Authors: Paolo Bacigalupi
—Pues deja que siga comportándome como hasta ahora. Al ministerio le benefician los balas perdidas como yo.
—Tus acciones han ofendido a muchas personas. Y no solo a
farang
estúpidos. Hoy en día, los
farang
no son los únicos que transportan mercancías en dirigible. Nuestros intereses se extienden en todas direcciones. Los intereses de Tailandia.
Jaidee fija la mirada en el escritorio del general.
—No sabía que el Ministerio de Medio Ambiente necesitara el beneplácito de terceros para efectuar sus registros.
—Estoy intentando razonar contigo. Tengo un montón de tigres entre manos: la roya, el gorgojo, la guerra del carbón, los espías del Ministerio de Comercio, los tarjetas amarillas, las cuotas de invernadero, los brotes de
fa’gan
... Y tú te empeñas en añadir otro.
Jaidee levanta la cabeza.
—¿Quién es?
—¿A qué te refieres?
—¿Quién está tan enfadado que ha conseguido que te mees en los pantalones de esta manera? Pedirme que deje la lucha... Se trata de Comercio, ¿verdad? Alguien del Ministerio de Comercio te tiene cogido por las pelotas.
Pracha guarda silencio un instante.
—No sé quién es. Lo mejor será que tú tampoco lo sepas. No se puede combatir a un enemigo sin rostro. —Desliza una tarjeta por encima de la mesa—. Esto ha llegado hoy, por debajo de la puerta. —Sus ojos hacen presa en Jaidee y le impiden apartar la mirada—. Aquí mismo, en mi oficina. Dentro del complejo, ¿lo entiendes? Estamos infiltrados por completo.
Jaidee da la vuelta a la tarjeta.
Niwat y Surat son buenos chicos. Cuatro años y seis. Jovencitos. Luchadores. Niwat llegó a casa una vez con la nariz ensangrentada y los ojos iluminados, y le contó a Jaidee que había peleado con honor y que había sufrido una derrota contundente, pero pensaba entrenar y la próxima vez le daría su merecido a ese
heeya
.
Chaya se desespera con estas cosas. Acusa a Jaidee de llenarles la cabeza de quimeras. Surat sigue a Niwat y le anima, le dice que es imbatible. Le asegura que es un tigre. El mejor de todos. Que algún día será el rey de Krung Thep y les reportará honor a todos. Surat se considera entrenador y le sugiere a Niwat que pegue con más fuerza la próxima vez. A Niwat no le asustan los golpes. No le asusta nada. Tiene cuatro años.
Es en momentos así cuando a Jaidee se le parte el corazón. Solo una vez tuvo miedo cuando estaba en el ring de
muay thai
, pero en muchas ocasiones, trabajando, ha sentido pavor. El miedo forma parte de él. El miedo forma parte del ministerio. ¿Qué otra cosa sería capaz de cerrar fronteras, incendiar ciudades, sacrificar cincuenta mil gallinas y enterrarlas todas juntas bajo tierra limpia y una gruesa capa de sosa cáustica? Cuando se desató el virus de Thonburi, sus hombres y él recibieron unas mascarillas de papel de arroz que no constituían la menor protección y, armados con palas, llenaron fosas comunes de cadáveres aviarios mientras sus temores se arremolinaban a su alrededor como
phii
. ¿Era posible que el virus hubiese llegado tan lejos en tan poco tiempo? ¿Seguiría extendiéndose? ¿Continuaría acelerando? ¿Era ese el virus que habría de acabar con todos ellos? Sus hombres y él permanecieron treinta días en observación mientras esperaban a la muerte, con el miedo por toda compañía. Jaidee trabaja para un ministerio incapaz de derrotar a todas las amenazas a las que se enfrenta; tiene miedo a todas horas.
No es luchar lo que le asusta, ni la muerte, sino la espera y la incertidumbre, y a Jaidee le parte el corazón que Niwat no sepa nada de los terrores que están al acecho, ahora que estos les rodean por completo. Hay tantas cosas que solo se pueden combatir esperando... Jaidee es una persona de acción. En el ring, combatía. Se ponía los amuletos de Seub bendecidos personalmente por Ajahn Nopadon en el Templo Blanco, y salía a la lona. Armado tan solo con su porra negra, le bastó con zambullirse en la multitud para sofocar los disturbios
nam
de Katchanaburi.
Y pese a todo, las únicas batallas que cuentan se libran esperando: cuando sus padres sucumbieron a la cibiscosis y escupieron la carne de los pulmones entre los dientes; cuando su hermana y la de Chaya vieron cómo se les hinchaban y agrietaban las manos con las protuberancias bulbosas del
fa’gan
antes de que el ministerio les robara el mapa genético a los chinos y produjera un remedio parcial. Todos los días rezaban a Buda, practicaban el desapego y esperaban que sus dos hermanas encontraran un renacimiento mejor que este, que convertía sus dedos en garrotes y les roía las articulaciones. Rezaban. Y esperaban.
A Jaidee le parte el corazón que Niwat no sepa lo que es el miedo, y que Surat le dé ánimos. Le parte el corazón ser incapaz de intervenir, y se maldice por ello. ¿Por qué tendría que destruir las fantasías de invencibilidad de un chiquillo? ¿Por qué él? Detesta el papel que le ha tocado en suerte.
En vez de eso, deja que sus hijos se le echen encima y ruge: «¡Ah, sois los hijos de un tigre! ¡Qué ferocidad! ¡Qué bravura!». Y los niños se crecen, ríen y vuelven a abalanzarse sobre él, y Jaidee les deja ganar y les enseña trucos aprendidos después del ring, los trucos que debe conocer un luchador de las calles, donde no hay rituales que rijan los combates y donde incluso los campeones tienen cosas que aprender. Les enseña a luchar, porque eso es lo único que sabe hacer. Y de todas formas lo otro, la espera, es algo para lo que jamás podría prepararles.
Estos son sus pensamientos mientras gira la tarjeta de Pracha, con el corazón en un puño, encogido como un trozo de piedra vuelto del revés, como si el mismo centro de su ser estuviera precipitándose al vacío, llevándose todas sus entrañas con él, dejándole vacío.
Chaya.
Aovillada contra una pared, con los ojos vendados, las manos atadas a la espalda, los tobillos inmovilizados frente a ella. En la pared, alguien ha escrito «con el mayor de los respetos al Ministerio de Medio Ambiente» en caracteres marrones que deben de estar pintados con sangre. Chaya tiene un morado en la mejilla. Luce el mismo
pha sin
de color azul que llevaba puesto cuando le preparó
gaeng kiew wan
para desayunar y se despidió de él con una sonrisa esa misma mañana.
Jaidee contempla fijamente la foto, aturdido.
Sus hijos son luchadores, pero no conocen esta guerra. Ni siquiera él sabe cómo responder a este asalto. Un enemigo sin rostro que estira el brazo para tocarle la garganta, que le acaricia la barbilla con una garra demoníaca y susurra «puedo hacerte daño» sin ni siquiera dar la cara, sin presentarse en ningún momento como su rival.
Al principio, la voz de Jaidee se niega a funcionar.
—¿Está viva? —consigue murmurar por fin, con voz ronca.
Pracha exhala un suspiro.
—No lo sabemos.
—¿Quién ha hecho esto?
—No lo sé.
—¡Seguro que sí!
—¡Si lo supiéramos, ya estaría a salvo! —Pracha se restriega la cara, furioso, y fulmina a Jaidee con la mirada—. ¡Hemos recibido tantas quejas de ti, de tantos frentes distintos, que no tenemos ni idea! Podría tratarse de cualquiera.
Un nuevo terror atenaza a Jaidee.
—¿Y mis hijos? —Se pone en pie de un salto—. Tengo que...
—¡Siéntate! —Pracha se abalanza sobre el escritorio y lo sujeta—. Hemos enviado hombres a la escuela. Tus hombres. Leales a nadie más que ti. Los únicos en los que podíamos confiar. Están bien. Van a escoltarlos hasta el ministerio. Tienes que mantener la cabeza fría y reconsiderar tu postura. Te conviene mantener esto en secreto. No queremos que nadie tome ninguna decisión precipitada. Queremos que Chaya vuelva con nosotros sana y salva. Si el asunto trasciende, alguien podría sentirse desprestigiado y el cadáver de Chaya aparecerá en pedazos ensangrentados, dalo por hecho.
Jaidee contempla fijamente la fotografía que yace aún encima de la mesa. Se pone en pie y empieza a deambular de un lado para otro.
—Tiene que haber sido Comercio. —Rememora la noche en los amarraderos, recuerda al hombre que los observaba a él y a sus camisas blancas desde el otro lado de las pistas de aterrizaje. Indiferente. Despreciativo. Escupiendo un chorro de areca como si fuera sangre antes de perderse de vista entre las sombras—. Ha sido Comercio.
—Podrían haber sido los
farang
, o el Señor del Estiércol; nunca le hizo gracia que te negaras a amañar los combates. Quizá haya sido otro padrino, algún
jao por
que haya perdido dinero en una operación de contrabando.
—Ninguno de ellos se rebajaría hasta este punto. Ha sido Comercio. Había un hombre...
—¡Silencio! —Pracha descarga un manotazo sobre la mesa—. ¡Cualquiera se rebajaría hasta este punto! Has hecho un montón de enemigos muy deprisa. Hasta un colega chaopraya del palacio ha venido a quejarse. Podría haber sido cualquiera.
—¿Me culpas de esto?
Pracha suspira.
—Buscar culpables no sirve de nada. Lo hecho, hecho está. Tú te has buscado enemigos, y yo te lo he permitido. —Apoya la cabeza en las manos—. Necesitamos que te disculpes en público. Algo para apaciguarlos.
—No.
—¿Que no? —Pracha suelta una amarga carcajada—. Olvídate de tu ridículo orgullo. —Acaricia la fotografía de Chaya—. ¿Qué crees que harán a continuación? No veíamos
heeya
así desde la Expansión. Dinero a toda costa. Riqueza a cualquier precio. —Hace una mueca—. En estos momentos, todavía estamos a tiempo de recuperarla. Pero si continúas... —Sacude la cabeza—. La ejecutarán, que no te quepa la menor duda. Son unos animales.
»Te disculparás públicamente por lo que hiciste en los amarraderos y serás degradado. Te transferirán, probablemente al sur, para controlar a los tarjetas amarillas y supervisar los internados. —Suspira y vuelve a contemplar la foto—. Si actuamos con muchísimo cuidado, y nos sonríe la suerte, puede que recuperes a Chaya.
»No me mires así, Jaidee. Si todavía estuvieras en el ring de
muay thai
, apostaría hasta el último baht por ti. Pero este combate es distinto. —Pracha se inclina hacia delante, implorando casi—. Por favor. Hazme caso. Deja que estos vientos te doblen.
¿Cómo iba a saber Hock Seng que los
tamade
amarraderos estarían cerrados? ¿Cómo iba a saber que todos sus sobornos habrían sido en vano por culpa del Tigre de Bangkok?
Hock Seng tuerce el gesto al recordar la reunión con el señor Lake. Encogido ante ese monstruo pálido como si se tratara de un dios, rindiendo pleitesía al tiempo que la criatura gritaba, maldecía y descargaba un diluvio de periódicos sobre su cabeza, todos ellos con Jaidee Rojjanasukchai en primera plana. El Tigre de Bangkok, otra plaga, peor que cualquiera de los demonios de los thais.
—
Khun
... —intentó protestar Hock Seng, pero el señor Lake lo atajó.
—¡Me dijiste que todo estaba arreglado! ¡Dame un motivo para que no te despida!
Hock Seng soportaba el asalto con estoicismo, obligándose a no contraatacar. Intentando mostrarse razonable.
—
Khun
, todo el mundo ha perdido materiales. Esto es obra de Carlyle e Hijos. El señor Carlyle está demasiado vinculado al ministro de Comercio Akkarat. Siempre está provocando a los camisas blancas. Insultándoles constantemente...
—¡No cambies de tema! Los tanques de algas deberían haber salido de aduanas la semana pasada. Me aseguraste que habías pagado los sobornos. Y ahora descubro que estabas quedándote con el dinero. El responsable no es Carlyle, sino tú. Tú tienes la culpa.
—
Khun
, fue el Tigre de Bangkok. Es una catástrofe natural. Un terremoto, un tsunami. No puede criticarme por no saber...
—Estoy harto de mentiras. ¿Crees que porque sea
farang
también soy imbécil? ¿Que no veo cómo manipulas los libros? ¿Tus tejemanejes, tus mentiras, tus artimañas...?
—No soy un embustero.
—¡Me traen sin cuidado tus explicaciones y tus excusas! ¡Tus palabras me importan una mierda! Me da igual lo que digas. Lo que digas, lo que pienses y lo que sientas. Solo me importan los resultados. Tienes un mes para aumentar la productividad de la línea en un cuarenta por ciento si no quieres volver a las torres de los tarjetas amarillas. Tú eliges. Un mes antes de que te ponga de patitas en la calle de una patada en el culo y me busque otro gerente.
—
Khun
...
—¿Está claro?
Hock Seng fijó la mirada glacial en el suelo, alegrándose de que la criatura no pudiera ver su expresión.
—Por supuesto,
xiansheng
Lake, entendido. Haré lo que dice.
Antes incluso de que terminara de hablar, el demonio extranjero salió del despacho, dejando atrás a Hock Seng. El insulto era tan flagrante que Hock Seng contempló la posibilidad de derramar ácido en la enorme caja fuerte y robar sin más los planos de la fábrica. Presa de una rabia incontenible, llegó hasta los armarios de suministros antes de que la sensatez lo frenara.
Si la fábrica sufría algún daño, o si robaban la caja fuerte, todas las sospechas recaerían primero sobre él. Y si espera forjarse una vida alguna vez en este nuevo país, no puede permitirse el lujo de añadir más borrones a su nombre. Los camisas blancas necesitan pocas excusas para revocar una tarjeta amarilla, para mandar a un mendigo chino al otro lado de la frontera de un puntapié y dejarlo en manos de los fundamentalistas. Debe armarse de paciencia. Debe sobrevivir un día más en esta
tamade
fábrica.
De modo que Hock Seng espolea a los trabajadores, aprueba reparaciones que consumen más dinero, utiliza incluso sus propias reservas de efectivo, tan ingeniosamente camufladas, para untar a las autoridades e impedir que las exigencias del señor Lake se recrudezcan, para que el
tamade
demonio extranjero no le destruya. Realizan ensayos con la línea, reciclan eslabones de cadena viejos, peinan la ciudad en busca de teca que reutilizar para el tambor de bobinado.
Le pide a Chan el Risueño que ofrezca una recompensa a todos los tarjetas amarillas de la ciudad que hayan escuchado cualquier posible rumor sobre antiguos edificios de la Expansión que se hayan derrumbado, revelando así elementos estructurales dignos de ser rescatados. Cualquier cosa que les permita llevar la línea al límite de su capacidad de producción antes de que se desaten los monzones y sea practicable el transporte fluvial de las nuevas ruedas de teca.