Authors: Paolo Bacigalupi
Choca contra un albañil y se desploma de bruces, arrastrándolo en su caída.
—
¡Arai wa
! ¡Mira por dónde vas! —grita el hombre.
Emiko se obliga a ponerse de rodillas, con las manos entumecidas por la abrasión. Intenta erguirse pero el mundo se tambalea, borroso. Se cae. Vuelve a incorporarse, ebria, abrumada por el horno que ruge en su interior. El suelo gira y se balancea, pero ella consigue mantenerse erguida. Se apoya en una pared cocida por el sol mientras el hombre con el que ha tropezado le lanza una retahíla de improperios. Su enfado resbala sobre ella como una lluvia carente de sentido. El calor y las tinieblas estrechan su cerco. Está ardiendo.
En la calle, en medio de la maraña de carros tirados por mulís y bicicletas, distingue un rostro
gaijin
. Pestañea para ahuyentar la oscuridad que se cierne sobre ella, da un paso titubeante. ¿Se habrá vuelto loca? ¿Acaso está jugando con ella el cheshire
bakeneko
? Se aferra al hombre que no deja de gritar, con la mirada fija en el tráfico, aguardando la confirmación de que su cerebro derretido está alucinando. El albañil chilla y se suelta su mano, pero ella apenas si se da cuenta.
Otro atisbo del mismo semblante en medio del tráfico. Es el
gaijin
, el pálido con la cicatriz de la casa de Raleigh. El que le dijo que fuera al norte. Su rickshaw se deja entrever brevemente antes de desaparecer detrás de un megodonte. Y a continuación allí está de nuevo, al otro lado, mirando en su dirección. Sus ojos se encuentran. Es el mismo hombre. Está segura.
—¡Agarradla! ¡No dejéis que esa
heechy-keechy
se escape!
Su agresor, desgañitándose y enarbolando el cuchillo mientras sortea los andamios de bambú. A Emiko le asombra que sea tan lento, mucho más de lo que jamás hubiera imaginado. Lo observa, perpleja. Quizá su estancia en el frente lo dejara tullido. Pero no, su paso es correcto, es solo que todo cuanto la rodea es muy lento: la gente, el tráfico. Qué raro. Lento y surrealista.
El albañil la sujeta. Emiko se deja arrastrar mientras escudriña el tráfico en busca de otro atisbo del
gaijin
. ¿Sería un espejismo?
¡Ahí! Otra vez el
gaijin
. Emiko se zafa de las garras del albañil y se zambulle en el tráfico. Con el último poso de energía que le queda, se agacha bajo el vientre de un megodonte, a punto de chocar con sus patas como columnas, y reaparece al otro lado, corriendo junto al rickshaw del
gaijin
, tendiéndole las manos como una mendiga...
El hombre la observa con ojos fríos, completamente desapasionado. Emiko trastabilla y se agarra al rickshaw para enderezarse, sabiendo que el hombre va a apartarla de una patada. No es más que una chica mecánica. Ha sido una estúpida. Era una locura esperar que el
gaijin
la considerara una persona, una mujer, algo más que escoria.
El hombre le coge la mano de repente y la aúpa de un tirón. Le grita al conductor que pedalee, que pedalee
(¡Gan cui chi che, kuai kuai kuai!)
, más deprisa. Farfulla palabras en tres idiomas distintos y empiezan a acelerar, pero lentamente.
Su agresor se abalanza sobre el rickshaw. Le hace un corte en el hombro. Emiko ve que su sangre salpica el asiento. Gotitas como gemas suspendidas a la luz del sol. El hombre vuelve a levantar el cuchillo. Emiko intenta interponer una mano para defenderse, para repelerlo, pero está demasiado cansada. El agotamiento y el calor pesan sobre ella como una losa. El hombre ataca de nuevo, gritando.
Emiko ve bajar el cuchillo, un movimiento tan lento como la miel vertida en invierno. Tan lento. Tan lejos. Su piel se abre. El calor y el cansancio le nublan la vista. Está desmayándose. El cuchillo desciende otra vez.
De pronto, el
gaijin
aparece entre ellos. Una pistola de resortes reluce en su mano. Emiko lo observa, vagamente intrigada por el hecho de que el hombre esté armado, pero el combate entre el
gaijin
y el adicto al
yaba
es algo insignificante que ocurre muy lejos. Todo está tan oscuro... El calor cierra sus fauces sobre ella.
La chica mecánica no hace nada por defenderse. Grita, pero apenas si reacciona cuando el cuchillo se hunde en su carne.
—
¡Bai
! —exclama Anderson para Lao Gu—. ¡
Kuai kuai kuai
!
Aparta al atacante de un empujón mientras la bicicleta se encabrita. El tailandés lanza una torpe cuchillada contra Anderson y vuelve a apuñalar a la chica mecánica, que no intenta escapar. La sangre salpica en todas direcciones. Anderson saca una pistola de resortes de debajo de la camisa y la hunde en el rostro del hombre, que pone los ojos como platos.
Salta del rickshaw y corre a ponerse a cubierto. Anderson sigue encañonándolo, intentando decidir si debería poner un disco en la cabeza del hombre o dejarle escapar, pero su objetivo le arrebata la decisión desapareciendo detrás de un vagón tirado por un megodonte.
—Maldita sea. —Anderson escudriña entre el tráfico para cerciorarse de que el hombre se ha ido de veras y vuelve a guardar la pistola bajo la camisa. Se vuelve hacia la chica, que yace despatarrada—. Ya estás a salvo.
El neoser está inerte, con la ropa desgarrada y revuelta, cerrados los ojos, jadeando rápidamente. Cuando Anderson le toca la frente sonrojada, el neoser se encoge y parpadea. Tiene la piel ardiendo. Sus desenfocados ojos negros se fijan en él.
—Por favor —murmura.
El calor de su piel es abrumador. Se muere. Anderson le abre la chaqueta sin miramientos en un intento por ventilarla. Está ardiendo, recalentada por la huida y por un diseño genético erróneo. Es absurdo que alguien decidiera hacerle algo así a esta criatura, tullirla de este modo.
—¡Lao Gu! ¡A los diques! —grita por encima del hombro. Lao Gu mira atrás de soslayo, sin comprender—. ¡
Shui
! ¡Agua! ¡
Nam
! ¡El océano, maldita sea! —Anderson hace un gesto en dirección a los muros de contención—. ¡Deprisa! ¡
Kuai, kuai kuai
!
Lao Gu asiente bruscamente con la cabeza. Se pone en pie sobre los pedales y acelera de nuevo, impulsando la bicicleta entre el tráfico congestionado, lanzando advertencias e invectivas a los peatones y a los animales de carga que le obstaculizan el paso. Anderson abanica a la chica mecánica con el sombrero.
Cuando llegan a los muros de contención, Anderson se echa la chica mecánica al hombro y sube con ella por los escalones desiguales. Los largos cuerpos ondulados de los
nagas
guardianes que flanquean la escalera guían su ascenso. Sus rostros observan impasibles cómo avanza con paso tambaleante. Se le mete el sudor en los ojos. El neoser es un horno contra su piel.
Corona el dique. El sol escarlata le pega en la cara y siluetea la Thonburi sumergida al otro lado de las aguas. El calor del astro rey no llega a igualar el del cuerpo doblado sobre su hombro. A trompicones, baja por el lado opuesto del terraplén y arroja la muchacha al mar. El chapuzón le empapa de agua salada.
La chica se hunde como una piedra. Anderson jadea y se zambulle tras la figura inerte. «Imbécil. Cerebro de mosquito
.»
Agarra un brazo lánguido y rescata su cuerpo de las profundidades. La sostiene de manera que su cara flote por encima del agua, con el cuerpo en tensión para evitar que vuelva a hundirse. Su piel está ardiendo. No le extrañaría que el mar empezara a bullir a su alrededor. El batir de las olas extiende su cabello negro como una red. Es un peso muerto en sus brazos. Lao Gu llega corriendo a su lado. Anderson le hace una seña.
—Aquí. Sujétala.
Lao Gu titubea.
—Que la sujetes, maldita sea.
Zhua ta
.
A regañadientes, Lao Gu desliza las manos bajo los brazos del neoser. Anderson tantea su cuello en busca del pulso. ¿Se le habrá freído ya el cerebro? Quizá esté intentando reanimar a un vegetal.
El pulso del neoser zumba como las alas de un colibrí, más veloz de lo que debería en cualquier otra criatura de su tamaño. Anderson se agacha para escuchar su respiración.
La chica mecánica abre los ojos de golpe. Anderson se aparta sobresaltado. El neoser patalea y se escurre entre los dedos de Lao Gu. Desaparece bajo el agua.
—¡No! —Anderson se zambulle tras ella.
La chica mecánica reaparece agitando los brazos, tosiendo, buscándolo con las manos. Una de ellas se cierra en torno a la de Anderson y este la arrastra hasta la orilla. El atuendo del neoser se arremolina a su alrededor como una maraña de algas y sus cabellos negros relucen como la seda. Sus ojos oscuros miran fijamente a Anderson. Tiene la piel deliciosamente fresca.
—¿Por qué me has ayudado?
Las lámparas de metano que titilan en las calles pueblan la ciudad de etéreas sombras verdosas. Es de noche y las farolas sisean en la oscuridad. La humedad se refleja en las piedras y en el cemento, lustra la piel de las personas arracimadas en torno a las velas en los mercados nocturnos.
La chica mecánica repite la pregunta:
—¿Por qué?
Anderson se encoge de hombros y se alegra de que las tinieblas oculten su expresión. No tiene ninguna respuesta satisfactoria. Si el agresor del neoser denuncia a un
farang
acompañado de una chica mecánica, levantará sospechas y conducirá a los camisas blancas hasta él. Un riesgo innecesario, habida cuenta de lo delicado de su situación actual. Es demasiado fácil de describir; además, el lugar donde encontró a la chica mecánica no está lejos del local de sir Francis, y una vez allí será fácil hacer más preguntas incómodas.
Se obliga a refrenar su paranoia. Es peor que Hock Seng. Saltaba a la vista que el
nak leng
estaba colocado de
yaba
. No acudirá a los camisas blancas. Se arrastrará hasta su madriguera y se lamerá las heridas.
Aun así, ha sido una temeridad.
Estaba seguro de que el neoser iba a morir cuando se desmayó en el rickshaw, y una parte de él se alegró, aliviado por poder borrar el momento en que la había reconocido y, en contra de todas sus enseñanzas, ligado su destino al de ella.
La observa de reojo. Su piel ha perdido ya ese rubor sobrecogedor y el calor más propio de un horno. Se aferra a los harapos desgarrados que la rodean, defendiendo su pudor. Es lastimoso que una criatura diseñada para ser poseída exhiba semejante modestia.
—¿Por qué? —pregunta de nuevo.
Anderson vuelve a encogerse de hombros.
—Necesitabas ayuda.
—Nadie ayuda a los neoseres. —Su voz suena carente de emoción—. Eres un idiota. —Se aparta el pelo mojado de la cara. Un movimiento espasmódico, surrealista, un estiramiento marcado por su herencia genética. La piel lustrosa brilla entre los bordes de la blusa desgarrada, insinuando sus senos. ¿Qué se debe de sentir al tocarla? La piel resplandece, suave y tentadora.
El neoser repara en la dirección de su mirada.
—¿Quieres usarme?
—No. —Anderson gira la cabeza, nervioso—. No hace falta.
—No me opondría.
La aquiescencia que rezuma esa voz repugna a Anderson. Otro día, en otro momento, probablemente la hubiera poseído por probar una novedad. No le hubiera dado mayor importancia. Pero el hecho de que espere tan poco le inspira aversión. Se obliga a sonreír.
—Gracias. No.
El neoser asiente sucintamente con la cabeza. Vuelve a contemplar la noche húmeda y el verde fulgor de las farolas. Resulta imposible saber si se siente agradecida o sorprendida, o si le importa algo la decisión de él. Aunque se le hubiera caído la máscara en el frenesí del terror y el alivio de la huida, ahora sus pensamientos vuelven a estar escrupulosamente guardados bajo llave.
—¿Quieres que te lleve a algún sitio?
La chica mecánica se encoge de hombros.
—Raleigh. Es el único que me dará cobijo.
—Pero no es el primero, ¿verdad? No siempre has sido un... —Anderson deja la frase flotando en el aire. No se le ocurre ningún eufemismo, y con el aspecto que ofrece la muchacha, no tiene valor para llamarla «juguete».
El neoser fija la mirada en él un instante antes de volver a contemplar la ciudad que se desliza por su lado. Las lámparas de gas salpican la noche de verdes bolsas de fósforo bajas, separadas por hondos cañones de sombras. Al pasar bajo una de las farolas, Anderson repara en sus rasgos, tenuemente iluminados, pensativos y recubiertos de una pátina de humedad, antes de que la oscuridad vuelva a ocultarlos.
—No. No ha sido así siempre. No... —Le faltan las palabras—. Así no. —Se queda callada, pensativa—. Trabajaba en Mishimoto. Tenía... —Se encoge de hombros—. Un propietario. Un propietario en la empresa. Era una propiedad. Gen... mi propietario adquirió un permiso de exención temporal alegando negocios en el extranjero para traerme al reino. Un permiso de noventa días. Prorrogable por decreto real gracias al tratado de amistad con Japón. Era su secretaria personal: traducción, gestión burocrática y... compañía. —Otro encogimiento de hombros, más intuido que visible—. Pero volver a Japón es caro. Los billetes de dirigible cuestan lo mismo para los neoseres que para los de tu especie. Mi propietario llegó a la conclusión de que dejar a su secretaria en Bangkok salía más económico. Cuando su misión aquí terminó, decidió conseguir una nueva en Osaka.
—Jesús y Noé.
La chica mecánica se encoge de hombros.
—Me pagó el finiquito en los amarraderos y se fue. Volando.
—¿Y ahora Raleigh?
De nuevo el mismo gesto con los hombros.
—Ningún tailandés quiere un neoser como secretaria, ni como intérprete. En Japón es aceptable. Corriente, incluso. Nacen muy pocos bebés y hay demasiado trabajo. Aquí... —Sacude la cabeza—. Los mercados de calorías están controlados. Todo el mundo siente celos de U-Tex. Todo el mundo protege su arroz. A Raleigh le da igual. A Raleigh... le gustan las novedades.
El olor velado del pescado frito les baña como una ola grasienta y viscosa. Un mercado nocturno, repleto de personas que cenan a la luz de las velas, encorvadas sobre fideos, brochetas de pulpo y bandejas de
larb
. Anderson reprime el impulso de levantar la capota del rickshaw y correr la cortina para ocultar la prueba de su compañía. Los woks llamean con las inconfundibles chispas verdes del metano aprobado por el Ministerio de Medio Ambiente, iluminando tenuemente la pátina de sudor que recubre las pieles atezadas. A sus pies, los cheshires rondan atentos a cualquier bocado que puedan mendigar o robar.