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Authors: Paolo Bacigalupi

La chica mecánica (10 page)

BOOK: La chica mecánica
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—No.

—¿Eso es todo? —El
gaijin
mira a Raleigh de reojo, irritado—. ¿Para esto me has hecho venir hasta aquí?

Raleigh sale de su letargo.

—El
farang
—dice de repente—. Cuéntale lo del
farang
.

Emiko no puede disimular su confusión.

—¿Cómo? —Recuerda al joven camisa blanca, alardeando de su tía. Cómo esta iba a recibir una recompensa y un ascenso por su trabajo con los
ngaw
... nada de
farang
—. No lo entiendo.

Raleigh suelta la pipa, ceñudo.

—Me dijiste que habló de unos piratas genéticos
farang
.

—No. —Emiko niega con la cabeza—. No dijo nada de unos extranjeros. Lo siento.

El
gaijin
de la cicatriz pone gesto de enfado.

—Avísame cuando tengas algo digno de mi tiempo, Raleigh. —Recoge el sombrero y empieza a incorporarse.

Raleigh fulmina a Emiko con la mirada.

—¡Me dijiste que había un pirata genético
farang
!

—No... —La chica mecánica menea la cabeza—. ¡Espera! —Extiende una mano en dirección al
gaijin
—. Espera.
Khun
, por favor, espera. Ahora sé a qué se refiere Raleigh-san.

Sus dedos rozan el brazo del hombre pálido, que rehúye el contacto. Se aparta con cara de asco.

—Por favor —implora Emiko—. No lo había entendido. El chico no dijo nada de
farang
. Pero mencionó un nombre... Podría haber sido
farang
. —Mira a Raleigh, esperando que lo confirme—. ¿Te referías a eso? ¿Al nombre raro? Podría haber sido extranjero, ¿sí? No thai. Ni chino, ni hokkien...

Raleigh la interrumpe.

—Repite lo que me dijiste, Emiko. Eso es lo único que te pido. Cuéntaselo todo. Hasta el último detalle. Como haces conmigo después de una cita.

Emiko así lo hace. Mientras el
gaijin
vuelve a sentarse, atento pero suspicaz, la chica mecánica lo cuenta todo. El nerviosismo del chico, cómo se negaba a mirarla primero, y cómo no podía dejar de mirarla después. Cómo hablaba para disimular que no era capaz de conseguir una erección. Cómo la observaba mientras se desvestía. Cómo hablaba de su tía, intentando darse importancia delante de una puta, una puta neoser además, y lo extraño y ridículo que le había parecido a Emiko, y cómo le había ocultado lo que pensaba. Y por fin, la parte que hace que Raleigh sonría de satisfacción y el hombre pálido de la cicatriz abra enormemente los ojos.

—El chico dijo que un hombre llamado Gi Bu Sen les facilita los planos, aunque les traiciona cada dos por tres. Pero su tía descubrió un truco. Y así consiguieron piratear con éxito los
ngaw
. Gi Bu Sen apenas si les ayudó con los
ngaw
. Al final, el mérito fue solo de su tía. —Asiente con la cabeza—. Eso fue lo que dijo. Gi Bu Sen les engaña. Pero su tía es demasiado lista para dejarse embaucar.

El hombre de la cicatriz la observa con atención. Ojos azules, helados. Piel tan pálida como la de un cadáver.

—Gi Bu Sen —murmura—. ¿Estás segura de que ese fue el nombre que pronunció?

—Gi Bu Sen. Estoy segura.

El hombre asiente, pensativo. La lámpara que utiliza Raleigh para el opio crepita en medio del silencio. A lo lejos, en la calle, un vendedor de agua trasnochador pregona su mercancía a gritos; su voz se cuela entre los postigos abiertos y las mosquiteras. El ruido parece sacar de su ensimismamiento al
gaijin
. Los ojos azules vuelven a fijarse en ella.

—Me interesaría mucho saber si tu amigo volvió a hacerte otra visita.

—Después le daba vergüenza. —Emiko se acaricia la mejilla, donde el maquillaje disimula una magulladura ya apenas visible—. No creo que...

—A veces reinciden —tercia Raleigh—. Aunque se sientan culpables. —Lanza una mirada torva a la chica mecánica, que confirma sus palabras con un cabeceo.

El muchacho no volverá jamás, pero creer lo contrario hará feliz al
gaijin
. Y a Raleigh. Raleigh es su jefe. Debería mostrarse de acuerdo. Debería asentir con convicción.

—A veces —es lo único que logra decir—. A veces reinciden, aunque se sientan culpables.

El
gaijin
los observa a ambos.

—¿Por qué no vas a buscarle un poco de hielo, Raleigh?

—Todavía no le toca la siguiente ronda. Y su espectáculo empieza dentro de poco.

—Correré con los gastos.

Es evidente que Raleigh quiere quedarse, pero es lo bastante listo como para no protestar. Se obliga a sonreír.

—Por supuesto. ¿Por qué no charláis un rato? —Al salir, lanza una mirada elocuente a Emiko, que entiende que Raleigh quiere que seduzca a este
gaijin
. Que lo tiente con promesas de sexo espasmódico y transgresión. Y que escuche e informe, como hacen todas las chicas.

Se inclina para dejar que el
gaijin
vea su piel expuesta. Los ojos del hombre recorren su cuerpo, siguiendo la línea del muslo allí donde se desliza bajo el
pha sin
, la forma en que su cadera tensa la tela. Aparta la mirada. Emiko disimula su irritación. ¿Se siente atraído? ¿Nervioso? ¿Asqueado? No lo sabe. Con la mayoría de los hombres, es fácil. Obvio. Encajan en unos moldes sencillos. Se pregunta si es posible que los neoseres le resulten demasiado repulsivos, o si tal vez es que prefiere a los chicos.

—¿Cómo sobrevives aquí? —inquiere el
gaijin
—. Los camisas blancas deberían haberte fundido a estas alturas.

—Sobornos. Mientras Raleigh-san esté dispuesto a pagar, harán la vista gorda.

—¿Y vives en algún sitio? ¿Eso también lo paga Raleigh? —Cuando Emiko asiente con la cabeza, añade—: Supongo que saldrá caro.

La chica mecánica se encoge de hombros.

—Raleigh-san lleva la cuenta de mis deudas.

Como si lo hubiera invocado con esas palabras, Raleigh regresa con el hielo. El
gaijin
hace una pausa cuando Raleigh cruza la puerta, aguarda con impaciencia mientras Raleigh deja los vasos encima de la mesita. Raleigh titubea, y cuando ve que el hombre de la cicatriz no le hace caso, murmura que se diviertan y vuelve a marcharse. Emiko asiste pensativa a la salida del anciano, preguntándose qué influencia posee este hombre sobre Raleigh. Ante ella, el vaso de hielo exuda seductoras gotas de agua. Cuando el hombre asiente con la cabeza, estira el brazo hacia él y bebe. Convulsivamente. Antes de darse cuenta, se acaba. Presiona el vaso helado contra una mejilla.

El hombre de la cicatriz la observa.

—No estás diseñada para los trópicos. —Se inclina hacia delante, estudiándola, recorriendo su piel con la mirada—. Es interesante que quienes te diseñaron modificaran la estructura de tus poros.

Emiko resiste el impulso de retraerse ante su interés. Se arma de valor. Se acerca un poco más a él.

—Es para que mi piel resulte más atractiva. Suave. —Levanta el
pha sin
por encima de las rodillas, deslizándolo sobre los muslos—. ¿Te gustaría tocarla?

El hombre la mira de reojo, con curiosidad.

—Por favor. —Emiko le da permiso con un ademán.

El hombre alarga una mano y la desliza por su piel.

—Exquisita —murmura. Emiko siente una oleada de satisfacción al percibir la ronquera que atenaza la voz del hombre, cuyos ojos se han abierto como platos, como los de un niño sin restricciones. El hombre carraspea—. Tienes la piel ardiendo.


Hai
. Como tú mismo has dicho, no me diseñaron para esta clase de clima.

Ahora la examina palmo a palmo. Sus ojos vagan por todo el cuerpo de Emiko, voraces, como si quisiera devorarla con la mirada. Raleigh estará complacido.

—Tiene sentido —reflexiona el hombre—. Seguramente tu modelo solo se vendía a los más privilegiados... que dispondrían de controladores climáticos. —Asiente para sí, sin dejar de observarla—. No les importaría pagar el precio.

Levanta la cabeza.

—¿Mishimoto? ¿Eras una de las Mishimoto? No puedes ser diplomática. El gobierno jamás dejaría entrar una chica mecánica en el país, no con la postura religiosa del palacio... —Sus ojos se clavan en los de ella—. Mishimoto se libró de ti, ¿verdad?

Emiko combate la repentina punzada de vergüenza. Es como si el hombre la hubiera abierto en canal para escarbar en sus entrañas, frío e insultante, como un técnico especializado en cibiscosis realizando una autopsia. Posa el vaso con cuidado.

—¿Eres un pirata genético? —pregunta—. ¿Por eso sabes tantas cosas sobre mí?

La expresión del hombre cambia en un instante, de franca admiración a burlona socarronería.

—Un aficionado, más bien. Se podría decir que la genética es mi hobby.

—¿De veras? —Emiko deja que una parte del desprecio que siente por él se asome a sus facciones—. ¿No serás tal vez del Pacto del Medio Oeste? ¿Al servicio de alguna empresa? —Se inclina hacia delante—. ¿Un «fabricante de calorías», quizá?

Susurra las últimas palabras, pero estas surten efecto. El hombre se aparta de un respingo. La sonrisa sigue curvando sus labios, congelada, pero sus ojos la evalúan ahora como haría una mangosta con una cobra.

—Interesante idea —murmura.

Emiko agradece la mirada de suspicacia del hombre a pesar de la vergüenza que le produce. Con suerte, quizá el
gaijin
la mate y termine con todo. Al menos así podrá descansar.

Espera, aguardando el golpe de un momento a otro. Nadie tolera la impertinencia en un neoser. Mizumi-sensei se aseguró de que Emiko jamás exhibiera el menor atisbo de rebeldía. Le enseñó el significado de la obediencia, del
kowtow
, a doblegarse ante los deseos de sus superiores y a sentirse orgullosa de su lugar. Aunque la intromisión en su pasado por parte del
gaijin
y su pérdida de autocontrol avergüencen a Emiko, Mizumi-sensei diría que eso no le da derecho a tentar y provocar al hombre. No tiene importancia. Lo hecho, hecho está, y Emiko se siente lo suficientemente muerta por dentro como para pagar gustosa cualquier precio que el
gaijin
decida exigirle.

—Háblame otra vez de la noche que pasaste con el muchacho —dice en cambio el hombre. La rabia se ha borrado de sus ojos, reemplazada por una expresión tan implacable como la de Gendo-sama—. Cuéntamelo todo —insiste—. Ahora mismo. —Su voz la azota como un látigo, cargada de autoridad.

Emiko intenta ofrecer resistencia, pero el impulso de obedecer consustancial a los neoseres es demasiado poderoso, demasiado abrumadora la sensación de vergüenza provocada por su gesto de desafío. «Él no es tu jefe», se recuerda, pero eso no impide que esté a punto de orinarse de necesidad por complacerlo ante la autoridad que destilan sus palabras.

—Vino la semana pasada... —Vuelve sobre los detalles de su velada con el camisa blanca. Desarrolla la historia, elaborándola para disfrute de este
gaijin
igual que tocaba el samisén para Gendo-sama, como un perro desesperado por agradar. Ojalá pudiera decirle que coma roya y se muera, pero eso no está en su naturaleza; en su lugar, habla, y el
gaijin
escucha.

Él le pide que repita algunas cosas, le hace más preguntas. Retoma hilos que ella creía que había olvidado. Desmenuza su historia sin piedad, exigiendo todo tipo de explicaciones. Se le dan bien los interrogatorios. Gendo-sama acostumbraba a sondear así a los subalternos cuando quería saber por qué no se había completado a tiempo un clíper. Devoraba las excusas como un gorgojo modificado.

Al cabo, el
gaijin
asiente, satisfecho.

—Bien —dice—. Muy bien.

El halago produce una oleada de placer a Emiko, que se desprecia por ello. El
gaijin
apura el whisky. Mete la mano en el bolsillo y extrae un fajo de billetes del que aparta unos cuantos mientras se pone en pie.

—Estos son solo para ti. No se los enseñes a Raleigh. Ajustaré cuentas con él antes de irme.

Emiko se imagina que debería sentirse agradecida, pero en vez de eso se siente utilizada. Tanto por este hombre con sus preguntas como por los otros, los grahamitas hipócritas y los camisas blancas del Ministerio de Medio Ambiente, deseosos de transgredir las normas con su exotismo biológico, ávidos del placer de copular con una criatura impura.

Sujeta los billetes entre los dedos. Su adiestramiento la impele a mostrarse educada, pero la generosidad autocomplaciente del hombre la irrita.

—¿Qué cree el caballero que haré con sus baht de más? —pregunta—. ¿Comprarme alguna joya bonita? ¿Regalarme una cena? Soy una propiedad, ¿sí? Soy de Raleigh. —Tira el dinero a los pies del
gaijin
—. Que sea rica o pobre no importa. Pertenezco a otro.

El hombre se detiene, con una mano apoyada en la puerta corredera.

—¿Por qué no huyes?

—¿Adónde? Mis permisos de importación han expirado. —La sonrisa de Emiko es amarga—. Sin el patrocinio y los contactos de Raleigh-san, los camisas blancas me fundirían.

—¿No intentarías llegar al norte? —pregunta el hombre—. ¿Para reunirte con los otros neoseres?

—¿Qué otros neoseres?

El
gaijin
esboza una ligera sonrisa.

—¿Raleigh no te ha hablado de ellos? ¿De los enclaves de personas mecánicas que hay en las montañas? ¿De los refugiados de las guerras del carbón? ¿De los libertos?

Ante la expresión de perplejidad de Emiko, continúa:

—Hay aldeas enteras allí arriba, en las selvas. Las tierras están arrasadas, modificadas sin remedio, más allá de Chiang Rai y al otro lado del Mekong, pero las personas mecánicas que viven en ellas no tienen mecenas ni dueño. La guerra del carbón sigue su curso, pero si tanto te disgusta tu situación actual, no deja de ser una alternativa a Raleigh.

—¿De verdad? —Emiko se inclina hacia delante—. Esas aldeas... ¿existen?

Una sonrisa apenas perceptible se dibuja en los labios del hombre.

—Pregúntaselo a Raleigh si no me crees. Las ha visto con sus propios ojos. —Hace una pausa—. Aunque supongo que no tendría nada que ganar diciéndotelo. Podría animarte a escapar de su yugo.

—¿Es cierto eso?

El pálido desconocido se toca el ala del sombrero.

—Tan cierto como lo que tú me has contado. —Corre la puerta y se va. Emiko se queda sola, con el corazón latiéndole desbocado en el pecho y una inesperada necesidad de vivir.

4

—Quinientos, mil, cinco mil, siete mil quinientos...

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