La caza del carnero salvaje (25 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Me bebía siete tazas de café al día, y orinaba cada hora. Poco a poco, fui perdiendo el apetito.

—¿Y si pusieras un anuncio en el periódico? —me sugirió mi amiga—. Un aviso pidiendo a tu amigo que se ponga en contacto contigo.

—No es mala idea —le dije.

Aparte que diera o no resultado, sería mucho mejor que perder el tiempo de aquella manera.

Recorrí las oficinas de cuatro periódicos, donde encargué que en la edición matinal del día siguiente incluyeran el siguiente aviso de tres líneas:

AL RATÓN. URGENTE.

PÓNGASE EN CONTACTO CON

HOTEL DEL DELFÍN, HABITACIÓN 406.

Durante los dos días siguientes, me recluí en la habitación del hotel, a esperar junto al teléfono. Éste sonó tres veces el día que apareció el aviso. La primera llamada provenía de alguien de la ciudad, que me preguntó:

—¿Qué quiere decir eso del Ratón?

—Es el apodo familiar de un amigo —le contesté.

El ciudadano, satisfecho, colgó.

La segunda llamada era de un bromista.

—¡jii, jii, jii! —decía una voz—; ¡jii, jii, jii!

Colgué. En este condenado mundo, no hay paraje más extraño que una ciudad.

La tercera llamada la hizo una mujer, que tenía una voz terriblemente fina.

—Todo el mundo me llama Ratoncito —dijo. En su voz creí sentir los embates del viento sacudiendo a lo lejos el hilo telefónico.

—Le agradezco mucho que se haya molestado en llamar expresamente —le contesté—. Pero la persona que busco es un hombre.

—¡Ya me lo imaginaba! —exclamó—. Sin embargo, como mi apodo es tan parecido, pensé que no estaría de más llamar.

—Muchísimas gracias.

—No hay de qué. Y ¿ha encontrado a esa persona?

—Todavía no, por desgracia —respondí.

—¡Con lo bien que habría estado que se tratara de mí…! Pero no hay que darle más vueltas, no es así.

—Efectivamente. Lástima.

Se calló. Entretanto, me rasqué el dorso de la oreja con el dedo meñique.

—En realidad —prosiguió—, tenía interés en hablar con usted.

—¿Conmigo?

—No sé cómo explicarlo, pero esta mañana, al ver el aviso en el periódico, me quedé perpleja. No sabía si llamarle o no. Temía ser inoportuna…

—Entonces, lo de que la llaman Ratoncito no debe de ser verdad.

—En efecto —dijo—, nadie me llama así. No tengo amigos, para ser sincera. Por eso me entraron ganas de hablar con alguien.

Suspiré.

—Bueno. Gracias de todos modos.

—Perdóneme, pero… ¿es usted de Hokkaidô?

—Soy de Tokio —le dije.

—Ha venido de Tokio buscando a un amigo, ¿no?

—Así es.

—¿Qué edad tiene él, aproximadamente?

—Acaba de cumplir los treinta.

—¿Y usted?

—Dentro de dos meses cumpliré los treinta.

—¿Soltero?

—Sí.

—Yo tengo veintidós. ¿Van mejor las cosas a medida que se cumplen años?

—Verá —le contesté—, eso depende. Unas cosas mejoran y otras no.

—Sería estupendo que pudiéramos seguir esta conversación tranquilamente, tomando algo en un bar, digamos.

—Tendrá que perdonarme, pero debo estar todo el tiempo junto al teléfono.

—Claro —dijo—. Discúlpeme por molestarle.

—De todos modos, gracias por su llamada.

Y así terminé la conversación.

Bien mirado, aquello tenía visos de sutilísima invitación a copular, por parte de una profesional. O tal vez no había que buscar doble sentido a sus palabras: simplemente, una chica solitaria tuvo ganas de hablar con alguien. En cualquier caso, me daba igual. A fin de cuentas, seguía sin hallar la deseada pista.

Al día siguiente sólo hubo una llamada, procedente esta vez de un hombre que parecía majareta.

—Déjenme las ratas, que aquí está el exterminador —me soltó. Y por un buen cuarto de hora me habló de que, durante una estancia en un campo de concentración de Siberia, tuvo que luchar con ratas y ratones. Era curioso escucharle, pero, lo que es como pista, no me servía en absoluto.

Me senté junto a la ventana en un sillón desvencijado, y mientras esperaba el timbrazo del teléfono, me puse a observar la actividad laboral desarrollada en la oficina del edificio de enfrente, planta tercera. Aunque estuve mirando todo el día, no logré adivinar cuál era la índole de aquella empresa. Había una docena de empleados, los cuales, como en un reñido partido de baloncesto, no hacían más que entrar y salir. Uno le pasaba a otro unos papeles, el de al lado les estampaba un sello, el de más allá los metía en un sobre y salía de estampida. A la hora del descanso de mediodía, una oficinista tetuda les sirvió una taza de té. Más tarde, algunos tomaron café, que se hacían traer de un bar. Al verlo, también me entraron ganas de tomar un café, y, tras pedir al recepcionista que ocupara mi lugar a la espera de mensajes, me acerqué a la cafetería vecina a tomarme uno; además, aproveché la salida para comprar un par de latas de cerveza. De nuevo en mi habitación, pude ver que en la oficina sólo quedaban cuatro personas. La oficinista tetuda bromeaba con un joven empleado. Por mi parte, mientras me bebía una cerveza contemplando la actividad que tenía lugar en aquella oficina, mi atención se centró en la mujer.

Se me ocurrió que, cuanto más miraba sus tetas, tanto más descomunales las encontraba. Seguro que usaba un sostén hecho con algo parecido a los cables de acero del Golden Gate, el puente colgante de San Francisco. Tuve la impresión de que más de un joven empleado desearía acostarse con ella. El apetito sexual de aquellos oficinistas se me comunicó a través de una calle y los cristales de dos ventanas. Es una sensación increíble, eso de sentir el apetito sexual de otro. Vas cayendo insensiblemente en la alucinación de que esas ganas de copular son tuyas.

Al dar las cinco, la mujer se cambió de ropa, poniéndose un vestido rojo, y se fue a su casa. Eché las cortinas de la ventana y me puse a ver una película de Bugs Bunny que daban por televisión. El octavo día pasado en el Hotel del Delfín llegó así a su ocaso.

—¡Estupendo! —exclamé. Esta frasecita se me ha convertido en una muletilla—. Ha pasado ya una tercera parte del mes, y no hemos encontrado nada.

—Verdad —me dijo ella—. ¿Cómo le irá a Boquerón?

Estábamos los dos sentados, descansando después de la cena, en aquel mal sofá de color naranja que se hallaba situado en el salón del hotel. Aparte de nosotros dos, no había nadie más que el recepcionista de la mano mutilada, quien tan pronto se ocupaba en cambiar bombillas, sirviéndose de una escalera de mano, como en limpiar los cristales de las ventanas o en doblar cuidadosamente los periódicos. Debía de haber otros huéspedes en el hotel, además de nosotros, pero todos parecían estar recluidos en sus habitaciones sin hacer el menor ruido, como momias guardadas en una pirámide.

—¿Qué tal van los asuntos de los señores? —nos preguntó respetuosamente el recepcionista, mientras regaba las macetas.

—Así así —le contesté.

—Al parecer, el señor puso un anuncio en el periódico.

—Efectivamente —respondí—. Busco a cierta persona relacionada con una herencia de terrenos.

—¿Herencia de terrenos?

—Sí. Como resulta que el heredero desapareció sin dejar rastro…

—Ya veo —asintió—. Un trabajo interesante, el suyo.

—No crea…

—Sin embargo, tiene algo del atractivo de
Moby Dick.

—¿De
Moby Dick?
—pregunté.

—¡Claro! Buscar algo oculto resulta apasionante.

—¿Como buscar un mamut, por ejemplo? —preguntó mi amiga.

—Efectivamente. Da igual lo que se busque —dijo el recepcionista—. Le puse a este establecimiento Hotel del Delfín porque en
Moby Dick,
la novela de Melville, hay una escena de delfines.

—¡Vaya! —exclamé—. Pero, siendo así, ¿no habría quedado mejor ponerle Hotel de la Ballena?

—Es que las ballenas no tienen tan buena imagen —dijo, con expresión de pesar.

—Hotel del Delfín es un nombre precioso —terció mi amiga.

—Muchas gracias —dijo el recepcionista, con una sonrisa—. Y, a propósito, esta larga estancia con que los señores nos honran en el hotel, es sin duda una feliz circunstancia. Y en prueba de reconocimiento por mi parte, permítanme que los obsequie con una copa de vino.

—¡Me encanta! —exclamó mi amiga.

—Muchas gracias —dije.

Entró en una habitación interior y al poco rato volvió con una botella bien fría de vino blanco, y tres vasos.

—Bien, brindemos pues; aunque, como estoy de servicio, sólo participaré simbólicamente.

—Por favor, acompáñenos —le dijimos.

Así fue como bebimos juntos. El vino no era ninguna maravilla, pero estaba fresco y pasaba la mar de bien. Incluso los vasos, decorados con racimos de uvas, tenían cierto toque de distinción.

—Por lo visto, le gusta
Moby Dick
—me decidí a preguntarle.

—Sí, por cierto. Desde que era niño deseé ser marinero.

—Y ¿cómo vino a parar a este hotel? —preguntó mi amiga.

—Cuando perdí los dedos tuve que cambiar de oficio —respondió—. Me los pillé en una polea mientras descargaba mercancías de un carguero.

—¡Debió de ser terrible! —exclamó mi amiga.

—Por aquella época lo veía todo negro. Pero, al fin y al cabo, la vida es una caja de sorpresas. Por ejemplo, he llegado a tener este hotel. No es que sea un hotel de primera, pero me permite ir tirando. Con éste, son ya diez los años que hace que lo tengo.

Así pues, aquel hombre no era sólo el recepcionista, sino también el dueño.

—Es un hotel espléndido, fenomenal —exclamó mi amiga, llevada de su buen corazón.

—Muchísimas gracias —dijo el hombre; y nos llenó por segunda vez los vasos.

—En estos diez años, ¿cómo se lo diría?, el hotel ha llegado a adquirir carácter propio, ¿verdad? —afirmé, sin que se me cayera la cara de vergüenza.

—Ciertamente. Fue edificado justo después de la guerra. Tuve un poco de ayuda, pero he de reconocer que hice una buena compra.

—Y antes de ser hotel, ¿a qué estaba destinado?

—Era la sede del Centro de Criadores de Ganado Ovino de Hokkaidô. Todo tipo de trámites, operaciones de compraventa, etcétera, concernientes al ganado ovino, se realizaban aquí.

—¿Ovino? —le pregunté.

—La cría de carneros —me aclaró.

—Este edificio perteneció a la Asociación de Criadores de Ganado Ovino de Hokkaidô hasta 1967. Pero el bajón que experimentó la cría de carneros en Hokkaidô provocó el cierre de la asociación —nos explicó el hombre, que hizo una pausa para beberse un trago de vino—. Por aquel entonces, ocupaba la presidencia de la asociación mi padre, que no paraba de despotricar contra el hecho de que se cerrara así como así la Asociación de Criadores de Ganado Ovino, por la cual sentía tanto cariño; de modo que, con la expresa condición de que se siguiera conservando aquí la documentación concerniente al ganado ovino, medió para que se vendiera este edificio y el terreno anejo, por parte de la asociación, a un precio bastante razonable. En consecuencia el segundo piso de este edificio está ocupado en su totalidad por el archivo documental del ganado ovino. Aunque, como todo lo que hay allí es material vetusto, no puede decirse que esos documentos sirvan para nada. De todos modos, mi padre está contento y tiene con qué distraerse. El resto del edificio, lo utilizo como hotel. Y así voy tirando.

—¡Qué casualidad! —exclamé.

—¿Casualidad, dice el señor?

—Verá, la persona que busco tiene cierta relación con la cría de carneros. Y mi única pista para encontrarla es la fotografía de un rebaño que me entregaron.

—¡Ah! —exclamó el hombre—. Si no tiene inconveniente, me gustaría verla.

Saqué del bolsillo la foto, que guardaba entre las páginas de mi agenda, y se la pasé al hombre. Éste fue al mostrador de recepción a buscar sus gafas y, tras volver a nuestro lado, miró la foto detenidamente.

—Este paisaje lo he visto antes —dijo.

—¿Recuerda dónde?

—Desde luego que sí —y tras estas palabras, el hombre tomó la escalera de mano, que estaba debajo de una lámpara, y la apoyó contra la pared opuesta.

Se subió, cogió un cuadro enmarcado que colgaba muy cerca del techo, y lo bajó. Tras quitarle el polvo con un paño, lo puso en nuestras manos.

—¿No es este paisaje?

El marco era muy viejo, y la fotografía todavía más, hasta el punto que se había vuelto de color sepia. Era la foto de un rebaño de carneros. Habría unos sesenta. Había una valla, había un bosque de abedules blancos, había montañas. El bosque de abedules era muy diferente del que aparecía en la fotografía del Ratón, pero las montañas del fondo eran sin duda alguna las mismas. Incluso la composición de la fotografía coincidía por entero.

—¡Estupendo! —dije, dirigiéndome a mi amiga—. Hemos estado paseándonos todos los días bajo esta foto.

—Por algo te decía yo que debíamos alojarnos en el Hotel del Delfín —me respondió, como quien no quiere la cosa.

—Entonces, concretemos. —Y, tras retomar el aliento, le pregunté al hombre—: ¿Dónde está el lugar retratado en esta foto?

—No lo sé —me respondió—. Esta foto lleva colgada en ese mismo sitio muchísimo tiempo, desde que este edificio era la sede de la Asociación de Criadores de Ganado Ovino.

—¡Vaya! —murmuré.

—Sin embargo, hay un medio de saberlo.

—Y ¿cuál es?

—Pregúnteselo a mi padre. Vive en una habitación de la segunda planta, de donde no sale nunca. Permanece recluido en ella, enfrascado en la lectura de todo lo que se refiera a los carneros. Hace ya casi un mes que no le he visto, pero como le pongo la comida ante la puerta, y a la media hora los platos están vacíos, deduzco que sigue vivo.

—Y si le pregunto a su padre, ¿cree que me podrá aclarar el lugar donde fue hecha la fotografía?

—Creo que sí. Como dije antes al señor, mi padre desempeñaba el cargo de presidente de la Asociación de Criadores de Ganado Ovino, y es opinión general que sabe prácticamente todo lo referente a carneros. ¡Figúrese que la gente le conoce por el profesor Ovino!

—¡El profesor Ovino! —exclamé, como un eco.

3. Donde el profesor Ovino
come a placer y abre su corazón

Según el relato del dueño del Hotel del Delfín —hijo del profesor Ovino—, su padre había vivido una existencia nada feliz.

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