—¿Sugiere que el prolongado insomnio dificultó la circulación sanguínea en el cerebro de su jefe, que a su vez provocó la formación del tumor?
—Eso es lo que dice el sentido común. Y ya que se le ocurre a quien, como tú, es lego en la materia, no creo que se le pasara por alto al equipo médico del ejército americano. Sin embargo, eso no basta para explicarlo todo. Creo que tuvo que intervenir otro factor, un factor esencial, del que la formación del tumor sanguíneo no sería más que una secuela. Piensa que mucha gente padece tumores sanguíneos sin que tenga esos síntomas. Aparte de que el insomnio no explica por qué el jefe sigue con vida.
Las palabras de aquel hombre tenían su lógica.
—En relación con el tumor sanguíneo, hay algo más. Resulta que, a partir de la primavera de 1936, puede decirse que el jefe volvió a nacer, ya que su personalidad cambió por completo. Hasta entonces no era, por decirlo con franqueza, más que un mediocre activista de extrema derecha. Tercer hijo varón de una pobre familia campesina de Hokkaidô, a los doce años se fue de casa y pasó a Corea; pero como allí tampoco le fueron bien las cosas, volvió a la metrópoli e ingresó en un grupo de extrema derecha. Era el típico agitador que tiene más coraje que cerebro y siempre está dispuesto a liarse a garrotazos. Y su nivel cultural no era de los más elevados. Sin embargo, en el verano de 1936, justo después de salir de la cárcel, el jefe se convirtió en uno de los líderes destacados de la extrema derecha, con todo lo que esto significa. Tenía carisma para ganarse las voluntades, una ideología rigurosa, un verbo incisivo capaz de suscitar reacciones apasionadas, visión política para prever el futuro, capacidad de decisión y, por encima de todo, una extrema habilidad para penetrar en el corazón de las masas y manipular la sociedad en provecho propio.
El hombre tomó aliento y carraspeó levemente.
—Como es natural —añadió—, sus teorías como pensador de extrema derecha, y su manera de ver el mundo, eran más bien pueriles. Eso, sin embargo, era lo de menos. La cuestión esencial era si le servirían para hacerse con el poder gracias a la organización que le permitieron crear. Más o menos de la misma manera como Hitler impuso a nivel estatal las vulgares teorías no menos pueriles del espacio vital y la superioridad de una raza. El jefe, sin embargo, no tomó esa dirección. Prefirió dar un rodeo y seguir un camino secreto, un camino de sombras. Sin dar la cara abiertamente, movía los hilos de la sociedad entre bastidores. Con ese propósito marchó, en 1937, a China. Con todo…, bueno; dejémoslo ahí. Volvamos al tema del tumor sanguíneo. Lo que quiero decir es que la formación del tumor y la extraordinaria transformación del jefe son hechos que ocurrieron a la vez.
—Según su hipótesis —dije—, entre el tumor sanguíneo y la insólita transformación que experimentó su jefe no media una relación de causa efecto, sino que ambas situaciones se dieron en paralelo, y detrás de ellas hay un enigmático factor.
—Eres despierto para captar las cosas —me respondió—: claro y conciso.
—Y a todo esto, ¿dónde entra en juego el carnero?
El hombre sacó un segundo cigarrillo de la caja de tabaco, lo preparó golpeando con la punta de una uña uno de los extremos, y se lo puso entre los labios. Pero no lo encendió.
—Todo a su tiempo —dijo.
Durante unos instantes, hubo de nuevo un pesado silencio.
—Hemos edificado un reino —prosiguió—, un poderoso reino subterráneo. Controlamos todo lo que te puedas imaginar: el mundo de la política, el de las finanzas, los medios de comunicación de masas, la burocracia, la cultura… y muchas cosas más, de las que no puedes ni hacerte idea. Incluso ambientes que nos son hostiles. Desde el poder hasta la oposición. Esos colectivos, en su gran mayoría, ni siquiera se han dado cuenta de que trabajan para nosotros. Nuestra organización, en suma, es terriblemente compleja. Esta organización la creó el jefe después de la guerra, él solo. Como si dijéramos, él lleva el timón de la inmensa nave del Estado. Bastaría con que le quitara un tapón al casco para que el barco se fuera a pique. Antes de que los pasajeros se percataran de lo que había pasado, se verían con el agua al cuello, ¿comprendes?
Entonces, el hombre encendió su cigarrillo.
—Con todo, esta organización tiene un límite: la muerte del rey. Si el rey muere, el reino se derrumba. Porque el reino fue edificado gracias al temperamento genial del jefe, y así se ha venido manteniendo hasta hoy. De acuerdo con mi hipótesis, esto equivale a decir que se ha edificado y mantenido gracias a un misterioso factor. Cuando el jefe muera, todo morirá, todo se acabará. Y eso ocurrirá, porque nuestra organización no es burocrática, sino una máquina perfecta con un cerebro en su cumbre. Ahí está la razón de la fuerza de nuestra organización, y, al mismo tiempo, la causa de su debilidad… Estaba, diríamos mejor. Tras la muerte del jefe, la organización se desmembrará antes o después y, como el Valhalla al incendiarse, se hundirá cada vez más en el océano de la mediocridad. No hay nadie capacitado para coger el relevo del jefe, y la organización se desmembrará; será algo parecido a lo que ocurre cuando se derriba un gran palacio para que en su solar alguna cooperativa levante bloques de viviendas. Un mundo uniforme y estático, donde la voluntad no cuenta para nada. Aunque tal vez pienses que será positivo que desaparezca nuestra organización. En este caso, sólo te pido una cosa: trata de imaginarte que todo Japón hubiera sido allanado, un terreno liso, sin montañas, sin playas, sin lagos…, donde se alzaran fila tras fila de uniformes bloques de viviendas. ¿Te gustaría eso?
—No lo sé —dije—. No estoy seguro de que ésta sea la manera adecuada de exponer el problema.
—Eres listo, desde luego —dijo el hombre, que cruzó las manos sobre las rodillas y se puso a tamborilear con la punta de los dedos a ritmo lento—. Lo que he dicho de las cooperativas de viviendas —prosiguió—, era sólo una metáfora, naturalmente. Hablando con más propiedad, nuestra organización se divide en dos partes: una que avanza y otra que proporciona a ésta los medios para cumplir su cometido. Hay diversas partes menores que realizan determinadas funciones, pero las primeras son las que cuentan de verdad. Las otras no son fundamentales. La parte que avanza es la «voluntad», y la que le proporciona los medios es la «tesorería», la que recibe las ganancias. Cuando la gente habla de lo que ocurrirá si muere el jefe, piensa en la «tesorería», exclusivamente. Y será esa «tesorería» la que provocará el desmembramiento de nuestra organización en cuanto se muera. La «voluntad» no tendrá aspirantes que la pretendan, pues no hay nadie que la entienda. Éste es el sentido que doy a la palabra desmembración. La «voluntad» no admite desmembración ni reparto. Ha de transmitirse al ciento por ciento, o bien extinguirse por completo.
Los dedos del hombre seguían tamborileando lentamente sobre sus rodillas. Por lo demás, su aspecto era el mismo que tenía al principio: una mirada evasiva, una pupila fría, un semblante correcto e inexpresivo. Aquella cara había estado vuelta hacia mí, sin cambiar de ángulo, durante toda la entrevista.
—¿Qué es para usted la «voluntad»? —pregunté intrigado.
—Es el concepto que gobierna tanto el espacio como el tiempo como lo posible.
—No lo entiendo.
—Naturalmente. Nadie es capaz de entenderlo. Sólo el jefe, que lo comprendía de un modo instintivo. Profundizando, diría que este concepto viene a ser una negación del conocimiento de sí mismo. Es la condición indispensable para que sea posible la más radical de las revoluciones. Una revolución…, ¿cómo podría explicártelo?, que haría del capital un elemento integrante del trabajo, y de éste un elemento integrante de aquél.
—Un poco fantástico, ¿no?
—Todo lo contrario. Precisamente lo fantástico es el conocimiento —me contestó con energía—. Como es natural, todo lo que te estoy diciendo son meras palabras. Por mucho que lo intentara, no alcanzaría a explicarte, por ejemplo, cómo es la «voluntad» del jefe. Mi explicación no pasaría de ser una muestra de la interrelación que media entre esa «voluntad» y yo, expresada con otra interrelación distinta, de orden lingüístico. La negación del conocimiento lleva aparejada la negación de la palabra. Cuando pierden sentido el conocimiento de sí mismo y la continuidad evolutiva, los dos pilares del humanismo europeo occidental, la palabra pierde sentido a su vez. La existencia no depende del individuo, sino del caos. El ser que eres tú no es tal ser individual. Es caos, y nada más. La existencia es comunicación; y la comunicación, existencia.
De repente, la habitación pareció helarse, y tuve la sensación de que a mi lado estaban preparando una cama calentita. Alguien me invitaba a meterme en ella. Sin embargo, aquello era una alucinación, claro. Estábamos en septiembre, y fuera las cigarras seguían cantando.
—La ampliación de la conciencia que vuestra generación llevó a cabo, o trató de llevar a cabo, a fines de los años sesenta, terminó en un rotundo fracaso, precisamente por estar basada en lo individual. Es decir, cuando se trata de ampliar la conciencia sin que se opere un cambio sustancial en los individuos, a fin de cuentas se cae en la desesperación. Y eso es, ni más ni menos, la mediocridad a la que me refería antes. No obstante, por mucho que te lo explique, no lo vas a comprender. Y no es que espere que lo entiendas. Sólo me esfuerzo por ser honesto contigo.
»Pasando al tema del dibujo que hace poco te entregué, es una copia del que se conserva archivado en el historial clínico del hospital militar americano. Está fechado el 27 de julio de 1946. Es un dibujo que hizo el jefe, a petición de los médicos, para plasmar sus alucinaciones. Según el testimonio de los archivos médicos, este carnero se le aparecía al jefe con muchísima frecuencia en sus alucinaciones. Para precisar, aproximadamente un ochenta por ciento de las veces. Es decir: hasta cuatro de cada cinco veces que sufría alucinaciones, el carnero formaba parte de ellas. Y no se trataba de un carnero vulgar y corriente, sino de este carnero de tono castaño que lleva una estrella en el lomo.
»Por otra parte, el emblema del carnero que va grabado en ese encendedor lo usó el jefe, como su sello personal, a partir de 1936. Me imagino que ya te habrás dado cuenta: el carnero de ese emblema coincide totalmente con el del dibujo que se conservó archivado en el historial clínico. Y, por si fuera poco, coincide también con el carnero de la foto que tienes ante ti. ¿No te parece muy curiosa tal circunstancia?
—Será por pura y simple casualidad —dije.
Traté de dar a mis palabras un tono despreocupado, pero no tuve mucho éxito, formalmente.
—Aún hay más —continuó el hombre—. El jefe recopilaba con gran interés cualquier información que pudiera llegarle, tanto de nuestro país como del extranjero, relacionada con carneros. Una vez por semana, dedicaba unas horas a revisar personalmente las informaciones relativas a carneros aparecidas en los periódicos y revistas publicados aquella semana en Japón. Yo lo ayudaba siempre en esa tarea. El jefe se lo tomaba muy a pecho. Como si buscara algo concreto, ésa es la verdad. Y una vez que el jefe cayó enfermo, tomé personalmente a mi cargo ese quehacer. Resultaba intrigante. ¿Por qué tenía tanto interés el jefe? Y entonces apareciste tú. Tú y tu carnero. Se mire como se mire, no puede considerarse una mera casualidad.
Sopesé el encendedor. Tenía un peso en verdad agradable. Ni demasiado pesado, ni demasiado ligero. Parecía increíble que en este mundo existiera un objeto tan bien equilibrado.
—¿Tienes idea de por qué el jefe se tomó con tanto empeño la búsqueda del carnero?
—No —le respondí—. Sería más sencillo preguntárselo a él.
—Si se le pudiera preguntar, sí. Pero desde hace un par de semanas, está inconsciente. Es de temer que no recobre el sentido. Y si el jefe muere, morirá con él el secreto de ese carnero que lleva la impronta de una estrella en el lomo, quedará para siempre enterrado en las tinieblas. Es algo a lo que no puedo resignarme. No por las pérdidas o ganancias que pueda reportarme a nivel personal, sino por razones mucho más trascendentales.
Levanté la tapa del encendedor; dándole a la ruedecilla, lo encendí. A continuación, cerré la tapa.
—Tal vez estés pensando que lo que te digo es una sarta de tonterías. Sin embargo, me gustaría que comprendieras que es todo lo que nos queda. El jefe muere. Y con él se muere esa «voluntad» única. En consecuencia, cuanto rodea a su «voluntad» se extinguirá con él. Después sólo quedará lo que se pueda contar en cifras. Nada más. Así que necesito dar con ese carnero.
Por primera vez, mi interlocutor cerró los ojos durante unos segundos, breve intervalo en el que se mantuvo silencioso.
—Se me ha ocurrido una hipótesis. No es más que eso, desde luego. Si no te gusta, olvídala. Creo que ese carnero es, ni más ni menos, la matriz de la «voluntad» del jefe.
—Eso suena a cuento de hadas —dije. Pero no me prestó atención.
—Sospecho que el carnero se metió dentro del jefe. Tal vez fue eso lo que ocurrió en 1936. A partir de entonces, y durante más de cuarenta años, el carnero ha vivido dentro del jefe. Es posible que allí haya una pradera y unos abedules blancos. Justamente como en esa fotografía. ¿Qué te parece?
—Me parece una hipótesis más bien pintoresca —le dije.
—Es que es un carnero especial. Muy especial. Me he propuesto dar con él, y para eso necesito tu ayuda.
—Y entonces ¿qué?
—Pues… no sé. Quizá ya no se pueda hacer nada, o tal vez las posibles soluciones desborden con mucho mi capacidad. En tal caso, se acabarían todas mis esperanzas. Pero si por casualidad ese carnero deseara algo para volver, haría todo cuanto estuviera en mi mano por conseguírselo. Si el jefe se muere, mi vida ya no tendrá sentido.
Tras decir esto, guardó silencio. También yo estaba callado. Tan sólo las cigarras seguían cantando. Murmuraba la arboleda del jardín al rozarse sus innumerables hojas, movidas por el viento del crepúsculo. El interior de la casa seguía sumido en el silencio. Era como si los gérmenes de la muerte pulularan por la mansión igual que una fatal epidemia. Trataba de imaginarme la pradera en el interior de la cabeza del jefe. Una inacabable pradera de hierba agostada, que el carnero había abandonado en busca de mejores pastos.
—Insisto una vez más: dime cómo te has hecho con esa fotografía.
—No puedo —le contesté.