Terminé de contar los billetes: había ciento cincuenta, los introduje de nuevo en el sobre y me lo metí en el bolsillo trasero del pantalón. En tanto, llegó la nueva cerveza. Una vez más, me comí el correspondiente platito de cacahuetes. Tras dar cuenta de él, me pregunté por qué comía tantos cacahuetes. No había más que una respuesta: tenía hambre, simplemente. Desde la mañana sólo había comido un trozo de tarta de frutas.
Llamé al camarero y le dije que me trajera el menú. No había tortilla, pero sí bocadillos. Le pedí uno de queso y pepinillos, y le pregunté qué tapas tenían. Me dijo que patatas fritas y variantes, y le encargué una ración doble de estos últimos. Y, a propósito, ¿no tendrían un cortaúñas? Naturalmente que sí. En los bares de los hoteles hay de todo. En cierta ocasión, en uno llegaron a prestarme un diccionario francés-japonés.
Me bebí la cerveza despacio; despacio contemplé la vista nocturna; despacio me corté las uñas sobre un cenicero. De nuevo contemplé el paisaje urbano, y apliqué la lima a mis uñas. De este modo la noche fue avanzando. En lo que respecta a matar el tiempo en la gran ciudad, soy un experto.
Unos altavoces empotrados en el techo empezaron a decir mi nombre. Así, de buenas a primeras, no sonaba como si fuera mío. Al cabo de unos segundos de terminarse la llamada, aquel nombre poco a poco fue asumiendo para mí las cualidades que lo caracterizaban como propio, y al fin, dentro de mi cabeza, aquel nombre se convirtió en mi nombre.
Levanté una mano como indicación al camarero. Éste me trajo hasta la mesa un auricular de teléfono inalámbrico.
—Hemos decidido una ligera modificación en los planes —me dijo una voz conocida—. La salud del jefe ha empeorado de pronto. No nos queda mucho tiempo. Así que se te va a adelantar la fecha tope.
—¿Cuánto, más o menos?
—Se reduce a un mes. No podemos esperar más tiempo. Si pasado un mes no aparece el carnero, todo se acabó para ti.
«Un mes»… pensé, dándole vueltas en mi cabeza. Sin embargo, había perdido por completo la noción del tiempo. Pensé que si era un mes, o si eran dos, daba exactamente lo mismo. Como, a fin de cuentas, no había nada establecido sobre el tiempo medio necesario para encontrar a un carnero, la cuestión no podía resolverse de un modo teórico.
—¡No debe haber sido fácil dar conmigo! —comenté, por decir algo.
—Aquí sabemos dar con casi todo —respondió el hombre.
—¡Menos con el paradero de un carnero! —exclamé.
—Ahí está el problema —dijo el hombre—. Así que espabílate, porque estás desperdiciando el tiempo. Más te vale considerar en qué situación te encuentras. Eres tú mismo quien se ha metido en este lío.
¡Cuánta razón tenía! Usé el primer billete del sobre para pagar la cuenta, tomé el ascensor y bajé a la calle. Allí, como siempre, había gente normal que caminaba con toda normalidad sobre los dos pies. Pero aquel espectáculo no me confortó gran cosa.
Al volver a mi apartamento, en el buzón tenía tres cartas, junto con el periódico vespertino. Una era del banco: un estado de cuentas. Otra era una invitación para una de esas reuniones sociales en que te mueres de aburrimiento. La tercera contenía propaganda de una tienda de coches usados; la había traído un mensajero, para darle carácter más personal. Llevaba escrita la frase: «Cómprese un coche de categoría, y toda su vida mejorará.» Mera propaganda para seducir al cliente. Junté las tres cartas, las rompí por la mitad y las tiré a la papelera.
Saqué un zumo del frigorífico y lo vertí en un vaso. Sentado a la mesa de la cocina, me lo fui bebiendo. Sobre la mesa encontré una nota que me había dejado mi amiga. «Salgo a comer. Volveré antes de las 9.30», decía. El reloj digital que tenía en la cocina señalaba las nueve y media. Mientras lo contemplaba, los números cambiaron al 31, y poco después al 32.
Cansado de mirar el reloj, me desnudé y me metí en la ducha, donde me lavé el pelo. En el cuarto de baño había cuatro clases de champú y tres clases de suavizante. Cada vez que ella iba al supermercado, traía toda suerte de productos nuevos, para probarlos. Así lo habitual al entrar en el baño era toparse con un producto nuevo. Había cuatro clases de crema de afeitar y cinco tubos de pasta dentífrica. Un buen surtido. Al salir del baño, me puse unos pantalones de deporte y una camiseta de manga corta; por fin se había esfumado aquella sensación de asco que me invadía, y me sentí limpio.
A las diez y veinte llegó mi amiga, cargada con una bolsa del supermercado. Siempre iba a comprar de noche. En la bolsa traía tres escobillas para retrete, una caja de clips sujetapapeles y un paquete de seis latas de cerveza bien frías. Se me brindaba la ocasión de beberme otra cerveza.
—Me he metido en un asunto de carneros —le dije.
—Ya te avisé —me contestó.
Sacamos unas salchichas enlatadas del frigorífico, las freímos en la sartén y nos las comimos. Me comí tres, y ella, dos. Por la ventana de la cocina entraba una fresca brisa nocturna. Le hablé de lo ocurrido en la empresa, y en el coche, y en la mansión…, del extraño secretario, del tumor sanguíneo y del rechoncho carnero con la marca de estrella en su lomo. Le hablé largo y tendido, y cuando terminé mi relato el reloj marcaba las once.
—Y eso es todo —concluí.
A decir verdad, no se mostró demasiado sorprendida. Mientras yo hablaba ella había aprovechado el tiempo para limpiarse las orejas, y también bostezó unas cuantas veces.
—Así que… ¿cuándo es la marcha?
—¿La marcha?
—¿No vas a ir en busca del carnero?
Con el dedo metido en la anilla, dispuesto a abrir mi segunda cerveza, alcé la cara para mirarla.
—No pienso ir a ningún sitio.
—Pero, si no vas, ¿no tomarán represalias?
—No lo creo. De todos modos, me estaba planteando dejar la empresa. Por mucho que me incordien, siempre encontraré algún trabajo que me dé de comer. No van a matarme, digo yo.
Sacó un nuevo bastoncillo de algodón de la cajita, y lo estuvo toqueteando un rato.
—No te entiendo. Todo lo que tienes que hacer es encontrar a un carnero y se acabó el problema. A lo mejor, hasta resulta divertido.
—Para jugar al escondite que no cuenten conmigo. Hokkaidô es mucho más extensa de lo que piensas, y, en cuanto a carneros, debe de haber cientos de miles. ¿Cómo me las voy a arreglar para encontrar a uno determinado? Imposible. Por más que el carnero de marras lleve el signo de la estrella estampado en el lomo.
—Hay cinco mil.
—¿Cinco mil qué?
—Ése es el número de carneros que hay en Hokkaidô. En 1947 había doscientos setenta mil, pero ahora no quedan más de cinco mil.
—Oye, ¿cómo estás tan enterada?
—Cuando te fuiste, corrí a la biblioteca pública a averiguarlo.
Dejé escapar un suspiro.
—¡De lo que no te enteres tú…!
—Nada de eso. Por desgracia, hay muchas cosas que no sé.
—¡Hum! —murmuré.
Abrí la segunda cerveza, y la repartí entre su vaso y el mío.
—En todo caso, no quedan más de cinco mil carneros en Hokkaidô; según las estadísticas gubernamentales. ¿Qué tal? Te sentirás aliviado, ¿no?
—Es lo mismo —dije—. Sean cinco mil o doscientos setenta mil, la cosa no cambia mucho, digo yo. El problema sigue siendo encontrar un carnero dentro de un inmenso territorio. Y para colmo, no tenemos ni una sola pista.
—No es verdad eso de que no tengamos ni una pista. Para empezar, tienes la foto, y puedes recurrir a ese amigo tuyo, ¿no? Por cualquiera de las dos vías, seguro que das con algo.
—Esas dos vías no son más que pistas muy vagas. El paraje donde se hizo la foto no tiene nada que lo distinga, y en cuanto al Ratón, hasta los matasellos de sus cartas son ilegibles.
Ella bebió un sorbo de su cerveza, y yo la imité.
—¿No te gustan los carneros? —me preguntó.
—¡Claro que me gustan! —le respondí. La cabeza empezó de nuevo a darme vueltas—. Así y todo, he decidido no ir —proseguí. En realidad, dije esto para tratar de convencerme a mí mismo, pero no lo conseguí.
—¿Quieres un poco de café?
—Buena idea —asentí.
Mi amiga retiró las latas vacías de cerveza y los vasos, y puso agua en la tetera. Mientras el agua se calentaba, se fue a escuchar unas casetes a la habitación de al lado. Era una serie de temas cantados por Johnny Rivers: «Midnight Special», seguido de «Roll over Beethoven» y «Secret Agent Man». Cuando el agua hirvió, echó el café, mientras cantaba a una con la cinta «Johnny B. Goode». Entretanto, yo leía el diario de la tarde. Era una escena de lo más familiar. De no ser por el dichoso carnero, me habría sentido la mar de feliz.
Hasta que se escuchó el característico chasquido del final de la cinta, permanecimos callados bebiendo café y masticando unas galletas. Yo seguía leyendo el diario vespertino. Cuando ya no me quedó ninguna columna por leer, volví a empezar. Entre otras cosas, en tal sitio habían dado —por lo visto— un golpe de Estado, en tal otro murió una estrella de cine, más allá se hablaba de un gato acróbata… Asuntos todos ellos que no me importaban un comino. Mientras tanto, Johnny Rivers seguía cantando. Terminada la cinta, doblé el periódico y la miré.
—Estoy confuso. Desde luego, tal vez sea mejor ir en busca del famoso carnero, aunque probablemente será una búsqueda inútil. Pero, por otro lado, no me gusta que me den órdenes y me amenacen; que me acosen, en fin.
—Pero ocurre que todo el mundo, unos más y otros menos, vive sujeto a órdenes, amenazas y acosos. Incluso puede resultar beneficioso para nosotros encontrar al carnero.
—Tal vez tengas razón —le dije, al cabo de un rato.
Seguía limpiándose metódicamente los oídos. De vez en cuando, entre sus cabellos asomaban los opulentos lóbulos de sus orejas.
—Hokkaidô está preciosa en esta época del año. Los turistas son escasos, el clima es bueno, y, en cuanto a los carneros, pastan en campo abierto. Una espléndida estación…
—… me imagino —completé.
—En caso de que… —empezó a decir, entre bocado y bocado de galleta—, en caso de que me quieras llevar contigo, creo que te podré ayudar.
—¿Por qué estás tan interesada en la búsqueda del carnero?
—Porque me gustaría verlo.
—Es posible que este asunto del carnero me cause innumerables sinsabores. No me gustaría que te vieras metida en algún lío.
—No me importa. Tus problemas son mis problemas. —Y esbozó una sonrisa para decir—: Me caes muy bien, ¿sabes?
—Gracias —le dije.
—¿Eso es todo?
Cerré el periódico y lo empujé hacia un extremo de la mesa. La leve brisa que se colaba por la ventana se llevó el humo de mi cigarrillo Dios sabe adónde.
—Hablando con franqueza, este asunto no me gusta. Me huelo que hay gato encerrado.
—¿Dónde?
—Desde el principio hasta el fin —respondí—; todo este asunto del carnero es absurdo, pero sus detalles parecen obedecer a algún designio y, para colmo, cada pieza encaja perfectamente. Me da mala espina.
Ella, sin responder palabra, cogió una goma para el cabello que estaba encima de la mesa y se entretuvo jugueteando con ella entre sus dedos.
—Y, por otra parte, ¿qué ocurrirá si lo encontramos? Si, como dijo aquel hombre, ese carnero es algo tan especial, tal vez entonces empiecen los verdaderos problemas.
—Los verdaderos problemas ya han empezado para tu amigo. Porque si no, no te habría mandado esa fotografía.
Tenía razón. Había puesto mis cartas sobre la mesa, y había perdido todas las jugadas. Me daba la impresión de que el mundo entero podía leerme a placer la palma de la mano.
—Parece que no queda más remedio que ir —exclamé, dándome por vencido.
Ella sonrió.
—Seguro que será lo mejor —me dijo—. En cuanto al carnero, creo que no habrá ninguna dificultad para encontrarlo.
Terminó el aseo de sus orejas. Envolvió los bastoncillos de algodón, hechos un haz, en un pañuelo de papel, y lo tiró todo. Tomó en sus manos la goma para el cabello y se lo recogió hacia atrás, dejando las orejas a la vista. El ambiente de la habitación cambió como por arte de magia.
—Vámonos a la cama —me dijo.
Al despertarme, eran las nueve de la mañana. Mi amiga se había marchado. Seguramente salió a almorzar y luego volvió a su apartamento. No había dejado ninguna nota. En el lavabo colgaban uno de sus pañuelos y su ropa interior, secándose.
Saqué del frigorífico un zumo de naranja y metí en el tostador pan de tres días atrás. El pan sabía a yeso. A través de la ventana de la cocina se veían las adelfas del jardín de la casa vecina. En la lejanía alguien hacía prácticas de piano. Debía de ser un principiante, porque su música me recordó el chirrido de una puerta metálica mal engrasada. Tres palomas regordetas, posadas en un poste de la luz, zureaban tontamente. Bueno, tal vez aquel canto tuviera sentido para ellas. Podía ser que se quejaran de ampollas en las patas, y a eso obedecieran sus clamores. Desde el punto de vista de las palomas, tal vez fuera yo el que hacía cosas sin sentido.
Cuando engullí las dos duras tostadas, ya no se veía ninguna paloma sobre el poste de la luz, que parecía desnudo por comparación con las adelfas. De todos modos, era domingo por la mañana. La edición dominical del periódico traía una foto en color de un caballo saltando sobre un seto. Montaba el caballo un jinete paliducho cubierto con gorra negra, el cual fijaba su mirada, llena de disgusto, en la página de al lado. En la página de al lado se explicaba por extenso todo lo referente al cultivo de las orquídeas. Las orquídeas cuentan con cientos de variedades, y cada una de ellas tiene su propia historia. Se dice que un príncipe dio su vida por las orquídeas. Hay en las orquídeas cierto matiz evocador del destino. El artículo estaba lleno de frases así. Todas las cosas tienen su filosofía y su sino ineluctable.
Debido a mi resolución de ir en busca del carnero, me sentía la mar de animado. Tenía la sensación de que la energía vital me circulaba hasta la punta misma de los dedos. Era la primera vez que me encontraba tan lleno de optimismo desde que pasé de los veinte años. Eché los platos en el fregadero, di al gato su desayuno y luego marqué el teléfono del hombre de negro. Al sexto timbrazo, me contestó.
—Espero no haberlo despertado —le dije.
—No hay por qué preocuparse. Suelo levantarme temprano —dijo el hombre—. ¿Qué hay?