Authors: Paolo Bacigalupi
La sombra de uno de ellos relampaguea en la oscuridad, provocando que Lao Gu gire bruscamente. Maldice entre dientes en su idioma. Emiko se ríe, una discreta manifestación de sorpresa mientras enlaza las manos con deleite. Lao Gu la fulmina con la mirada por encima del hombro.
—¿Te gustan los cheshires? —pregunta Anderson.
Emiko lo observa, sorprendida.
—¿A ti no?
—En casa los matamos sin perder tiempo. Hasta los grahamitas ofrecen billetes azules por sus pieles. Debe de ser lo único en lo que estoy de acuerdo con ellos.
—Mmm, ya. —Emiko frunce el ceño, pensativa—. Supongo que son demasiado avanzados para este mundo. Ahora las aves naturales tienen muy pocas posibilidades.
Esboza una ligera sonrisa.
—Imagínate si hubieran creado antes a los neoseres.
¿Es malicia lo que relumbra en sus ojos? ¿O melancolía?
—¿Qué crees que hubiera ocurrido? —se interesa Anderson.
Emiko evita mirarle a los ojos y contempla a los gatos que merodean entre los comensales.
—Los piratas genéticos aprendieron demasiadas cosas gracias a los cheshires.
Aunque no añade nada más, Anderson puede intuir lo que está pensando. Si su especie hubiera surgido primero, antes de que los piratas genéticos supieran lo que saben ahora, Emiko no sería estéril. Sus movimientos carecerían del característico tictac que hacen que sea tan llamativa físicamente. Su diseño podría parecerse incluso al de los neoseres militares que operan ahora en Vietnam, mortíferos y suicidas. Sin la lección de los cheshires, Emiko podría haber tenido la oportunidad de suplantar por completo a la especie humana con su versión mejorada. En vez de eso, es un callejón sin salida genético. Condenada a un ciclo vital de sentido único, igual que la SoyPRO y el trigo de TotalNutrient.
Otra sombra felina cruza la calle como una exhalación, titilante, confundiéndose con las tinieblas. Un homenaje de tecnología punta a Lewis Carroll, un par de viajes en dirigible y en clíper, y en un abrir y cerrar de ojos desaparecen clases enteras de animales, indefensas ante esta amenaza invisible.
—Nos hubiéramos dado cuenta de nuestro error —observa Anderson.
—Sí. Desde luego. Pero quizá no a tiempo. —Emiko cambia bruscamente de tema. Señala con la cabeza un templo que se recorta contra el firmamento nocturno—. Es muy bonito, ¿verdad? ¿Te gustan sus templos?
Anderson se pregunta si habrá cambiado de tema para evitar cualquier posible discusión y conflicto, o si en realidad teme que consiga rebatir su fantasía. Estudia el
chedi
y el
bot
del templo.
—Es mucho más bonito que lo que están construyendo los grahamitas en casa.
—Grahamitas. —Emiko pone mala cara—. Tan preocupados por el nicho y la naturaleza. Tan obsesionados con su arca de Noé, cuando el diluvio ya ha pasado.
Anderson piensa en Hagg, sudoroso y angustiado por la devastación provocada por el cerambicido.
—Si pudieran, nos encerrarían a todos en nuestros respectivos continentes.
—Eso es imposible, creo. La gente necesita expandirse. Ocupar nuevos nichos.
La filigrana dorada del templo reluce tenuemente bajo la luna. Es innegable que el mundo está volviendo a encoger. Un par de viajes en dirigible y en clíper, y Anderson pasea por las calles en penumbra de la otra punta del planeta. Es asombroso. En tiempos de sus abuelos, cubrir el trayecto entre un suburbio de la antigua Expansión y el centro de la ciudad era imposible. Sus abuelos contaban historias sobre la exploración de los suburbios abandonados, buscando las migajas y los despojos de vecindarios enteros destruidos durante la Contracción del petróleo. Viajar quince kilómetros era una proeza para ellos, y ahora míralo a él...
Frente a ellos, unos uniformes blancos se materializan en la desembocadura de un callejón.
Emiko palidece y se acurruca contra Anderson.
—Abrázame.
Anderson intenta sacudírsela de encima, pero el neoser se pega a él como una lapa. Los camisas blancas se han detenido y observan cómo se acercan. La chica mecánica se arrima más todavía. Anderson reprime el impulso de sacarla del rickshaw a empujones y huir. Esto es lo que menos necesita ahora mismo.
—Ahora contravengo la cuarentena —susurra Emiko—, como el gorgojo modificado nipón. Si se fijan en mis movimientos, me descubrirán. Me fundirán. —Se acurruca aún más—. Lo siento. Por favor. —Implora con la mirada.
Anderson la envuelve con sus brazos en un repentino ataque de conmiseración, abrigándola con cualquiera que sea la protección que un fabricante de calorías puede ofrecer a un desecho japonés ilegal. Los agentes del ministerio les llaman, sonrientes. Anderson les devuelve el gesto y asiente con la cabeza, con la piel de gallina. La mirada de los camisas blancas se demora en ellos. Uno sonríe y le dice algo al otro mientras hace girar la porra que cuelga de su muñeca. Emiko tiembla descontrolada junto a Anderson, una máscara forzada su sonrisa. Anderson la abraza con más fuerza.
«Por favor, no me pidáis ningún soborno. Esta vez no. Por favor.»
Pasan de largo.
Tras ellos, los camisas blancas empiezan a reírse, bien del
farang
y de la chica que le hace arrumacos o de cualquier otra cosa completamente distinta. No tiene importancia, porque se pierden en la distancia y Emiko y él vuelven a estar a salvo.
La chica mecánica se aparta, tiritando.
—Gracias —susurra—. Salir ha sido una imprudencia. Una estupidez. —Se retira el pelo de la cara y mira atrás. Los agentes del ministerio se alejan rápidamente. Aprieta los puños—. Qué idiota —murmura—. No eres un cheshire capaz de desaparecer a tu antojo. —Sacude la cabeza, furiosa, mientras la lección se graba a fuego en su mente—. Idiota. Idiota. Idiota.
Anderson la observa, fascinado. Emiko está adaptada para otro tipo de mundo, no para este horno brutal. La ciudad terminará devorándola tarde o temprano. Eso salta a la vista.
La chica mecánica repara en su escrutinio. Comparte una sonrisita cargada de melancolía.
—Nada dura eternamente, creo.
—No. —Anderson tiene un nudo en la garganta.
Se quedan mirándose fijamente. La blusa de Emiko ha vuelto a abrirse y revela el contorno de su garganta, la curvatura de sus senos. No hace nada por taparse, sino que se limita a observarlo, solemne. ¿Será algo intencionado? ¿Acaso se propone incitarlo? ¿O será que la seducción forma parte de su naturaleza? A lo mejor no puede evitarlo. Un conjunto de instintos tan inextricable de su ADN como las astutas estrategias que emplean los cheshires para cazar pájaros. Anderson se inclina hacia ella, dubitativo.
Emiko no lo rehúye, sino que acude a su encuentro. Sus labios son suaves. Anderson recorre su cadera con una mano, la introduce en la blusa y tantea tras la tela. La chica mecánica exhala un suspiro y se arrima un poco más, abriendo los labios para él. ¿Lo desea realmente? ¿O se trata de mera aquiescencia? ¿Podría negarse aunque quisiera? Sus pechos presionan contra él. Sus manos se deslizan por el cuerpo de Anderson, que empieza a temblar. Tirita como si tuviera dieciséis años. ¿Imprimieron feromonas en su ADN los genetistas? Su cuerpo es embriagador.
Ajeno a la calle, a Lao Gu, a todo, la atrae hacia él y cierra una mano en torno a uno de sus senos, copando su carne perfecta.
El corazón de la chica mecánica aletea como un colibrí bajo su palma.
Jaidee siente cierto respeto por los chinos chaozhou. Sus fábricas son grandes y productivas. Llevan generaciones echando raíces en el reino, y profesan una lealtad inquebrantable a Su Majestad la Reina Niña. Son el polo opuesto de los patéticos refugiados chinos que han llegado en tromba desde Malaca, huyendo a su país con la esperanza de obtener auxilio tras alienar a los nativos en su propia tierra. Si los chinos malayos fueran la mitad de inteligentes que los chaozhou, se habrían convertido al islam generaciones atrás, imbricándose así en el tejido de la sociedad.
En vez de eso, los chinos de Malaca, Penang y la costa oeste se mantuvieron arrogantemente aparte, pensando que la creciente oleada de fundamentalismo no les afectaría. Y ahora vienen de rodillas al reino, esperando que sus primos chaozhou les socorran cuando no tuvieron dos dedos de frente para ayudarse antes a sí mismos.
Los chaozhou son tan inteligentes como estúpidos son los chinos malayos. Son prácticamente tailandeses. Hablan tailandés. Han adoptado nombres tailandeses. Puede que en algún rincón del pasado lejano tuvieran raíces chinas, pero ahora son thais. Y leales. Lo cual, si Jaidee se para a pensarlo, es más de lo que puede decirse de algunos de sus compatriotas; sin duda más de lo que puede decirse de Akkarat y sus esbirros en el Ministerio de Comercio.
Por eso Jaidee se solidariza con el empresario chaozhou de larga camisa blanca, holgados pantalones de algodón y sandalias que deambula de un lado para otro ante él en el piso de su fábrica, lamentando que esta haya sido cerrada por exceder la ración de carbón cuando ha pagado a todos los camisas blancas que alguna vez cruzaron su puerta, alegando que Jaidee no tiene ningún derecho, ¡ningún derecho!, a cerrar toda la fábrica.
La solidaridad de Jaidee ni siquiera se tambalea cuando el tipo le llama «huevo de tortuga», lo cual resulta sin duda irritante, sabiendo que en chino se trata de un insulto tremendo. Pese a todo, tolera los estallidos emocionales de este empresario. Está en la naturaleza de los chinos ser un poco apasionados. Son propensos a sucumbir a ataques de emoción en los que un tailandés no incurriría jamás.
A pesar de los pesares, Jaidee se solidariza con el hombre.
Esa solidaridad, sin embargo, no se extiende a quien le clava repetidamente un dedo en el pecho mientras no deja de maldecir, de modo que ahora Jaidee está sentado encima del pecho del empresario, con una porra negra cruzada sobre su tráquea, explicándole los rudimentos del respeto debido a un camisa blanca.
—Creo que me confundes con otro empleado del ministerio —observa Jaidee.
El hombre emite un sonido estrangulado e intenta liberarse, pero se lo impide la porra que le oprime la garganta. Jaidee lo observa con atención.
—Seguro que comprendes que el racionamiento de carbón existe porque la ciudad está sumergida. Excediste tu ración de carbón hace varios meses.
—Ghghhaha.
Jaidee sopesa la respuesta. Sacude la cabeza, abatido.
—No. Me parece que no podemos consentir que esto continúe. Así lo decretó el rey Rama XII, y también Su Majestad la Reina Niña es partidaria de no abandonar Krung Thep a la invasión de las olas. No vamos a huir de la Ciudad de los Seres Divinos como huyeron de los birmanos los cobardes de Ayutthaya. El océano no es un ejército movilizado. Cuando accedamos a las aguas, jamás volveremos a expulsarlas. —Contempla al chino empapado de sudor—. Por eso todos debemos representar el papel que nos ha tocado. Debemos combatir unidos, como los aldeanos de Bang Rajan, para mantener al invasor lejos de nuestras calles, ¿no te parece?
—Gghhghghhghhhh...
—Bien. —Jaidee sonríe—. Me alegra ver que estamos avanzando.
Alguien carraspea.
Jaidee levanta la cabeza, disimulando su irritación.
—¿Sí?
Un joven soldado de flamante uniforme blanco aguarda respetuosamente en posición de firmes.
—
Khun
Jaidee. —Hace un
wai
, bajando la cabeza hasta las palmas unidas, y se queda en esa postura—. Siento mucho interrumpirle.
—¿Sí?
—El
chao khun
general Pracha solicita su presencia.
—Estoy ocupado —responde Jaidee—. Aquí, nuestro amigo, por fin parece que está dispuesto a dialogar con el corazón frío y una conducta razonable. —Dedica una sonrisa benévola al empresario.
—Debo comunicarle... —insiste el muchacho—. Me han pedido que le diga que, que...
—Adelante.
—Que será mejor que... con permiso... que mueva el «puñetero culo»... lo siento... y regrese al ministerio. Inmediatamente, si no antes. —Hace una mueca ante el vocabulario empleado—. Si no dispone de ninguna bicicleta, puede llevarse la mía.
Jaidee tuerce el gesto.
—Ah. Ya. En fin. —Se levanta de encima del empresario. Hace una seña a Kanya—. ¿Teniente? Tal vez tú puedas razonar con nuestro amigo.
Kanya pone cara de perplejidad.
—¿Ocurre algo?
—Al parecer Pracha por fin está listo para leerme la cartilla y ponerme verde.
—¿Quieres que te acompañe? —Kanya mira de reojo al empresario—. Esta sabandija puede esperar a mañana.
Su preocupación logra que Jaidee sonría.
—No te preocupes por mí. Termina esto. Cuando vuelvas te avisaré si pretenden exiliarnos en el sur y dejarnos vigilando los internados de tarjetas amarillas hasta el fin de nuestras carreras.
Mientras se dirigen a la puerta, el empresario se arma de valor para exclamar:
—¡Esto te costará la cabeza,
heeya
!
El sonido del impacto de la porra de Kanya y un gañido es lo último que oye Jaidee antes de salir de la fábrica.
En la calle, el sol cae a plomo. Está sudando a causa del esfuerzo físico de lidiar con el empresario, y el calor le produce un picor incómodo. Se queda a la sombra de un cocotero mientras el mensajero va a buscar la bicicleta.
El muchacho observa el rostro acalorado de Jaidee con preocupación.
—¿Le apetece un descanso?
Jaidee se ríe.
—No te preocupes por mí; me hago viejo, nada más. Ese
heeya
era rebelde, y ya no soy el mismo luchador de antaño. En la estación fría no sudaría de esta forma.
—Ganó un montón de combates.
—Algunos. —Jaidee sonríe—. Y entrenaba con mucho más calor del que hace ahora.
—Su teniente podría encargarse de esas tareas —sugiere el muchacho—. No hace falta que usted se esfuerce tanto.
Jaidee se enjuga la frente y menea la cabeza.
—¿Y qué pensarían entonces mis hombres? Que soy un holgazán.
El muchacho contiene el aliento.
—Nadie pensaría algo así de usted. ¡Nunca!
—Cuando seas capitán, lo entenderás mejor. —Jaidee sonríe con indulgencia—. Los hombres son leales a quien dirige desde el frente. No quiero que nadie pierda el tiempo accionando un ventilador de manivela para mí, o abanicándome con una hoja de palma para que me sienta tan cómodo como esos
heeya
del Ministerio de Comercio. Aunque yo sea el líder, todos somos hermanos. Cuando seas capitán, prométeme que harás lo mismo.