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Authors: Paolo Bacigalupi

La chica mecánica (6 page)

BOOK: La chica mecánica
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Hock Seng se pellizca una verruga, pensativo. Es un buen monopolio. La influencia del Señor del Estiércol llega a tantos rincones de la ciudad que es asombroso que todavía no lo hayan nombrado primer ministro. Sin duda, si se lo propusiera, el padrino de todos los padrinos, el mayor
jao por
que jamás haya conocido el reino, podría tener todo cuanto quisiera.

«Pero ¿querrá lo que yo le puedo ofrecer? ¿Sabrá apreciar la oportunidad de hacer un buen negocio?», se pregunta Hock Seng.

La voz de Mai por fin se filtra desde abajo, interrumpiendo sus cavilaciones.

—¡Hay grietas! —chilla. Un momento después sale gateando del agujero, chorreando de sudor y cubierta de polvo. Nu, Pom y los demás sueltan las cuerdas de cáñamo. El suelo tiembla cuando el tambor de bobinado regresa a su nicho de golpe.

El ruido hace que Mai mire de reojo por encima del hombro. A Hock Seng le parece atisbar una sombra de miedo, la comprensión de que la rueda realmente podría haberla aplastado. La expresión se desvanece al instante. Una chiquilla con agallas.

—¿Sí? —pregunta Hock Seng—. Continúa. ¿Es el núcleo lo que se ha astillado?

—Sí,
khun
, puedo meter la mano en la grieta hasta aquí. —Se lo demuestra, tocándose la mano casi a la altura de la muñeca—. Y hay otra al final, exactamente igual.


Tamade
—maldice Hock Seng. No le sorprende, pero aun así—. ¿Y la cadena?

La niña sacude la cabeza.

—Los eslabones que he visto estaban doblados.

Hock Seng asiente.

—Avisa a Lin, Lek y Chuan...

—Chuan está muerto. —Mai hace un gesto en dirección a las manchas que señalan el lugar donde el megodonte arrolló a dos empleados.

Hock Seng arruga la frente.

—Sí, es verdad. —Además de Noi, Kapiphon y el desventurado de Banyat, el encargado de Control de Calidad que ahora nunca sabrá lo irritado que estaba el señor Anderson con él por haber permitido que los tanques de algas se contaminaran. Mil baht para las familias de los trabajadores fallecidos y dos mil para Banyat. Vuelve a torcer el gesto—. Pues busca a otro, alguien menudo del equipo de limpieza, como tú. Os meteréis bajo tierra. Pom, Nu y Kukrit, sacad el tambor. Por completo. Habrá que inspeccionar el sistema motriz principal, pieza por pieza. No podremos empezar siquiera a pensar en reanudar la producción hasta haberlo comprobado todo.

—¿Qué prisa hay? —ríe Pom—. No nos pondremos en marcha hasta dentro de mucho. El
farang
tendrá que pagar un montón de sacos de opio al sindicato antes de que este acceda a enviar más trabajadores. No después de haber abatido a Hapreet.

—Cuando lleguen, no habrá rueda Número Cuatro —le espeta Hock Seng—. Llevará tiempo obtener la aprobación de la Corona para talar otro árbol de este diámetro y enviarlo flotando desde el norte, siempre y cuando tengamos monzón este año, tiempo durante el cual estaremos funcionando bajo mínimos. Tenlo presente. No habrá trabajo para todos. —Indica la rueda con la cabeza—. Los más laboriosos serán los que se queden.

Pom se disculpa con una sonrisa, disimulando su rabia, y hace un
wai
.


Khun
, he hablado sin pensar. No era mi intención ofenderte.

—No se hable más. —Hock Seng asiente con la cabeza y da media vuelta. Pese a lo agrio de su semblante, en el fondo está de acuerdo. Harán falta opio, sobornos y una renegociación del contrato energético antes de que los megodontes vuelvan a caminar alrededor de las ruedas de transmisión. Más números rojos para las hojas de cálculo. Y eso sin incluir el coste añadido de los monjes que deberán entonar sus cantos, o los sacerdotes brahmanes, o los expertos en
feng shui
, o los médiums que tendrán que parlamentar con los
phii
para que los empleados se apacigüen y sigan trabajando en esta fábrica gafada...

—¡
Tan xiansheng
!

Hock Seng levanta la cabeza, distraído de sus cábalas. Al otro lado de la planta, el
yang guizi
Anderson Lake está sentado en un banco junto a las taquillas de los empleados, donde una médica le atiende las heridas. Al principio, el diablo extranjero quería que la mujer lo remendara arriba, pero Hock Seng le convenció para hacerlo en la planta de la fábrica, en público, donde los trabajadores pudieran verlo, con el traje tropical blanco bañado de sangre como un
phii
escapado de un cementerio, pero aún con vida al menos. Y sin miedo. Podía ganarse mucho respeto gracias a eso. El extranjero tiene agallas.

El hombre bebe de una botella de whisky del Mekong que mandó comprar a Hock Seng como si este no fuera más que un simple criado. Hock Seng delegó el recado en Mai, que regresó con una botella de Mekong falso dotada de una etiqueta convincente y cambio suficiente como para que el anciano le diera unos pocos baht de propina a la niña por ser tan astuta, mientras la miraba a los ojos y decía: «Recuerda lo que he hecho por ti».

En otra vida hubiera creído que acababa de comprar un ápice de lealtad cuando la pequeña respondió asintiendo con la cabeza, solemne. En esta, se conformará con esperar que Mai no intente asesinarlo inmediatamente si los thais se rebelan de pronto contra los de su clase y deciden enviar a todos los chinos tarjetas amarillas a la selva infestada de roya. Quizá se haya ganado un poco de tiempo. O no.

Cuando se acerca a la doctora Chan, esta declara en mandarín:

—Tu diablo extranjero es testarudo. No deja de moverse.

La doctora es una tarjeta amarilla, igual que él. Otra refugiada cuya subsistencia depende forzosamente del ingenio y de la astucia. Si los camisas blancas descubrieran que el arroz que come se lo quita del cuenco a un doctor thai... Hock Seng arrincona esa idea. Merece la pena ayudar a una compatriota, siquiera por un solo día. Que sirva para expiar el pasado.

—Intenta mantenerlo con vida, por favor. —Hock Seng esboza una ligera sonrisa—. Lo necesitamos para que siga firmando las nóminas.

La mujer se ríe.


Ting mafan
. El hilo y la aguja ya no se me dan tan bien como antes, pero por ti, haré que esta fea criatura regrese de entre los muertos.

—Si eres tan buena, te llamaré cuando pille la cibiscosis.

—¿De qué se queja? —tercia en inglés el
yang guizi
.

Hock Seng le mira de reojo.

—Te mueves demasiado.

—Porque es una torpe de cuidado. Dile que se dé prisa.

—También has tenido mucha suerte, según ella. Un centímetro más hacia el lado equivocado y la astilla te habría perforado la arteria. Entonces tu sangre estaría por el suelo con la de todos los demás.

Para su sorpresa, el señor Lake sonríe al escuchar estas palabras. Su mirada se desvía hacia la montaña de carne que está siendo descuartizada.

—Una astilla. Y yo que pensaba que sería el megodonte el que acabaría conmigo.

—Sí. Has estado a punto de morir —dice Hock Seng.

Y eso hubiera sido desastroso. Si los inversores del señor Lake, descorazonados, decidieran renunciar a la fábrica... Hock Seng hace una mueca. Este
yang guizi
es mucho más difícil de manipular que el señor Yates, y pese a todo, el obstinado diablo extranjero debe seguir con vida, aunque solo sea para que no cierre la fábrica.

Es irritante darse cuenta de lo cerca que estuvo del señor Yates en su día y lo lejos que está del señor Lake ahora. Mala suerte y un
yang guizi
testarudo, y ahora tiene que idear un nuevo plan para cimentar su supervivencia a largo plazo y la resurrección de su clan.

—Creo que deberías celebrar que estás vivo —sugiere Hock Seng—. Agradece tu inmensa buena suerte con ofrendas a Kuan Yin y Hotei.

El señor Lake sonríe sin apartar sus ojos azules de Hock Seng. Acuosos lagos gemelos del demonio.

—Lo haré, no lo dudes. —Levanta la botella de falso Mekong, ya mediada—. Pienso pasarme la noche entera celebrándolo.

—¿Quieres que te busque compañía?

Las facciones del diablo extranjero se petrifican. Mira a Hock Seng con algo parecido a la repugnancia.

—Eso no es asunto tuyo.

Hock Seng permanece impasible, pero se maldice por dentro. Al parecer ha ido demasiado lejos, y ahora la criatura ha vuelto a enfadarse. Se disculpa con un rápido
wai
.

—Por supuesto. No pretendía ofenderte.

La mirada del
yang guizi
se pierde en la otra punta de la planta de la fábrica. Es evidente que el placer del momento se ha evaporado.

—¿A cuánto ascienden los daños?

Hock Seng se encoge de hombros.

—Acertaste con el núcleo del tambor. Está resquebrajado.

—¿Y la cadena principal?

—Inspeccionaremos hasta el último eslabón. Con suerte, solo se habrá visto afectado el tren secundario.

—Lo dudo. —El diablo extranjero le ofrece la botella de whisky. Hock Seng intenta disimular el asco y sacude la cabeza. El señor Lake sonríe con picardía y echa otro trago. Se seca los labios con el dorso de la mano.

Un nuevo grito surge de entre los carniceros del sindicato mientras la sangre del megodonte continúa manando a borbollones. Su cabeza yace ahora en un ángulo sesgado, prácticamente separada del resto del cuerpo. El cadáver comienza a adoptar cada vez más el aspecto de partes aisladas. En vez de un animal, parecen las piezas con las que un niño podría construir de cero un megodonte.

Hock Seng se pregunta si habrá alguna manera de obligar al sindicato a compartir con él los beneficios que se obtengan de la venta de carne incorrupta. Parece poco probable, a juzgar por la prisa que se dieron en acordonar el espacio de trabajo, pero tal vez lo hagan cuando renegocien el contrato energético, o cuando exijan las inevitables compensaciones.

—¿Quieres quedarte con la cabeza? —pregunta Hock Seng—. Puedes convertirla en un trofeo.

—No. —El
yang guizi
adopta una expresión ofendida.

Hock Seng se obliga a mostrarse impasible. Trabajar con esta criatura es demencial. Los estados de ánimo del diablo son volátiles, e invariablemente agresivos. Es como un chiquillo. Ora alegre, ora de mal humor. Hock Seng reprime la irritación que amenaza con apoderarse de él; el señor Lake es como es. Su karma hace de él un diablo extranjero, y el de Hock Seng los ha unido. De nada sirve quejarse de la calidad del U-Tex cuando uno se está muriendo de hambre.

El señor Lake parece reparar en la expresión de Hock Seng.

—Esto no ha sido ninguna cacería —se explica—, sino una simple ejecución. En cuanto le alcancé con los dardos, estaba muerto. Eso no tiene mérito.

—Ah. Por supuesto. Muy honorable. —Hock Seng disimula la decepción que lo embarga. Si el diablo extranjero hubiera exigido la cabeza, él podría haber sustituido los restos de los colmillos por compuestos de aceite de coco y habría vendido el marfil a los médicos de las afueras de Wat Bowonniwet. Ahora, incluso ese dinero se habrá perdido. Qué despilfarro. Hock Seng considera la posibilidad de explicarle la situación al señor Lake, de explicarle el valor de la carne, las calorías y el marfil inertes ante ellos, pero decide no hacerlo. El diablo extranjero no lo entendería, y ya está demasiado irascible como para provocarlo.

—Han llegado los cheshires —comenta el señor Lake.

Hock Seng mira a donde el
yang guizi
apunta con el dedo. En la periferia del escenario de la carnicería han aparecido unas fluctuantes siluetas felinas, jirones de luz y sombra atraídas por el olor a carroña. El
yang guizi
pone cara de asco, pero Hock Seng siente no poco respeto por los gatos demonio. Son astutos, sobreviven allí donde los desprecian. Su tenacidad podría calificarse casi de sobrenatural. A veces parece que huelen la sangre antes incluso de que se derrame. Como si pudieran atisbar el futuro y saber con exactitud dónde aparecerá su siguiente comida. Los reflejos felinos avanzan sigilosos hacia los viscosos charcos de sangre. Uno de los carniceros ahuyenta a uno de una patada, pero son demasiados como para combatirlos de veras, y el ataque carece de énfasis.

El señor Lake bebe otro trago de whisky.

—Jamás los echaremos de aquí.

—Hay niños que estarían dispuestos a darles caza —sugiere Hock Seng—. La recompensa no sería cara.

El
yang guizi
descarta la idea con una mueca.

—En el Medio Oeste también ofrecemos recompensas.

«Nuestros niños están más motivados que los vuestros.»

Pero Hock Seng no rebate las palabras del extranjero. Ofrecerá la recompensa de todos modos. Si consienten la presencia de los gatos, los trabajadores empezarán a rumorear que el causante de la catástrofe ha sido Phii Oun, el bromista cheshire espectral. Los gatos demonio titilan cada vez más cerca. Tricolores y anaranjados, negros como la noche... todos ellos aparecen y desaparecen de forma intermitente conforme sus cuerpos adoptan los tonos del entorno. Se tiñen de rojo al mojar las patas en el charco de sangre.

Hock Seng ha oído que el origen de los cheshires se remonta al empeño de un fabricante de calorías (empleado de PurCal o de AgriGen, lo más seguro) por hacerle un regalo de cumpleaños especial a su hija. Una sorpresa para cuando la princesita alcanzara la misma edad que la Alicia de Lewis Carroll.

Los niños invitados se llevaron las nuevas mascotas a casa, donde se aparearon con felinos naturales, y en cuestión de veinte años, los gatos demonio estaban en todos los continentes y el
Felis domesticus
había desaparecido de la faz de la tierra, reemplazado por una variedad genética con una tasa de reproducción del noventa y ocho por ciento. En Malasia, los pañuelos verdes odiaban a los chinos y a los cheshires por igual, pero que Hock Seng sepa, los gatos demonio siguen multiplicándose con éxito allí.

El
yang guizi
da un respingo cuando la doctora Chan le pincha de nuevo y lanza una mirada asesina a la mujer.

—Acaba —le ordena—. Ya.

La médica se traga el miedo y ensaya un
wai
respetuoso.

—Se ha movido otra vez —susurra para Hock Seng—. La anestesia no es buena. O no tan buena como la que estoy acostumbrada a utilizar.

—No te preocupes —responde Hock Seng—. Por eso le he dado el whisky. Termina el trabajo. Yo me encargo de él. —Dirigiéndose a
xiansheng
Lake, añade—: Ya casi está.

El extranjero tuerce el gesto pero deja de amenazar a la doctora, que al menos completa los puntos. Hock Seng se la lleva a un lado y le entrega un sobre con el pago. La mujer se lo agradece con un
wai
, pero Hock Seng menea la cabeza.

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