La chica mecánica (11 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Proteger el reino de todas las infecciones del mundo natural es como intentar capturar el océano con una red. Es inevitable que caigan unos cuantos peces, claro, pero el mar siempre seguirá estando allí, escurriéndose entre las mallas.

—Diez mil, doce mil quinientos, quince mil... veinticinco mil...

El capitán Jaidee Rojjanasukchai es perfectamente consciente de ello mientras aguarda bajo el inmenso vientre de un dirigible
farang
, arropado en el calor sofocante de la noche. Los turboventiladores del dirigible silban y resoplan sobre su cabeza. El cargamento yace esparcido, cajas de madera y de cartón reventadas, con sus contenidos desparramados por el amarradero como los juguetes de un chiquillo enrabietado. Los alrededores están salpicados de variopintas mercancías interceptadas.

—Treinta mil, treinta y cinco mil... cincuenta mil...

A su alrededor, el recién restaurado campo de aviación de Bangkok se extiende en todas direcciones, iluminado por lámparas de metano de alta intensidad montadas en torres de espejos: una gigantesca explanada de puntos de anclaje cubierta de vegetación, punteada con los enormes globos de los
farang
que flotan a gran altura, y ribeteada con los tupidos muros de bambú HiGro y alambre de espino que en teoría definen los límites internacionales del aeródromo.

—Sesenta mil, setenta mil, ochenta mil...

El reino thai está siendo devorado. Jaidee observa distraídamente el destrozo provocado por sus hombres, y piensa que es obvio. Están siendo devorados por el océano. Casi todas las cajas contienen algo sospechoso. Pero en realidad, las cajas son simbólicas. El problema es ubicuo: en el mercado de Chatachuk se venden tanques químicos de contrabando y los esquifes remontan el Chao Phraya al amparo de la noche, cargados de piñas de nueva generación. Las nubes de polen que barren la península en incesantes oleadas transportan las últimas reescrituras genéticas de AgriGen y PurCal, mientras los cheshires escarban en la basura de los
sois
y los lagartos jingjok2 devoran los huevos de los chotacabras y los pavos. Los cerambicidos asolan los bosques de Khao Yai mientras la cibiscosis, la roya y la pelusa de
fa’gan
asolan la vegetación y a la hacinada población de Krung Thep.

Ese es el océano en el que nadan todos. La misma cuna de la vida.

—Noventa... cien mil... ciento diez... ciento veinticinco...

Aunque algunas mentes privilegiadas, como Premwadee Srisati y Apichat Kunikorn, discutan sobre cuál es la mejor defensa o cuestionen la eficacia de las barreras de esterilización por rayos ultravioletas en las fronteras del reino frente a la conveniencia de la mutación genética preventiva, en opinión de Jaidee todos pecan de idealistas. No se pueden poner puertas al océano.

—Ciento veintiséis... ciento veintisiete... ciento veintiocho... ciento veintinueve...

Jaidee se inclina sobre el hombro de la teniente Kanya Chirathivat para ver cómo cuenta el dinero del soborno. A un lado, un par de estirados inspectores de aduanas espera que alguien les devuelva la autoridad.

—Ciento treinta... ciento cuarenta... ciento cincuenta... —entona Kanya, infatigable. Un canto de alabanza a la riqueza para allanar el camino a los nuevos negocios en un país antiguo. Su voz es clara y meticulosa. Con ella, el recuento siempre es correcto.

Jaidee sonríe. Las muestras de buena voluntad no tienen nada de malo.

En el amarradero más próximo, a doscientos metros de distancia, los megodontes barritan mientras extraen la carga del vientre de un dirigible y apilan las cajas para su selección y el visto bueno de aduanas. Los turboventiladores giran y aúllan, estabilizando la gigantesca aeronave anclada sobre sus cabezas. El globo se ladea y da vueltas. Los vientos furiosos y el estiércol de megodonte azotan a los camisas blancas desplegados de Jaidee. Kanya pone una mano encima de los baht que está contando. El resto de los hombres de Jaidee esperan, impasibles, acariciando los machetes mientras las corrientes de aire les fustigan.

Los soplidos de los turboventiladores amainan. Kanya reanuda su cantinela:

—Ciento sesenta... ciento setenta... ciento ochenta...

Los agentes de aduanas están sudando. Ni siquiera en la estación más calurosa hay motivo para sudar así. Jaidee no suda. Claro que no es él quien ha sido obligado a pagar el doble por una protección que seguramente ya era cara la primera vez.

Jaidee casi los compadece. Los pobres diablos no saben qué líneas de autoridad podrían haber cambiado: si se han redirigido los pagos; si Jaidee representa a una nueva potencia, o a una rival; no saben qué papel desempeña dentro de las distintas capas de burocracia e influencia del Ministerio de Medio Ambiente. De modo que pagan. Le sorprende que hayan logrado reunir el dinero, con tan poco margen de antelación. Casi tanto como debieron de sorprenderse ellos cuando sus camisas blancas derribaron las puertas de la oficina de aduanas y aseguraron el perímetro.

—Doscientos mil. —Kanya le mira a la cara—. Está todo.

Jaidee sonríe.

—Te dije que pagarían.

Kanya no le devuelve la sonrisa, pero Jaidee no deja que eso empañe su satisfacción. Es una noche plácida y calurosa, han conseguido un montón de dinero y, de propina, han visto sudar al servicio de aduanas. A Kanya siempre le ha costado aceptar la buena suerte cuando esta se cruza en su camino. En algún momento de su corta vida debió de perder la capacidad de deleitarse. La hambruna del nordeste. La pérdida de sus padres y hermanos. Las complicadas peregrinaciones a Krung Thep. En algún momento perdió el don de la alegría. Tampoco sabe apreciar el
sanuk
, la diversión, ni siquiera una diversión tan intensa, el
sanuk mak
de sacudir con éxito los cimientos del Ministerio de Comercio o la celebración del Songkran. Por eso, cuando Kanya acepta los doscientos mil baht del Ministerio de Comercio y no pestañea salvo para protegerse del azote del polvo de los puntos de anclaje, por supuesto sin sonreír, Jaidee no permite que eso hiera sus sentimientos. Kanya no sabe divertirse, es su
kamma
.

Aun así, Jaidee se compadece de ella. Incluso las personas más desfavorecidas sonríen de vez en cuando. Kanya, prácticamente nunca. No sonríe cuando se siente azorada, ni cuando se irrita, ni cuando se enfada, ni cuando se alegra. Eso incomoda a los demás, su absoluta falta de decoro, y es el motivo de que terminara aterrizando en la unidad de Jaidee. Nadie más la soporta. Forman una pareja curiosa. Jaidee, que siempre encuentra algún motivo para sonreír, y Kanya, cuyo semblante es tan frío que parece tallado en jade. Jaidee sonríe otra vez, enviando una dosis de buena voluntad a su teniente.

—En tal caso, nos lo llevamos.

—Te has excedido en tus funciones —murmura uno de los agentes de aduanas.

Jaidee se encoge de hombros, complaciente.

—La jurisdicción del Ministerio de Medio Ambiente se extiende a todos los rincones donde el reino thai se vea amenazado. Así lo quiere Su Majestad la Reina.

Los ojos del hombre son fríos, aunque se obliga a esbozar una sonrisa conciliadora.

—Ya sabes a qué me refiero.

Jaidee sonríe a su vez, exorcizando la mala fe de su interlocutor.

—No pongas esa cara tan larga. Podría haber pedido el doble, y hubierais tenido que pagar de todas maneras.

Kanya empieza a guardar el dinero mientras Jaidee remueve los restos de una caja con la punta del machete.

—¡Fijaos en las mercancías tan importantes que hay que proteger! —Da la vuelta a un montón de quimonos. Enviados probablemente a la esposa de algún ejecutivo japonés. La desordenada lencería vale más que su sueldo de un mes—. No estaría bien que algún agente manoseara todo esto con sus dedos mugrientos, ¿verdad? —Sonríe y mira a Kanya de reojo—. ¿Te apetece algo? Es seda auténtica. Los japoneses todavía tienen gusanos de seda, ¿lo sabías?

Kanya, atareada con el dinero, ni siquiera levanta la cabeza.

—No es de mi talla. Todas esas mujeres de directivos japoneses engordan a base de calorías modificadas gracias a los acuerdos con AgriGen.

—¿Estarías dispuesto a robar? —El rostro del agente de aduanas es una máscara de rabia controlada tras una forzada sonrisa de cortesía.

—Por lo visto no. —Jaidee se encoge de hombros—. Parece que mi teniente tiene mejor gusto que los japoneses. En cualquier caso, estoy seguro de que recuperaréis los beneficios. Esto no será más que un pequeño inconveniente.

—¿Y qué hay del daño? ¿Cómo vamos a explicar eso? —El otro agente de aduanas hace un gesto con el que abarca un biombo de estilo Sony que yace tirado en el suelo, medio destrozado.

Jaidee estudia el artefacto. Muestra lo que supone que debe de ser el equivalente de una familia samurái de finales del siglo XX: un directivo de Mishimoto Fluid Dynamics supervisando a un grupo de peones mecánicos en el campo y... ¿Son diez manos en cada trabajador lo que ven sus ojos? Jaidee se estremece ante la estrafalaria blasfemia. La pequeña familia natural retratada al filo del campo no parece inmutarse, claro que... son japoneses: incluso consienten que sus hijos se diviertan con monos mecánicos.

Jaidee hace una mueca.

—Seguro que se os ocurre alguna excusa. Podríais decir que se produjo una estampida entre los megodontes de carga. —Da sendas palmaditas en la espalda a los agentes de aduanas—. ¡Animad esas caras! ¡Utilizad la imaginación! Deberíais tomároslo como una oportunidad para hacer méritos.

Kanya termina de guardar el dinero. Cierra la bolsa de tela y se la cuelga al hombro.

—Hemos terminado.

Campo abajo, un nuevo dirigible desciende lentamente. Sus gigantescos ventiladores accionados por muelles percutores agotan los últimos julios maniobrando a la bestia sobre los anclajes. Unos cables se desenrollan de su vientre, arrastrados por plomadas. Los operarios del amarradero esperan con las manos en alto para enganchar el monstruo volador a sus tiros de megodontes, como si estuvieran rezando a un dios colosal. Jaidee observa con interés.

—En cualquier caso, la Benévola Asociación de Jubilados del Real Ministerio de Medio Ambiente os lo agradece. Al menos con ellos ya habéis hecho méritos.

Empuña el machete y se vuelve hacia sus hombres.

—¡
Khun
oficiales! —exclama por encima del zumbido de los ventiladores de los dirigibles y el barrito de los megodontes de carga—. ¡Os propongo un reto! —Apunta el machete en dirección al dirigible que desciende—. ¡Ofrezco doscientos mil baht al primero que registre una caja de esa aeronave de ahí! ¡Vamos! ¡Esa de ahí! ¡Deprisa!

Los agentes de aduanas se lo quedan mirando, perplejos. Intentan decir algo, pero el rugido de los ventiladores de los dirigibles ahoga sus voces. Protestan de forma inaudible:
«¡Mai tum! ¡Mai tum! ¡Mai tawng tum
! ¡No no nonono!
»
, mientras agitan los brazos y objetan, pero Jaidee ya está cruzando el aeródromo a la carrera, blandiendo el machete y aullando tras esta nueva presa.

A su espalda, los camisas blancas lo siguen como una oleada. Sortean cajas y trabajadores, saltan por encima de las amarras, pasan por debajo de los vientres de los megodontes. Sus hombres. Sus leales adeptos. Sus hijos. Quienes responden a su llamada son locos seguidores de ideales y de la reina, insobornables, con todo el honor del Ministerio de Medio Ambiente alojado en sus corazones.

—¡Esa! ¡Esa de ahí!

Galopan por la pista de aterrizaje como tigres albinos, dejando los restos de los contenedores japoneses desperdigados tras ellos como la estela de un tifón. Las voces de los agentes de aduanas se apagan con la distancia. Jaidee está ya muy lejos de ellos, sintiendo la fuerza de las piernas que lo impulsan, el placer de la caza limpia y honorable, corriendo cada vez más deprisa, seguido por sus hombres, que devoran la distancia con el paso cargado de adrenalina del propósito puro de un guerrero, que blanden sus machetes y sus hachas contra la gigantesca máquina que desciende del cielo, cerniéndose sobre ellos como el rey demonio Tosacan, de tres mil metros de alto, abatiéndose sobre ellos. El megodonte de todos los megodontes, y en su costado, en caracteres
farang
, las palabras: CARLYLE E HIJOS.

Jaidee no es consciente del alarido de júbilo que ha escapado de sus labios. Carlyle e Hijos. El irritante
farang
que con tanta desfachatez habla de cambiar los sistemas de créditos de contaminación, de eliminar las inspecciones de cuarentena, de racionalizar todo lo que ha mantenido al reino con vida mientras otros países sucumbían, el extranjero que goza de tanto favor con el ministro de Comercio Akkarat y el somdet chaopraya, el protector de la Corona. Esto es un verdadero trofeo. Jaidee se entrega a la persecución. Extiende los brazos hacia los cables de amarre mientras los hombres pasan corriendo por su lado, más jóvenes, rápidos y devotos, todos ellos empeñados en inmovilizar a su presa.

Pero este dirigible es más listo que el último.

Al ver el enjambre de camisas blancas que convergen sobre su posición de aterrizaje, el piloto reorienta los turboventiladores. La ráfaga de aire baña a Jaidee. Las aspas crujen y chirrían cuando el piloto dilapida gigajulios en un intento por alejarse del suelo. Los cabos del dirigible se retraen como serpientes, enroscándose en las bobinas como los brazos de un pulpo asustado. Los turboventiladores aplastan a Jaidee contra el suelo cuando alcanzan el límite de su potencia.

El dirigible se eleva.

Jaidee se incorpora y entorna los párpados frente al viento caliente mientras el dirigible disminuye de tamaño en la negrura de la noche. Se pregunta si la monstruosidad desaparecida habría sido alertada por las torres de control o el servicio de aduanas, o si el piloto sería sencillamente lo bastante listo como para comprender que a sus empleadores no les haría gracia recibir una inspección de los camisas blancas.

Jaidee frunce la expresión. Richard Carlyle. Ese sí que es más listo que el hambre. Siempre reunido con Akkarat, siempre presente en las galas benéficas celebradas en honor de las víctimas de la cibiscosis, repartiendo dinero a espuertas, sin dejar de hablar de las virtudes del libre comercio. Uno más de las docenas de
farang
que han regresado a las costas como medusas tras una virulenta epidemia del agua, solo que Carlyle es el más visible. El que más irrita a Jaidee con su sempiterna sonrisa.

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