La caza del carnero salvaje (15 page)

Read La caza del carnero salvaje Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
8.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por teléfono me dijiste que habías captado mi imagen, ¿no es así?

—Sí, al decirlo me refería al ambiente que rodea a la persona.

—Y ¿me has reconocido sin dificultades?

—Nada más verte —me aseguró.

Seguía lloviendo con la misma intensidad. Desde la ventana del hotel se veían los anuncios luminosos del edificio vecino. Envueltos en su artificial brillo verde, innumerables hilos de lluvia se precipitaban sobre la tierra. De pie ante la ventana, miré hacia abajo y me pareció que todos aquellos hilos convergían en un mismo punto en el suelo.

Echado en la cama, me fumé un par de cigarrillos. Luego llamé a recepción pidiendo que me hicieran una reserva para el tren de la mañana siguiente. Ya no me quedaba nada por hacer en aquella ciudad.

La lluvia, por su parte, continuó cayendo hasta medianoche.

VI. LA CAZA DEL CARNERO SALVAJE (II)
1. El insólito relato de aquel
individuo (I)

El secretario vestido de negro tomó asiento en una silla y se quedó mirándome en silencio. No era la suya una mirada escrutadora, ni de perdonavidas, ni de esas tan agudas que te traspasan de parte a parte. No era ni fría ni cálida; es más, ni siquiera tenía una cualidad intermedia entre esas dos. Una mirada que no traslucía ninguna emoción que me resultara conocida. Aquel hombre, simplemente, estaba mirándome. Tal vez estuviera mirando a la pared situada detrás de mí, pero, como yo estaba delante, por fuerza tenía que mirarme.

El hombre tomó en sus manos la tabaquera que había sobre la mesa, la destapó, cogió un cigarrillo sin filtro, golpeó con la uña ambos extremos para que no se desmenuzara el tabaco y, tras encenderlo, lanzó una bocanada de humo en sentido oblicuo. Acto seguido, devolvió el encendedor a la mesa y cruzó las piernas. Entretanto, su mirada no se movió ni un milímetro.

El hombre era tal como mi socio me lo había descrito. Correctísimo en su indumentaria, hasta rozar la exageración; de cara demasiado proporcionada, y de dedos excesivamente suaves. De no ser por la aguda línea de sus párpados y por sus gélidas pupilas, que sugerían la frialdad del cristal, sin ninguna duda habría pasado por un perfecto homosexual. No obstante, gracias a aquellos ojos, el hombre no parecía homosexual. Bueno, realmente no parecía posible clasificarlo. No me fue posible asociarlo mentalmente con nada ni con nadie.

Sus pupilas, miradas con atención, revelaban un sorprendente color. Un color pardo negruzco, con leves matices azulados, cuya intensidad, sin embargo, no era igual en ambos ojos. Cada pupila, por cierto, parecía estar pensando en una cosa distinta.

Sus dedos se movían sutilmente sobre sus rodillas. Por unos momentos me dominó la alucinación de que aquellos diez dedos se separaban de las manos para dirigirse hacia mí. Extraños dedos, los suyos. Unos dedos que se alargaron sin prisas sobre la mesa y apagaron el cigarrillo, del que aún quedaban dos tercios, contra el cenicero. Dentro de mi vaso se iba deshaciendo el hielo y el agua transparente entraba en combinación con el mosto. Una combinación desproporcionada.

En la habitación reinaba un enigmático silencio, ese silencio que se advierte cuando se entra en una gran mansión como aquélla, y que brota del contraste entre la amplitud del lugar y el escaso número de personas que lo habitan. Sin embargo, la índole del silencio que se enseñoreaba de aquella habitación era diferente. Era un silencio preñado de amenazas, inefablemente opresivo. Me bailaba por la memoria que ya había pasado antes por una experiencia semejante. Sin embargo, me llevó un buen rato recordar con precisión dónde la había tenido. Como el que revisa las páginas de un viejo álbum, me puse a tirar del hilo de la memoria hasta que di con aquel recuerdo.

Era el silencio que rodea a un enfermo desahuciado. Un silencio henchido del presentimiento ineluctable de la muerte. En el aire flotaba algo fatídico, ominoso.

—Todo el mundo muere —dijo el hombre pausadamente, mirándome a los ojos. Su modo de hablar sugería que había captado a la perfección cuanto se agitaba en mi interior—. Toda persona tiene que morir un día u otro — añadió.

Tras concluir esta breve frase, el hombre volvió a sumirse en un pesado silencio. Las cigarras continuaban cantando; como si quisieran infundir renovados bríos en la ya agonizante estación, frotaban sus cuerpos con el frenesí de la muerte.

—Me he propuesto hablarte con la mayor franqueza posible —me dijo. Su tono era el de quien traduce directamente un formulario. Su elección de vocablos y frases, así como su sintaxis, eran correctas, pero la expresividad brillaba por su ausencia—. No obstante —prosiguió—, hablar con franqueza y decir la verdad son cosas distintas. La relación que media entre franqueza y verdad se asemeja a la existente entre la proa y la popa de un barco. La franqueza asoma en primer lugar, para acabar mostrándose la verdad. Esa diferencia temporal está en proporción directa con la envergadura del barco. La verdad, cuando concierne a cosas grandes, es reacia a aparecer. Ocurre a veces que no hace acto de presencia hasta después de la muerte. Por lo tanto, si se da el caso de que no llegue a mostrarte la verdad, no será culpa mía, ni tampoco tuya.

Como no supe qué responder a aquel exordio, me quedé callado. El hombre, al ver que no hacía ningún comentario, siguió hablando.

—La razón por la que te he hecho venir expresamente, es mi deseo de que el barco avance. Hablaremos con toda franqueza, y así conseguiremos acercarnos a la verdad, por lo menos un paso.

Al llegar aquí, el hombre tosió y lanzó una mirada de refilón a mi mano, que descansaba sobre el brazo del sofá.

—Sin embargo, esta manera de hablar es excesivamente abstracta. Por ello, para empezar trataremos asuntos reales. El primero será el boletín informativo del que eres responsable. Ya estás al corriente, ¿no?

—Así es.

El hombre asintió con la cabeza. Y tras hacer una pausa, reanudó su charla:

—Supongo que, al igual que tu socio, estarás sorprendido. A nadie le agrada que el fruto de sus esfuerzos se vaya a pique. Y menos aún si eso supone perder una fuente importante de ingresos. La pérdida es considerable, si no me equivoco.

—Así es.

—Me gustaría conocer tu punto de vista sobre las pérdidas que os puede ocasionar esta situación.

—En un trabajo como el nuestro, las pérdidas son algo con lo que hay que contar. Puede darse el caso de que un cliente nos rechace un trabajo ya realizado. Para una empresa como la nuestra, de pequeña escala, eso sería fatal. Por tanto, para evitar equívocos, seguimos los deseos del cliente al pie de la letra. En casos extremos, eso supone revisar con él la tarea encomendada, línea por línea. De este modo logramos sortear el peligro. No es, francamente, un trabajo grato, pero es que, dada nuestra penuria de medios, debemos obrar como lobos solitarios para sobrevivir.

—Todo el mundo tiene que abrirse camino partiendo de esa premisa —me consoló el hombre—. Pero bueno, sea como fuere, la cuestión es que, por lo que me acabas de decir, ¿debo suponer que, al haber suprimido la publicación de ese boletín, tu empresa ha sufrido un revés económico considerable?

—Bueno, pues… así es. Al estar ya impreso y encuadernado el boletín, hay que pagar dentro del mes los gastos del papel y de la impresión. También debemos satisfacer los honorarios de las personas a quienes encargamos artículos. En números redondos, eso equivale a cinco millones de yenes, y, para colmo de males, hay que añadir los intereses del crédito que deberemos solicitar para pagar esa cantidad. Y, encima, el año pasado invertimos una buena cantidad en modernizar nuestras oficinas.

—Lo sé —dijo el hombre.

—Y no hay que olvidar nuestro contrato con ese cliente, sobre todo pensando en el futuro. Nuestra posición es débil, y los clientes tienden a prescindir de las agencias de publicidad que causan problemas. Tenemos un contrato con la compañía de seguros de vida para publicar durante un año su boletín informativo, y si se rescinde a causa de este problema, nos iremos materialmente a pique. Nuestra empresa es pequeña y tiene pocas relaciones; si goza de buena reputación en su trabajo, es por los comentarios transmitidos de boca en boca, de modo que una vez empiece a tener mala fama, estamos acabados.

Cuando terminé de hablar, el hombre se quedó mirándome, sin decir nada. Al cabo de unos momentos reanudó la conversación:

—Has hablado con toda franqueza. Y, además, lo que has dicho coincide con mis informes. Así que valoro positivamente tus palabras. ¿Qué tal si cubro la totalidad de los gastos que habéis tenido y de los perjuicios causados a la compañía de seguros por el incumplimiento del contrato de edición de su boletín, y además le indico que continúe dándoos trabajo?

—Entonces, no hay más que hablar. Todo quedaría en que continuaríamos nuestra actividad habitual, un poco confundidos por lo ocurrido.

—Y no estará de más añadir un premio de propina. Sólo con que yo escriba unas letras en el dorso de una tarjeta, tu empresa tendrá trabajo asegurado para diez años; y no esos miserables encargos de repartir octavillas, por cierto.

—En resumen: un trato.

—Un intercambio amigable, diría yo. He informado amigablemente a tu socio de que ese boletín informativo ha dejado de editarse. Si me das muestras de buena voluntad, te corresponderé con la misma moneda. ¿No podrías hacerme el favor de considerar así las cosas? Mi amistad puede serte útil. No vas a pasarte toda la vida colaborando con un borracho de espíritu obtuso, ¿verdad?

—Somos amigos —le dije.

Durante unos instantes nos envolvió el típico silencio que acompaña la caída de una piedra lanzada a un pozo insondable. La piedra tardó treinta segundos en tocar fondo.

—¡Bueno, dejémoslo estar! —exclamó el hombre—. Tú mismo. He investigado a fondo tu historial, y resulta la mar de interesante. Haciendo una clasificación a grandes rasgos de la gente, se dividiría en dos grupos: el de los mediocres realistas y el de los mediocres no realistas. Tú perteneces claramente al segundo. Deberías tenerlo presente. El destino que te aguarda es el propio de los mediocres no realistas.

—Lo tendré presente —le dije.

El hombre asintió. Me bebí la mitad del mosto, bastante aguado porque el hielo se había diluido del todo.

—Entonces, vamos a hablar de algo concreto —me dijo—: vamos a hablar del carnero.

El hombre hizo una serie de movimientos y sacó de un sobre una fotografía grande en blanco y negro. La puso sobre la mesa, orientándola hacia mí. Daba la impresión de que simultáneamente entraba en la habitación un soplo de aire, impregnado de realidad.

—Ésta es la foto de un rebaño de carneros que salió en tu revista.

Para ser una ampliación sacada directamente de la página de una revista, era una fotografía muy clara. Era probable que hubieran empleado alguna técnica especial.

—Según mis datos, esa fotografía te fue proporcionada por alguna relación personal, y la usaste para esa revista. ¿Es cierto lo que digo?

—Efectivamente.

—De acuerdo con nuestras investigaciones, esa fotografía ha sido hecha dentro de los seis últimos meses, por un aficionado, en toda la extensión de esta palabra. Usó una máquina barata, de bolsillo. El fotógrafo no eres tú. Tienes una Nikon reflex y, por otra parte, eres más hábil. Además, en estos últimos cinco años no has ido a Hokkaidô. ¿Es así, o no?

—¿Qué más puedo decirle? —respondí.

—¡Ejem! —susurró el hombre, y se quedó momentáneamente callado.

Era un modo de callar que podía servir como medida ideal del silencio.

—Bueno está —prosiguió—. Lo que queremos, se concreta en información sobre tres cuestiones, a saber: dónde recibiste esa foto, quién te la mandó, y con qué intención usaste una fotografía tan mala para ilustrar la revista. Es todo.

—No puedo decirlo —respondí con audacia, con tanta audacia que yo mismo me sorprendí—. A los periodistas les asiste el derecho a guardar el secreto sobre sus fuentes de información.

El hombre se quedó mirándome fijamente, mientras se reseguía el labio con la yema del dedo medio de su mano derecha. Tras reiterar varias veces ese gesto, dejó reposar sus manos de nuevo sobre las rodillas.

También a esto siguió una pausa silenciosa. «¡Qué buena ocasión para que un cuco, por ejemplo, se pusiera a cantar en algún rincón!», pensé. Sin embargo, ni que decir tiene que ningún cuco se puso a cantar. Los cucos no cantan en el crepúsculo vespertino.

—Eres, ciertamente, un hombre extraño —me dijo—. Con una palabra puedo hacer que os quedéis sin trabajo para siempre. Y ya ni siquiera podrías llamarte periodista. Eso suponiendo que redactar insignificantes folletos, octavillas y cosas así merezca el nombre de periodismo.

Volví a pensar en el cuco. ¿Por qué no cantarán los cucos entrada la tarde?

—Y hay más. Sé cómo hacer hablar a la gente.

—No lo dudo —le respondí—. Sin embargo, necesitará tiempo, y hasta el final no hablaré. Y aunque hable, tal vez no lo diga todo. Usted no puede saber si me callo algo. ¿No es verdad?

Era un puro farol por mi parte, pero coherente con el curso de la conversación. Y, además, la incertidumbre que manifestaba el silencio que siguió a mis palabras era una prueba de que había dado en el blanco.

—Es interesante hablar contigo —dijo el hombre—. Tu falta de realismo resulta patética. Pero bueno, dejémoslo así. Hablemos de otra cosa.

Sacó una lupa del bolsillo y la puso sobre la mesa.

—Con esto puedes examinar la fotografía cuanto te plazca.

Sostuve la foto con la mano izquierda y, empuñando la lupa con la derecha, me puse a examinarla. Unos cuantos carneros estaban orientados en mi dirección, otros miraban hacia diferentes lugares y los restantes pastaban despreocupadamente. Recordaba una de esas instantáneas que reflejan el ambiente más bien aburrido de las típicas reuniones de antiguos alumnos. Fui localizando uno por uno a los carneros, observé el estado de la hierba, vi el bosque de abedules blancos del fondo, así como la cadena montañosa tras los árboles, y contemplé las nubes que flotaban a modo de mechones por el cielo. No había ni un solo detalle que se saliera de lo normal. Levantando mis ojos de la foto y de la lupa, miré al hombre.

—¿Has notado alguna cosa extraña? —me preguntó.

—Nada —le dije.

El hombre no dio muestras de desánimo.

—Creo que estudiaste biología en la universidad, ¿no es así? —inquirió el hombre—. ¿Qué es lo que sabes sobre carneros?

Other books

Wakening the Crow by Stephen Gregory
The Strange Attractor by Cory, Desmond
Always a McBride by Linda Turner
The Impossibly by Laird Hunt