La caza del carnero salvaje (18 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
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El hombre lanzó un suspiro.

—Te he hablado con toda sinceridad —dijo—. Por eso exijo que me hables con franqueza.

—Creo que no debo decírselo. Si lo hiciera, tal vez acarrearía algún perjuicio a la persona que me proporcionó la fotografía.

—Así que —añadió él— tienes motivos para suponer que esa persona puede sufrir algún perjuicio a causa de la foto del carnero.

—No tengo ningún motivo, sólo es intuición. Aquí tiene que haber trampa. He estado pensándolo todo el rato mientras usted hablaba. Aquí tiene que haber por fuerza alguna trampa. Me lo dice un sexto sentido.

—Y por eso no quieres hablar.

—Claro —le contesté, y me quedé pensativo un momento—. Sé que hay muchas maneras de fastidiar a la gente, y también sé los métodos que se emplean para ello, pueden ser extremadamente sutiles. Así pues, trato de evitar que la gente me cause perjuicios. Y por eso no me gusta causarlos. Sin embargo, comprendo que usted no se dará por satisfecho con mi silencio y, a la larga, tanto yo como mi informador podemos salir perjudicados. A pesar de todo, no quiero ser yo quien lleve las cosas por ese camino voluntariamente. Es una cuestión de principios.

—No acabo de entenderte —me contestó.

—Lo que intento decirle es que la mediocridad puede tener diversas formas.

Me puse un cigarrillo entre los labios y lo encendí con el encendedor que tenía en la mano. Inhalé el humo. Así me sentí un poco aliviado.

—Si no quieres hablar, allá tú —dijo el hombre—. Pero tendrás que ir en busca del carnero. Éstas son nuestras condiciones: si en dos meses, a partir de hoy, logras dar con el carnero, te gratificaremos con la recompensa que pidas; pero si no logras dar con él, tanto tú como tu empresa estaréis acabados. ¿De acuerdo?

—Creo que no me queda otra opción —respondí—. Pero ¿y si resultara que no existe el tal carnero con la impronta de la estrella en su lomo, y todo se hubiera debido a un error?

—El resultado no cambia. Ni para ti ni para mí. No hay más alternativa que encontrar al carnero o no. Sin términos medios. Lo siento por ti, pero, como ya te dije antes, eres tú quien ha limitado su margen de maniobra. Una vez que te has hecho con el balón, no te queda más remedio que correr hacia la portería, incluso si no hay tal portería. ¿Lo entiendes?

—Ya —le contesté.

El hombre sacó un grueso sobre del bolsillo de su chaqueta y me lo puso delante.

—Puedes usarlo para los gastos —me dijo—. Si no te bastara, llama por teléfono. Al punto se te enviará más. ¿Alguna pregunta?

—Pregunta, no; pero sí tengo un comentario.

—¿De qué tipo?

—En su conjunto, este asunto es tan absurdo que resulta increíble; sin embargo, al oírselo contar, parecía como si hubiese en él algo de verdad. Desde luego, aunque explicara por ahí todo lo que me ha dicho, nadie me creería.

El hombre torció levemente el labio. A su manera, sonreía.

—Mañana, sin más dilación, empiezas la búsqueda. Como te he dicho, tienes dos meses,
a partir de hoy.

—La tarea es difícil. Puede que no baste con dos meses, tratándose, como se trata… se trata, de encontrar un carnero en un territorio inmenso.

El hombre me miró fijamente sin decir palabra. Tuve la sensación de que aquella mirada me convertía en algo así como una piscina vacía. Una piscina vacía, sucia, agrietada, que probablemente pronto será demolida. Estuvo treinta segundos largos mirándome a la cara sin pestañear. Luego, abrió parsimoniosamente los labios:

—Más valdría que te fueras —dijo.

—Lo mismo opinaba yo, por cierto.

3. El coche y su conductor (II)

—¿Vuelve a su oficina? ¿O desea que le lleve a algún otro lugar? —me preguntó el conductor.

Era el mismo conductor del viaje de ida, aunque ahora se mostraba más afable. Su carácter, por lo visto, era comunicativo.

Tumbado sobre el cómodo asiento del coche, me puse a pensar adónde me convendría ir. No tenía la menor intención de volver a la oficina. Sólo de pensar en dar explicaciones a mi socio me entraba dolor de cabeza —¿qué diablos podría explicarle?—, y, además, estaba de vacaciones. Tampoco me animaba a coger el camino de casa. Una voz interior me decía que antes de volver a casa necesitaba pasar un rato en un ambiente normal, donde gente normal caminara con toda normalidad sobre dos pies.

—A la salida oeste de la estación de Shinjuku —le dije al chófer.

Debido en parte a la hora vespertina, la autovía que llevaba a Shinjuku estaba terriblemente congestionada. Llegó un momento en que los automóviles, como si hubieran lanzado un ancla a tierra, se quedaron prácticamente inmovilizados. De vez en cuando, como mecidos por una ola, se desplazaban unos centímetros. Durante un rato estuve pensando en la velocidad de rotación de la Tierra. ¿A cuántos kilómetros por hora estaría girando, por cierto, la superficie de aquella autovía en el espacio cósmico? Traté de hacer un cálculo aproximado, en números redondos, y acabé preguntándome si aquella velocidad sería mayor o menor que la de esas tazas de café que giran sobre sí mismas en los parques, de atracciones. Hay muchísimas cosas que desconocemos, por más que presumamos de saber un poco de todo. Si unos extraterrestres se acercaran a preguntarme «Oye tú, ¿a cuántos kilómetros por hora gira el ecuador?», me pondrían en un aprieto. Quizá ni siquiera supiese darles razón de por qué el miércoles viene tras el martes. ¿Se reirían de mí? He leído tres veces
Los hermanos Karamazov
y
El Don apacible.
También he leído, una vez,
La ideología alemana.
Y puedo dar hasta la decimosexta cifra del número
pi
. Con todo, ¿se reirían de mí? Probablemente sí. Se morirían de risa.

—¿Desea escuchar un poco de música? —me preguntó el chófer.

—No estaría mal —le respondí.

Una balada de Chopin comenzó a inundar el interior del coche. Me sentí transportado a la sala de recepción de unos de esos pabellones que se alquilan para celebrar bodas.

—Oiga —le pregunté al chófer, por matar el rato—. ¿Conoce el número
pi
?

—¿Esa cantilena de tres, catorce, etcétera?

—Eso. ¿Cuántas cifras puede darme a partir de la coma de los decimales?

—Sé hasta treinta y dos cifras —me respondió el conductor, como si tal cosa—. Pasando de ahí, ya…

—¿Treinta y dos?

—Sí. Conozco algunos truquillos de mnemotecnia. ¿Por qué?

—No, dejémoslo —le contesté con el alma en los pies—. Era una tontería.

Durante unos instantes escuchamos a Chopin, mientras el coche avanzaba unos diez metros. Los conductores de otros automóviles, así como los pasajeros de los autobuses, contemplaban fijamente aquel vehículo fantasmal en que viajábamos. Por más que supiéramos que, al estar equipado nuestro coche con lunas especiales, nadie podía vernos desde fuera, eso de que la gente fijara en nosotros su mirada no dejaba de ser desagradable.

—La cosa está bastante congestionada, ¿eh? —dije.

—Desde luego —respondió el chófer—. Sin embargo, al igual que no hay noche sin aurora, tampoco hay embotellamiento sin fin.

—Seguro —confirmé—. Pero ¿no se siente irritado al tener que ir tan despacio?

—Por descontado. Me irrita, me contraría… Especialmente, cuando tengo prisa. Sin embargo, me digo que es una más de las pruebas por las que tenemos que pasar, y que irritarse no arregla nada.

—Suena a una interpretación bastante religiosa de los embotellamientos.

—Soy cristiano. No frecuento la iglesia, pero soy cristiano.

—Ya… —rezongué—. Oiga, ¿no habrá cierta contradicción entre ser cristiano y ser chófer de una personalidad de extrema derecha?

—El jefe es una gran persona. De entre las que he tratado hasta ahora, es la mejor, después de Dios.

—¿Usted ha tenido trato con Dios?

—Naturalmente. Cada noche le llamo por teléfono.

—Sin embargo… —empecé a decir, pero me vi asaltado por la perplejidad. La cabeza empezaba a alborotárseme otra vez—. Si todo el mundo se pone a llamar a Dios, habrá una saturación de líneas, y siempre estará comunicando, como, por ejemplo, el servicio de información telefónica al mediodía.

—No hay que preocuparse por eso. Dios es, digamos, una presencia simultánea. Y así, aunque un millón de personas le llame a la vez, Dios habla a la vez con un millón de personas.

—No entiendo mucho de esas cosas, pero ¿está esa interpretación dentro de la ortodoxia? Es decir, desde un punto de vista teológico.

—Soy de los radicales. Por eso no me llevo demasiado bien con la Iglesia.

—Ya —le dije.

El coche avanzó unos cincuenta metros. Cuando, tras llevarme un cigarrillo a los labios, fui a encenderlo, caí en la cuenta de que había mantenido agarrado el encendedor entre mis manos. Me había venido, sin advertirlo, con aquel Dupon del emblema del carnero grabado que el hombre me enseñó. Aquel encendedor de plata se me adaptaba a la mano como un guante, como si lo tuviera allí de nacimiento. Tanto su peso como su tacto eran irreprochables. Tras pensarlo un poco, decidí quedármelo. Porque desaparezca un encendedor, o incluso dos, nadie va a poner el grito en el cielo. Después de levantar y cerrar dos o tres veces la tapa, encendí el cigarrillo y me metí el encendedor en el bolsillo. Acto seguido, y a cambio de él, dejé caer mi Bic desechable en el compartimiento interior de la puerta.

—Me lo dio el jefe hace unos años —dijo de pronto el chófer.

—¿Qué le dio?

—El número de teléfono de Dios.

Lancé un suspiro imperceptible. ¿Me había vuelto loco? ¿O más bien los locos eran ellos?

—¿Se lo dio sólo a usted, y de modo reservado?

—Así es. Sólo me lo dio a mí, y reservadamente. Es una excelente persona. ¿Le gustaría tenerlo?

—Si es posible… —respondí.

—Bien, pues se lo daré. Es el número de Tokio 945…

—Espere un momento —le dije. Saqué mi agenda y mi bolígrafo, y apunté el número—. Oiga, ¿seguro que puede dármelo?

—¡Claro! No es que se lo dé a todo el mundo, pero usted parece buena persona.

—Muchas gracias —le dije—. Pero ¿de qué se le puede hablar a Dios? Yo ni soy cristiano ni…

—No creo que eso sea mayor problema. Basta con que le diga abiertamente lo que piensa, lo que le preocupa. Por muy absurdo que sea lo que le diga, Dios nunca se aburrirá, ni se burlará de usted.

—Gracias. Le telefonearé un día de éstos.

—¡Estupendo! —exclamó el chófer.

Los coches empezaron a rodar con más fluidez, y los altos edificios de Shinjuku se fueron acercando. Hasta llegar a mi destino no volvimos a hablar.

4. Fin del verano,
comienzo del otoño

Cuando el coche llegó a mi destino, la ciudad ya estaba envuelta en la luz añil del crepúsculo. Una brisa que anunciaba el final del verano se deslizaba por entre los edificios y agitaba las faldas de las chicas que volvían del trabajo; el rítmico taconeo de sus sandalias resonaba sobre el pavimento de las aceras.

Subí al último piso de uno de los hoteles más altos, entré en el espacioso bar y pedí una cerveza. Pasaron diez minutos hasta que me la trajeron.

Mientras esperaba, apoyé el codo sobre el brazo de mi butaca y dejé reposar la cabeza sobre la palma de mi mano; luego entorné los ojos. No pude concentrarme en mis pensamientos. Al cerrar los ojos, percibí el ruido que hacían centenares de duendes que barrían con sus escobas el interior de mi cerebro. Barrían y barrían sin que, al parecer, tuvieran intención de parar. A ninguno de ellos se le ocurrió usar un recogedor.

Cuando me trajeron por fin la cerveza, me la bebí de un par de tragos, y engullí en un santiamén los cacahuetes que me habían servido como acompañamiento en un platito. Ya no oía el ruido de las escobas. Me metí en la cabina telefónica, situada junto a la recepción, y llamé a mi amiga, la de las maravillosas orejas. No estaba en su casa, ni en la mía. Quizá había salido a cenar. Nunca comía en casa.

A continuación marqué el número del nuevo apartamento de mi ex esposa. Pero tras un par de timbrazos, lo pensé mejor y colgué el auricular. La verdad, no tenía nada importante que decirle, y no quería que me tomara por tonto. Aparte de eso, no tenía a quién llamar. En una ciudad donde pululan más de diez millones de seres humanos, sólo había dos personas a quienes pudiera llamar. Y, para colmo, estaba divorciado de una de ellas. Hastiado, volví a meterme en el bolsillo la moneda de diez yenes y salí de la cabina telefónica. A un camarero que pasaba le pedí dos cervezas más.

De este modo, el día se fue acercando a su fin. Tenía la impresión de que desde mi nacimiento no había pasado ni un solo día tan sin sentido como aquél. Para ser el último día del verano, podía haberse presentado con otro color. Sin embargo, no hice más que recibir sobresaltos e ir de un lado para otro, mientras el día se iba acercando a su fin. Más allá de la ventana se esparcían las tinieblas que preludiaban el otoño. Sobre la superficie de la ciudad se veían hileras de lucecitas amarillas, que se extendían hasta perderse de vista. Contempladas desde lo alto, parecían estar esperando que alguien les plantara el pie encima.

Por fin me trajeron las cervezas. Tras dar cuenta de una de ellas, me volqué sobre la palma de la mano los dos platitos de cacahuetes, y me los fui comiendo ordenadamente. En la mesa vecina, cuatro mujeres de mediana edad, que acababan de salir de unas clases de natación en la piscina, charloteaban de todo lo habido y por haber mientras se tomaban unos cócteles tropicales de variados colores. Un camarero aguardaba en actitud de firmes y de vez en cuando giraba el cuello para bostezar. Otro camarero explicaba el menú a un matrimonio americano. Me comí todos los cacahuetes y me bebí mi tercera cerveza hasta la última gota. Tras engullir tres cervezas, ya no me quedaba nada que hacer.

Saqué el sobre que me había dado el hombre del bolsillo trasero de mis pantalones, lo abrí y conté los billetes de diez mil yenes que había dentro. Aquel fajo de billetes nuevos, envueltos en una banda de papel, más que dinero parecía una baraja. Cuando casi había contado la mitad de los billetes, sentí punzadas de dolor en las manos. Estaba en el número noventa y seis cuando vino un camarero de cierta edad, retiró las botellas vacías y preguntó si me traía otra. Asentí en silencio, mientras seguía contando billetes. El camarero parecía del todo indiferente al hecho de que yo tuviera en mis manos tanto dinero.

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