Authors: Paolo Bacigalupi
En cuanto se pierde de vista, todo el mundo se relaja.
—Dios, Lucy, ¿por qué has hecho eso? —pregunta Otto—. Ese tipo me pone los pelos de punta. Dejé el Pacto para no tener que soportar a más sacerdotes grahamitas husmeando por encima del hombro. Y tú vas y le invitas a sentarse.
Quoile asiente, taciturno.
—He oído que hay otro sacerdote en la embajada común.
—Son una plaga. Como las lombrices. —Lucy le hace señas con una mano—. Pásame otra fruta.
Reanudan el festín. Anderson se fija en ellos, curioso por ver si a estos trotamundos se les ocurre cualquier otra idea sobre la posible procedencia del
ngaw
. La teoría del rambután es interesante, sin embargo. Pese a la mala noticia de los tanques de algas y los cultivos de nutrientes destruidos, el día está yendo mejor de lo esperado. Rambután. Una palabra que enviar a los investigadores de Des Moines. Una pista sobre el origen de este misterioso rompecabezas botánico. En alguna parte debe de haber un registro histórico. Tendrá que volver a consultar los libros y ver si puede encontrar...
—Mira quién aparece —murmura Quoile.
Todo el mundo se da la vuelta. Richard Carlyle, con un traje de lino impecablemente planchado, está subiendo las escaleras. Se quita el sombrero al llegar a la sombra, y se abanica con él.
—Cómo odio a ese cabrón —masculla Lucy. Enciende otra pipa y chupa con fuerza.
—¿Por qué sonríe? —pregunta Otto.
—Que me aspen si lo sé. Perdió un dirigible, ¿no?
Desde la sombra, Carlyle pasea la mirada por los clientes de la sala y saluda a todos con la cabeza.
—Cómo aprieta el calor —resopla.
Otto se queda mirándolo fijamente, con las mejillas encendidas y los ojos entrecerrados.
—Si no fuera por sus putos politiqueos, hoy sería rico —sisea.
—No dramatices. —Anderson se mete otro
ngaw
en la boca—. Lucy, ofrécele una calada. No me apetece que sir Francis nos saque a la calle a patadas por armar bronca.
Lucy tiene la mirada nublada por el opio, pero agita la pipa en dirección a Otto. Anderson se estira, se la quita de entre los dedos y se la da a Otto, antes de levantarse y recoger el vaso vacío.
—¿Alguien más quiere algo? —Todo el mundo niega apáticamente con la cabeza.
Carlyle sonríe cuando llega a la barra.
—¿Poniendo a tono al bueno de Otto?
Anderson mira atrás de reojo.
—Lucy le da al opio con ganas. Dudo que Otto sea capaz de salir de aquí por su propio pie, y no digamos liarse a puñetazos con nadie.
—Droga del demonio.
Anderson brinda con él con el vaso vacío.
—Por eso, y por el alcohol. —Se asoma al otro lado del mostrador—. ¿Dónde diablos se ha metido sir Francis?
—Pensaba que venías a responder a esa pregunta.
—Me temo que no —dice Anderson—. ¿Perdiste mucho?
—Un poco.
—¿En serio? No pareces muy afectado. —Anderson hace un gesto en dirección al resto de la Falange—. Todos los demás se rasgan las vestiduras porque no dejas de mezclarte en política, tratando de quedar bien con Akkarat y el Ministerio de Comercio. Pero aquí estás, sonriendo de oreja a oreja. Podrías ser tailandés.
Carlyle se encoge de hombros. Sir Francis, elegantemente vestido, peinado con esmero, sale de la trastienda. Carlyle pide whisky y Anderson levanta el vaso vacío.
—No hay hielo —informa sir Francis—. Los tipos de los bueyes quieren más dinero para accionar la bomba.
—Pues págales.
Sir Francis niega con la cabeza mientras coge el vaso de Anderson.
—Si uno cede cuando lo agarran por las pelotas, lo único que harán será apretar con más fuerza. Y yo no puedo sobornar al Ministerio de Medio Ambiente para que me dé acceso a la red de carbón como hacéis vosotros los
farang
.
Se da la vuelta, baja una botella de whisky jemer y sirve un trago inmaculado. Anderson se pregunta si serán ciertos los rumores que circulan sobre él.
Otto, que ahora está farfullando incoherencias sobre «puddos drigribles», asegura que sir Francis era un antiguo chaopraya, uno de los principales defensores de la Corona, expulsado del palacio como resultado de una maniobra política. Esta teoría tiene tanto peso como la de que en realidad se trata de un esbirro ya jubilado del Señor del Estiércol, o un príncipe jemer, desterrado y viviendo de incógnito desde que el reino de Tailandia creció hasta engullir el este. Todo el mundo coincide en que alguna vez debió de ocupar un puesto importante; es lo único que explica el desdén que profesa a todos sus clientes.
—Pagad ahora —dice mientras deja los chupitos encima de la barra.
Carlyle se ríe.
—Sabes que somos de fiar.
Sir Francis sacude la cabeza.
—Los dos habéis perdido un montón en los amarraderos. Todo el mundo lo sabe. Pagad ahora.
Carlyle y Anderson se desprenden de las monedas necesarias.
—Creía que nuestra relación era mejor —se lamenta Anderson.
—Esto es política. —Sir Francis sonríe—. Puede que volváis mañana. Puede que desaparezcáis como el plástico de la Expansión de la playa. En todas las esquinas hay circulares que proponen al capitán Jaidee como consejero chaopraya del palacio. Como ascienda, todos los
farang
—barre el aire con una mano— os esfumaréis. —Se encoge de hombros—. Las emisoras de radio del general Pracha llaman tigre y héroe a Jaidee, y las asociaciones de estudiantes reclaman desde hace tiempo que sean los camisas blancas quienes dirijan el Ministerio de Comercio. El ministerio ha perdido prestigio. Los
farang
y Comercio siempre van de la mano, como los
farang
y las pulgas.
—Qué bonito.
Sir Francis vuelve a encogerse de hombros.
—Oléis mal.
Carlyle frunce el ceño.
—Todo el mundo huele mal. Es la puñetera estación cálida.
Anderson decide interceder.
—Supongo que Comercio estará que echa humo, habiendo perdido prestigio de esa manera. —Bebe un sorbo de whisky caliente y arruga la nariz. Antes de venir aquí le gustaba el licor del tiempo.
Sir Francis cuenta las monedas antes de meterlas en la caja registradora.
—El ministro Akkarat sonríe todavía, pero los japoneses exigen indemnizaciones por sus pérdidas y los camisas blancas no se las darán jamás. Así que, o bien Akkarat paga para compensar lo que ha hecho el Tigre de Bangkok, o quedará desprestigiado también ante los japoneses.
—¿Crees que los japoneses se marcharían?
Sir Francis pone cara de repugnancia.
—Los japoneses son como las fábricas de calorías: siempre buscan una vía de entrada. No se irán nunca. —Se dirige al otro extremo de la barra, dejándolos a solas de nuevo.
Anderson saca un
ngaw
y se lo ofrece a Carlyle.
—¿Quieres uno?
Carlyle coge la fruta y la observa con detenimiento.
—¿Qué diablos es esto?
—
Ngaw
.
—Me recuerda a las cucarachas. —Hace una mueca—. Eres el rey de los experimentos, cabrón, eso hay que reconocerlo. —Empuja el
ngaw
en dirección a Anderson y se limpia remilgadamente la mano en el pantalón.
—¿Asustado? —bromea Anderson.
—A mi mujer también le gustaba comer cosas nuevas. No podía evitarlo. Le chiflaban los sabores. Todos los platos nuevos le parecían irresistibles. —Carlyle se encoge de hombros—. Esperaré a ver si la semana que viene estás vomitando sangre.
Se reclinan en los taburetes y sus miradas traspasan el velo de polvo y calor hasta donde el hotel Victoria se yergue resplandeciente. Al fondo de un callejón, una lavandera ha colocado bandejas de colada junto a los escombros de un promontorio. Otra está aseándose, restregando el cuerpo con fruición bajo el sarong, cuya tela se adhiere a su piel. Los niños corretean desnudos por la tierra, saltando por encima de cascotes de cemento tendidos hace más de cien años, durante la antigua Expansión. A lo lejos, calle abajo, se elevan los diques que contienen el mar.
—¿Cuánto has perdido? —pregunta Carlyle, al cabo.
—Mucho. Gracias a ti.
Carlyle no pica el anzuelo. Apura el whisky y pide otro con un ademán.
—¿De verdad que no hay hielo? —le pregunta a sir Francis—. ¿O todo esto es solo porque crees que no volveremos mañana?
—Pregúntamelo mañana.
—Si vuelvo mañana, ¿tendrás hielo?
La sonrisa de sir Francis es deslumbrante.
—Depende de hasta cuándo sigas pagando para que los bueyes y los megodontes descarguen tus mercancías. Todo el mundo habla de enriquecerse quemando calorías para los
farang
... así que no hay hielo para sir Francis.
—Pero si nos vamos, no beberá nadie. Aunque sir Francis tenga todo el hielo del mundo.
Sir Francis se encoge de hombros.
—Lo que tú digas.
El thai se da la vuelta y Carlyle frunce el ceño.
—Sindicatos de megodontes, camisas blancas, sir Francis. Mires donde mires, solo verás manos tendidas.
—Hacer negocios tiene un precio —reflexiona Anderson—. Aun así, por la forma en que sonreías al entrar, pensé que no habías perdido nada.
Carlyle coge el nuevo vaso de whisky.
—Es solo que me hizo gracia veros a todos en la galería, con caras de perros enfermos de cibiscosis. En cualquier caso, aunque hayamos sufrido pérdidas, nadie nos ha encerrado cargados de cadenas en una celda de torturas de Khlong Prem. No hay ningún motivo para no sonreír por eso. —Se arrima a Anderson—. Este no es el final de la historia. Ni de lejos. Akkarat todavía guarda un as en la manga.
—Si uno aprieta demasiado a los camisas blancas, estos siempre terminan rebelándose —advierte Anderson—. Akkarat y tú habéis armado mucho revuelo hablando de cambiar las tarifas y los créditos de contaminación. De neoseres, incluso. Y ahora mi ayudante me dice lo mismo que acaba de decir sir Francis: todos los periódicos tailandeses llaman a nuestro amigo Jaidee el Tigre de la Reina. Lo adoran.
—¿Tu ayudante? ¿Te refieres a esa sabandija paranoica tarjeta amarilla que tienes en la oficina? —Carlyle suelta una carcajada—. Ese es vuestro problema. Os pasáis el día sentados, lamentándoos y soñando, mientras yo cambio las reglas del juego. Sois un puñado de teóricos de la Contracción.
—No soy yo el que ha perdido un dirigible.
—Hacer negocios tiene un precio.
—Cualquiera diría que perder una quinta parte de tu flota es un precio elevado.
Carlyle pone cara de circunstancias. Se acerca más aún y baja la voz.
—Venga ya, Anderson. El asunto ese de los camisas blancas no es lo que parece. Hay personas que están esperando a que se pasen de listos. —Hace una pausa, asegurándose de que el significado de sus palabras quede bien claro—. Algunos de nosotros incluso estamos echándoles una mano en ese sentido. Precisamente ahora vengo de hablar con Akkarat en persona, y puedo asegurarte que el viento está a punto de empezar a soplar a favor nuestro.
Anderson empieza a reírse, pero Carlyle levanta un dedo con gesto admonitorio.
—Adelante, sacude la cabeza cuanto quieras, pero antes de que termine de hacerlo estarás lamiéndome el culo y dándome las gracias por las nuevas estructuras de tarifas mientras nuestras cuentas se llenan de compensaciones.
—Los camisas blancas jamás pagan ninguna compensación. Ni cuando incendian una granja, ni cuando confiscan un cargamento. Jamás.
Carlyle se encoge de hombros. Dirige la mirada hacia el resplandor abrasador de la galería.
—Se aproximan los monzones —observa.
—Lo dudo. —Anderson contempla la claridad cegadora con expresión huraña—. Ya acumulan un retraso de dos meses.
—Llegarán, te lo aseguro. Si no es este mes, será el que viene, pero llegarán.
—¿Y?
—El Ministerio de Medio Ambiente espera recibir recambios para las bombas de los diques de la ciudad. Piezas fundamentales. Para siete de ellas. —Hace una pausa—. Ahora bien, ¿dónde crees que están esas piezas?
—Sorpréndeme.
—Al otro lado del océano Índico. —Carlyle esboza una sonrisa de escualo—. En cierto hangar de Calcuta del que resulta que soy propietario.
Es como si el aire escapara del bar. Anderson mira discretamente a su alrededor, cerciorándose de que no haya nadie cerca.
—Jesús, serás hijo de perra. ¿Hablas en serio?
Ahora todo tiene sentido. La altanería de Carlyle, su confianza. El tipo siempre ha sido un filibustero dispuesto a correr cualquier riesgo. Pero con Carlyle es difícil distinguir la fanfarronería de la sinceridad. Cuando asegura que Akkarat le hace caso, es posible que solo hable con sus secretarios. Pura palabrería. Pero esto...
Anderson empieza a decir algo pero ve a sir Francis acercándose y opta por darse la vuelta, arrugando la nariz. Una chispa de picardía ilumina los ojos de Carlyle. Sir Francis deja otro vaso junto a su mano, pero a Anderson ya no le interesa la bebida. Se inclina hacia delante en cuanto sir Francis se retira.
—¿Te propones convertir en rehén a toda la ciudad?
—Los camisas blancas parecen haber olvidado que necesitan a los extranjeros. Nos encontramos en plena nueva Expansión y todos los hilos están conectados entre sí, a pesar de lo cual siguen pensando como un ministerio de la Contracción. No se dan cuenta de hasta qué extremos se han vuelto dependientes de los
farang
. —Se encoge de hombros—. Llegados a este punto, son meros peones en un tablero de ajedrez. No se imaginan siquiera quién los mueve, y no podrían detenernos aunque lo intentaran.
Engulle otro chupito de whisky de un solo trago, hace una mueca y planta el vaso encima de la barra.
—Deberíamos mandarle flores a ese malnacido camisa blanca de Jaidee. Ha cumplido su papel a la perfección. Con la mitad de las bombas de carbón de la ciudad fuera de servicio... —Se encoge de hombros—. Lo mejor de hacer tratos con los thais es que están dotados de una enorme sensibilidad. Ni siquiera tendré que amenazarles. Atarán todos los cabos ellos solitos, y harán lo que tengan que hacer.
—Es una apuesta arriesgada.
—¿No lo son todas? —Carlyle sonríe a Anderson con cinismo—. Puede que mañana hayamos muerto todos por culpa de una reescritura de la roya. O puede que seamos las personas más ricas del reino. Es cuestión de azar. Los thais se toman el juego muy en serio. Deberíamos hacer lo mismo.
—Podría ponerte una pistola de resortes en la cabeza y ofrecer tus sesos a cambio de las bombas.