría miró hacia Arnau; todos ellos habían bebido el agua fresca de su pellejo.
Tras entregar las llaves de la capilla a Ramón con orden de que la cerrase, el padre Albert se dirigió a sus habitaciones para coger el libro de caja, que según las ordenanzas de los bastaixos debía permanecer en poder de una tercera persona. Por lo que recordaba, era imposible que el contenido de la caja cuadrase con los dineros que Grau entregaba al alguacil de la prisión para que alimentase a sus presos; aquél debía de ser muy superior. Sería una prueba irrefutable, pensó sonriendo.
Mientras el padre Albert buscaba el libro y volvía a Santa María, Ramón se encargó de cerrar con llave las rejas de la capilla. Observó entonces un destello en el interior, se acercó y, sin tocarlo, examinó el objeto del que provenía. No dijo nada a nadie. Cerró las rejas y se dirigió al grupo de bastaixos que esperaban al cura, rodeando a Arnau y a los soldados.
Ramón les susurró algo a tres de ellos y juntos abandonaron la iglesia sin que nadie lo advirtiera.
—Según el libro de caja —cantó el padre Albert mostrándoselo a los tres prohombres para que lo comprobasen—, en la caja había setenta y cuatro dineros y cinco sueldos. Contad los que hay en la bolsa —añadió dirigiéndose al oficial.
Antes de proceder a abrir la bolsa, el oficial negó con la cabeza. Allí dentro no podía haber setenta y cuatro dineros.
—Trece dineros —proclamó—, ¡pero! —gritó— el muchacho puede tener un cómplice que se haya llevado la parte que falta.
—¿Y por qué ese cómplice iba a dejar los trece dineros en poder de Arnau? —dijo un bastaix.
Un murmullo de asentimiento acompañó la observación.
El oficial miró a los bastaixos. Por descuido, estuvo a punto de contestar, por prisa, por nerviosismo, pero ¿qué más daba? Algunos de ellos ya se habían acercado a Arnau y le palmeaban la espalda o le revolvían el cabello.
—Y si no fue el muchacho, ¿quién fue? —preguntó.
—Creo que sé quién ha sido —se oyó contestar a Ramón desde más allá del altar mayor.
Tras él, dos de los bastaixos con quienes había hablado arrastraban con dificultad a un hombre corpulento.
—Tenía que ser él —dijo entonces alguien en el grupo de los bastaixos.
—¡Ése era el hombre! —exclamó Arnau al mismo tiempo.
El Mallorquí siempre había sido un bastaix conflictivo, hasta que los prohombres de la cofradía se enteraron de que tenía una concubina y lo expulsaron. Ningún bastaix podía mantener relaciones fuera del matrimonio. Y tampoco podía hacerlo su mujer; en ese caso, se apartaba al bastaix de la cofradía.
—¿Qué dice ese niño? —gritó el Mallorquí al llegar al deambulatorio.
—Te acusa de haber robado la caja de los bastaixos —contestó el padre Albert.
—¡Miente!
El sacerdote buscó la mirada de Ramón, quien asintió con un leve movimiento de cabeza.
—¡Yo también te acuso! —gritó señalándolo.
—También miente.
—Eso tendrás oportunidad de demostrarlo en el caldero, en el monasterio de Santes Creus.
Se había cometido un delito en una iglesia y las constituciones de Paz y Tregua establecían que la inocencia debería demostrarse mediante la prueba del agua caliente.
El Mallorquí empalideció. Los dos oficiales y los soldados miraron extrañados al cura, pero éste les indicó que guardasen silencio. Ya no se utilizaba la prueba del agua caliente, pero todavía, en muchas ocasiones, los clérigos recurrían a la amenaza de sumergir los miembros del sospechoso en un caldero de agua hirviendo.
El padre Albert entrecerró los ojos y miró al Mallorquí.
—Si el niño y yo mentimos, seguro que aguantarás el agua hirviendo en tus brazos y en tus piernas sin confesar tu delito.
—Soy inocente —farfulló el Mallorquí.
—Ya te he dicho que tendrás oportunidad de demostrarlo —reiteró el cura.
—Si eres inocente —intervino Ramón—, explícanos qué hace tu puñal en el interior de la capilla.
El Mallorquí se volvió hacia Ramón.
—¡Es una trampa! —respondió con rapidez—. Alguien lo habrá colocado allí para inculparme. ¡El muchacho! ¡Seguro que ha sido él!
El padre Albert volvió a abrir las rejas de la capilla del Santísimo y apareció con un puñal.
—¿Es éste tu puñal? —le preguntó aproximándoselo al rostro.
—No…, no.
Los prohombres de la cofradía y varios bastaixos se acercaron al cura y le pidieron el puñal para examinarlo.
—Sí que es el suyo —dijo uno de los prohombres, sosteniéndolo en la mano.
Seis años atrás y debido a los muchos altercados que se producían en el puerto, el rey Alfonso prohibió llevar machete o armas parecidas a los bastaixos y demás personas no cautivas que trabajasen en él. La única arma permitida eran los puñales romos. El Mallorquí se había negado a acatar la orden real alardeando de su magnífico puñal con punta, que había enseñado una y otra vez para excusar su desobediencia. Sólo ante la amenaza de expulsión de la cofradía había accedido a llevarlo a casa del herrero para que lo limara.
—Mentiroso —estalló uno de los bastaixos.
—Ladrón —gritó otro.
—¡Alguien me lo habrá robado para inculparme! —protestó mientras forcejeaba con los dos hombres que lo retenían.
Entonces hizo su aparición el tercero de los bastaixos que había ido con Ramón en busca del Mallorquí y que había registrado su casa para encontrar el dinero robado.
—Aquí está —gritó levantando una bolsa y entregándosela al cura, quien a su vez se la dio al oficial.
—Setenta y cuatro dineros y cinco sueldos —cantó el oficial tras contar su contenido.
A medida que el oficial contaba, los bastaixos habían ido cerrando el círculo en torno al Mallorquí. ¡Ninguno de ellos podía tener tanto dinero! Cuando terminó la cuenta, se echaron encima del ladrón. Hubo insultos, patadas, puñetazos, escupitajos. Los soldados se mantuvieron al margen y el oficial se encogió de hombros mirando al padre Albert.
—¡Estamos en la casa de Dios! —gritó entonces el sacerdote tratando de apartar a los bastaixos—. ¡Estamos en la casa de Dios! —continuó gritando hasta que logró acercarse al Mallorquí, hecho un ovillo en el suelo—. Este hombre es un ladrón, cierto, y además un cobarde, pero merece un juicio. No podéis actuar como delincuentes. Llevádselo al obispo —ordenó al oficial.
Cuando el cura se dirigió al oficial, alguien volvió a patear al Mallorquí. Muchos le escupieron mientras los soldados lo levantaban y se lo llevaban.
Cuando los soldados abandonaron Santa María llevándose al Mallorquí, los bastaixos se acercaron a Arnau sonriéndole y pidiéndole disculpas. Luego, empezaron a retirarse hacia sus casas. Al final, frente a la capilla del Santísimo, otra vez abierta, sólo quedaron el padre Albert, Arnau, los tres prohombres de la cofradía y los diez testigos que exigían las ordenanzas cuando se trataba de la caja de los bastaixos.
El cura introdujo los dineros en la caja y anotó en el libro la incidencia sucedida durante la noche. Había amanecido y ya se había ido a avisar a un cerrajero para que recompusiera las tres cerraduras; todos tenían que esperar hasta que se volviera a cerrar la caja.
El padre Albert apoyó un brazo en el hombro de Arnau. Sólo entonces lo recordó sentado bajo el cadáver de Bernat, que colgaba de una soga. Apartó de su mente el fuego. ¡Sólo era un niño! Miró hacia la Virgen. «Se hubiera podrido en la puerta de la ciudad —le dijo en silencio—; ¡qué más da, pues! Sólo es un muchacho que ahora no tiene nada; ni padre, ni trabajo con el que alimentarse…».
—Creo —decidió de repente— que deberíais admitir a Arnau Estanyol en vuestra cofradía.
Ramón sonrió. También él, una vez que volvió la tranquilidad, había estado pensando en la confesión de Arnau. Los demás, incluido Arnau, miraron al cura con sorpresa.
—Es sólo un muchacho —dijo uno de los prohombres.
—Es débil. ¿Cómo podrá cargar fardos o piedras sobre la nuca? —preguntó otro.
—Es muy joven —afirmó un tercero.
Arnau los miraba a todos con los ojos abiertos de par en par.