—Durante la estación invernal, dudo que haya ningún empleado. Prácticamente nadie, excepto yo, querría pasarse allí todo el invierno. El cuidado de los carneros puede confiarse, pagando una módica tarifa, a los pastores que vigilan los rebaños comunales, al pie de la montaña. Las techumbres están construidas para que la nieve caiga por su propio peso al suelo, y tampoco hay que preocuparse por posibles robos. Aun cuando alguien entrara a robar, pasaría grandes apuros, en medio de aquellas montañas, para acarrear el botín hasta la ciudad. Allí las nevadas son tremendas.
—Y ahora, ¿habrá alguien allí?
—¡Vete a saber! Creo que no. La nieve está al caer, los osos merodean por el campo tratando de aprovisionarse para la hibernación… ¿Es que pretendes ir hasta allí?
—No hay más remedio, digo yo. Es la única pista que tengo.
El profesor Ovino permaneció un rato callado. En las comisuras de los labios tenía adherida salsa de tomate de las albóndigas.
—A decir verdad, antes que vosotros vino otra persona a preguntarme por esa finca. Creo que fue este año, por febrero. La edad que aparentaba sería… aproximadamente, como la tuya. Me explicó que, al ver la foto colgada en el salón del hotel, sintió vivo interés. Como me aburro bastante, le di toda clase de informaciones. Me dijo que pensaba aprovechar esas informaciones para una novela que estaba escribiendo.
Saqué del bolsillo una foto en la que estaba retratado con el Ratón, y se la mostré al profesor Ovino. Era una foto que nos había hecho Yei durante el verano de 1970, en su bar. Yo estaba de perfil, fumándome un cigarrillo. El Ratón miraba de frente al objetivo, y levantaba el dedo pulgar. Los dos éramos jóvenes, y estábamos bronceados por el sol.
—Éste eres tú —dijo el profesor Ovino, que encendió la lámpara para ver mejor la foto—. Pareces más joven.
—Es una foto de hace ocho años —le expliqué.
—Y el otro, diría que es ese de quien te estaba hablando. Tenía unos años más que en la foto y se había dejado bigote, pero casi seguro que es él.
—¿Bigote?
—Un bigotito muy fino sobre el labio superior y, en el resto de la cara, una barba de pocos días.
Traté de imaginarme al Ratón con bigote, pero no pude.
El profesor Ovino nos dibujó un plano detallado de la situación de la finca. Había que cambiar de tren en las inmediaciones de Asahikawa para tomar una línea secundaria. Al cabo de unas tres horas de viaje, se llegaba a cierta pequeña ciudad situada al pie de las montañas. Desde allí hasta la finca había tres horas en coche.
—Muchísimas gracias por todo —le dije.
—A decir verdad, creo que cuanta menos gente se relacione con el carnero, tanto mejor. Yo soy un buen ejemplo de lo que digo. Ni una sola persona que tenga tratos con él podrá seguir siendo feliz. Y todo porque, para ese carnero, el valor del individuo como tal no merece la menor consideración. Con todo, si queréis ir en su busca, supongo que tendréis vuestras razones.
—Efectivamente, así es.
—Id con cuidado —nos dijo el profesor Ovino—. Y, por favor, sacad la bandeja de la cena y dejadla ante la puerta.
Tardamos un día en hacer los preparativos del viaje.
En una tienda de deportes adquirimos equipos de montañismo y raciones de supervivencia, y en unos grandes almacenes compramos impermeables de marino y calcetines de lana. En una librería encontramos un mapa bastante detallado, y, un libro que explicaba la historia de aquella región. También nos procuramos fuertes botas claveteadas, para andar por la nieve, y gruesa ropa interior de lana.
—Diría que este equipo no me será de utilidad en mi profesión —dijo mi amiga.
—Una vez que nos enfrentemos con la nieve, pensarás de otra manera —le contesté.
—¿Tienes intención de que rondemos por allí hasta que caigan las grandes nevadas?
—No lo sé. Pero lo cierto es que las nevadas intensas empiezan a fines de octubre, y no se pierde nada por ir preparados. No sabemos lo que puede ocurrir.
Volvimos al hotel, y comprimimos todo el equipaje en una gran mochila; tras hacer un bulto con lo sobrante del equipaje que nos habíamos traído de Tokio, decidimos confiárselo a la custodia del dueño del Hotel del Delfín. En verdad, casi todo cuanto había venido en la bolsa de viaje de mi amiga era ahora equipaje sobrante: un estuche de cosméticos, cinco libros y seis cintas de casete, un vestido y unos zapatos de tacón alto, una bolsa de papel atiborrada de medias y calcetines, camisetas y pantalones deportivos, un despertador de viaje, un bloc de dibujo y una caja de veinticuatro lápices de colores, papel de cartas con sus sobres, toallas de baño, un pequeño botiquín, un secador de pelo, bastoncillos de algodón…
—¿Cómo es que cargaste con un vestido y unos zapatos de tacón alto? —le pregunté.
—Pues porque si vamos a una fiesta, a ver qué me pongo —me contestó.
—Pero ¿adónde piensas que vamos?
Sin embargo, a fin de cuentas, acabó metiendo su vestido y sus zapatos de tacón dentro de mi mochila, en un empaquetado perfecto. En cuanto a su estuche de cosméticos, lo cambio por uno pequeño, de viaje, que compró en una tienda.
El dueño del hotel se quedó de buen grado a cargo del equipaje. Le aboné nuestra estancia hasta el día siguiente, y le aseguré que en una semana o dos estaríamos de vuelta.
—¿Les ha sido de utilidad mi padre? —nos preguntó con cierta preocupación.
Le contesté que su conversación nos había sido muy útil, desde luego.
—A veces pienso que también debería dedicarme a buscar algo… —dijo el dueño—. Pero la verdad es que no sé qué podría buscar que llenara mi vida. Mi padre siempre ha ido en pos de aquel carnero. Aún sigue obsesionado con esa idea. Y yo, como desde pequeño no he dejado de oír de sus labios relatos sobre el carnero blanco que se le aparecía en sueños, he acabado convencido de que es necesario ir en busca de algo que dé verdadero sentido a nuestras vidas. O alguna cosa por el estilo.
El salón del Hotel del Delfín estaba, como siempre, sumido en el silencio. Una empleada de cierta edad subía y bajaba las escaleras con una fregona en la mano.
—Sin embargo, mi padre tiene ya setenta y tres años, y el carnero sigue sin aparecer. A veces me pregunto si el carnero existe realmente, o no. Me da la impresión de que, en resumidas cuentas, la vida de mi padre ha sido muy desgraciada. Me gustaría que, por lo menos a partir de ahora, fuera feliz, pero él sólo piensa en ridiculizarme y no quiere escuchar nada de lo que le digo. Y esto también ha contribuido a que muchas veces piense que mi vida carece de sentido.
—Bueno, pero tiene usted el Hotel del Delfín —le dijo amablemente mi amiga.
—Además —añadí—, su padre ya no tiene que obsesionarse por la búsqueda del carnero, pues nosotros le seguiremos la pista de ahora en adelante.
El dueño se sonrió.
—Si es así, no tengo nada que objetar. Desde ahora, la felicidad debería estar a nuestro alcance.
Se lo deseo de todo corazón —le dije.
—¿Crees de verdad que podrán ser felices? —me preguntó mi amiga apenas estuvimos solos.
—Tal vez les costará algún tiempo, pero creo que sí. Es evidente que la obsesión del profesor Ovino carece de sentido desde que sabe todo lo ocurrido a partir del día en que fue «desheredado». Por fuerza ha de volver a la realidad. En cambio, a nosotros nos toca ahora seguir las andanzas del carnero.
—Tanto el padre como el hijo me caen muy bien —dijo mi amiga.
—También a mí —le respondí.
Tras dejar en orden el equipaje, nos dedicamos a copular durante un rato, y luego nos fuimos al cine. En la película, muchas parejas se dedicaban también a copular. Resulta divertido ver copular a los demás, al menos de vez en cuando.
En el tren que de buena mañana partía de Sapporo con dirección a Asahikawa, y mientras me bebía una cerveza, me puse a leer el grueso libro —enfundado en un estuche de cartón—
Historia de la ciudad de Junitaki.
Decir Junitaki era decir el lugar donde se encontraba la finca que fuera del profesor Ovino. Tal vez leerme todo aquello no me sirviera para maldita la cosa, pero tampoco me iba a perjudicar. El autor, nacido en Junitaki en 1940 y licenciado en literatura por la Universidad de Hokkaidô, según decía la solapa del libro era un renombrado especialista en la historia de aquellos lugares. Para tener tanto renombre, sólo había publicado aquel libro, que salió a la luz en mayo de 1970. Ni que decir tiene que mi ejemplar era de la primera edición.
Según el libro, los primeros colonos que se asentaron en el territorio de la que hoy es ciudad de Junitaki, llegaron a comienzos del verano de 1881, año 13 del período Meiji. Eran en conjunto dieciocho personas, todas ellas pobres labriegos sin tierras de Tsugaru; puestos a hablar de sus bienes, se reducían a algunos aperos de labranza, su ropa, su ajuar de cama, sus cacerolas y sus machetes.
Al pasar por una aldea de ainus —los aborígenes de Hokkaidô— cercana a Sapporo, alquilaron por poco dinero los servicios de un joven ainu como guía; era un muchacho de ojos oscuros, delgado y cuyo nombre, en su lengua, significaba Luna Llena Menguante. (Tal vez porque tuviera tendencias maníaco-depresivas, según conjetura del autor.)
La verdad es que, como guía, aquel joven ainu resultó ser mucho más competente de lo que parecía a primera vista. Aunque no entendía apenas el japonés, se las arregló para conducir hacia el norte, bordeando el río Ishikari, a aquellos dieciocho campesinos, tan miserables como suspicaces. Tenía una idea clara de adónde debía dirigirse para encontrar tierras fértiles.
Al cuarto día, el grupo llegó a un paraje amplio, bien regado y sembrado en toda su extensión de preciosas flores.
—¡Aquí tenéis un buen sitio! —exclamó con satisfacción el muchacho— . Pocos animales salvajes, terreno fértil, salmones en abundancia.
—Ni hablar —dijo el que llevaba la voz cantante entre los campesinos, sacudiendo la cabeza—. Sigamos.
El joven guía pensó que, dada la mentalidad de aquellos campesinos, para ellos adentrarse más hacia el interior significaba la posibilidad de encontrar mejores tierras. «Vale. Si eso es lo que quieren, adelante, y en paz», se dijo.
El grupo siguió caminando un par de días hacia el norte. Así fue como dieron con un terreno elevado que, aunque no fuera tan fértil como el anterior, ofrecía seguridad frente a posibles inundaciones.
—¿Qué tal? —preguntó el joven—. Este sitio parece bueno. ¿Qué tal?
Los campesinos negaron con la cabeza.
Tras repetirse unas cuantas veces esta escena, los expedicionarios arribaron finalmente a lo que hoy es el río Asahi. Estaban a siete días de viaje desde Sapporo, y habían recorrido ciento cuarenta kilómetros, aproximadamente.
—¿Qué tal aquí? —preguntó sin demasiadas esperanzas el joven guía.
—No, no —contestaron los labriegos.
—Pero es que, a partir de aquí, hay que escalar montañas y más montañas.
—No nos importa —respondieron la mar de contentos los campesinos.
Así fue como cruzaron el paso de Shiogari.
Había, evidentemente, una razón para que los campesinos rechazaran asentarse en las fértiles tierras de la llanura y buscaran a toda costa terrenos inexplorados. Todos ellos estaban cargados de deudas, y habían abandonado en plena noche su pueblo natal para no tener que pagarlas; por eso procuraban evitar, sin escatimar esfuerzo alguno, las tierras llanas, más expuestas siempre a las miradas indiscretas.
Como es obvio, el joven ainu no sabía nada de todo esto. Y su reacción natural ante la negativa de los campesinos a asentarse en tierras fértiles, y más aún cuando vio su afán por avanzar hacia el norte, fue de sorpresa primero y de aflicción después. Incluso llegó a sentir miedo.
Sin embargo, el joven, dotado al parecer de un carácter excepcional, cuando cruzaron el paso de Shiogari ya se había hecho a la idea de que, por alguna fatalidad incomprensible, su destino era conducir a aquellos labriegos más y más al norte. Eso le llevó a elegir ex profeso caminos ásperos y peligrosos marjales, para así complacer a los campesinos.
Al cuarto día de marcha hacia el norte, después de dejar atrás el paso de Shiogari, la expedición se topó con un río que corría de este a oeste. Tras considerar la situación decidieron continuar hacia el este.
El terreno era ciertamente fragoso, y avanzar resultaba un suplicio. Tuvieron que abrirse camino entre matorrales de bambú que crecían como un mar verde; emplearon media jornada de marcha en atravesar una pradera de hierba, tan alta, que llegaba a cubrirlos; cruzaron terrenos pantanosos sumergidos en lodo hasta el pecho; escalaron montañas rocosas. Pero, sobre todo, avanzaron hacia oriente. Por la noche plantaban tiendas en la ribera del río, y se dormían oyendo aullar a los lobos. Tenían las manos ensangrentadas de abrirse paso entre los matorrales. Los mosquitos no los dejaban ni a sol ni a sombra, y llegaban a metérseles en las orejas para chuparles la sangre.
Siguiendo en su marcha hacia el este, llegaron a un lugar cercado de montañas, más allá del cual era inútil intentar avanzar. Pasado aquel punto ya no era posible la vida humana, manifestó el guía. Así que, finalmente, los campesinos dieron por terminada su marcha en aquel lugar, distante 260 kilómetros de Sapporo. Era el día 8 de julio de 1881, año 13 del período Meiji.
Ante todo, se ocuparon en examinar el terreno, así como la calidad del agua y de los suelos. Y descubrieron que el sitio era sumamente apto para la agricultura. En consecuencia, tras distribuirse el terreno entre las familias, levantaron en el centro una cabaña comunal construida con leños.
El joven ainu se encontró un día con una partida de cazadores de su raza que merodeaba por allí, y se acercó para preguntarles:
—¿Cómo se llama este lugar?
—¿Crees que un rincón perdido como éste puede tener un nombre? —le contestaron.
De modo que, por un tiempo, aquel lugar careció incluso de nombre. Un poblado que está a más de sesenta kilómetros de distancia de cualquier núcleo habitado (y cuyos habitantes además, no desean relacionarse con sus vecinos) puede pasarse sin tener nombre. En 1889, llegó un funcionario del gobierno regional de Hokkaidô para hacer un censo general de la población y les dijo a los colonos que era necesario que el poblado tuviera nombre. Pero ninguno de ellos sentía en lo más mínimo esa necesidad. Es más, los colonos se reunieron en la cabaña comunal, y acordaron por unanimidad que «no se le pondría nombre al poblado». El funcionario no vio otra salida que —basándose en el hecho de que el río formaba doce cascadas en su curso por los alrededores del poblado— llamar al lugar poblado de Junitaki (es decir de las doce cascadas). Así lo hizo constar en su informe a la oficina del censo de Hokkaidô; y a partir de entonces, el nombre de poblado de Junitaki (más tarde, pueblo de Junitaki) se convirtió en la denominación oficial de aquella aldea. Todo esto, sin embargo, pertenece a la historia posterior de Junitaki.
Volvamos a 1882, año 14 del período Meiji.
El territorio estaba situado entre dos montañas, que se unían formando un ángulo de sesenta grados. Por el centro lo cruzaba el río, que había excavado una profunda barranca. Ciertamente, parecía el último rincón del mundo. Por la superficie de la tierra se enmarañaban los matorrales de bambú, mientras que inmensos bosques de coníferas extendían sus raíces hasta las entrañas del suelo. Lobos, alces, osos, ratas almizcleras y pájaros de todos los tamaños pululaban por doquier en busca de alimento. Las cigarras y los mosquitos abundaban extraordinariamente.
—¿De veras piensan quedarse aquí? —preguntó desconcertado el joven ainu.
—Por supuesto —respondieron los campesinos.
Nunca se ha sabido por qué, pero el hecho es que el joven no volvió a su tierra natal, sino que permaneció junto a los colonos. Quizá se debiera a la curiosidad de ver cómo acababa aquello, según conjetura del autor (el cual, ciertamente, abusaba un poco de las conjeturas). No obstante, de no ser por la presencia del joven, resulta dudoso que los colonos se hubieran bastado a sí mismos para pasar aquel invierno. El muchacho les enseñó a conocer las raíces comestibles, cómo protegerse de la nieve, el modo de pescar en el río helado, el arte de poner trampas para lobos, la manera de hacer huir a los osos en el período previo a su hibernación, la ciencia de predecir el tiempo según soplara el viento, el modo de evitar los sabañones, la técnica culinaria para preparar suculentos asados de raíces de bambú, el truco para conseguir que los abetos cayeran en una determinada dirección al talarlos… A la postre, todos reconocieron su valía, y el joven recuperó la confianza en sí mismo. Andando el tiempo, se casó con la hija de uno de los colonos, tuvo tres hijos e incluso tomó un nombre japonés. Así que Luna Llena Menguante dejó de existir.
No obstante, a pesar de esta denodada lucha del joven ainu contra los elementos, la existencia de los colonos transcurría en medio de gran una estrechez. Para el mes de agosto, cada familia había levantado su propia cabaña, la cual no pasaba de ser un burdo ensamblaje de troncos, dispuestos verticalmente, por entre los cuales las ventiscas invernales se infiltraron a placer. Al levantarse por la mañana, no era nada raro encontrarse con un palmo y medio de nieve dentro de la habitación. Como los colchones y la ropa de casa escaseaban, los hombres solían dormir acurrucados sobre una estera ante el fuego. Cuando se agotaron las provisiones que tenían en reserva, salieron a pescar en el río y excavaron la nieve en busca de helechos o raíces que pudieran servirles de alimento. Con todo, a pesar de ser un invierno particularmente frío, no hubo ni una sola baja en la colonia. Tampoco hubo disputas ni quejas. Aquellas gentes estaban demasiado acostumbradas a la pobreza para quejarse.
Llegó la primavera. Nacieron dos bebés, y la población de la aldea ascendió a veintiuna personas. Las mujeres embarazadas estuvieron trabajando en el campo hasta que empezaron a sentir los dolores del parto, y al día siguiente de dar a luz volvieron a sus tareas. En las tierras que iban roturando plantaron mijo y patatas. Los hombres talaban los árboles y quemaban sus raíces, para convertir los claros resultantes en terrenos de cultivo. Una nueva vida asomó sobre la faz de la tierra: el campo empezaba a dar sus primeros frutos; pero justamente cuando los labradores pensaban que lo peor había pasado, sobrevino una gran plaga de langostas.
El enjambre de langostas llegó de más allá de las montañas. Al principio, semejaba una enorme nube negra. Luego, la tierra pareció estremecerse. Nadie sabía qué era aquello, excepto el joven ainu. Este dio órdenes a los hombres para que encendieran fogatas dispersas por los campos. Vertieron hasta la última gota de petróleo sobre todo lo que había en el poblado susceptible de ser quemado, y le prendieron fuego. El ainu dijo a las mujeres que salieran con ollas y cucharones en las manos, y las golpearan sin parar. El joven —como después todo el mundo reconoció— hizo cuanto podía hacerse. Sin embargo, fue en vano. Decenas de miles de langostas se precipitaron sobre los campos y devoraron las cosechas sin dejar ni rastro.
Una vez que las langostas se hubieron marchado, el joven lloró de desesperación, pero ninguno de los colonos derramó una lágrima. Reunieron las langostas muertas y las quemaron. Terminada la quema, se dedicaron con más ahínco si cabe a desbrozar el terreno para dedicarlo al cultivo.
Aquella gente pasó el invierno siguiente comiendo pescado del río, helechos y raíces. Al llegar la primavera, nacieron tres niños más, y los colonos prepararon los campos e hicieron la siembra. En verano volvieron las langostas y arrasaron de nuevo la cosecha. Esta vez, el joven ainu no lloró.
Las invasiones de langostas se acabaron, por fin, al tercer año. Llovió mucho, y el agua pudrió los huevos de las langostas. Claro que las interminables lluvias también dañaron las cosechas. Al año siguiente surgió una inesperada plaga de escarabajos. Y el verano del año que siguió a éste fue inusualmente frío.