Authors: Paolo Bacigalupi
Hock Seng hace una pausa, se enjuga el sudor de la frente. «Estoy loco. No va a venir nadie a por mí. Los pañuelos verdes están al otro lado de la frontera, en Malasia, y los ejércitos del reino se encargarán de mantenerlos a raya.
»Y aunque vengan, dispongo de un archipiélago de distancia para prepararme para su llegada. Días de viaje a bordo de un tren de muelles percutores, siempre y cuando los generales del ejército de la reina no vuelen las vías. Por lo menos veinticuatro horas, aunque usen carbón para el ataque. ¿Y si no? Semanas de marcha. Tiempo de sobra. Estoy a salvo.»
El panel cae en su mano temblorosa, revelando el interior hueco del bambú. La caña es impermeable, perfeccionada por la naturaleza. Introduce un brazo esquelético en el boquete, tanteando como los ciegos.
Por un momento le parece que alguien se lo ha llevado, que le han robado aprovechando su ausencia, pero entonces sus dedos rozan el papel y saca los rollos de billetes uno a uno.
En la habitación contigua, Sunan y Mali hablan del tío de ella, que quiere que trafiquen con piñas cibi.11.s.8, trayéndolas en un esquife desde Koh Angrit, la isla
farang
de la cuarentena. Dinero rápido, si están dispuestos a correr el riesgo de importar alimentos prohibidos de los monopolios de las calorías.
Hock Seng escucha sus murmullos mientras guarda el dinero en un sobre que a continuación esconde dentro de la camisa. Diamantes, baht y jade trufan las paredes que le rodean, pero aun así, le duele sacar este dinero ahora. Va en contra de su instinto acumulador.
Vuelve a cerrar el panel de bambú. Se moja los dedos con saliva, la mezcla con los escasos restos de serrín e introduce el compuesto en las grietas más llamativas. Se sienta encima de los talones y examina la caña de bambú. Es prácticamente invisible. Si no supiera que debe contar cuatro juntas hacia arriba, no se le ocurriría dónde mirar, ni qué buscar.
Lo malo de los bancos es que uno no se puede fiar de ellos. Lo malo de los escondites secretos es que son difíciles de proteger. Lo malo de una habitación en un poblado de chabolas es que cualquiera podría llevarse el dinero aprovechando su ausencia. Necesita otros escondrijos, lugares seguros donde ocultar el opio, las joyas y el dinero en efectivo conseguidos con tanto esfuerzo. Necesita un lugar seguro para todo. También para su persona, y eso no tiene precio.
Todo es pasajero. Así lo asegura Buda, y Hock Seng, que no creía ni tenía tiempo para pensar en el karma ni en las verdades del dharma cuando era joven, con los años ha aprendido a entender la religión de su abuela y sus dolorosas verdades. Su sino es sufrir. El apego es el origen de su sufrimiento. Y pese a todo sigue sin poder dejar de ahorrar, de prepararse y de luchar por perpetuar esta vida colmada de sinsabores.
«¿De qué forma pequé para merecer este amargo destino? ¿Para ver a mi clan despedazado bajo machetes pintados de rojo? ¿Para ver mis negocios reducidos a cenizas y mis clíperes hundidos en el fondo del mar?» Cierra los ojos, obligándose a enterrar los recuerdos. Lamentarse es sufrir.
Respira hondo y se pone en pie con esfuerzo, recorre la estancia con la mirada para cerciorarse de que todo esté en su sitio, se vuelve y empuja la puerta, raspar de madera contra arenilla, y sale a la angosta calleja que es la avenida principal del arrabal. Asegura la puerta con un trozo de correa de cuero. Un nudo y nada más. Ya han entrado una vez en la habitación. Volverán a hacerlo. Lo espera. Un candado robusto llamaría la atención de las personas equivocadas, un triste pedazo de cuero resulta menos tentador.
El camino que conduce fuera del barrio pobre de Yaowarat está sembrado de sombras y cuerpos acuclillados. El calor de la estación seca pesa como una losa sobre él, tan intenso que parece que nadie puede respirar, aun con la colosal presencia de los diques de Chao Phraya. No se puede escapar del calor. Si el rompeolas cediera, el poblado entero se ahogaría en unas aguas casi frescas, pero hasta entonces, Hock Seng suda y callejea arrastrando los pies por el laberinto de pasadizos, restregándose contra paredes de hojalata rescatadas de la basura.
Sortea zanjas abiertas llenas de mierda. Hace equilibrios sobre tablones y esquiva a mujeres que sudan la gota gorda entre humeantes ollas de fideos U-Tex y pestilentes pescados secados al sol. Un puñado de carros de comida, los que han sobornado a los camisas blancas o al
pi lien
del arrabal, encienden pequeñas fogatas de estiércol a la vista de todos, anegando los callejones con densas humaredas mezcladas con el aceite de pimiento para freír.
Esquiva bicicletas cargadas de candados, pisando con cuidado. Por debajo de las paredes de lona asoman prendas de vestir, cazos y desperdicios, que invaden el espacio público. Las tiendas se agitan con el movimiento de sus ocupantes: un hombre tose con los pulmones encharcados, en las últimas; una mujer lamenta la adicción al vino de arroz
lao-lao
de su hijo; una niña amenaza con agredir a su hermano lactante. La intimidad no está hecha para el arrabal, pero las paredes de lona proporcionan un educado espejismo. Y sin duda es mejor que las torres de la Expansión donde se hacinan los tarjetas amarillas. Este poblado es un lujo para Hock Seng. Y rodeado de tailandeses autóctonos, se siente a cubierto. Más protegido de lo que estuvo jamás en Malasia. Aquí, si no abre la boca y lo traiciona su acento extranjero, puede confundirse con los nativos.
Aun así, añora el lugar donde su familia y él consiguieron labrarse un porvenir a pesar de ser extranjeros. Añora los salones con suelos de mármol y las columnas laqueadas de rojo de su hogar ancestral, donde resonaban las voces de sus hijos, sus nietos y sus criados. Añora el pollo de Hainan, el
laksa asam
, el delicioso
kopi
dulce y el
roti canai
.
Añora su flota de barcos de vela y a los marineros (¿no es cierto acaso que contrataba incluso a morenos?, ¿que había llegado a nombrar capitanes a algunos de ellos?) que tripulaban sus clíperes Mishimoto hasta el fin del mundo, llegando incluso hasta Europa, transportando variedades de té resistentes al gorgojo modificado y volviendo con caros coñacs como no han vuelto a verse desde la Expansión. Y por las noches, regresaba junto a sus mujeres y cenaba bien, sin más preocupación que la indolencia de alguno de sus hijos o las perspectivas de encontrar un buen marido para alguna de sus hijas.
Qué bobo e ignorante había sido. Se las daba de comerciante marino, cuando ni siquiera se imaginaba la facilidad con que pueden cambiar las mareas.
Una muchacha sale de debajo de una lona. Le sonríe, demasiado joven para tomarlo por un desconocido y demasiado inocente para darle importancia. Está viva, rebosante de la vitalidad que un anciano solo puede envidiar con sus huesos doloridos. Le sonríe.
Podría ser su hija.
La noche malaca era negra y viscosa, una selva poblada de los chillidos de las aves nocturnas y el palpitante zumbido de los insectos. En el puerto, las aguas oscuras batían suavemente ante ellos. Él y Cuarta Hija, esa perra callejera que no servía para nada, la única que había podido mantener, se escondieron entre los embarcaderos y los botes que se mecían, y cuando la oscuridad se hizo soberana de todo, la condujo hasta el agua, donde las olas corrían al encuentro de la playa en avalanchas acompasadas y las estrellas eran alfileres de oro prendidos en la negrura sobre sus cabezas.
—Mira, Ba. Oro —susurró la niña.
A veces él le contaba que todas las estrellas eran pepitas de oro que estaban a su disposición, porque era china y prosperaría si ponía empeño en el trabajo y respetaba a sus antepasados y las tradiciones. Y ahora, aquí estaban, bajo una manta de polvo de oro, la Vía Láctea extendida sobre sus cabezas como una gigantesca sábana ondeante, tan apretadas entre sí las estrellas que, si fuera lo bastante alto, podría cogerlas, exprimirlas y dejar que se derramaran por sus brazos formando regueros.
Oro por todas partes, inalcanzable.
Entre los barcos de pesca y la pequeña lancha impulsada por muelles, encontró un bote de remos y puso rumbo a alta mar, dirigiéndose a la bahía, siguiendo las corrientes, una mota negra perdida entre los fluctuantes reflejos del océano.
Preferiría que la noche estuviera nublada, pero al menos no había luna. Remaba y remaba mientras las carpas marinas rompían la superficie y rodaban a su alrededor, enseñando las gordas barrigas blancas que los miembros de su clan habían diseñado para alimentar a una nación hambrienta. Remaba y las carpas los rodeaban, mostrando unos vientres pálidos abultados ahora con la sangre y los tendones de sus creadores.
Por fin la pequeña embarcación llegó al objeto de su búsqueda, un trimarán anclado en alta mar. El lugar donde dormían los marineros de Hafiz. Subió a bordo y caminó entre ellos sin hacer ruido. Estudiándolos a todos mientras dormían a pierna suelta, protegidos por su religión. Con vida y a salvo cuando a él ya no le quedaba nada.
Los remos le habían dejado doloridos los brazos, los hombros y la espalda. Achaques de anciano. El entumecimiento de la debilidad.
Caminó entre ellos de puntillas, rastreando, demasiado viejo para la supervivencia pueril, y sin embargo incapaz de renunciar a ella. Quizá lograra sobrevivir todavía. Quizá lo consiguiera la única boca que le quedaba por alimentar. Aunque solo fuera una niña. Aunque no pudiera hacer nada por sus antepasados, al menos era de su clan. Una viruta de ADN que aún podría salvarse. Cuando por fin encontró el cuerpo que buscaba, se agachó y lo tocó con delicadeza, tapó la boca del hombre.
—Viejo amigo —susurró.
Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente cuando despertó.
—¿
Encik
Tan? —Hizo ademán de saludar con gesto marcial, pese a estar medio desnudo y tendido de espaldas. A continuación, como si recordara el cambio que se había operado en sus respectivas suertes, bajó la mano y se dirigió a Hock Seng como jamás hubiera osado hacer en la vida real—: ¿Hock Seng? ¿Todavía estás vivo?
Hock Seng frunció los labios.
—Esta inútil boca que alimentar y yo tenemos que ir al norte. Necesito tu ayuda.
Hafiz se sentó, frotándose los ojos. Echó una mirada furtiva al resto del clan, que seguía durmiendo.
—Si te delatara, me embolsaría una fortuna —susurró—. El líder de Tres Prosperidades. Sería rico.
—No eras pobre cuando trabajabas conmigo.
—Tu cabeza vale más que todos los cráneos chinos apilados en las calles de Penang. Y estaría a salvo.
A Hock Seng le dieron ganas de responder en tono airado, pero Hafiz levantó una mano, indicando silencio. Condujo a Hock Seng hasta el borde de la cubierta, contra la barandilla. Se arrimó a él hasta que sus labios rozaron casi el oído de Hock Seng.
—¿Sabes en qué aprieto me pones? Tengo parientes que ahora se ponen pañuelos verdes en la cabeza. ¡Mis propios hijos! Este no es un lugar seguro.
—¿Crees que eso me pilla de nuevas?
Hafiz tuvo el decoro de apartar la mirada, azorado.
—No puedo ayudarte.
Hock Seng puso mala cara.
—¿Esto es lo que me merezco por portarme bien contigo? ¿Acaso no estuve en tu boda? ¿No os cubrí de regalos a Rana y a ti? ¿No os agasajé durante diez días? ¿No pagué el ingreso de Mohammed en la Universidad de Koneru Lakshmaiah?
—Hiciste eso y más. Es mucho lo que te debo. —Hafiz inclinó la cabeza—. Pero ya no somos las mismas personas de antes. Los pañuelos verdes están por todas partes entre nosotros, y los que sentíamos afecto por la plaga amarilla solo podemos salir malparados. Tu cabeza compraría la seguridad de mi familia. Lo siento. Es así. No sé por qué no te capturo ahora mismo.
—Tengo diamantes, jade.
Hafiz suspiró y se dio la vuelta, exhibiendo los hombros anchos y musculosos.
—Si aceptara tus joyas, con la misma facilidad me sentiría tentado de quitarte la vida. Si hablamos de dinero, tu cabeza será siempre el trofeo más valioso. Será mejor rehuir las tentaciones de la fortuna.
—Entonces, ¿vamos a despedirnos así?
Hafiz volvió a encararse con Hock Seng, implorante.
—Mañana les entregaré tu clíper, el
Lucero del alba
, y renegaré de ti por completo. Si fuera más listo te entregaría también a ti. Todos los que han ayudado a la plaga amarilla son sospechosos ahora. Los que engordamos gracias a la industria china y prosperamos gracias a vuestra generosidad somos los más odiados de la nueva Malasia. El país ha cambiado. La gente tiene hambre. Está furiosa. Nos llaman piratas de calorías, especuladores y perros amarillos. Nada consigue apaciguarlos. Vuestra sangre se ha derramado ya, pero aún tienen que decidir qué hacer con nosotros. No puedo poner en peligro a mi familia por ti.
—Podrías venir al norte con nosotros. Navegaríamos juntos.
Hafiz exhaló un suspiro.
—Los pañuelos verdes patrullan las costas en busca de refugiados. Sus redes son amplias y llegan a todas partes. Y quienes caen en ellas son ejecutados.
—Pero nosotros somos astutos. Más que ellos. Podríamos eludirlos.
—No, eso es imposible.
—¿Cómo lo sabes?
Hafiz desvió la mirada, avergonzado.
—Mis hijos alardean delante de mí.
Hock Seng frunció el ceño con amargura, sin soltar la mano de su hija.
—Lo siento —dijo Hafiz—. La vergüenza me acompañará hasta que muera. —Giró sobre los talones de repente y corrió hacia la despensa. Regresó con unos mangos y papayas de aspecto lozano. Un paquete de U-Tex. Un melón cibi de PurCal—. Ten, acéptalo. Lamento no poder hacer más. Lo siento. Debo pensar también en mi propia supervivencia. —Y tras pronunciar esas palabras, vio a Hock Seng desembarcar y perderse de vista entre las olas.
Un mes más tarde, Hock Seng cruzó la frontera en solitario, arrastrándose por la selva infestada de sanguijuelas tras haber sido abandonado por los cabezas de serpiente que les habían traicionado.
Hock Seng ha oído que quienes ayudaron al pueblo amarillo después murieron en masa, arrojándose al mar desde los acantilados para nadar como podían hasta aplastarse contra las rocas de la costa o ser abatidos a tiros mientras flotaban. A menudo se pregunta si Hafiz sería una de aquellas víctimas, o si su regalo, el último clíper sin vías de agua de las Tres Prosperidades, habría sido suficiente para salvar a su familia, si sus hijos pañuelos verdes intercedieron por él, o si se quedaron mirando fríamente mientras su padre sufría por sus numerosos pecados.