Authors: Paolo Bacigalupi
—No pensabas lo mismo cuando te casaste conmigo. Te gustaba que fuera un luchador. Que obtuviera tantas victorias en el estadio Lumphini. ¿Te acuerdas?
Chaya no contesta. En vez de eso empieza a cambiar los cojines de sitio otra vez, negándose a darse la vuelta. Jaidee suspira y le apoya una mano en el hombro, la gira para poder mirarla a los ojos.
—De todas formas, ¿a qué viene esto ahora? ¿No estoy aquí? ¿Y estupendamente?
—Cuando te dispararon, no estabas tan estupendamente.
—Hace mucho de eso.
—Tan solo porque te pusieron detrás de una mesa, y porque el general Pracha pagó las indemnizaciones. —Levanta una mano para mostrarle los dedos ausentes—. No me digas que es seguro. Yo estaba allí. Sé de lo que son capaces.
Jaidee tuerce el gesto.
—No estaríamos a salvo de ninguna manera. Si no es Comercio, será la roya, o la cibiscosis, o cualquier otra cosa, algo peor. El mundo en el que vivimos ya no es perfecto. Esto no es la Expansión.
Chaya abre la boca para replicar, pero vuelve a cerrarla y le da la espalda. Jaidee espera, dándole tiempo para que se domine. Cuando ella se vuelve otra vez, sus emociones están de nuevo bajo control.
—No. Tienes razón. Ninguno de nosotros está a salvo. Aunque desearía que así fuera.
—Para lo que sirven los deseos, también podrías ir corriendo al mercado de Ta Prachan y comprar un amuleto.
—Ya lo hice. El de Phra Seub. Pero no te lo pones.
—Porque no son más que supersticiones. Lo que me pase será mi
kamma
. Ningún amuleto mágico va a cambiar eso.
—Aun así, no te hará daño. —Chaya deja pasar un momento—. Me sentiría mejor si te lo pusieras.
Jaidee sonríe, decidido a bromear al respecto, pero la expresión de Chaya consigue que cambie de opinión.
—Está bien. Si te hace feliz. Me pondré tu Phra Seub.
Un ruido despierta ecos en los dormitorios, una tos flemosa. Jaidee se crispa. Chaya se vuelve y mira por encima del hombro en dirección al sonido.
—Es Surat.
—¿Has ido a que lo vea Ratana?
—Su trabajo no consiste en auscultar a niños enfermos. Tiene cosas más importantes que hacer. Auténticas modificaciones genéticas de las que preocuparse.
—¿Lo has llevado o no?
Chaya exhala un suspiro.
—Opina que no se trata de ninguna versión mejorada. No hay de qué preocuparse.
Jaidee intenta disimular el alivio que le producen esas palabras.
—Bien. —Se reanudan las toses. Le recuerdan a Num, ya muerto y desaparecido. Se rebela contra la tristeza.
Chaya le toca la barbilla, reclamando toda su atención. Sonríe.
—¿Y por qué hueles a humo, noble guerrero, defensor de Krung Thep? ¿Por qué estás tan contento?
Jaidee esboza una ligera sonrisa.
—Podrás leerlo mañana en las circulares.
Chaya frunce los labios.
—Me preocupas. En serio.
—Eso te pasa por tener tan buen corazón. Pero no hace falta que te preocupes tanto. Se han aburrido de dictar medidas drásticas contra mí. La última vez fue un desastre. La noticia salió en todos los periódicos y circulares. Y nuestra venerable reina ha dado el visto bueno a mis actos. Guardarán las distancias. Al menos Su Majestad la Reina todavía les infunde respeto.
—Tienes suerte de que consintieran que tu nombre llegase hasta sus oídos.
—Ni siquiera el protector de la Corona, ese
heeya
, puede vendarle los ojos.
Chaya se crispa ante sus palabras.
—Jaidee, por favor. Baja la voz. El somdet chaopraya tiene espías en todas partes.
Jaidee pone mala cara.
—¿Lo ves? A esto hemos llegado. Un protector de la Corona que se pasa el día urdiendo la manera de instalarse en los aposentos interiores del Palacio Real. Un ministro de Comercio que conspira con los
farang
para destruir la economía y las leyes de cuarentena. Y mientras tanto, todo el mundo intenta no levantar demasiado la voz.
»Me alegro de haber bajado a los amarraderos esta noche. Tendrías que haber visto la cantidad de dinero que iban a embolsarse esos agentes de aduanas tan solo por hacer la vista gorda y dejar que pasara cualquier cosa. La próxima mutación de cibiscosis podría estar contenida en las ampollas que tenían justo delante de las narices, y ellos se limitarían a estirar la mano esperando un soborno. A veces creo que estamos reviviendo los últimos días de la antigua Ayutthaya.
—No seas exagerado.
—La historia se repite. Tampoco nadie movió un dedo por defender Ayutthaya.
—¿Y eso en qué te convierte? ¿En la reencarnación de algún aldeano de Bang Rajan? ¿Que contuvo la marea de
farang
? ¿Que luchó hasta que no quedó ni un hombre? ¿Algo así?
—¡Por lo menos ellos pelearon! ¿Qué preferirías ser tú? ¿Los campesinos que repelieron al ejército birmano durante un mes, o los ministros del reino que salieron huyendo y dejaron su ciudad a merced de los saqueadores? —Hace una mueca—. Si fuera más listo, acudiría a los amarraderos todas las noches y les daría una lección de verdad a Akkarat y a los
farang
. Les enseñaría que todavía queda alguien dispuesto a luchar por Krung Thep.
Espera que Chaya intente acallarlo de nuevo, templar su apasionada soflama, pero en vez de eso, la mujer guarda silencio.
—¿Crees que siempre renacemos aquí —pregunta por fin—, en este lugar? ¿Que debemos volver y enfrentarnos a todo esto una y otra vez, al margen de lo que hagamos?
—No lo sé —responde Jaidee—. Esa es la clase de duda que se plantearía Kanya.
—Qué seria es. Debería comprarle un amuleto a ella también. Algo que le haga sonreír por una vez.
—Es un poco rara.
—Creía que Ratana se quería declarar ante ella.
Jaidee guarda silencio mientras piensa en Kanya y en la guapa Ratana, con su mascarilla y su vida bajo tierra en los laboratorios de contención biológica del ministerio.
—No meto la nariz en su vida privada.
—Sonreiría más si fuera hombre.
—Si alguien de la talla de Ratana no es capaz de hacerla feliz, ningún hombre tiene la menor esperanza. —Jaidee esboza una sonrisa—. En cualquier caso, si fuera un hombre, se pasaría todo el día atormentado por los celos de los integrantes de la unidad que está bajo su mando. Todos esos muchachos, tan apuestos... —Se inclina hacia delante e intenta besar a Chaya, pero esta es demasiado rápida.
—Puaj. Y encima apestas a whisky.
—Whisky y humo. Así huelen los hombres de verdad.
—A la cama. Terminarás despertando a Niwat y a Surat. Y a madre.
Jaidee la atrae hacia él y acerca los labios a su oído.
—No le importaría tener otro nieto.
Chaya lo aparta de un empujón, riéndose.
—Le importará como la despiertes.
Las manos de Jaidee bajan por sus caderas.
—Seré muy discreto.
Chaya intenta zafarse de su abrazo, pero no pone demasiado empeño. Jaidee le coge la mano. Palpa los muñones de los dedos ausentes, acaricia los extremos. De repente, los dos vuelven a ponerse serios. Chaya aspira una bocanada entrecortada de aire.
—Todos hemos perdido demasiadas cosas. No soportaría perderte también a ti.
—Eso no pasará nunca. Soy un tigre. Y no soy idiota.
Chaya lo abraza con fuerza.
—Eso espero. De verdad que sí. —Su cuerpo cálido se pega al de él. Jaidee puede sentir su respiración, rítmica, cargada de preocupación por él. Chaya se aparta y le dirige una mirada solemne. Sus ojos oscuros rebosan ternura.
—No me pasará nada —repite Jaidee.
Chaya asiente con la cabeza pero es como si no estuviera escuchando. En vez de eso parece estar estudiándolo, siguiendo las arrugas de su frente, de sus sonrisas, de sus cicatrices y sus picaduras. El momento se prolonga, sus ojos oscuros fijos en él, memorizando, solemnes. Por fin asiente con la cabeza, como si escuchara algo que se hubiese dicho para sus adentros, y la expresión de preocupación se suaviza. Sonríe y lo atrae aún más hacia ella, pegándole los labios al oído.
—Eres un tigre —susurra, como si fuera una pitonisa pronunciándose, y su cuerpo se relaja contra el de él, abrazándolo por completo. Jaidee siente una oleada de alivio cuando se funden, por fin.
La abraza con más fuerza.
—Te he echado de menos —susurra.
—Ven conmigo. —Chaya se aparta y lo agarra de la mano. Lo conduce a la cama. Echa a un lado la mosquitera y se desliza bajo la tentadora telaraña. Susurro de ropas al caer. Una sombra femenina intuida, incitante—. Todavía hueles a humo.
Jaidee aparta la cortina de red.
—Y a whisky. No te olvides del whisky.
El sol se asoma sobre el borde de la tierra, bañando a Bangkok con su resplandor. Como un manto de lava, recorre los esqueletos de las torres de la antigua Expansión y las
chedi
recubiertas de oro de los templos de la ciudad, vistiéndolas de luz y calor. Enciende los altos y afilados tejados del Palacio Real, donde la Reina Niña vive enclaustrada con sus sirvientes, y arranca llamaradas de las filigranas de la Sagrada Columna de la Ciudad, donde los monjes entonan sus cánticos veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, rezando por los rompeolas y los diques de la metrópoli. El océano, cálido como la sangre, rutila cuajado de brillantes olas azules mientras el sol continúa trazando su estela incandescente.
El sol aporrea el balcón de la sexta planta de Anderson Lake y entra a raudales en el piso. Los jazmines enroscados en el pasamanos de la barandilla se mecen con la brisa caliente. Anderson levanta la cabeza, entornados los ojos azules frente al fulgor. Gemas de sudor se forman y centellean en su piel blanca. Al otro lado de la veranda, la ciudad se extiende como un océano de magma, proyectando destellos dorados allí donde las agujas y el cristal capturan el sol en todo su esplendor.
Está desnudo para sobrellevar el bochorno, sentado en el suelo, rodeado de libros abiertos: catálogos de flora y fauna, apuntes de viaje, una historia completa del sudeste de la península asiática desparramada sobre la teca. Tomos mohosos, quebradizos. Jirones de papel. Diarios medio destrozados. Memorias rescatadas de una época en la que decenas de miles de plantas disparaban polen, esporas y semillas al aire. Se ha pasado toda la noche trabajando, y aun así apenas recuerda las numerosas variedades que ha examinado. En vez de eso, su mente regresa a la piel expuesta: un
pha sin
deslizándose por unas piernas femeninas, la evocación de pavos reales sobre un brillante tejido morado menguante, separados los muslos tersos.
A lo lejos, las torres de Ploenchit se yerguen majestuosas, recortadas contra la luz. Tres sombras rectas como dedos extendidos hacia el firmamento en medio de la húmeda bruma amarilla. A la luz del día su aspecto se asemeja más al de simples edificios desahuciados de la era de la Expansión, sin nada que insinúe las febriles adicciones contenidas en su interior.
Una chica mecánica.
Sus dedos sobre su piel. Sus ojos oscuros, solemnes, y sus palabras: «Puedes tocar».
Anderson aspira una temblorosa bocanada de aire y se obliga a arrinconar los recuerdos. Ella es el polo opuesto de las plagas invasoras que debe combatir a diario. Una flor de invernadero, abandonada en un mundo demasiado cruel para su delicada herencia. Es poco probable que sobreviva por mucho tiempo. No en este clima. No con estas personas. Quizá fuera esa vulnerabilidad lo que le conmovió, su fortaleza fingida cuando no tenía absolutamente nada. Ver cómo luchaba por un asomo de orgullo mientras se subía la falda a una orden de Raleigh.
«¿Por eso le hablaste de las aldeas? ¿Porque te compadecías de ella? ¿No porque su piel es tan suave como el mango? ¿No porque apenas si podías respirar cuando la tocaste?»
Hace una mueca y vuelve a concentrarse en los libros abiertos, obligándose a atender el verdadero problema, el enigma que lo ha llevado al fin del mundo a bordo de clíperes y dirigibles: Gi Bu Sen. La chica mecánica había dicho Gi Bu Sen.
Anderson revuelve los libros y las hojas sueltas; encuentra una fotografía. Un hombre obeso, sentado junto a otros científicos del Medio Oeste en una conferencia sobre la mutación de la roya patrocinada por AgriGen. Su mirada rehúye la cámara, parece aburrido, le cuelga la papada.
«¿Sigues estando igual de gordo?», se pregunta Anderson. «¿Te dan de comer los thais tan bien como nosotros?»
Solo había tres posibilidades: Bowman, Gibbons y Chaudhuri. Bowman, que desapareció justo antes de que el monopolio de SoyPRO se viniera abajo. Chaudhuri, que bajó de un dirigible y se perdió de vista en los estados indios, secuestrado por PurCal o fugitivo. O muerto. Y Gibbons. Gi Bu Sen. El más listo de todos ellos, y el menos probable. Después de todo, se le había dado por fallecido. Sus hijos habían rescatado sus restos calcinados de entre las cenizas de su hogar... y a continuación los habían incinerado antes de que la empresa pudiera solicitar una autopsia. Pero se le había dado por fallecido. Y cuando los hijos fueron interrogados con detectores de mentiras y sueros de la verdad, lo único que acertaron a decir fue que su padre siempre había insistido en que no quería que le practicaran ninguna autopsia, que no soportaba la idea de que alguien troceara su cadáver y lo llenara de conservantes. Pero el ADN coincidía. Era él. Todos estaban seguros de que era él.
Solo que es fácil dudar cuando no se dispone más que de un puñado de recortes genéticos del supuesto cadáver del mejor pirata genético del mundo.
Anderson baraja más papeles en pos de las transcripciones de los últimos días del fabricante de calorías, recogidas por los instrumentos de escucha ocultos en los laboratorios. Nada. Ni el menor indicio de sus planes. Y de repente, murió. Y a ellos no les quedó más remedio que creer que era verdad.
De esa manera, los
ngaw
casi tienen sentido. Igual que las solanáceas. A Gibbons siempre le había gustado alardear de sus logros. Era un egotista. Todos sus colegas lo decían. Gibbons disfrutaría jugando con todas las posibilidades de un banco de semillas completo. Un género entero resucitado y unas gotitas de tradición local para aderezar la mezcla.
Ngaw
. Al menos, Anderson supone que la fruta es autóctona. Pero ¿quién sabe? Quizá se trate de una creación completamente nueva. Algo surgido en exclusiva de la mente de Gibbons, como Eva de la costilla de Adán.