Había pasado el mediodía cuando nos apeamos del tren. Al poner los pies en el andén, di un resuelto estirón a mis músculos mientras inspiraba profundamente. El aire era tan puro, que parecía oprimir los pulmones. Los rayos del sol producían una grata sensación cálida sobre la piel, pero la temperatura era, por lo menos, dos grados inferior a la de Sapporo.
A lo largo de la vía férrea se alineaban viejos almacenes de ladrillo, más allá de los cuales se alzaba una pirámide de troncos cuidadosamente apilados, todavía húmedos por la lluvia de la noche anterior. Cuando el tren que nos había traído siguió su camino, no vimos allí ni sombra de una presencia humana. Sólo se movían las caléndulas de los parterres, mecidas por el viento.
Desde el andén se divisaba lo que parecía ser una típica ciudad de provincias. Tenía algunos pequeños comercios, una calle mayor sin grandes pretensiones, una pequeña estación de autobuses, con una docena de líneas, y una oficina de información turística. A primera vista, resultaba bastante insulsa.
—¿Ya hemos llegado? —me preguntó mi amiga.
—Qué va. Nada de eso. Todavía nos queda otro viaje en ferrocarril. Nuestro destino es una ciudad aún más pequeña.
Tras dejar escapar un bostezo, respiré de nuevo profundamente.
—Aquí sólo hemos de hacer transbordo. En este lugar los primeros colonizadores decidieron tomar el camino del este.
—¿Qué es eso de los primeros colonizadores?
Me senté con ella ante la estufa, apagada, por cierto, de la sala de espera, y, mientras llegaba nuestro tren, le hice un resumen de la historia de la ciudad de Junitaki. Corno me hacía un lío con las fechas, en una página en blanco de mi agenda esbocé una tabla cronológica, basándome en los datos recopilados en el apéndice del libro
Historia de la ciudad de Junitaki:
a la izquierda de la página fui escribiendo los principales acontecimientos de la historia local de Junitaki, y a la derecha, los de la historia general del Japón. Francamente, me salió una espléndida tabla de cronología histórica.
Por ejemplo, en 1905, año 38 del período Meiji, tuvo lugar la rendición de Lushun (o Port Arthur), y el hijo del joven ainu murió en la guerra. Y, si la memoria no me engañaba, aquel año nació el profesor Ovino. La historia iba encajando poco a poco.
—Al mirar esta tabla, se diría que los japoneses hemos vivido siempre en el intervalo entre una guerra y otra —dijo mi amiga al cotejar ambas columnas de la tabla.
—Sí, así es —le contesté.
—¿Podrías explicarme por qué?
—Es un tanto complicado, no puedo explicártelo en cuatro palabras.
—¡Vaya! —rezongó mi amiga.
La sala de espera, como la inmensa mayoría de las salas de espera, estaba vacía y carecía de ambiente y de personalidad. Los bancos eran terriblemente incómodos, los ceniceros estaban repletos de colillas empapadas por la lluvia, y el aire olía a rancio. En las paredes había pegados algunos carteles turísticos y uno de esos avisos de búsqueda con los rostros de una serie de delincuentes Aparte de nosotros, había solamente un anciano, que vestía un jersey color camello, y una madre con su hijo, de unos cuatro años. El anciano estaba embebido en la lectura de una fotonovela, y permanecía inmóvil, sin alterar ni un milímetro su postura. Con la meticulosidad de quien retira un vendaje, iba pasando las páginas: pasada una, podía trascurrir un cuarto de hora hasta que pasara la siguiente. El grupo formado por la madre y el hijo, por su parte, parecía estar sufriendo una crisis aguda de aburrimiento.
—En resumidas cuentas, al ser la pobreza algo tan general, es probable que mucha gente pensara que la guerra era el único camino para salir de la miseria.
—Es algo parecido a lo que impulsó a aquellos colonos a establecerse en Junitaki —dijo mi amiga.
—Así es. Por eso cultivaban sus campos con tanta energía. Y sin embargo, casi todos los colonos murieron en la pobreza.
—¿Por qué?
—Por las condiciones de la tierra. Hokkaidô es una isla fría, a menudo azotada por terribles heladas. Al malograrse las cosechas, los campesinos no tienen comida, y como tampoco tienen dinero, no pueden comprar petróleo, ni semillas y plantones para el próximo año. Así que, con el aval de sus campos, solicitan préstamos, por los que han de pagar un elevado interés. Pero resulta que aquí la productividad agrícola no permite el pago de semejantes intereses. Al final, la mayoría de los agricultores acaban perdiendo sus campos y se convierten en meros arrendatarios.
Y mientras decía esto, pasé ruidosamente las páginas de la
Historia de la ciudad Junitaki
hasta llegar al siguiente párrafo:
«En 1930, la proporción de agricultores propietarios de sus tierras había descendido al cuarenta y seis por ciento en la ciudad de Junitaki. Desde 1926, año en que se inició el período Shôwa, habían sufrido un doble azote: una gran depresión económica, por un lado, y tremendas heladas, por otro.»
—O sea, que después de haberse esforzado tanto y de trabajar tan duramente desbrozando el terreno para conseguir sus propias parcelas, acabaron cayendo en las garras de unos nuevos acreedores, ¿no es así?
Como todavía nos quedaban unos cuarenta minutos de espera, mi amiga se fue a dar una vuelta por la ciudad. Yo permanecí en la sala de espera, me tomé un refresco y traté de reanudar la lectura de otro de los libros que llevaba conmigo, pero tras diez minutos de intentarlo en vano me lo guardé en un bolsillo. Tenía la cabeza bloqueada, porque la habían ocupado los carneros de Junitaki, que devoraban nada más llegar toda la materia impresa que mis ojos enviaban al cerebro. Entorné los párpados, y respiré hondo. Un tren de mercancías pasó de largo por la estación emitiendo sonoros pitidos.
Diez minutos antes de la salida del tren, mi amiga volvió con una bolsa de manzanas que había comprado. Nos comimos las manzanas como almuerzo, y nos montamos en el tren.
Aquel tren debería haber sido retirado hacía tiempo del servicio. Las planchas que formaban el suelo del vagón estaban tan desgastadas en los lugares más transitados, que recorrer el pasadizo central equivalía a ir dando tumbos de un lado a otro. La tapicería de los asientos estaba raída y áspera, y los cojines eran tan duros como el pan de un mes atrás. Un olor fétido, en el que se mezclaban el hedor de los servicios con el tufo a aceite, inundaba el interior del vagón. Abrí la ventanilla, tras un forcejeo de diez minutos, y dejé entrar un poco de aire fresco; pero cuando el tren cogió velocidad, una arenilla fina se nos metía en los ojos; así que tuve que cerrarla, tras un forcejeo análogo al que me costó abrirla.
El tren llevaba dos coches, y los pasajeros éramos unos quince en total. Lo único que vinculaba a las personas que viajábamos en aquel tren era el poderoso lazo de la indiferencia y el tedio. El viejo del jersey color camello aún seguía leyendo la revista. Dada su velocidad de lectura, el ejemplar que leía pertenecía seguramente a un número atrasado, quizá de un trimestre antes. Una mujer gorda de mediana edad miraba sin pestañear un punto del vacío con cara de crítico musical que estuviera escuchando una sonata para piano de Scriabin. Procuré seguir furtivamente la trayectoria de su mirada, pero en el vacío no había nada, absolutamente nada.
Incluso los niños permanecían silenciosos. No sólo no alborotaban ni correteaban de un lado para otro, sino que ni siquiera miraban por la ventanilla.
Alguno tosía de vez en cuando con un ruido seco, semejante al que emitirían unas pinzas al golpear la cabeza de una momia.
Cada vez que el tren se paraba en una estación, alguien se apeaba, y el revisor bajaba con él, para recoger el billete; luego volvía a subir, y el tren arrancaba. Aquel revisor era un hombre de rostro tan inexpresivo, que hubiera podido atracar un banco a cara descubierta. Ningún viajero más subió al tren.
Más allá de la ventanilla, el río seguía su curso. Las aguas bajaban turbias, a causa de la lluvia, y bajo el sol otoñal parecía un caudal centelleante de café con leche ya asomándose, ya escondiéndose. De vez en cuando se veía algún enorme camión, cargado de madera, avanzando en dirección al oeste; aunque en líneas generales cabía decir que el volumen de tráfico era muy escaso. Los cartelones publicitarios, alineados a lo largo de la carretera, enviaban su propaganda uno tras otro, al vacío más absoluto. Para matar el tedio, me dediqué a mirar aquellos cartelones, que indefectiblemente ofrecían un mensaje elegante y ciudadano. En éste, una chica en bikini la mar de bronceada se bebía un refresco; en aquél, un actor de carácter, de mediana edad, guiñaba el ojo ante su vaso de whisky; en el de más allá, un reloj sumergible surgía ostentosamente del agua; en el siguiente una modelo se pintaba las uñas en medio de una lujosa habitación. Por lo visto, unos nuevos colonos, llamados agentes publicitarios, aprovechaban enérgicamente la ocasión que se les brindaba para desbrozar aquellas tierras e implantar nuevos cultivos.
El tren llegó a la estación de Junitaki, terminal de la línea, a las dos horas y cuarenta minutos de haber salido. Los dos nos habíamos quedado profundamente dormidos, de modo que se nos pasó por alto, obviamente, el cartel que indicaba la proximidad de la estación. Una vez que la locomotora diesel expulsó el último aliento de sus entrañas, sobrevino un absoluto silencio. Ese silencio, al rebasar sobre mi piel, fue lo que me despertó. Miré a mi alrededor: no quedaba ningún viajero en el vagón, aparte de nosotros dos.
Me acerqué torpemente al portaequipajes de redecilla y bajé nuestros bultos; luego golpeé repetidamente el hombro de mi amiga hasta despertarla, y nos bajamos del tren. El frío viento que barría el andén de la estación anunciaba el fin del otoño. El sol surcaba raudo el cielo hacia su ocaso, y arrastraba por el suelo, como una mancha fatídica, la negra sombra de las montañas. Las dos cadenas montañosas de direcciones encontradas confluían precisamente detrás de la ciudad y, como dos manos que aproximan sus palmas para proteger del viento la llama de una cerilla, la envolvían por entero. El largo andén parecía, por su situación, una débil navecilla que se aprestara a afrontar las enormes olas alzadas ante ella.
Por unos instantes, nos quedamos sin habla contemplando aquel paisaje.
—¿Dónde está la antigua finca del profesor Ovino? —me preguntó mi amiga.
—En lo alto de la montaña, a tres horas de distancia en coche.
—¿Vamos a ir para allá enseguida?
—No —le dije—. Si saliéramos ahora, nos caería encima la noche. Hoy dormiremos aquí, y saldremos mañana temprano.
Delante de la estación se abría una plazuela circular, completamente desierta. No había ni un taxi en la parada, y la fuente situada en medio de la glorieta central, que figuraba un pájaro, no manaba. El pájaro mantenía abierto su pico y, sin decir ni pío, miraba inexpresivo al cielo. Un parterre plantado de caléndulas rodeaba en círculo a la fuente. Eran evidente con sólo pasear la vista que aquella ciudad había decaído mucho en los últimos diez años. Por las calles no se veía a casi nadie, y las escasas personas con que nos cruzábamos reflejaban en sus rostros la misma expresión anémica que caracterizaba en conjunto a la ciudad.
A la izquierda de la plazuela se alineaba media docena de viejos almacenes, construidos durante la época en que el transporte se hacía por ferrocarril. Eran construcciones de ladrillo al estilo antiguo, de altos techos. Las puertas de hierro habían sido repintadas una y otra vez, hasta que un buen día se cansaron y las dejaron como estaban. Sobre la techumbre se hallaba posada una bandada de grandes cuervos; en fila y silenciosos, escrutaban la ciudad. En una explanada contigua a los almacenes, en medio de altísimas hierbas, había dos coches abandonados, completamente destrozados.
En uno de los extremos de la glorieta se levantaba un tablero de información con un plano de la ciudad. El viento y la lluvia lo habían vuelto ilegible, de tal modo que lo único que podía leerse claramente eran las frases «Ciudad de Junitaki» y «Zona limítrofe septentrional de la producción de arroz a gran escala».
Delante de la plazuela se extendía un pequeño barrio comercial. Era, más o menos, como todos los distritos comerciales que suele haber en las ciudades, pero con la particularidad de que la calle que lo cruzaba era muy ancha y destartalada, lo cual acentuaba aún más la impresión de decadencia que transmitía la ciudad. A cada lado de la ancha calle se alineaba una hilera de fresnos alpestres, cuyas copas lucían el rojo vivo del otoño, aunque no contrarrestaban aquella sensación de decadencia. El declive de Junitaki era como una gélida corriente que arrastrara en sus torbellinos no sólo a la ciudad en sentido físico, sino también a todos y cada uno de sus pobladores en sentido espiritual. Tanto los habitantes de la ciudad como sus irrelevantes acciones de cada día habían sido engullidos por aquella paralizadora corriente.
Con la mochila a la espalda, recorrí de punta a punta aquella calle buscando alojamiento. Pero no había por allí fonda ni pensión alguna. Uno de cada tres comercios, estaba cerrado. En la fachada de una relojería pendía medio caído su rótulo, que oscilaba al compás del viento.
El barrio comercial se acababa bruscamente en un amplio aparcamiento lleno de maleza. En él había estacionados un Honda Fairlady de color crema y un Toyota Celica deportivo, rojo. Tanto el uno como el otro eran nuevos. Resultaba sorprendente, pero esa falta de personalidad que caracteriza a los coches nuevos estaba muy a tono con el ambiente vacío de una ciudad en decadencia.
Más allá de la zona comercial, no había ya casi nada. La anchurosa calle descendía en suave pendiente hasta el río, donde se bifurcaba a derecha e izquierda en forma de T. A ambos lados de la pendiente se alineaban casitas de madera de un solo piso, y los árboles de sus jardines proyectaban contra el cielo sus recios ramajes polvorientos. Cada árbol mostraba una indefinible excentricidad en la distribución de sus ramas. Todas las casas tenían junto a la entrada un gran depósito de combustible, así como un cobertizo para que el repartidor les dejara la leche. En los tejados no podían faltar las inevitables antenas de televisión, unas antenas altísimas que lanzaban al aire sus extremidades plateadas como desafiando a la cadena de montañas que se erguía tras la ciudad.
—¿Será posible que no haya ninguna fonda? —me preguntó mi amiga con aire de preocupación.