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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (36 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Más allá de la ventana, el campo estaba envuelto en la oscuridad nocturna. Cerré las contraventanas y, repantigado en el sofá, estuve escuchando viejos discos rayados.

¿Volvería por allí el Ratón?

Tal vez sí. Después de todo, tenía almacenados la comida y el combustible necesarios para pasar el invierno.

Sin embargo, todo dependía de «tal vez». Cabía en lo posible que, cansado de aquella situación, hubiera vuelto a la ciudad. Y podía haberse liado con alguna chica y estar viviendo con ella Dios sabe dónde. Eran posibilidades que no podían descartarse sin más ni más.

En caso de ser cierta cualquiera de aquellas hipótesis, mi situación no sería nada halagüeña. Si no aparecían ni el Ratón ni el carnero, aquel hombre del traje negro se sentiría muy contrariado. Y por más que fuera completamente absurdo hacerme responsable de todo aquello, de gentuza como él no podía esperarse nada bueno.

El mes de plazo que me habían dado llegaba a la mitad. Estábamos en la segunda semana de octubre, la época del año en que la ciudad muestra todo su esplendor. De no haberme visto metido en aquella aventura, ahora me encontraría en un bar cualquiera comiéndome una tortilla entre trago y trago de whisky. Seguro. Un buen momento en una espléndida estación. Y llegado el crepúsculo, tras escampar la lluvia, me tomaría una copa ante una sólida barra de bar, mientras el tiempo fluía a mi alrededor con la tranquilidad de un río que se remansa.

Distraído con estos pensamientos, se me ocurrió que tal vez tuviera un otro yo en este mundo, el cual muy bien podía estar en algún bar tomándose un whisky tan contento. Esta idea se fue desarrollando de tal modo en mi mente, que llegó un momento en que mi otro yo me pareció más verdadero que mi yo que estaba tumbado en aquel sofá. Había algo que no encajaba, pues mi yo de carne y hueso iba dejando de ser el auténtico.

Sacudí la cabeza para desechar aquellos pensamientos.

Fuera, los pájaros nocturnos proseguían sus arrullos.

Subí al piso de arriba y, en la habitación pequeña que no había sido usada por el Ratón, me hice la cama. Tanto el colchón como las sábanas y mantas estaban ordenadamente guardados en un armario contiguo a la escalera.

El mobiliario de la habitación era idéntico al del cuarto del Ratón: una mesilla de noche, una mesa, una silla, una cómoda y una lámpara. Objetos viejos por su forma, pero productos de una época en que se buscaba la funcionalidad y la solidez al fabricar las cosas. Sin florituras, ni superfluidades.

Desde una ventana próxima a la cabecera de la cama se dominaba la pradera. La lluvia había cesado por completo, y el denso velo de nubes empezaba a agrietarse aquí y allá. Por esos resquicios mostraba de vez en cuando su faz una hermosa media luna, que con su luz hacía emerger el paisaje del prado. Este semejaba el fondo de un profundo mar, iluminado por un proyector.

Me metí en la cama sin desnudarme, y desde allí estuve contemplando un buen rato aquel paisaje que aparecía y desaparecía. Por unos momentos, se sobrepuso a esa imagen la visión de mi amiga sorteando aquella curva siniestra y caminando montaña abajo; esta escena se borró, e hizo su aparición el Ratón, que estaba fotografiando al rebaño de carneros. Al ocultarse la luna tras las nubes y volver a aparecer, la visión del Ratón se desvaneció.

A la luz de la lámpara, continué la lectura de
Las aventuras de Sherlock Holmes
.

6. De lo encontrado en el garaje,
y de lo pensado en plena pradera

Gorjeaban pájaros de especies nunca vistas por mí, posados sobre el roble que había ante la fachada como si fueran adornos de un árbol de Navidad. Bajo la luz matinal, todo centelleaba, húmedo por la lluvia.

Tosté pan en uno de esos entrañables tostadores manuales, sin automatismos; untando de mantequilla la sartén, me preparé un huevo al plato, y me bebí un par de vasos de zumo de uva que encontré en el frigorífico. Sin mi amiga me sentía solo; pero me bastaba con poder sentir mi soledad para encontrarme también un poco aliviado interiormente. No es mal sentimiento, el de la soledad. Algo así como lo que debía de sentir aquel roble cuando se quedó en calma porque los pájaros se marcharon volando.

Tras lavar los platos, me limpié en el aseo las manchas de yema de huevo que tenía en torno a la boca, y durante cinco minutos me lavé a conciencia los dientes. Luego, tras considerar si debía dejarme barba o no, me afeité. En el aseo, junto al lavabo, había un bote de espuma de afeitar y una maquinilla Gillette a punto. Igualmente encontré un cepillo de dientes, pasta dentífrica, jabón de tocador, e incluso una loción para la piel y colonia. En la alacena había hasta diez toallas de diferentes colores, primorosamente dobladas y apiladas. Todo acorde con el carácter metódico del Ratón. Ni en el espejo ni en el lavabo se veía una sola mancha.

En el servicio y en el baño de estilo japonés se advertía la misma limpieza. Las juntas entre los azulejos habían sido frotadas con un cepillo viejo de dientes y líquido limpiador hasta quedar blanquísimas. Algo espléndido, en verdad. Del ambientador colocado en el servicio emanaba un perfume semejante al de la ginebra con lima que puedes degustar en un bar elegante.

Al salir del aseo, me senté en el sofá y me fumé un cigarrillo. En la mochila me quedaban tres cajetillas de Lark; eso era todo. Si me las fumaba, tendría que pasarme sin tabaco. Enfrascado en estos pensamientos me fumé otro cigarrillo. La luz matinal no podía ser más agradable; y el sofá se amoldaba a mi cuerpo como un guante a la mano. De este modo se me pasó una hora sin darme cuenta. El reloj dio despreocupadamente las nueve.

Empecé a comprender por qué el Ratón se ocupaba tanto de tener la casa en orden, por qué dejaba tan blancas las junturas del alicatado del servicio, por qué se planchaba las camisas y se afeitaba aun cuando sabía que no iba a encontrarse con nadie. Simplemente, porque, en un lugar como aquél, de no estar siempre haciendo algo, se llega a perder la noción del tiempo.

Me levanté del sofá y, con los brazos cruzados, di una vuelta alrededor del salón, pero no pude encontrar por el momento cosa alguna en que ocuparme. El Ratón había dejado bien limpio todo aquello que requiriera limpieza. Incluso las señales del humo en el techo habían sido cuidadosamente borradas.

«Bien», pensé. «Ya se me ocurrirá algo.»

Para distraerme, decidí dar un paseo por los alrededores de la casa. Hacía un tiempo maravilloso. Flotaban por el cielo jirones de nubes blancas, como trazados a brochazos, y los trinos de los pájaros se escuchaban por doquier.

A la espalda de la casa había un gran garaje. Ante su vieja puerta de doble hoja había una colilla tirada. Era de un Seven Stars. Esta colilla no era reciente, porque estaba chafada y tenía el filtro reventado. Recordé que en toda la casa no había más que un cenicero. Y, además, no mostraba trazas de haber sido usado desde hacía muchísimo tiempo. ¡Claro, el Ratón no fumaba! Tras contemplar unos momentos el filtro en la palma de mi mano, lo tiré al suelo.

Descorrí el pesado cerrojo y abrí la puerta del garaje. Su interior era espacioso. La luz del sol, que se filtraba por las grietas de las paredes de madera, dibujaba una nítida serie de líneas paralelas sobre la tierra negruzca del suelo. Olía a arcilla y a gasolina.

Había un coche, un viejo Toyota todoterreno. Tanto la carrocería como las ruedas no tenían la menor señal de barro. El depósito de gasolina estaba casi lleno. Palpé el lugar donde el Ratón solía esconder la llave de contacto. Efectivamente, allí estaba. Introduje la llave y probé a girarla. El motor emitió enseguida un runruneo satisfactorio. Muy propio del Ratón eso de tener los coches siempre a punto. Paré el motor y guardé la llave en su sitio. Sin bajarme del asiento del conductor, eché un vistazo a mi alrededor. Dentro del coche no había nada especial que mereciera la pena: un mapa de carreteras, una toalla, media barra de chocolate; eso era todo. En el asiento de atrás había un rollo de alambre y unos grandes alicates. Este asiento trasero, por cierto, estaba bastante sucio, lo cual resultaba extraño, tratándose del coche del Ratón. Abrí una puerta trasera, recogí en la palma de la mano la porquería caída sobre el asiento y, llevándola junto a un resquicio de la pared por donde se filtraba la luz del sol, la contemplé. Tenía aspecto de borra, salida de un cojín. Aunque también podía ser lana de carnero. Saqué del bolsillo del pantalón un pañuelo de papel, envolví aquello, y me lo guardé en el bolsillo del pecho.

¿Por qué el Ratón no se había llevado el coche? Aquello escapaba a mi comprensión. Y el hecho de que el coche estuviera en el garaje hacía suponer que o bien el Ratón se había ido andando montaña abajo, o bien, naturalmente, que no había abandonado la montaña. Una de dos, desde luego; pero ninguna de estas hipótesis parecía lógica. Por un lado, hasta hacía tres días el camino que bordeaba el precipicio aún debía de ser transitable por el coche, y por otro lado, parecía absurdo que el Ratón dejara su casa para irse a acampar.

Cansado de darle vueltas al tema, cerré la puerta del garaje y salí a la pradera. Por más que me devanara los sesos, era imposible sacar una conclusión coherente de unos hechos que no mantenían la más mínima coherencia.

A medida que el sol ascendía en el cielo, la humedad fue elevándose desde la pradera en forma de vapor. A través de ese vapor, las montañas de enfrente parecían vagamente sumidas en la bruma. Todo en torno a mí olía a hierba.

Pisando la hierba mojada, fui andando hasta el centro del prado. Precisamente allí había un viejo neumático tirado. La goma estaba ya completamente blanquecina y resquebrajada. Me senté encima y eché un vistazo en redondo al panorama. La casa, de la que acababa de salir, parecía desde allí un acantilado blanco destacándose en una costa.

Sentado solo sobre el neumático, en mitad de la pradera, recordé las competiciones de natación en las que había participado de niño. Cuando nadaba de isla a isla, solía detenerme hacia la mitad del trayecto para echar una ojeada al panorama. Esta experiencia siempre me resultaba sorprendente. Por un lado, eso de encontrarme equidistante de dos puntos de tierra me parecía muy extraño, y por otro lado, también me parecía extraordinario que la gente, allá en la remota tierra firme, continuara su vida cotidiana como si tal cosa. Más que nada, la extrañeza se debía al hecho de que la sociedad funcionaba a las mil maravillas sin mí.

Permanecí sentado en el neumático como un cuarto de hora, y luego volví paseando a la casa. Me senté en el sofá del salón y seguí leyendo
Las aventuras de Sherlock Holmes.

A las dos, vino a visitarme un hombre carnero.

7. Donde llega de visita
un hombre carnero

Inmediatamente después de sonar las dos en el reloj, se oyó en la puerta la llamada de unos nudillos: dos golpes al principio y, tras una pausa de varios segundos, tres golpes más.

Tardé un poco en darme cuenta de que estaban llamando a la puerta. No se me había pasado por la cabeza que alguien pudiera llamar a la puerta de aquella casa. De ser el Ratón, entraría sin llamar, pues por algo era su casa. De ser el pastor, llamaría una sola vez con dos nudillos y entraría sin esperar respuesta. De ser mi amiga… pero no: ella no podía ser. Se habría colado subrepticiamente por la puerta de la cocina, y estaría bebiéndose un café; no era de esas personas que llaman a la puerta.

Al abrir la puerta, vi ante mí a un hombre carnero. Éste, sin mostrar el menor interés por la puerta, ni por quien la abría, contemplaba fijamente el buzón —situado a unos dos metros de la puerta— como si fuera algo muy curioso. El hombre carnero era apenas un poco más alto que el buzón. Un metro cincuenta, más o menos. Y para colmo, era algo cargado de espaldas, rechoncho y paticorto.

Y para acabarlo de arreglar, como el suelo que yo pisaba era quince centímetros más alto que la tierra, me encontraba en la posición de quien contempla a otra persona desde la ventanilla de un autobús. Como si quisiera demostrar que no le importaban estas innegables desventajas, el hombre carnero seguía contemplando, absorto, el buzón. En el buzón no había —naturalmente— nada.

—¿Puedo pasar? —me preguntó atropelladamente, sin dejar de mirar al buzón. Por su modo de hablar, se diría que estaba enfadado por algo.

—Adelante, por favor —le dije.

Se inclinó y, con gesto brusco, se desató las botas de montaña. Estaban cubiertas de barro firmemente adherido, como la corteza endurecida de un pan. Luego, golpeó hábilmente ambas botas, la una contra la otra. Densas costras de barro cayeron pesadamente a tierra, como hastiadas de resistirse más. Después, demostrando un buen conocimiento del interior de la casa, se calzó unas zapatillas que había en el vestíbulo, anduvo con paso apresurado hacia el sofá, donde se sentó, y puso cara de satisfacción.

El hombre carnero iba cubierto con una piel de carnero, de la cabeza a los pies. Su complexión achaparrada se adecuaba perfectamente a ese atuendo. El capuchón que le cubría la cabeza también era de retazos de piel cosidos, y de él se elevaban los cuernos —auténticos, por descontado— elegantemente retorcidos. A ambos lados del capuchón, le sobresalían horizontalmente unas orejas planas, dotadas sin duda de un armazón de alambre. Tanto el antifaz que le cubría la mitad superior de la cara como los guantes y los calcetines, eran de piel negra. Esta indumentaria iba provista de una cremallera desde el cuello hasta la entrepierna para facilitar la labor de ponérsela y quitársela. Sobre el pecho tenía un bolsillo, también con cremallera, donde guardaba tabaco y cerillas. Sacó de él un Seven Stars, se lo llevó a los labios, lo encendió con una cerilla, e inspiró profundamente. Me dirigí a la cocina para limpiar el cenicero, y se lo puse al lado.

—Me apetece un trago —dijo el hombre carnero.

Volví a la cocina, y regresé con una botella de Four Roses, dos vasos y hielo.

Nos servimos cada uno nuestro whisky on the rocks, y nos pusimos a beberlo en silencio. Hasta que apuró el primer vaso, el hombre carnero no pasó de decir cosas para sí.

La nariz del hombre carnero era desproporcionadamente grande para su cuerpo, y cada vez que respiraba, la cavidad nasal se dilataba hacia ambos lados, a modo de alas. Sus ojos, que asomaban a través de los agujeros del antifaz, vagaban inquietos por la habitación.

Una vez que dio cuenta de su vaso de whisky, el hombre carnero pareció algo más calmado. Apagó su cigarrillo e, introduciéndose los dedos de ambas manos por debajo del antifaz, se restregó los ojos.

BOOK: La caza del carnero salvaje
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