La caza del meteoro (24 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La caza del meteoro
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Indudablemente no, no podía hacerlo. Pero lo que sí podía, al menos, lo que hasta debía hacer, era protestar, en nombre de su país, contra la violación del territorio nacional.

Un día en que habían bajado juntos a tierra los dos comandantes inglés y francés, en concepto de simples curiosos, aprovechó Mr. Schnack aquella ocasión de pedir explicaciones y hacer representaciones oficiosas, cuya moderación diplomática no excluyera la vehemencia.

El comodoro inglés fue quien contestó a Mr. Schnack, diciéndole, en resumen, que no tenía por qué inquietarse.

Los comandantes de los buques en rada se conformaban sencillamente con las órdenes recibidas de sus respectivos almirantazgos; no les tocaba a ellos ni el discutir ni el interpretar esas órdenes, sino única y exclusivamente el ejecutarlas. Se presumía, no obstante, que el desembarco internacional no tenía otro objeto que el mantenimiento del orden, en presencia de una afluencia de curiosos, muy importante en realidad, pero que se había creído sin duda mucho mayor.

Por lo demás, Mr. Schnack debía estar tranquilo; la cuestión estaba estudiándose, y seguramente serían respetados los derechos de todos y de cada uno.

—Exacto —aprobó el comandante francés.

—Puesto que serán respetados todos los derechos, podré, por consiguiente, defender los míos —gritó de repente un personaje, interviniendo sin rebozo en la discusión.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó el comodoro.

—Mr. Dean Forsyth, astrónomo de Whaston, el verdadero padre y legítimo propietario del bólido —respondió el interruptor, dándose importancia, en tanto que Mr. Schnack alzaba desdeñósamente los hombros.

—¡Ah, muy bien...! Conocía yo perfectamente su nombre ya, Mr. Forsyth... Pero si usted tiene derechos, ¿por qué no ha tratado de hacerlos valer?

—¡Derechos! —gritó en tal momento un segundo interruptor—. Entonces, ¿qué diré yo de los míos...? ¿No he sido, por ventura, yo, yo, el doctor Sydney Hudelson, el primero en señalar el meteoro a la atención del Universo?

—¡Usted! —protestó Mr. Dean Forsyth, volviéndose rápidamente, como si le hubiese picado una víbora.

—Yo.

—¡Un medicastro de arrabal pretender haber realizado semejante descubrimiento...!

—¡Lo mismo que un ignorante de su especie!

—¡Un charlatán, que ni siquiera sabe por qué lado se mira en un anteojo!

—¡Un farsante, que jamás ha visto un telescopio!

—¡Ignorante yo...!

—¡Yo un medicastro...!

—¡De tal modo ignorante, que no sé desenmascarar a un cínico impostor!

—¡Tan medicastro, que no encuentro el medio de confundir a un ladrón!

—¡Esto es demasiado! —gritó, iracundo, Mr. Dean Forsyth, echando espumarajos de rabia—. ¡En guardia, caballero!

La escena habría tenido un funesto desenlace, si Jenny y Francis Gordon no se hubieran lanzado entre los combatientes, que con los puños en alto se dirigían miradas retadoras.

—¡Tío! —gritaba Francis, sujetando a su tío con mano vigorosa.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Por Dios...! —imploraba Jenny, derramando abundantes lágrimas.

—¿Quiénes son esos dos energúmenos? —preguntó a Seth Stanfort, a cuyo lado se encontraba por casualidad Zephyrin Xirdal, quien a alguna distancia asistía a aquella escena tragicómica.

—No habrá usted dejado de oír hablar de Dean Forsyth y del doctor Sydney Hudelson.

—¿Los dos astrónomos de Whaston?

—Los mismos.

—¿Los que descubrieron el bólido?

—Efectivamente.

—¿Por qué disputan de esa manera?

—Porque no pueden ponerse de acuerdo acerca de la prioridad del descubrimiento.

Zephyrin Xirdal alzó desdeñósamente los hombros.

—¡Vaya una tontería!

—Y uno y otro reclaman la propiedad del bólido —repuso Seth Stanfort.

—¿So pretexto de que lo vieron por casualidad en el cielo?

—Así es.

—Se necesita tener tupé... Pero, ¿qué hacen ahí ese joven y esa muchacha?

Mr. Seth Stanfort expuso con suma complacencia la situación. Refirió por qué concurso de circunstancias los dos prometidos habían tenido que renunciar a su proyectada unión.

Cuando Seth Stanfort hubo dado fin a su relato, Zephyrin Xirdal, sin pensar en darle las gracias, lanzó un resonante: «Esta vez es demasiado fuerte», y se alejó a grandes pasos.

Estaba verdaderamente fuera de sí; con mano brutal abrió la puerta de su cabaña.

—¡Tío! —dijo a Monsieur Lecoeur, a quien este virulento apostrofe hizo dar un salto—. Declaro que esto es demasiado fastidioso.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó el banquero.

—¡El bólido, caramba; siempre el maldito bólido!

—¿Qué te ha hecho el bólido?

—Lleva trazas de devastar la Tierra; así, tranquilamente. No contento con transformar a todas esas gentes en ladrones, va a sembrar la guerra y la discordia por todo el mundo... Y no es eso todo; se permite ya separar a los novios.

—¿Qué novios...?

Xirdal no se dignó contestar.

—Sí, es muy desagradable y fastidioso —declaró con violencia—. ¡Ah! No lo consentiré... ¡Voy a ponerlos a todos de acuerdo y a reírme además...!

—¿Qué tonterías vas a hacer, Zephyrin?

—¡Pardiez, muy sencillo...! ¡Voy a arrojar el bólido al agua!

Monsieur Lecoeur se levantó de un salto; su semblante había palidecido bajo la intensa emoción que le paralizaba el corazón. Ni por un instante se le ocurrió la idea de que Xirdal obedecía a los impulsos de la cólera, y que profería amenazas vanas, cuya realización no estaba en su poder; no, había dado pruebas de este su poder; todo era de temer de él.

—Tú no harás eso, Zephyrin.

—Lo haré, por el contrario; nada me lo impedirá.

—Pero no piensas, desgraciado... —Monsieur Lecoeur se interrumpió bruscamente; un pensamiento de genio acababa de nacer en su cerebro; algunos instantes bastaron a aquel experto capitán de las batallas del dinero para examinar la parte fuerte y la débil.

—¡A ello! —murmuró.

Un segundo esfuerzo de reflexión le confirmó en la excelencia de su proyecto.

Dirigiéndose entonces a Zephyrin Xirdal, manifestóse así:

—No te llevaré más tiempo la contra —dijo—. ¿Quieres echar el bólido al mar? ¡Bueno...! Pero, ¿no podrías darme algunos días de respiro?

—Estoy obligado a ello —dijo Xirdal—. Preciso es que introduzca algunas modificaciones en la máquina para el nuevo trabajo que he de emprender; esas modificaciones exigirán cinco o seis días.

—Lo cual nos llevará al tres de setiembre.

—Sí.

—Muy bien —dijo Monsieur Lecoeur, que salió y se dirigió inmediatamente a Upernivik, mientras que su ahijado ponía manos a la obra.

Sin pérdida de tiempo, Monsieur Lecoeur se hizo conducir a bordo del Atlantic, cuya chimenea empezó a vomitar en seguida torrentes de humo negro y compacto.

Dos horas más tarde, y vuelto el armador a tierra, el Atlantic se perdía en el horizonte.

Como todo lo que es genial, el plan del banquero era de una sublime sencillez.

Rechazada la idea de denunciar a su ahijado a condición de que se le reservase una parte del tesoro, que se salvaría así merced a su intervención —pues esa parte habría sido insignificante y de poco valor por la abundancia del oro—, decidióse a guardar el más absoluto silencio.

Siendo él el único en conocer durante cinco días semejante secreto, facilísimo le era sacar de él gran partido. Bastábale para esto el expedir, por medio del Atlantic, un nuevo telegrama, en el cual, después de descifrado, se leería lo siguiente en la calle Druot: «Acontecimiento sensacional inminente. Compren minas en cantidad ilimitada.»

Esa orden sería fácilmente ejecutada.

Seguramente que la caía del bólido era conocida a aquella hora, y las acciones de minas de oro debían estar casi regaladas.

Digamos, desde luego, que Monsieur Lecoeur había tenido un buen golpe de vista. El telegrama había sido llevado a la calle Druot, y en la Bolsa del mismo día se cumplieron puntualmente sus instrucciones, comprando todas las minas de oro que se ofrecieron, haciendo lo mismo al día siguiente, llegando de esta forma hasta poseer la mitad del total de la producción aurífera del Globo.

Mientras estos acontecimientos tenían lugar en París, Zephyrin Xirdal utilizaba, para modificar su máquina, los accesorios de que había tenido cuidado de proveerse a su salida.

En la fecha indicada, el 3 de setiembre, todo se hallaba terminado y Zephyrin Xirdal se disponía a la acción.

La presencia de su padrino le aseguraba, por excepción, un auditorio verdadero; era una ocasión única de ejercer sus talentos oratorios.

No la dejó pasar.

—Mi máquina —dijo, cerrando el circuito eléctrico— no tiene nada de misterioso ni de diabólico: no es otra cosa que un órgano de transformación: recibe la electricidad bajo su forma ordinaria, y la devuelve bajo una forma superior, estudiada, meditada y descubierta por mí.

«Esta ampolla que ve usted aquí, y que comienza a girar velozmente, es la que ha servido para atraer el bólido. Con ayuda del reflector, en cuyo centro está situada, envía ella al espacio una corriente de una naturaleza particular, bautizada por mí con el nombre de corriente neutra helicoidal.

»Como su nombre lo indica, se mueve a la manera de una hélice. El conjunto de sus espiras constituye un cilindro del que el aire, lo mismo que toda otra materia, es expulsado de tal manera, que en el interior de este cilindro no hay nada.

»De este sitio único, en el que reina el vacío absoluto, se escapa la indestructible energía que el globo terrestre retiene prisionera en las pesadas mallas de la sustancia. Mi papel, por consiguiente, está limitado a suprimir un obstáculo.

Monsieur Lecoeur, vivamente interesado, concentraba toda su atención para seguir aquellas curiosas explicaciones.

—La única cosa delicada —prosiguió diciendo Xirdal— consiste en regular la longitud de la onda de la corriente neutra helicoidal; si llega al objeto que se desea gobernar, le rechaza, en vez de atraerle; se necesita, pues, orientarla a cierta distancia del objeto, pero lo más cerca posible, de tal suerte, que la energía irradie en su proximidad inmediata.

—Pero para hacer rodar el bólido al mar es menester empujarle y no atraerle —objetó Monsieur Lecoeur.

—Sí y no —respondió Zephyrin Xirdal—. Yo conozco la distancia precisa que nos separa del bólido, que es de quinientos once metros y cuarenta y ocho centímetros, y, en consecuencia, regulo el alcance de mi corriente.

Sin dejar de hablar, Zephyrin maniobraba con su máquina.

—Observe tío, que esta ampolla no gira como la otra. Los efluvios que emite son muy particulares; les llamaremos, si usted quiere, corrientes neutras rectilíneas, para distinguirlas de las anteriores.

»La longitud de estas corrientes rectilíneas no tiene necesidad de ser regulada; irían invisibles hasta el infinito, si yo no las proyectase sobre la convexidad sudoeste del meteoro, que las detiene; no le aconsejo que se ponga a su paso.

«Estas corrientes rectilíneas, como cualquiera otras corrientes de cualquier naturaleza que sean, como la luz, el calor, la luz misma, no son otra cosa que un transporte de átomos materiales en el último grado de simplificación.

«Tendrá usted una idea de la pequeñez de esos átomos, cuando le diga que en este instante están golpeando la superficie del bloque de oro, en el que se incrustan, en número de setecientos cincuenta millones por segundo. Es, pues, un verdadero bombardeo, en el que la pequeñez de los proyectiles se halla compensada por la infinidad del número y por la velocidad. Uniendo este impulso a la atracción ejercida sobre la otra cara, puede obtenerse, con toda seguridad, un resultado satisfactorio.

—El bólido no se mueve, sin embargo —objetó Monsieur Lecoeur.

—Ya se moverá —afirmó tranquilamente Zephyrin Xirdal—. Un poco de paciencia. Por añadidura, he aquí lo que va a apresurar las cosas. Con este tercer reflector expido yo otros obuses atómicos dirigidos, no sobre el bólido mismo, sino sobre el terreno que le sostiene del lado del mar. Va usted a ver cómo ese terreno se disgrega poco a poco, y ayudado por la gravedad, el bólido se deslizará por la pendiente.

Zephyrin Xirdal metió de nuevo su mano en el interior de la máquina; la tercera ampolla comenzó a girar.

—Mire usted bien, tío; creo que nos vamos a reír un poco.

Capítulo XX

Que tal vez se leerá con sentimiento, pero que el respeto a la verdad histórica obligó al autor a escribir tal y como lo registraron un día los anales astronómicos

Un un solo grito se fundieron los gritos individuales, y aquél fue como un rugido formidable que salió de la muchedumbre a la primera oscilación de la masa de oro.

Todas las miradas se dirigieron al mismo punto. ¿Qué ocurría? ¿Eran juguetes de una alucinación? ¿Había realmente hecho el meteoro un movimiento? En este caso, ¿cuál era la causa? ¿No iba el terreno inclinándose poco a poco, lo cual podría hacer que el tesoro se hundiese en el abismo?

—Sería éste un singular desenlace para ese asunto, que ha llegado a conmover el mundo —hizo observar Mrs. Arcadia Walker.

—Un desenlace que no sería tal vez el peor —respondió Seth Stanfort.

No, no se habían engañado; el bólido continuaba deslizándose gradualmente hacia el mar; si el movimiento no cesaba, la esfera de oro acabaría por rodar hasta el borde de la plataforma, y se hundiría en las profundidades del océano.

Aquello fue un estupor general, mezclado con un poco de menosprecio hacia aquel suelo indigno de un tan maravilloso peso. ¡Qué lástima que la caída se hubiese producido sobre aquella isla y no sobre el inquebrantable promontorio basáltico del litoral groenlandés, donde aquellos millares de millones no habrían corrido el riesgo de perderse para siempre para la ávida Humanidad!

Sí; el meteoro se deslizaba; tal vez sólo fuese cuestión de horas, de minutos, el que el mar se tragase aquellas enormes riquezas.

En medio de todos los gritos provocados por la inminencia de semejante desgracia, ¡qué exclamación de espanto la que había lanzado Mr. Schnack...! ¡Adiós, aquella única ocasión de enriquecer fabulosamente a su país...! Adiós, aquella risueña perspectiva de enriquecer a todos los ciudadanos de Groenlandia!

En cuanto a Mr. Dean Forsyth y al doctor Sydney Hudelson, podían abrigarse temores por su razón. Tendían los brazos desesperadamente, pedían socorro, como si hubiera sido posible el responder a semejante llamamiento.

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