La catedral del mar (25 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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—Todo lo que decís es cierto —contestó el cura—, pero ni su tamaño ni su fuerza ni su juventud le han impedido defender vuestros dineros. De no ser por él, la caja estaría vacía.

Los bastaixos permanecieron un rato escrutando a Arnau.

—Yo creo que podríamos probar —dijo al final Ramón—, y si no sirve…

Alguien del grupo asintió.

—De acuerdo —dijo al final uno de los prohombres de la cofradía mirando a sus dos compañeros, ninguno de los cuales se opuso—, lo admitiremos a prueba. Si durante los próximos tres meses demuestra su valía, lo confirmaremos como bastaix. Cobrará en proporción a su trabajo. Toma —añadió entregándole el puñal del Mallorquí, que todavía conservaba en su poder—; éste es tu puñal de bastaix. Padre, anotadlo en el libro para que el chico no tenga problemas de ningún tipo.

Arnau notó el apretón del cura en su hombro. Sin saber qué decir, sonriendo, mostró su agradecimiento a los bastaixos. ¡Él, un bastaix! ¡Si lo viera su padre!

18

—¿Quién era? ¿Lo conoces, muchacho?

Todavía sonaban en la plaza las carreras y los gritos de alto de los soldados que perseguían a Arnau, pero Joan no los escuchaba: el crepitar del cadáver de Bernat retumbaba en sus oídos.

El oficial de noche que había permanecido junto al cadalso zarandeó a Joan y repitió la pregunta:

—¿Lo conoces?

Pero Joan no separó los ojos de la tea en la que se estaba convirtiendo quien se había prestado a ser su padre.

El oficial volvió a zarandearlo hasta que logró que el niño se volviese hacia él, con la mirada perdida y los dientes castañeteando.

—¿Quién era? ¿Por qué ha quemado a tu padre?

Joan ni siquiera escuchó la pregunta. Empezó a temblar.

—No puede hablar —intervino la mujer que había instado a huir a Arnau, la misma que había logrado separar de las llamas a Joan, que estaba paralizado, la misma que había reconocido en Arnau al muchacho que había velado al ahorcado durante toda la tarde.

«Si yo me atreviera a hacer lo mismo —pensó—, el cuerpo de mi marido no se pudriría en las murallas, devorado por los pájaros».

Sí, aquel muchacho había hecho algo que cualquiera de los que estaban allí querría hacer, y el oficial… Era el oficial de noche, de modo que no podía haber reconocido a Arnau; para él, el hijo era el otro, el que estaba bajo el padre. La mujer abrazó a Joan y lo arrulló.

—Tengo que saber quién le ha prendido fuego —adujo el oficial.

Los dos se sumaron a la gente que miraba el cadáver de Bernat.

—¿Qué más da? —murmuró la mujer notando las convulsiones de Joan—. Este niño está muerto de miedo y de hambre.

El soldado entornó los ojos; luego asintió con la cabeza, lentamente. ¡Hambre! Él mismo había perdido a un hijo de corta edad: el niño empezó a perder peso hasta que unas simples fiebres se lo llevaron. Su esposa lo abrazaba igual que aquella mujer hacía con el muchacho. Y él los veía a los dos, ella llorando, el pequeño buscando cobijo en sus pechos, igual…

—Llévalo a su casa —le dijo el oficial a la mujer.

«Hambre —murmuró volviendo a mirar hacia el cadáver en llamas de Bernat—. ¡Malditos genoveses!».

Había amanecido en Barcelona.

—¡Joan! —gritó Arnau nada más abrir la puerta.

Pere y Mariona, en la planta baja, sentados junto al hogar, le indicaron que guardase silencio.

—Duerme —le dijo Mariona.

La mujer lo había llevado a casa y les había contado lo sucedido. Los dos ancianos lo cuidaron hasta que el muchacho logró conciliar el sueño; después, se sentaron al calor del hogar.

—¿Qué será de ellos? —le preguntó Mariona a su esposo—. Sin Bernat, el muchacho no aguantará en las cuadras.

«Y nosotros no podemos mantenerlos», pensó Pere. No podían permitirse dejarles la habitación sin cobrar, ni darles de comer. Pere se extrañó del brillo que había en los ojos de Arnau. ¡Acababan de ejecutar a su padre! Incluso le había prendido fuego; se lo contó la mujer. ¿A qué venía aquel brillo?

—¡Soy un bastaix! —anunció Arnau dirigiéndose a los escasos restos de la cena de la noche anterior, fríos en la olla.

Los dos ancianos se miraron y después miraron al muchacho, que comía directamente del cucharón, de espaldas a ellos. ¡Estaba famélico! La falta de grano le había afectado, como a toda Barcelona. ¿Cómo iba aquel niño delgado a cargar nada?

Mariona negó con la cabeza, mirando a su esposo.

—Dios dirá —le contestó Pere.

—¿Decíais? —preguntó Arnau volviéndose, con la boca llena.

—Nada, hijo, nada.

—Tengo que irme —dijo Arnau, que cogió un pedazo de pan duro y le dio un bocado. Los deseos de preguntarle lo que había sucedido en la plaza chocaban con una ilusión nueva: unirse a sus nuevos compañeros. Se decidió—: Cuando Joan despierte, contádselo.

En abril se iniciaba la época de navegación, interrumpida desde octubre. Los días se alargaban, los grandes barcos empezaban a arribar a puerto o a salir de él y nadie, ni patronos, ni armadores, ni pilotos, deseaba estar más tiempo del estrictamente necesario en el peligroso puerto de Barcelona.

Desde la playa, antes de unirse al grupo de bastaixos que esperaban en ella, Arnau contempló el mar. Siempre lo había tenido ahí, pero cuando salía con su padre le daba la espalda a los pocos pasos. Aquel día lo miró de modo distinto: iba a vivir de él. En el puerto, además de un sinfín de pequeñas embarcaciones, estaban ancladas dos naves grandes que acababan de arribar y una escuadra formada por seis inmensas galeras de guerra, con doscientos sesenta botes y veintiséis bancos de remeros cada una de ellas.

Arnau había oído hablar de aquella escuadra; la había armado la propia ciudad para ayudar al rey en la guerra contra Génova y estaba bajo el mando del consejero cuarto de Barcelona, Galcerá Marquet. Sólo la victoria sobre los genoveses volvería a abrir las vías de comercio y sustento de la capital del principado; por eso Barcelona había sido generosa con el rey Alfonso.

—¿No te echarás atrás, verdad, muchacho? —dijo alguien a su espalda. Arnau se volvió y se encontró con uno de los prohombres de la cofradía—. Vamos —lo instó éste sin dejar de caminar hacia el lugar de reunión de los demás cofrades.

Arnau lo siguió. Cuando llegó al grupo, los bastaixos lo recibieron con sonrisas.

—Esto no será como dar agua, Arnau —le dijo uno, provocando las risas de los demás.

—Toma —le ofreció Ramón—. Es la más pequeña que hemos encontrado en la cofradía.

Arnau cogió con cuidado la capçana.

—¡No se rompe! —rió uno de los bastaixos viendo el mimo con el que Arnau la sostenía.

«¡Claro que no! —pensó Arnau sonriendo al bastaix—, ¿cómo va a romperse?». Se colocó el cojín sobre el cogote, en la frente la correa de cuero que lo sujetaba, y volvió a sonreír.

Ramón comprobó que el cojín quedase en el sitio adecuado.

—Vale —dijo dándole una palmada—. Sólo te falta el callo.

—¿Qué callo…? —empezó a preguntar Arnau, pero la llegada de los prohombres desvió la atención de todos los cofrades.

—No se ponen de acuerdo —explicó uno de ellos.

Todos los bastaixos, Arnau incluido, miraron hacia un poco más allá de la playa, donde varias personas lujosamente vestidas discutían.

—Galcerá Marquet quiere que primero se carguen las galeras; los comerciantes, en cambio, que se descarguen los dos barcos que acaban de arribar. Hay que esperar —anunció.

Los hombres murmuraron y la mayoría de ellos se sentó sobre la arena. Arnau lo hizo junto a Ramón, con la capçana todavía agarrada a la frente.

—No se romperá, Arnau —le dijo éste señalándola—; pero no permitas que entre arena: te molestaría cuando cargues.

El muchacho se quitó la capçana y la guardó cuidadosamente, sin que tocase la arena.

—¿Cuál es el problema? —le preguntó a Ramón—. Se puede descargar o cargar primero unos y después otros.

—Nadie quiere estar en el puerto de Barcelona más tiempo del necesario. Si se levantara temporal, las naves estarían en peligro, sin defensa alguna.

Arnau recorrió el puerto con la mirada, desde el Puig de les Falsies hasta Santa Clara; después, fijó la vista en el grupo, que seguía discutiendo.

—El consejero de la ciudad manda, ¿no?

Ramón rió y le revolvió el cabello.

—En Barcelona mandan los comerciantes. Son los que han pagado las galeras reales.

Al fin, la disputa se saldó con un pacto: los bastaixos irían a recoger los pertrechos de las galeras a la ciudad y, mientras, los barqueros empezarían a descargar los mercantes. Los bastaixos deberían estar de vuelta antes de que los barqueros hubieran arribado a la playa con las mercaderías, que se dejarían a resguardo en un lugar apropiado en vez de repartirlas por los almacenes de sus dueños. Los barqueros llevarían los pertrechos a las galeras mientras los bastaixos irían a por más y, desde éstas, se dirigirían a los mercantes para recoger las mercaderías. Así una y otra vez hasta que galeras y mercantes estuvieran unas cargadas y los otros descargados. Después ya distribuirían la mercancía por los correspondientes almacenes y, si el tiempo lo seguía permitiendo, volverían a cargar los mercantes.

Cuando los prohombres estuvieron de acuerdo, todos los operarios del puerto se pusieron en movimiento. Los bastaixos, por grupos, se adentraron en Barcelona en dirección a los almacenes municipales, donde se hallaban los pertrechos de los tripulantes de las galeras, incluidos los de los numerosos remeros de cada una, y los barqueros se dirigieron a los mercantes que acababan de arribar a puerto para descargar las mercaderías, las cuales, por falta de muelles, no se podían descargar sino a través de aquellas cofradías afectas a la organización portuaria.

La tripulación de cada barcaza, leño, laúd o barca de ribera estaba compuesta por tres o cuatro hombres: el barquero y, dependiendo de la cofradía, esclavos u hombres libres asalariados. Los barqueros agrupados en la cofradía de Sant Pere, la más antigua y rica de la ciudad, utilizaban esclavos, no más de dos por barca, como establecían las ordenanzas; los de la cofradía joven de Santa María, sin tantos recursos económicos, utilizaban hombres libres, a sueldo. En cualquier caso, la carga y descarga de las mercaderías, una vez que las barcas se habían acostado a los mercantes, eran operaciones lentas y delicadas incluso con la mar tranquila, puesto que los barqueros eran responsables frente al propietario de cualquier merma o avería que sufriesen las mercancías, e incluso podían ser condenados a prisión en el supuesto de que no pudiesen hacer frente a las indemnizaciones debidas a los mercaderes.

Cuando el temporal asolaba el puerto de Barcelona, el asunto se complicaba, pero no sólo para los barqueros sino para todos quienes intervenían en el tráfico marítimo. En primer lugar porque los barqueros podían negarse a acudir a descargar la mercancía —cosa que no podían hacer cuando había bonanza—, salvo que voluntariamente acordasen un precio especial con el propietario de ésta. Pero los efectos más importantes del temporal recaían sobre los dueños, pilotos e incluso la marinería del barco. Bajo amenaza de severas penas, nadie podía abandonar la nave hasta que la mercadería hubiera sido totalmente descargada, y si el dueño o su escribano, únicos que podían desembarcar, se encontraban fuera de la embarcación, tenían obligación de volver a ella.

Así pues, mientras los barqueros empezaban a descargar el primer navío, los bastaixos, repartidos en grupos por sus prohombres, empezaron a trasladar a la playa, desde los diversos almacenes de la ciudad, los pertrechos de las galeras. Arnau fue incluido en el grupo de Ramón, a quien el prohombre lanzó una significativa mirada cuando le asignó al muchacho.

Desde donde se encontraban, sin abandonar la línea de la playa, se dirigieron al pórtico del Forment, el almacén municipal de grano, fuertemente protegido por los soldados del rey tras la revuelta popular. Arnau intentó esconderse detrás de Ramón al llegar a la puerta, pero los soldados se percataron de la presencia de un muchacho entre aquellos fortísimos hombres.

—¿Qué va a cargar éste? —preguntó uno de ellos riendo y señalándolo.

Al ver que todos los soldados lo miraban, Arnau sintió que se le encogía el estómago e intentó esconderse todavía más, pero Ramón lo cogió por uno de los hombros, le puso la capçana sobre la frente y le contestó al soldado en el mismo tono que éste había empleado:

—¡Ya le toca trabajar! —exclamó—. Tiene catorce años y debe ayudar a su familia.

Varios soldados asintieron y les franquearon el paso. Arnau anduvo entre ellos con la cabeza gacha y el cuero sobre la frente. Cuando entró en el pórtico del Forment, el olor del grano almacenado lo golpeó. Los rayos de luz que se colaban por las ventanas reflejaban el polvo en suspensión, un polvillo que no tardó en hacer toser al chico y a otros muchos bastaixos.

—Antes de la guerra contra Génova —le comentó Ramón moviendo una mano como si quisiera abarcar todo el perímetro del almacén—, estaba lleno de grano, pero ahora…

Allí estaban las grandes tinajas de Grau, observó Arnau, colocadas una junto a otra.

—¡Vamos! —gritó uno de los prohombres.

Con un pergamino en las manos, el encargado del almacén empezó a señalar las grandes tinajas. «¿Cómo vamos a transportar esas tinajas tan llenas?», pensó Arnau. Era imposible que un hombre transportara tal peso. Los bastaixos se agruparon de dos en dos, y tras ladear las tinajas y atarlas con sogas, cruzaron sobre sus espaldas un recio palo que previamente habían pasado por entre las sogas y, de tal guisa, ayuntados, empezaron a desfilar en dirección a la playa. El polvo en suspensión se multiplicó y se revolvió. Arnau volvió a toser y, cuando llegó su turno, oyó la voz de Ramón:

—Al chico dale una de las pequeñas, de las de sal.

El encargado miró a Arnau y negó con la cabeza.

—La sal es cara, bastaix —alegó dirigiéndose a Ramón—. Si se cae la tinaja…

—¡Dale una de sal!

Las tinajas de grano medían cerca de un metro de alto; en cambio, la de Arnau no debía de superar el medio metro, pero cuando, con ayuda de Ramón, la cargó sobre su espalda, el muchacho notó que sus rodillas temblaban.

Desde atrás, Ramón lo agarró por los hombros.

—Ahora es cuando tienes que demostrarlo —le susurró al oído.

Arnau empezó a andar, encorvado, con las manos fuertemente agarradas a las asas de la tinaja, empujando con la cabeza hacia delante y notando cómo se le clavaba la tira de cuero en la frente. Ramón le vio partir tambaleándose, moviendo un pie tras otro con cuidado, lentamente. El encargado volvió a negar con la cabeza y los soldados se mantuvieron en silencio cuando pasó entre ellos.

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