—Es como si no supiera nada. Aprendí cuatro conceptos tan especializados como inútiles.
—Dime lo que sepas.
—Son los machos de las ovejas, pertenecen al orden de los artiodáctilos, son herbívoros y gregarios. Seguramente, las ovejas fueron introducidas en Japón en los comienzos del período Meiji. Es apreciado por su lana y su carne. Eso es todo.
—Exactamente —dijo el hombre—. Sólo que, para ser exactos, las ovejas no fueron introducidas en Japón a principios del período Meiji, sino durante el período Ansei, es decir, entre 1854 y 1860. Así pues, con anterioridad a esa fecha, tal como has dicho, los carneros eran desconocidos en Japón. Según una teoría, en la Edad Media, durante el período Heian, fueron traídas ovejas de China; pero, aun suponiendo que eso fuera cierto, posteriormente se extinguió la raza. Por lo tanto, hasta el período Meiji, la mayoría de los japoneses nunca habían visto un carnero, y ni siquiera podían comprender de qué se trataba. A pesar de la relativa popularidad que debía de tener este animal por ser uno de los doce signos zodiacales del antiguo calendario chino, aquí nadie sabía qué aspecto tenía. En resumidas cuentas, puede asegurarse que se le relegaba al mismo orden de animales imaginarios representado entonces por el dragón o el tapir, por ejemplo. En realidad, los dibujos de carneros realizados por japoneses antes del período Meiji representan a seres monstruosos. Podría incluso decirse que denotan tanto conocimiento del tema como el que H. G. Wells tenía de los marcianos.
»Incluso hoy día, el conocimiento que tienen los japoneses de los carneros resulta sorprendentemente vago. Considerando el tema desde el punto de vista histórico, este animal nunca ha tenido importancia para la vida económica del pueblo japonés. Por decisión gubernamental, fueron importados de Estados Unidos, se reprodujeron y al fin cayeron en el olvido. Ésa es su historia. Cuando, después de la guerra, se liberalizó el comercio de lana y carne de ovino con Australia y Nueva Zelanda, la cría de estos animales perdió todo interés en Japón. ¿No te parece un animal digno de compasión? Bien, pues hasta cierto punto es la personificación del Japón moderno.
»Sin embargo, ahora no voy a hacer una disertación sobre la vacuidad de la modernización del Japón. Sólo deseo que tengas claras dos cosas: en primer lugar, que antes del fin del período feudal, en Japón no existía, seguramente, ni un solo carnero; y, en segundo lugar, que los ejemplares de ganado ovino importados desde entonces lo fueron bajo la estricta supervisión del gobierno. ¿Qué quieren decir estas dos cosas?
Era una pregunta dirigida a mí.
—Que todas las razas de carneros existentes en Japón son bien conocidas y están censadas —respondí.
—Ni más ni menos. Puede añadirse que en el caso de los carneros, igual que en el de los caballos de carreras, el apareamiento es un punto esencial; por eso, los ejemplares que hay en Japón tienen bien documentada su ascendencia. En resumidas cuentas, se trata de un animal supervisado al máximo. En cuanto al cruce entre diversas razas, también está sujeto a control. No existe importación clandestina, pues no es un buen negocio. Puestos a enumerar las razas, tenemos el Southdown, el merino español, el Cotswold, el carnero chino, el Shropshire, el Corriedale, el Cheviot, el Romanovsky, el Ostofresian, el Border Leicester, el Romney Marsh, el Lincoln, el Dorset Horn, el Suffolk…, y creo que no hay más. Ahora que sabes todo esto —dijo el hombre—, me gustaría que echases otra mirada a la fotografía.
Tomé de nuevo en mis manos la fotografía y la lupa.
—Y ahora, me gustaría que te fijaras en el tercer carnero por la derecha de la fila delantera.
Llevé la lupa al tercer carnero por la derecha de la fila delantera. Luego miré al que tenía a su lado, y volví de nuevo al tercero por la derecha.
—Esta vez habrás apreciado algo, ¿no?
—Es de una raza diferente, ¿verdad? —le respondí.
—Efectivamente. Exceptuando el tercer carnero por la derecha, todos son ejemplares corrientes de la raza Suffolk. Únicamente ése es distinto. Es bastante más rechoncho que los Suffolk, el color de su lana también es diferente, y no tiene la cara negra. Cómo te lo diría…, da impresión de fortaleza. He enseñado esta fotografía a varios especialistas en ganado ovino, y lo que he sacado en conclusión es que esta raza no existe en Japón. Ni tampoco, seguramente, en el resto del mundo. Así que tienes delante un carnero inexistente.
Lupa en mano, examiné una vez más el tercer carnero por la derecha. Al mirarlo con atención, descubrí en medio de su lomo una mancha tenue, como si le hubieran tirado café. Era una mancha tan vaga, que no podía definirla: unas veces se me antojaba una imperfección de la película, y otras una ligera alucinación de los ojos. Aunque tal vez alguien hubiera derramado una taza de café sobre el lomo del carnero. ¿Por qué no?
—En el lomo se ve una mancha tenue, ¿eh?
—No es una mancha —dijo el hombre—. Es un lunar en forma de estrella. Compáralo con esto.
Sacó una fotocopia de un sobre y la puso en mi mano. Reproducía el dibujo de un carnero, realizado, al parecer, con un lápiz grueso; en los espacios en blanco del papel se advertían huellas negruzcas de dedos. En conjunto, denotaba ingenuidad, y, sin embargo, era un dibujo que no dejaba indiferente. Todos los detalles habían sido trazados con una minuciosidad rayana en lo insólito. Traté de comparar con la mirada el carnero de la foto y el del dibujo, alternativamente. A ojos vistas, eran el mismo animal. El carnero dibujado tenía en el lomo un lunar en forma de estrella, el cual correspondía a la mancha del carnero fotografiado.
—Y ahora, mira esto.
Acompañando las palabras con el gesto, el hombre sacó un encendedor del bolsillo de su pantalón y me lo entregó. Era un Dupont muy pesado, de plata, seguramente un modelo hecho por encargo. Llevaba grabado el mismo emblema del carnero que había visto en el interior del coche. Sobre el lomo del carnero se distinguía con claridad meridiana el lunar en forma de estrella.
Empezó a dolerme un poco la cabeza.
—Hace poco te hablaba de la mediocridad —dijo el hombre—. Pero no era con intención de censurar la tuya. Por decirlo en pocas palabras, es que el mundo es mediocre, y de ahí viene que tú también lo seas. ¿No lo crees así?
—¡Qué sé yo!
—El mundo es mediocre. Eso no admite duda. ¿Quiere decirse con ello que el mundo es mediocre desde su origen? De ningún modo. El origen del mundo es el caos, y el caos no es mediocridad. El proceso conducente a la mediocridad comenzó cuando los humanos separaron la vida cotidiana de los medios de producción. Posteriormente, cuando Karl Marx introdujo la noción de proletariado, sin saberlo estaba consolidando la mediocridad. He ahí la razón de que el estalinismo esté directamente vinculado al marxismo. Admiro a Marx. Es uno de los escasos genios que conservan el recuerdo del caos primitivo. En ese mismo sentido, también admiro a Dostoyevski. Sin embargo, no me seduce el marxismo, porque es tremendamente mediocre.
El hombre dejó escapar un suspiro desde lo más hondo de su garganta.
—Te hablo con toda franqueza. Es una muestra de gratitud hacia ti, por mi parte, dada la sinceridad que antes mostraste hacia mí. Por lo demás, estoy dispuesto a contestar cualquier pregunta que me hagas. Sin embargo, cuando termine de hablarte, tus alternativas quedarán drásticamente limitadas. Quisiera que lo tuvieras bien claro desde un principio. Es decir, tú mismo has limitado tu margen de maniobra. ¿De acuerdo?
—¿Y qué puedo hacer? —respondí.
—Ahora mismo, dentro de esta mansión, una persona se encuentra en peligro de muerte —dijo el hombre—. La causa está clara. Tiene un gran tumor sanguíneo en el cerebro. El tumor es de tal magnitud, que ha deformado la estructura cerebral. ¿Qué conocimientos tienes de medicina cerebral?
—No sé casi nada.
—Dicho en pocas palabras, se trata de una bomba de sangre. Al dificultarse la circulación, la sangre se acumula en las arterias. Como si una serpiente se tragase una pelota de golf, ¿sabes? Si revienta se detendrá la función cerebral. Y además es imposible de operar, ya que al menor estímulo podría romperse. En suma, hablando con realismo, no queda más que aguardar la muerte. Tal vez se muera la semana próxima, o dentro de un mes. No hay quien pueda saberlo.
El hombre apretó los labios, y acto seguido dejó escapar un nuevo suspiro.
—No tiene nada de extraño que muera. Es una persona mayor, y el diagnóstico de su enfermedad es claro. Lo que sí resulta extraño es que aún siga vivo.
No tenía ni idea de lo que el hombre estaba a punto de decir.
—De hecho, no habría sido nada extraño que hubiese muerto hace treinta y dos años —prosiguió el hombre—, o bien hace cuarenta y dos años, ¿sabes? Ese tumor sanguíneo le fue descubierto por un médico militar americano que hacía la revisión médica de los criminales de guerra más destacados; eso tuvo lugar en el otoño de 1946, poco antes de constituirse el tribunal de Tokio. El médico que descubrió el quiste sanguíneo se quedó de una pieza al ver la radiografía. Y es que la existencia de un ser humano que viviera, y con una actividad superior a la habitual, teniendo un tumor de tal magnitud en el cerebro, desbordaba con mucho todas las previsiones de la medicina. Enseguida fue transferido de Sugamo al hospital de San Lucas, entonces requisado como hospital militar, para ser sometido a un minucioso reconocimiento.
»Las pruebas médicas duraron un año, pero de ellas no se sacó nada en claro. Ninguna conclusión, aparte de que "no tendría nada de extraño que muriera en cualquier momento", y, por otro lado, que "el hecho de que esté vivo no es menos sorprendente". Sin embargo, como no padecía la menor dolencia, continuó trabajando con toda energía. Incluso su actividad cerebral era de lo más normal. Se desconoce el porqué. Un callejón sin salida. Un ser humano que teóricamente debería haber muerto, estaba en realidad la mar de sano.
»Las pruebas, no obstante, demostraron algunas alteraciones de su salud. Cada cuarenta días padecía tres días de fuertes jaquecas. Estas jaquecas le habían aquejado por primera vez, según testimonio del interesado, en 1936; y de aquí se infirió que entonces se formó el tumor. Sus jaquecas eran terribles, hasta el punto de que cuando le aquejaban había que administrarle calmantes; drogas, en una palabra. Las drogas le mitigaban el dolor, pero también le provocaban alucinaciones. Terribles alucinaciones. Sólo él puede saber cuán dolorosa ha sido esa experiencia, por descontado, pero todo induce a suponer que era algo muy desagradable. Aún existen, en poder del ejército americano, testimonios escritos que dan cuenta cumplidamente de tales alucinaciones. En verdad, los médicos dejaron todo anotado con el mayor detalle. Logré hacerme con esa documentación y la he leído varias veces; a pesar de estar escrita en jerga profesional, describe una situación terrible. Creo que pocas personas ha habido en este mundo capaces de aguantar tales alucinaciones como experiencia periódica.
»Tampoco era comprensible la causa de esas alucinaciones. Llegó a suponerse que el tumor emitía a intervalos regulares algún tipo de energía, y que la jaqueca sería una reacción defensiva del cuerpo. Así pues, al ser eliminada la reacción defensiva con las drogas, dicha energía estimularía directamente alguna zona cerebral, y como resultado se originarían las alucinaciones. Esto, naturalmente, no pasa de ser una hipótesis, pero lo cierto es que llegó a interesar al ejército americano. A raíz de ello se inició una investigación a fondo. Una investigación de lo más discreta, llevada a cabo por el servicio secreto. No se comprende por qué para investigar un simple tumor sanguíneo, por grande que fuera, entró en escena el servicio secreto americano; pero se pueden hacer algunas suposiciones. La primera es que socapa de la investigación médica los americanos buscasen informaciones de otra clase: que quisieran hacerse, en suma, con el control de las redes del espionaje y del tráfico de opio en la China continental. Es bien sabido que los americanos, a medida que se hacía cada vez más inminente la derrota de Chiang Kai-shek, fueron quedando desconectados de los asuntos chinos. Los contactos de que disponía nuestro jefe eran codiciados con uñas y dientes por su servicio secreto. Y es obvio que ese tipo de interrogatorios no pueden hacerse de manera oficial. El hecho es que el jefe, tras esa serie de investigaciones, fue puesto en libertad y no tuvo que comparecer ante el tribunal. Existe la firme creencia de que hubo un arreglo entre bastidores. Un intercambio de libertad por información, digamos.
»La segunda posibilidad es que se hubiera querido demostrar una relación causa y efecto entre el tumor cerebral del jefe y su condición, que se quería subrayar, de líder bien conocido de la extrema derecha. Es una ocurrencia pintoresca, pero no descabellada; te lo explicaré más tarde. Sin embargo, a fin de cuentas, creo que en este punto los investigadores tampoco sacaron nada en claro. Si era inexplicable el hecho de que el jefe siguiera con vida, ¿cómo iban a encontrar la causa de un determinado liderazgo político? Hubiera sido necesario extirparle el cerebro para estudiarlo, y no era seguro que así obtuvieran resultados positivos. Así que llegamos a otro callejón sin salida.
»La tercera posibilidad es que quisieran practicarle lo que se denomina "lavado de cerebro". Consiste en la estimulación del cerebro mediante determinadas ondas, a fin de obtener la respuesta deseada. Por aquellos tiempos, esa teoría estaba de moda. De hecho, se sabe que en los Estados Unidos se organizaron por aquel entonces grupos para el estudio del lavado de cerebro.
»No se sabe a ciencia cierta cuál era la finalidad de las investigaciones realizadas por el servicio secreto americano. Tampoco hay constancia de las conclusiones que se sacaron. Todo eso ya es pasado, historia. Quienes en realidad saben lo que ocurrió, son un puñado de altos mandos del ejército americano de entonces, y el propio jefe, claro. Pero el jefe no ha contado a nadie, ni siquiera a mí, esas cosas; y es dudoso que en el futuro pueda hacerlo. De modo que lo que te he dicho no pasa de ser una mera conjetura.
Al terminar esta parrafada, el hombre carraspeó quedamente. Me sentía incapaz de calcular el tiempo que había transcurrido desde que entré en la habitación.
—Sin embargo —añadió—, por lo que respecta a las circunstancias de 1936, año en que se supone que se le formó el tumor sanguíneo, se conocen con algún detalle. En el invierno de 1932 el jefe fue encarcelado por complicidad en una conjura para asesinar a una importante personalidad. Permaneció entre rejas hasta junio de 1936. Se conservan documentos, como el registro oficial de la prisión y el historial clínico, y aparte de ello, el propio jefe se ha referido a los sucesos de esa época en conversaciones con sus colaboradores. En resumen, se trata de lo siguiente: durante su estancia en la cárcel el jefe padeció de insomnio crónico. No se trataba de simples episodios de insomnio, sino de accesos prolongados y peligrosos. No pegaba ojo durante períodos de tres o cuatro días, e incluso de más de una semana en ocasiones. Por aquel entonces, la policía, para hacer confesar a los presos políticos, utilizaba la táctica de no dejarles dormir. Y en el caso del jefe, dada su intervención en actividades contra el partido proimperialista que entonces estaba en el poder, los interrogatorios debieron ser especialmente duros. Cuando el preso va a dormirse, lo duchan, lo golpean con varas de bambú, lo deslumbran con focos…, utilizan todos los recursos, en fin, para que no duerma. Si este tratamiento se prolonga durante meses, la mayoría de la gente acaba por sufrir serias lesiones físicas y corporales. Los mecanismos nerviosos del sueño se alteran. Algunas personas se mueren, otras acaban locas, otras, en fin, se vuelven insomnes crónicos. Esto último es lo que le ocurrió al jefe, que no logró recuperarse por completo de sus insomnios hasta la primavera de 1936. Es decir: por la misma época en que se le formó el tumor sanguíneo. ¿Qué te parece?