La caza del carnero salvaje (12 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
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»¡Maldita sea!

»¿De qué demonios te estaba hablando?

»De chicas, ¿no?

»Cada chica atesora un precioso cofre, cuyo interior se encuentra atestado de fruslerías sin sentido. Es algo que me encanta. Voy sacando esas fruslerías una por una, les quito el polvo y les busco un sentido. Creo que en eso consiste lo que se podría llamar la esencia del atractivo sexual. Con todo, si se piensa adónde me lleva todo esto, lo cierto es que a ninguna parte. Pero ocurre que, si no lo hiciera, dejaría de ser quien soy.

»Por eso ahora sólo pienso en el sexo, puramente hablando. Si concentro mi interés en el sexo, maldita la falta que hace preocuparse por si es un asunto patético o no.

»Es como beber cerveza a orillas del mar Negro.

»He releído lo que he escrito en esta carta hasta aquí. Aunque hay trozos incoherentes, creo que, para ser obra mía, rezuma sinceridad. Y, por otra parte, ¿importa mucho que haya algún párrafo incoherente?

»Además, mirándolo bien, lo cierto es que esta carta ni siquiera va dirigida a ti. Se trata más bien de una carta destinada al buzón de correos. Sin embargo, no me vayas a censurar por eso; aquí se tarda hasta hora y media en jeep para llegar al buzón más próximo.

»A partir de este punto, la carta va verdaderamente dirigida a ti.

»Tengo dos cosas que pedirte. Como ninguna de las dos corre prisa, puedes hacerlas cuando te vaya bien. Si me haces esos favores, me ayudarás mucho. Tres meses atrás, seguramente no habría sido capaz de pedirte nada. Ahora, sin embargo, me atrevo a hacerlo. Eso ya es un progreso.

»El primer favor es más bien de carácter sentimental, ya que se refiere al pasado. Al marcharme de nuestra ciudad, hace cinco años, tenía tal barullo mental y tanta prisa, que se me olvidó despedirme de algunas personas. Concretamente, de ti, de Yei y de una chica a quien no conoces. Por lo que a ti respecta, me parece que podré verte de nuevo para decirte "adiós" como es debido. En cuanto a las otras dos personas, tal vez ya no se presente la ocasión. De modo que, si algún día vas por nuestro barrio, te agradeceré que me despidas de los dos.

»Naturalmente, me doy cuenta de que te pido demasiado. Debería ser yo quien les escribiera. Pero, francamente, te agradeceré que seas tú quien hable con ellos. Tengo la impresión de que así se transmitirá mejor lo que siento que si les escribiera. Te he anotado en una hoja aparte el número de teléfono de la chica y su dirección. En el caso de que se haya marchado o esté casada, déjalo correr y no trates de verla. Pero si aún vive en el mismo domicilio, te ruego que vayas a verla y la saludes de mi parte.

»Y un saludo también para Yei. Y bébete con él la cerveza que yo me habría bebido.

»Pasemos al segundo favor.

»Se trata de una petición que te extrañará.

»Te envío una foto. La foto de un rebaño de carneros. Ponla en algún sitio donde la gente pueda verla. No importa dónde. Esto también es pedirte demasiado, sin duda, pero es que no tengo a nadie más a quien recurrir. Si me haces este favor, te cederé con gusto todo mi atractivo sexual. Se trata de algo muy importante para mí, pero no puedo decirte por qué. Sin embargo, ¡hazme ese favor!

»Esa foto tiene gran importancia. Creo que más adelante tendré ocasión de explicártelo.

»Te envío también un cheque. Úsalo para cubrir los gastos que se presenten. No te preocupes para nada del dinero. Piensa que, donde estoy, difícilmente lo podría gastar, y, por otro lado, es lo único que puedo hacer en estos momentos.

»No te olvides por nada del mundo de beberte a mi salud esa cerveza que me hubiera bebido yo.»

Una vez despegada la etiqueta de reenvío, pude ver un matasellos ilegible. Dentro del sobre venían un cheque por valor de cien mil yenes, un papel con el nombre de la mujer y su dirección, y la fotografía en blanco y negro de un rebaño de carneros.

Recogí la carta de mi buzón al salir de casa, y la leí en la oficina. Era el mismo papel, ligeramente verduzco, de ocasiones anteriores. El cheque procedía de un banco de Sapporo. De modo que el Ratón había pasado a la isla de Hokkaidô.

La descripción que hacía de los aludes no me ayudaba, por cierto, a imaginarlos; pero, como el mismo Ratón decía en su carta, la había escrito con absoluta sinceridad. Y, además, nadie envía cheques de cien mil yenes por pura broma.

Abrí el cajón de mi mesa y metí dentro el sobre con todo su contenido.

Tal vez en parte porque las relaciones con mi mujer iban de mal en peor, aquella primavera no me resultaba alegre. Hacía ya cuatro días que mi mujer no aparecía por casa. La leche que había en el frigorífico despedía mal olor, y el gato andaba siempre hambriento. El cepillo de dientes de mi mujer se había secado en el lavabo y parecía un fósil apergaminado. Un vago sol primaveral iluminaba tenuemente la escena. Los rayos del sol, al menos, son gratis.

Un prolongado callejón sin salida… Tal vez mi mujer tuviera razón.

3. El final de la canción

Volví a nuestra ciudad en junio.

Inventándome un pretexto plausible, me tomé tres días seguidos de vacaciones, y un martes por la mañana emprendí el viaje yo solo en el tren de alta velocidad. Vestía una deportiva camiseta blanca de manga corta, pantalones verdes de algodón, desgastados por las rodillas, y zapatillas de tenis blancas. No llevaba equipaje. Y además, no me había afeitado. Los tacones de aquellas zapatillas de tenis, que no me ponía desde hacía mucho tiempo, estaban desgastados de un modo increíble. No tenía idea de lo patosos que llegaban a ser mis andares.

Lo de subirme a un tren de largo recorrido sin equipaje alguno resultaba algo sensacional para mí. Era como si, mientras daba un despreocupado paseo, hubiera sido transportado a un avión lanzatorpedos perdido en los recovecos del espaciotiempo, donde no hay nada, absolutamente nada. Ni citas para ir al dentista, ni trabajos pendientes dentro de un cajón de despacho. Ni esas relaciones humanas tan enrevesadas que no parecen ofrecerte ninguna salida, ni esos lazos benevolentes con que la mutua confianza impone sus obligaciones. Todas esas pejigueras las había sepultado en las fauces de un abismo provisional. Mis pertenencias se reducían a aquellas viejas zapatillas de tenis, con sus suelas de goma prodigiosamente deformadas. Unas zapatillas que se adherían a mí como para traerme el asombrado recuerdo de otro ámbito espacio-temporal; pero esto carecía de importancia. No podía enfrentarme al poder de unas latas de cerveza y un macizo bocadillo de jamón.

No había visitado mi ciudad natal desde hacía unos cuatro años. Aquella visita a mi patria chica obedeció a la necesidad de realizar los trámites burocráticos relativos a mi matrimonio. Sin embargo, cuando me acuerdo de aquel viaje, sólo puedo pensar en lo inútil que resultó a la postre. Mero papeleo, no obstante lo que pudiera pensar en aquellos momentos. Todo es según el color del cristal con que se mira. Lo que para una persona es el final de todo, para otra no representa el fin de nada. Así de sencillo. Aunque, claro está, a partir de aquí el sendero se bifurca en dos caminos que se alejan cada vez más el uno del otro.

Desde entonces, ya no hay ciudad que pueda considerar mía. No tengo lugar al que dirigirme. Cuando lo pienso, experimento cierto alivio en el fondo de mi corazón. Ya no hay nadie que ansíe verme. Ni nadie que me busque. Ni nadie que espere sacar algo de mí.

Tras beberme un par de latas de cerveza, dormité durante media hora. Al despertarme, aquel ingrávido sentimiento de liberación experimentado antes ya se había desvanecido. A medida que el tren avanzaba, el cielo se iba cubriendo vagamente de un gris propio de la estación lluviosa. Bajo él se desplegaba el mismo paisaje monótono de siempre. Por más que acelerara el tren su marcha, resultaba imposible escapar del aburrimiento. Más bien sucedía lo contrario: cuanto más corría el tren, tanto más nos adentrábamos en la médula de la monotonía. El tedio es así.

Junto a mí iba sentado un ejecutivo de unos veinticinco años, absorto en la lectura de una revista de economía. Llevaba un traje de verano azul marino, sin una arruga, y zapatos negros. Su camisa era blanca, recién salida de la lavandería. Me quedé mirando el techo del vagón, mientras fumaba un cigarrillo. Para matar el tiempo, fui recordando, uno por uno, los títulos de las diversas grabaciones realizadas por los Beatles. Tras llegar al que hacía setenta y tres, me paré, incapaz de proseguir. ¿Cuántas grabaciones de Paul McCartney podía recordar?

Después de mirar un rato por la ventanilla, de nuevo dirigí los ojos al techo del vagón.

Tenía veintinueve años, y dentro de seis meses caería el telón sobre la década de mis veinte años. Y sólo había vacío en aquella década que estaba a punto de terminar. Sólo vacío. No había conseguido nada de valor, y no había alcanzado ninguna de mis metas. Mis logros se reducían al aburrimiento, nada más.

¿Qué había sentido en otros tiempos? Ya se me había olvidado. Sin embargo, algo sentí, seguramente. Algo capaz de mover mi corazón, y de mover otros corazones al unísono con el mío. A fin de cuentas, todo aquello se había perdido. Perdido, porque estaba predestinado a perderse. ¿Qué alternativa me quedaba, sino la de aceptar que todo se me escapara de las manos?

Al menos, había sobrevivido. Por más que se diga que el indio bueno es el indio muerto, mi destino era seguir viviendo, aunque fuera a rastras.

Y ¿con qué fin?

¿Con el de contarles mi leyenda a las paredes?

¡Qué disparate!

—¿A qué viene eso de hospedarte en un hotel? —me dijo Yei, con cara de asombro, al entregarle un estuche de cerillas en cuyo dorso había escrito el teléfono del hotel en que me hospedaba—. Tienes tu casa —insistió— y podrías vivir en ella.

—Ya no es mi casa —le respondí.

Yei no dijo nada.

Tenía ante mí tres platitos de aperitivos para acompañar la cerveza, de la que me bebí la mitad. Luego saqué las cartas del Ratón y se las pasé a Yei, que se secó las manos con una toalla, echó una rápida ojeada sobre las dos cartas y acto seguido se puso a leerlas de nuevo con más calma, siguiendo los caracteres uno por uno.

—¡Vaya! —murmuró, como mostrando admiración—: ¡Conque anda por ahí vivito y coleando!

—Y bien vivo —dije, y bebí otro trago de cerveza—. Bueno, me gustaría afeitarme, si me haces el favor de prestarme una maquinilla y jabón.

—Claro —contestó Yei, y sacó de debajo del mostrador un estuche con los utensilios—. Puedes usar el lavabo, aunque no hay agua caliente.

—Me basta con el agua fría. Y espero no encontrarme con ninguna chica borracha tendida en el suelo; ¡entonces sí que me costaría afeitarme!

El bar de Yei había cambiado por completo.

El antiguo bar de Yei era un pequeño establecimiento lleno de humedad, situado en el sótano de un viejo edificio que daba a la carretera nacional. En las noches de verano, la corriente del aire acondicionado llegaba a trocarse en neblina. Si estabas mucho rato allí, salías con la camisa empapada.

Yei era chino, y su verdadero nombre consistía en una retahíla casi impronunciable de sílabas. Empezaron a llamarle Yei después de la guerra, cuando trabajaba en una base americana; los soldados le pusieron ese apodo, inspirado en la pronunciación de la letra jota en inglés. A raíz de entonces, su verdadero nombre fue cayendo insensiblemente en el olvido.

Según lo que le había oído contar a Yei, dejó de trabajar en la base en 1954 y abrió un pequeño bar muy cerca de allí. Ése fue el primer bar de Yei, el cual conoció una época de prosperidad. La mayoría de su clientela provenía de la escuela de oficiales de aviación, y había mucho ambiente. Cuando el establecimiento iba viento en popa, Yei se casó; pero cinco años más tarde falleció su mujer. Yei nunca comentó nada sobre la causa de su muerte.

En 1963, cuando se recrudeció la guerra de Vietnam, Yei vendió el bar y se vino a mi ciudad, que estaba a gran distancia de aquella en que vivía antes. Y allí abrió su segundo bar.

Eso es todo cuanto sé de Yei. Tiene un gato, fuma una cajetilla de tabaco al día, y no bebe ni gota de alcohol.

Antes de conocer al Ratón, siempre iba solo al bar de Yei. Allí bebía mi cerveza a pequeños sorbos, fumaba, echaba monedas en una gramola para escuchar mis discos favoritos… Como a aquellas horas el bar de Yei solía estar vacío, los dos, con el mostrador por medio, hablábamos incansablemente. No me acuerdo ya de los temas de nuestras conversaciones. ¿Cuáles podían ser los que interesaran por igual a un taciturno estudiante de bachillerato, de diecisiete años, y a un chino viudo?

Cuando, a los dieciocho años, me fui de la ciudad, el Ratón continuó la tradición de ir allí a beber cerveza. Al marcharse él también de la ciudad, en 1973, no había nadie que continuara la tradición. Y medio año más tarde, debido a las obras de ensanche de la carretera, el establecimiento tuvo que trasladarse de nuevo. Así es como la historia del segundo bar de Yei llegó a su punto final.

El tercer local estaba situado a orillas del río, a medio kilómetro de distancia del emplazamiento precedente. No era muy espacioso, pero ocupaba la tercera planta de un moderno edificio de cuatro pisos, y tenía ascensor. Lo de subir en ascensor al bar de Yei me resultaba extraño. Y también me causaba extrañeza contemplar la vista nocturna de la ciudad desde lo alto de mi taburete, junto al mostrador.

En el nuevo bar de Yei había grandes ventanales orientados al norte y al sur, desde los cuales podía verse el panorama de las montañas, así como los terrenos que habían sido ganados al mar. Donde antes había agua, ahora se alineaban altos y macizos edificios, como lápidas sepulcrales sobre los restos del pasado.

Me dirigí a uno de los ventanales, permanecí de pie durante unos instantes contemplando el paisaje nocturno, y volví luego al mostrador.

—Hace tiempo, desde aquí se habría visto el mar —observé.

—Desde luego —confirmó Yei.

—¡Cuántas veces nadé por allí!

—Ya —dijo Yei. Y poniéndose un cigarrillo en los labios, lo encendió con un macizo encendedor—. Te comprendo muy bien. Allanan montañas para construir casas, y llevan la tierra hasta el mar para sepultarlo, a fin de edificar más y más casas. ¡Y encima hay gente a quien todo eso le parece estupendo!

Yo bebía silenciosamente mi cerveza. Por los altavoces del techo se oía la última canción de los Boz Scaggs. La gramola había pasado a la historia. La clientela del bar estaba compuesta en su mayoría por parejas de universitarios, pulcramente vestidos, que bebían sorbo a sorbo sus cócteles o sus whiskys con soda, en un ambiente de notable corrección. No había clientes con aspecto de ir a desplomarse borrachos, ni reinaba ese agrio tumulto tan característico de los fines de semana. Seguramente, todos los presentes se irían a casa tan tranquilos, se pondrían el pijama, se limpiarían con cuidado los dientes y se irían a la cama. Nada que objetar, sin duda. La pulcritud es una virtud muy loable. En el mundo, al igual que en aquel bar, las cosas no son nunca como deberían ser.

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