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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

La caza del meteoro (25 page)

BOOK: La caza del meteoro
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Un movimiento más pronunciado del bólido acabó de hacerles perder la cabeza; sin reflexionar en el riesgo que corría, el doctor Hudelson, rompiendo la línea de los guardias, corrió hacia la esfera de oro.

No pudo ir muy lejos. Sofocado por aquella atmósfera abrasadora, vaciló de repente, al cabo de cien pasos, y cayó como una masa inerte.

Mr. Dean Forsyth habría debido hallarse contento, pues la supresión de su competidor suprimía radicalmente toda ocasión de competencia para lo futuro.

Pero antes que un astrónomo apasionado, Mr. Dean Forsyth era un excelente hombre, y la intensidad de su emoción le volvió a su verdadera naturaleza. Su odio, puramente ficticio, desapareció, como desaparece una pesadilla al despertar, y sólo dejó en su razón el recuerdo de los antiguos días.

Por esto, sin siquiera pensar en ello, como se realiza un puro movimiento reflejo, el señor Dean Forsyth, dicho sea esto en su honor, en lugar de alegrarse de la muerte de un adversario, corrió veloz al socorro de un antiguo amigo en peligro.

Sus fuerzas no debían encontrarse a la altura de su valor. Apenas había alcanzado al doctor Hudelson, apenas hubo conseguido arrastrarle unos cuantos metros hacia atrás, cuando caía cerca de él, inanimado, sofocado por aquel ambiente infernal que asfixiaba totalmente.

Felizmente, Francis Gordon se había precipitado tras él, y Mr. Seth Stanfort no había vacilado en seguirle.

Es de creer que esta acción no dejó a Mrs. Arcadia Walker indiferente.

—¡Seth..., Seth...! —gritó instintivamente, como espantada del peligro a que se exponía su antiguo marido.

Francis Gordon y Seth Stanford, seguidos de algunos valerosos espectadores, tuvieron que arrastrarse por el suelo, colocándose un pañuelo en la boca; tan irrespirable era el aire.

Llegaron por fin cerca de Mr. Forsyth y del doctor Hudelson; les levantaron y se los llevaron más allá del límite que no era lícito franquear, so pena de verse abrasado.

Afortunadamente, aquellas dos víctimas de su imprudencia habían sido salvadas a tiempo. Gracias a los cuidados que no se les economizaron, volvieron a la vida, pero fue ¡ ay!, para asistir a la ruina de sus esperanzas.

El bólido continuaba resbalando lentamente... Su centro de gravedad iba aproximándose a la arista, más allá de lo cual el promontorio se hundía verticalmente en el mar.

Por todas partes se alzaron gritos, traduciendo la emoción de la muchedumbre, que se agitaba en todos sentidos, sin saber por qué. Algunos, entre los cuales se hallaban Mr. Seth Stanfort y Mrs. Arcadia Walter, corrieron a toda prisa al lado del mar, a fin de no perder, al menos, ningún detalle de la catástrofe.

Hubo, sin embargo, un momento de esperanza. La esfera de oro se había inmovilizado.

Pero no fue más que un momento. De repente, dejóse oír un espantoso crujido... La roca acababa de ceder y el meteoro se hundía en el mar.

Si los ecos del litoral no repercutieron el enorme clamor de la muchedumbre, fue porque aquel clamor vióse al instante cubierto por el estampido de una explosión más violenta que los clamores de la muchedumbre, y más aún que el estampido del trueno. Al mismo tiempo, una especie de huracán barrió la superficie de la isla, y los espectadores, sin exceptuar a uno solo, fueron arrojados irresistiblemente al suelo.

El bólido acababa de hacer explosión. Penetrando el agua por los millares de poros de la superficie en los innumerables alvéolos de aquella esponja de oro, se había evaporado instantáneamente al contacto de aquel metal incandescente, y el meteoro había estallado como una caldera. Sus restos caían ahora sobre las olas en medio de ensordecedores silbidos.

Alzóse el mar por la violencia de esta explosión. Una ola prodigiosa subió al asalto del litoral y cayó con irresistible furor. Espantados los imprudentes que se habían acercado a la orilla, emprendieron la fuga, esforzándose por alcanzar la cima.

No todos debían llegar a ella. Cobarde y vilmente rechazada por ciertos compañeros, a quienes el miedo convertía en bestias feroces, Mrs. Arcadia Walker fue empujada, derribada... ¡Cuando la masa liquida volvióse, iba a ser arrastrada...!

Pero Mr. Seth Stanfort velaba.

Casi sin esperanza de salvarla, arriesgando su vida por ella, habíase lanzado en su socorro, en condiciones tales, que habría indudablemente que contar dos víctimas en vez de una.

No; Seth Stanfort logró alcanzar a la joven, y asiéndose como pudo a una roca, pudo resistir al monstruoso remolino.

Numerosos turistas corrieron en seguida en su ayuda y los arrastraron hacia atrás. Estaban en salvo.

Si Mr. Seth Stanfort no había perdido el conocimiento, Mrs. Arcadia Walker estaba inanimada. Los cuidados que todos se apresuraron a prestarle no tardaron en reanimarla. Sus primeras palabras fueron para su ex marido.

—Desde el momento en que debía ser salvada, estaba indicando que lo sería por usted —dijo, oprimiéndole la mano y dirigiéndole una mirada llena del más tierno reconocimiento.

Menos afortunado que Mrs. Arcadia Walker, el maravilloso bólido no había podido escapar a su funesta suerte. Fuera del alcance de los hombres, sus restos reposaban ahora en las profundidades del mar. Aun cuando a costa de increíbles esfuerzos hubiese sido posible retirar aquella masa de esos insondables abismos, preciso era renunciar a semejantes esperanzas, ya que, convertido en millares de trozos, habían sido esparcidos del todo al azar.

En vano Mr. Schnack, Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson buscaron la más mínima partícula sobre el litoral; no, habíanse dispersado hasta el último céntimo los cinco mil setecientos ochenta y ocho millares de millones.

Nada quedaba del extraordinario meteoro.

Capítulo XXI

Último capítulo, que contiene el epílogo de esta historia, y cuya ultima palabra corresponde a Mr. John Proth, juez de Whaston

La muchedumbre de curiosos no tenía que hacer otra cosa sino partir, puesto que su curiosidad estaba ya satisfecha.

¿Satisfecha...? No es muy seguro. ¿Valía aquel desenlace las fatigas y los gastos de un viaje semejante? Haber visto el meteoro, sin poder acercarse a él, sino a una distancia de cuatrocientos metros, no era un gran resultado. Había, sin embargo, que conformarse con él.

Fue, en suma, una suerte. Seis trillones de oro lanzados a la circulación, habrían depreciado extraordinariamente este metal, vil para los unos, aquellos que no lo tienen, pero tan precioso al decir de los demás.

No se debía, por consiguiente, lamentar la pérdida de aquel bólido, que no contento con trastornar el mercado de valores del mundo, habría desencadenado tal vez la guerra sobre toda la superficie de la tierra.

Los interesados, sin embargo, tenían derecho para considerar aquel desenlace como una decepción. ¡Con qué tristeza se dirigieron Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson a contemplar el sitio donde su bólido habían estallado!

Muy duro era el volverse sin llevar nada de aquel oro celeste; ni siquiera algo con que fabricarse un alfiler de corbata o unos botones para los puños de la camisa, a título de recuerdo, admitiendo que Mr. Schnack no lo hubiese reclamado para su país.

En su común dolor, los dos rivales habían perdido hasta el recuerdo de su pasajera rivalidad. ¿Podía ser de otra manera? ¿Era posible que el doctor Hudelson conservase su enojo para con quien tan generosamente había desafiado la muerte para salvarle? La desaparición del bólido había acabado, por lo demás, la obra de reconciliación; ¿a qué disputar por el nombre de un meteoro que ya no existía?

—Es una gran desdicha —decía el doctor Hudelson— la pérdida del bólido Forsyth.

—Del bólido Hudelson —rectificaba el otro.

Los dos jóvenes prometidos se aprovechaban, como mejor podían, del retorno del buen tiempo, tras tantas tormentas, y trataban de ganar las horas perdidas.

Los buques de guerra y los paquebotes que se hallaban en Upernivik levaron anclas en la mañana del 4 de setiembre, hacia las latitudes más meridionales.

De todos los curiosos que durante algunos días habían dado tanta animación a aquella isla de las regiones árticas, no quedaron más que Monsieur Robert Lecoeur y su medio sobrino, obligados a esperar el retorno de su barco, el Atlantic, que no llegó hasta el día siguiente.

Monsieur Lecoeur y Zephyrin Xirdal embarcaron inmediatamente; tenían bastante con aquella estancia suplementaria de veinticuatro horas en la isla de Upernivik.

Destruida, en efecto, su cabaña por la invasión del mar, consecutiva a la explosión del bólido, habían pasado la noche al aire libre, en las más deplorables condiciones.

No se había contentado el mar con arrasar su casa, sino que al propio tiempo habíales mojado hasta los huesos. No habiendo podido secarse bien por el pálido sol de aquellas regiones polares, no poseían siquiera una mala manta para resguardarse del frío durante las breves horas de oscuridad.

Todo había perecido en el desastre, hasta el más mínimo objeto del campamento, hasta la maleta y los instrumentos de Zephyrin Xirdal: destruido el fiel anteojo con el que tantas veces había observado el meteoro, y destruida también la máquina que había atraído a aquel meteoro sobre la tierra antes de precipitarlo en el fondo de las aguas.

Monsieur Lecoeur no podía consolarse de la pérdida de tan maravilloso aparato. Xirdal, por el contrario, no hacía más que reírse de ello; puesto que había fabricado una máquina, nada le impediría fabricar otra mejor y más potente todavía.

Seguramente que habría podido hacerla; esto no era siquiera dudoso; mas, por desgracia, jamás pensó en ello; en vano le instaba su padrino para que se pusiera a ese trabajo; lo fue dejando siempre para el mañana, hasta el día en que, llegado a una edad avanzada, llevóse el secreto a la tumba.

Preciso es, por lo tanto, resignarse; esa máquina está perdida para siempre y su principio permanecerá ignorado hasta tanto que Dios haga surgir un nuevo Zephyrin Xirdal.

Este último volvía, en suma, de Groenlandia más pobre que antes; sin contar sus instrumentos y su «rico» guardarropa, dejaba allí un vasto terreno, tanto más difícil de revender, cuanto que la mayor parte de aquella propiedad se hallaba situada bajo el mar.

¡Cuántos millones había, por el contrario, cosechado su padrino en el transcurso de aquel viaje!

Esos millones se los encontró a la vuelta en la calle Druot, y ese fue el origen de la fabulosa fortuna que había de hacer de la Banca Lecoeur la igual de los más poderosos establecimientos financieros.

No fue ajeno Zephyrin Xirdal al acrecentamiento de esta colosal fortuna. Monsieur Lecoeur, que sabía ahora de todo lo que era capaz, le puso ampliamente a contribución. Todas las invenciones salidas de aquel cerebro verdaderamente genial explotábalas la Banca desde el punto de vista práctico.

No tuvo por qué arrepentirse de ello; a falta del cielo, pudo ella encerrar en sus cajas una muy notable parte del oro de la Tierra que no era cosa de despreciar, aunque no fuera de tan noble y elevado origen.

No era indudablemente Monsieur Lecoeur un Shylock.

De aquella fortuna, que era su obra, habría podido Zephyrin Xirdal tomar su parte, y hasta la parte mayor, si ese hubiera sido su deseo. Pero Xirdal, cuando se le hablaba de eso, miraba de una manera tan estúpida que era preferible no insistir.

¿Dinero...? ¿Oro...? ¿Qué iba a hacer él con eso?

Percibir en épocas irregulares las pequeñas sumas suficientes para sus modestas necesidades, era una cosa que le convenía perfectamente desde todos los puntos de vista.

Hasta el fin de su vida continuó yendo a pie a ver con ese objeto a su «tío» y banquero, y jamás consintió ni en abandonar su sexto piso de la calle de Cassette, ni en separarse de la viuda Tribaut, antigua carnicera, que fue su charlatana sirvienta.

Siete días después del aviso que Monsieur Lecoeur había dado a su corresponsal de París, la pérdida definitiva del bólido era conocida del mundo entero.

El crucero francés, al volver de Upernivik, transmitió la emocionante nueva al primer semáforo que halló, y desde él se extendió con una rapidez extraordinaria por todo el universo.

Si la emoción que produjo fue, como fácilmente puede suponerse, grande, se calmó por sí misma muy rápidamente.

Ya no se hablaba de ello, cuando el Mozik echó el ancla el día 18 de septiembre en el puerto de Charleston.

Además de sus pasajeros primitivos, el Mozik desembarcaba a la vuelta una pasajera que no había embarcado a la ida.

Esta pasajera no era otra que Mrs Arcadia Walker, quien, deseosa de manifestar más ampliamente su reconocimiento a su antiguo marido, se había apresurado a instalarse en el camarote que había dejado desocupado Mr. Schnack.

De la Carolina del Sur a Virginia la distancia no es considerable, y los trenes, por lo demás, no faltan en Estados Unidos.

Desde el día siguiente, 19 de setiembre, Mr. Dean Forsyth, «Omicron» y Francis Gordon de una parte; Mr. Sydney Hudelson y Jenny, de la otra, estaban de regreso, los primeros en la torre de Elisabeth Street y los segundos en la torrecilla de Moriss Street.

Esperábaseles con impaciencia.

Mrs. Hudelson y su hija Loo encontrábanse en la estación de Whaston, así como también la estimable Mitz, cuando el tren de Charleston dejó a los viajeros; y no pudieron, en verdad, quejarse éstos del recibimiento que se les hizo.

Francis Gordon abrazó a su futura suegra y Mr. Dean Forsyth estrechó cordialmente la mano de Mrs. Hudelson, como si nada hubiera pasado. Ninguna alusión se hubiera siquiera hecho a los días penosos, si Miss Loo, un poco inquieta siempre, no hubiera querido asegurarse de ello,

—Todo está acabado, ¿verdad? —dijo ella, lanzándose al cuello de Mr. Dean Forsyth.

Sí, todo estaba definitivamente terminado.

Buena prueba de ello fue que las campanas de San Andrés repicaron el 30 de setiembre con sus más alegres sones. Ante una brillante reunión, que comprendía a los parientes y amigos de ambas familia y las notabilidades de la ciudad, el reverendo O'Garth celebró el matrimonio de Francis Gordon y de Jenny Hudelson, arribados felizmente a puerto tras tantas vicisitudes y tormentas.

Miss Loo, naturalmente, se hallaba presente a la ceremonia, a título de señorita de honor, encantadora con su hermoso vestido terminado desde hacía cuatro meses. Y también Mitz estaba allí, riendo y llorando a la vez.

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