¿Dónde podría esconder a unos niños? Arnau los guió hasta Santa María y se detuvo en seco ante la entrada principal. Desde donde estaban, a través de la obra inacabada, se alcanzaba a ver el interior.
—¿No…, no pretenderéis meter a los niños en una iglesia cristiana? —le preguntó jadeando el esclavo.
—No —contestó Arnau—. Pero sí muy cerca de ella.
—¿Por qué no nos habéis dejado volver a nuestras casas? —le preguntó a su vez la muchacha, a todas luces la mayor de los tres y mucho más entera que todos los demás tras la carrera.
Arnau se palpó la pantorrilla. La sangre manaba abundantemente.
—Porque vuestras casas están siendo asaltadas por la gente —le contestó—. Os culpan de la peste. Dicen que habéis envenenado los pozos. —Nadie dijo nada—. Lo siento —añadió Arnau.
El esclavo musulmán fue el primero en reaccionar:
—No podemos quedarnos aquí —dijo obligando a Arnau a dejar de examinarse la pierna—. Haced lo que creáis oportuno, pero esconded a los niños.
—¿Y tú? —inquirió Arnau.
—Tengo que enterarme de qué es lo que ha sucedido con sus familias. ¿Cómo podré encontrarles?
—No podrás —contestó Arnau pensando en que en ese momento no podía mostrarle el camino del cementerio romano—. Yo te encontraré a ti. Ve a medianoche a la playa, frente a la pescadería nueva. —El esclavo asintió; cuando ya iban a separarse, Arnau añadió—: Si durante tres noches no has venido, te daré por muerto.
El musulmán asintió de nuevo y miró a Arnau con sus grandes ojos negros.
—Gracias —le dijo antes de salir corriendo en dirección a la judería.
El más pequeño de los niños intentó seguir al moro, pero Arnau lo agarró por los hombros.
Aquella primera noche el musulmán no se presentó a la cita. Arnau estuvo esperándolo durante más de una hora tras la medianoche; escuchaba el lejano rumor de los tumultos de la judería y observaba la noche, coloreada de rojo por los incendios. Durante la espera tuvo tiempo de pensar en lo ocurrido a lo largo de aquella loca jornada. Tenía tres niños judíos escondidos en un antiguo cementerio romano bajo el altar mayor de Santa María, bajo su propia Virgen. La entrada al cementerio que en su día descubrieron él y Joanet seguía igual que la última vez que estuvieron allí. Todavía no se había construido la escalera de la puerta del Born y el entarimado de madera les permitió un fácil acceso; sin embargo, los guardias que vigilaban el templo, que estuvieron rondando durante casi una hora por la calle, les obligaron a esperar agazapados y en silencio la oportunidad de colarse bajo la tarima.
Los niños lo siguieron sin rechistar, hasta que tras recorrer el túnel, en la oscuridad, Arnau les dijo dónde se encontraban y les advirtió que no tocaran nada si no querían llevarse una desagradable sorpresa. Entonces los tres se echaron a llorar desconsoladamente y Arnau no supo cómo responder a aquellos llantos. Seguro que María habría sabido calmarlos.
—Sólo son muertos —les gritó—, y no de peste precisamente. ¿Qué preferís: estar aquí, vivos con los muertos, o fuera para que os maten? —Los llantos cesaron—. Ahora volveré a salir para ir a buscar una vela, agua y algo de comida. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? —repitió ante su silencio.
—De acuerdo —oyó que respondía la niña.
—Vamos a ver, me he jugado la vida por vosotros y todavía me la voy a seguir jugando si alguien descubre que tengo a tres niños judíos escondidos bajo la iglesia de Santa María. No estoy dispuesto a seguir haciéndolo si cuando vuelva habéis desaparecido. ¿Qué decís? ¿Me esperaréis aquí o queréis volver a salir a la calle?
—Esperaremos —contestó decidida la niña.
A Arnau lo recibió una casa vacía. Se lavó y trató de curarse la pierna. Vendó la herida. Llenó de agua su viejo pellejo, cogió una linterna y aceite para cargarla, una hogaza de pan duro y carne salada y volvió renqueando a Santa María.
Los niños no se habían movido del extremo del túnel donde los había dejado. Arnau encendió la linterna y vio a tres cervatillos asustados que no respondieron a la sonrisa con que trató de calmarlos. La niña abrazaba a los otros dos. Los tres eran morenos, con el cabello largo y limpio, sanos, con los dientes blancos como la nieve y guapos, sobre todo la niña.
—¿Sois hermanos? —se le ocurrió preguntar a Arnau.
—Nosotros somos hermanos —contestó de nuevo la niña, señalando al más pequeño—. Él es un vecino.
—Bueno, creo que después de todo lo que ha pasado y de lo que aún nos queda, deberíamos presentarnos. Me llamo Arnau.
La niña hizo los honores: ella se llamaba Raquel, su hermano Jucef y su vecino Saúl. Arnau siguió interrogándolos a la luz de la linterna, mientras los niños echaban fugaces miradas al interior del cementerio. Tenían trece, seis y once años. Habían nacido en Barcelona y vivían con sus padres en la judería, adonde regresaban cuando les asaltaron los salvajes de los que los defendió Arnau. El esclavo, al que siempre habían llamado Sahat, era propiedad de los padres de Raquel y Jucef, y si había dicho que iría a la playa, seguro que lo haría; jamás les había fallado.
—Bien —dijo Arnau tras las explicaciones—, creo que valdrá la pena que echemos una mirada a este lugar. Hace mucho tiempo, más o menos desde que tenía vuestra edad, que no he estado aquí, aunque no creo que nadie se haya movido. —Sólo él se rió.
De rodillas, se desplazó hasta el centro de la cueva iluminando el interior. Los niños permanecieron agazapados donde estaban, mirando con terror las tumbas abiertas y los esqueletos.
—Esto es lo mejor que se me ha ocurrido —se excusó al percatarse de su expresión de pánico—. Seguro que aquí nadie nos podrá encontrar mientras esperamos a que se calme…
—¿Y qué pasará si matan a nuestros padres? —lo interrumpió Raquel.
—No pienses en eso. Seguro que no les sucederá nada. Mirad, venid aquí. Aquí hay un espacio sin tumbas y es lo suficientemente grande para que podamos caber todos. ¡Vamos! —Tuvo que insistir apremiándolos con gestos.
Al final lo consiguió y los cuatro se reunieron en un pequeño espacio que les permitía sentarse sobre el suelo sin tocar ninguna tumba. El antiguo cementerio romano seguía igual que la primera vez que Arnau lo había visto, con sus extrañas tumbas de tejas en forma de pirámides alargadas y las grandes ánforas con cadáveres en su interior. Arnau colocó la linterna sobre una de ellas y les ofreció el pellejo, el pan y la carne salada. Los tres bebieron con avidez, pero para comer tan sólo probaron el pan.
—No es kosher —se excusó Raquel señalando la carne salada.
—¿Kosher?
Raquel le explicó qué significaba kosher y los ritos que debían seguirse para que los miembros de la comunidad judía pudieran comer carne, y siguieron charlando hasta que los dos niños cayeron rendidos en el regazo de la muchacha. Entonces, susurrando para no despertarlos, la niña le preguntó:
—¿Y tú no crees lo que dicen?
—¿El qué?
—Que hemos envenenado los pozos.
Arnau tardó algunos segundos en contestar.
—¿Ha muerto algún judío por la peste? —dijo.
—Muchos.
—En ese caso, no —afirmó—. No lo creo.
Cuando Raquel se durmió, Arnau se arrastró por el túnel y se dirigió hacia la playa.
El ataque contra la judería se prolongó dos días, durante los cuales las escasas fuerzas reales, unidas a los miembros de la comunidad judía, intentaron defender el barrio de los constantes asaltos a los que lo sometía un pueblo enloquecido y enfervorizado que, en nombre de la cristiandad, enarbolaba la bandera del saqueo y el linchamiento. Al final, el rey mandó tropas suficientes y la situación empezó a volver a la normalidad.
La tercera noche, Sahat, que había luchado junto a sus amos, pudo escapar para encontrarse con Arnau en la playa de la ciudad, frente a la pescadería, como habían convenido.
—¡Sahat! —oyó en la noche.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó el esclavo a Raquel, que se lanzó sobre él.
—El cristiano está muy enfermo.
—¿No será…?
—No —le interrumpió la muchacha—, no es peste. No tiene bubas. Es su pierna. La herida se le ha infectado y tiene mucha fiebre. No puede andar.
—¿Y los demás? —preguntó el esclavo.
—Bien, ¿y…?
—Os esperan a todos.
Raquel guió al moro hasta la tarima de la puerta del Born de Santa María.
—¿Aquí? —preguntó el esclavo cuando la muchacha se metió bajo la tarima.
—Silencio —le contestó ella—. Sígueme.
Los dos se deslizaron por el túnel hasta el cementerio romano. Todos tuvieron que ayudar para sacar a Arnau de allí; Sahat, reptando hacia atrás, tiró de él por las manos y los niños empujaron por los pies. Arnau había perdido el conocimiento. Los cinco, Arnau a hombros del esclavo y los niños disfrazados de cristianos con ropas que había traído Sahat, tomaron el camino de la judería tratando, no obstante, de ampararse en las sombras. Cuando llegaron ante las puertas de ésta, vigiladas por un fuerte contingente de soldados del rey, Sahat le explicó al oficial de guardia la verdadera identidad de los niños y la razón de que no portaran la rodela amarilla. En cuanto a Arnau, sí, era un cristiano con fiebre que necesitaba la atención de un médico, como el oficial podía comprobar y efectivamente hizo, aunque se apartó de inmediato por si era un apestado. Sin embargo, lo que en realidad les abrió las puertas de la judería fue la generosa bolsa que el esclavo dejó caer en las manos del oficial del rey mientras hablaba con él.
«Nadie hará daño a estos niños. Padre, ¿dónde estáis? ¿Por qué, padre? Hay grano en el palacio. Te quiero, María…». Cuando Arnau deliraba, Sahat obligaba a los niños a abandonar la habitación y mandaba llamar a Hasdai, el padre de Raquel y Jucef, para que lo ayudase a inmovilizarlo en caso de que Arnau empezara a combatir contra los soldados del Rosellón y se le abriese de nuevo la herida de la pierna. Amo y esclavo lo vigilaban al pie de la cama mientras otra esclava le ponía compresas frías en la frente. Así llevaban ya una semana, durante la cual Arnau recibió los mejores cuidados de los médicos judíos y la atención constante de la familia Crescas y de sus esclavos, en especial de Sahat, que velaba día y noche al enfermo.
—La herida no tiene mucha importancia —diagnosticaron los médicos—, pero la infección afecta a todo el cuerpo.
—¿Vivirá? —preguntó Hasdai.
—Es un hombre fuerte —se limitaron a contestar los médicos antes de abandonar la casa.
—¡Hay trigo en el palacio! —volvió a gritar Arnau, sudoroso por la fiebre, al cabo de unos minutos.
—De no ser por él —dijo Sahat— estaríamos todos muertos.
—Lo sé —contestó Hasdai, de pie junto a él.
—¿Por qué lo haría? Es un cristiano.
—Es una buena persona.
De noche, cuando Arnau descansaba y la casa permanecía en silencio, Sahat se orientaba hacia la dirección sagrada y se arrodillaba a rezar por el cristiano. Durante el día lo obligaba pacientemente a beber agua y a tragar las pócimas que habían preparado los médicos. Raquel y Jucef se asomaban a menudo y Sahat les permitía entrar si Arnau no deliraba.
—Es un guerrero —afirmó en una ocasión Jucef, con los ojos como platos.
—Seguro que lo ha sido —le contestó Sahat.
—Dijo que era un bastaix —corrigió Raquel.
—En el cementerio nos dijo que era un guerrero. A lo mejor es un bastaix guerrero.
—Lo dijo para que te callaras.
—Yo apostaría a que es un bastaix —terció Hasdai—. Por lo que dice.
—Es un guerrero —insistió el menor de los niños.
—No lo sé, Jucef. —El esclavo le revolvió el cabello negro—. ¿Por qué no esperamos a que se cure y él mismo nos lo cuente?
—¿Se curará?
—Seguro. ¿Cuándo has visto que un guerrero muera por una herida en la pierna?
Cuando se iban los niños, Sahat se acercaba a Arnau y le tocaba la frente, que seguía ardiendo. «No sólo los niños son los que viven gracias a ti, cristiano. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué te impulsó a arriesgar tu vida por un esclavo y tres niños judíos? Vive. Tienes que vivir. Quiero hablar contigo, darte las gracias. Además, Hasdai es muy rico y te recompensará, seguro».
Unos días después, Arnau empezó a recuperarse. Una mañana Sahat lo encontró sensiblemente menos caliente.
—Alá, su nombre sea loado, me ha escuchado.
Hasdai sonrió cuando lo comprobó personalmente.
—Vivirá —se atrevió a asegurarles a sus hijos.
—¿Me contará sus batallas?
—Hijo, no creo…
Pero Jucef empezó a imitar a Arnau moviendo el puñal frente a un imaginario grupo de agresores. En el momento en que iba a degollar al caído, su hermana lo cogió por el brazo.
—¡Jucef! —le gritó.
Cuando se volvieron hacia el enfermo, se toparon con los ojos abiertos de Arnau. Jucef se azoró.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Hasdai.
Arnau intentó contestar pero tenía la boca seca. Sahat le acercó un vaso con agua.
—Bien —logró decir tras beber—. ¿Y los niños?
Jucef y Raquel se acercaron a la cabecera de la cama, empujados por su padre. Arnau esbozó una sonrisa.
—Hola —dijo Arnau.
—Hola —le respondieron ellos.
—¿Y Saúl?
—Bien —le contestó Hasdai—, pero ahora debes descansar. Vamos, niños.
—¿Cuando estés bien me contarás tus batallas? —le preguntó Jucef antes de que su padre y su hermana lo sacaran de la habitación.
Arnau asintió e intentó esbozar una sonrisa.
A lo largo de la semana siguiente la fiebre remitió por completo y la herida empezó a cerrarse. Arnau y Sahat conversaron en cuantas ocasiones el bastaix se sintió con fuerzas para ello.
—Gracias —fue lo primero que le dijo al esclavo.
—Ya me las diste, ¿recuerdas? ¿Por qué…, por qué lo hiciste?
—Los ojos del niño…, mi mujer no lo hubiera permitido…
—¿María? —preguntó Sahat recordando los delirios de Arnau.
—Sí —contestó Arnau.
—¿Quieres que la avisemos de que estás aquí? —Arnau apretó los labios y negó con la cabeza—. ¿Hay alguien a quien quieras que avisemos? —El esclavo no insistió más al ver la expresión que ensombrecía el rostro de Arnau.
—¿Cómo terminó el asedio? —le preguntó en otra ocasión Arnau a Sahat.
—Doscientos hombres y mujeres asesinados. Muchas casas saqueadas o incendiadas.
—¡Qué desastre!
—No tanto —lo corrigió Sahat. Arnau lo miró sorprendido—. La judería de Barcelona ha tenido suerte. Desde Oriente hasta Castilla, los judíos han sido asesinados sin piedad. Más de trescientas comunidades han quedado totalmente destruidas. En Alemania, el mismo emperador Carlos IV prometió conceder el perdón a todo delincuente que asesinase a un judío o destruyese una judería. ¿Imaginas qué habría sucedido en Barcelona si vuestro rey, en lugar de protegerla, hubiera perdonado a todos los que mataran a algún judío? —Arnau cerró los ojos y negó con la cabeza—. En Mainz, han quemado en la hoguera a seis mil judíos, y en Estrasburgo, han inmolado en masa a dos mil, en una inmensa pira en el cementerio judío, mujeres y niños incluidos. Dos mil a la vez…