La chica mecánica (31 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Anderson pasea la mirada por el vehículo, preguntándose si podría escapar o si las cerraduras estarán operadas desde la cabina. La peor parte de todos los trabajos es el momento de la exposición, cuando de repente hay demasiadas personas que saben demasiado. Eso fue lo que ocurrió en Finlandia: Peters y Lei, con la soga al cuello y dando patadas al aire mientras los izaban sobre las cabezas del gentío.


Khun
Richard me ha dicho que quería usted proponerme algo —dice Akkarat sin rodeos.

Anderson titubea.

—Creo que tenemos intereses en común.

—No. —Akkarat niega con la cabeza—. Su pueblo lleva quinientos años intentando destruir al mío. No tenemos nada en común.

Anderson esboza una sonrisa vacilante.

—Es normal que nuestros puntos de vista difieran.

El coche se pone en movimiento.

—No es cuestión de perspectiva —dice Akkarat—. Desde que sus misionarios desembarcaron por primera vez en nuestras costas, siempre han querido destruirnos. Durante la antigua Expansión, los suyos intentaron descuartizarnos. Amputar los brazos y las piernas de nuestro país. Si evitamos lo peor fue solo gracias a la sabiduría y el liderazgo de nuestro monarca. Sin embargo, siguen sin dejarnos en paz. Con la Contracción, su adorada economía global nos dejó muertos de hambre y con un exceso de especialización. —Acusa a Anderson con la mirada—. Y luego llegaron sus plagas calóricas. Prácticamente nos dejaron sin arroz.

—No sabía que el ministro de Comercio fuera un teórico de la conspiración.

—¿Para quién trabaja? —Akkarat lo estudia—. ¿AgriGen? ¿PurCal? ¿Total Nutrient Holdings?

Anderson extiende las manos.

—Tengo entendido que no le vendría mal una mano para organizar un gobierno más estable. Puedo ofrecerle recursos, siempre y cuando consigamos llegar a un acuerdo.

—¿Qué quiere?

Anderson se pone serio y le mira a los ojos.

—Acceso a su banco de semillas.

Akkarat se echa atrás de golpe.

—Imposible. —El vehículo gira y empieza a acelerar por Thanon Rama XII. Bangkok se desliza por las ventanillas, convertido en un torrente de imágenes, mientras la escolta de Akkarat despeja la avenida ante ellos.

—No lo quiero todo. —Anderson levanta una mano con gesto conciliador—. Tan solo una muestra.

—El banco de semillas es lo único que garantiza nuestra independencia. Cuando la roya y el gorgojo pirata barrieron el planeta, tan solo gracias al banco de semillas conseguimos sobrevivir a lo peor de las plagas, y aun así nuestros compatriotas murieron en masa. Cuando la India, Birmania y Vietnam sucumbieron por su culpa, nosotros resistimos. Y ahora tienes la desfachatez de pedirme que te entreguemos nuestra mejor arma. —Akkarat se ríe—. Reconozco que no me importaría ver al general Pracha con la cabeza y las cejas afeitadas, recluido en un monasterio en el bosque y repudiado por todos, pero al menos en esto estamos de acuerdo. Ningún
farang
debería llegar nunca hasta nuestro corazón. Podéis arrancarle los brazos y las piernas a nuestro país, pero no la cabeza, y mucho menos el corazón.

—Necesitamos material genético nuevo —insiste Anderson—. Hemos agotado casi todas las opciones y las plagas siguen mutando. No nos importaría compartir el resultado de nuestras investigaciones. O los beneficios, incluso.

—Seguro que les hicisteis la misma oferta a los finlandeses.

Anderson se inclina hacia delante.

—Lo que ocurrió en Finlandia fue una catástrofe, y no solo para nosotros. Si queremos que el mundo siga teniendo algo que llevarse a la boca, será preciso que nos adelantemos a la cibiscosis, a la roya y al gorgojo modificado nipón. Es la única solución.

—Insinúas que después de colocar al mundo el yugo de vuestros cereales y semillas patentadas, después de esclavizarnos a todos... por fin os habéis percatado de que nos estáis arrastrando al infierno.

—Eso es lo que les gusta decir a los grahamitas. —Anderson se encoge de hombros—. Lo cierto es que los gorgojos y la roya no esperan a nadie. Y nosotros somos los únicos que disponemos de los recursos científicos necesarios para salir de este embrollo, aunque sea abriéndonos paso a machetazos. Esperamos encontrar alguna pista en vuestros bancos de semillas.

—¿Y de lo contrario?

—De lo contrario, poco importará quién dirige el reino, porque la próxima mutación de la cibiscosis nos dejará a todos escupiendo sangre.

—Eso es imposible. El Ministerio de Medio Ambiente regula la utilización de las semillas.

—Creía que se avecinaba un cambio en la administración.

Akkarat frunce el ceño.

—¿Solo quieres muestras? Ofreces armas, equipo, sobornos... ¿y eso es lo único que pides?

Anderson asiente con la cabeza.

—Y una cosa más. Un hombre. Gibbons. —Observa atentamente la reacción de Akkarat.

—¿Gibbons? —Akkarat se encoge de hombros—. Es la primera vez que oigo ese nombre.

—Se trata de un
farang
. Uno de los nuestros. Nos gustaría recuperarlo. Ha estado aprovechándose indebidamente de nuestra propiedad intelectual.

—Y eso os saca de quicio, estoy seguro. —Akkarat se carcajea—. Qué interesante es hablar en persona con uno de vosotros. Claro que circulan rumores sobre los fabricantes de calorías agazapados al acecho en Koh Angrit, como demonios o
phii krasue
, conspirando para devorar el reino, pero tú... —Estudia a Anderson—. Podría ordenar que te ejecutaran si lo deseara, descuartizado por megodontes y convertido en pasto de milanos y cuervos. Nadie movería ni un dedo. En el pasado, bastaba con murmurar que había un fabricante de calorías escondido entre nosotros para que los manifestantes y los alborotadores tomaran las calles. Y ahora mírate, ahí plantado. Tan tranquilo.

—Los tiempos han cambiado.

—No tanto como pretendes dar a entender. ¿De verdad eres tan valiente, o sencillamente eres estúpido?

—Podría hacerle la misma pregunta —replica Anderson—. Pocas personas contradicen a los camisas blancas y esperan salir indemnes.

Akkarat sonríe.

—Si hubieras acudido a mí la semana pasada con tus ofertas de dinero y equipo, me habría mostrado agradecido en grado sumo. —Se encoge de hombros—. Esta semana, a tenor de las presentes circunstancias y de los éxitos cosechados recientemente, me limitaré a tener en consideración tu propuesta.

Da unos golpecitos en la ventanilla para indicarle al chófer que aparque.

—Tienes suerte de que esté de tan buen humor. Cualquier otro día, nada me complacería más que ver a un fabricante de calorías convertido en un montón de despojos sanguinolentos. —Por señas ordena a Anderson que baje del vehículo—. Pensaré en lo que me has dicho.

15

Hay un lugar para los neoseres.

La esperanza que entrañan esas palabras resuena en la cabeza de Emiko cada día, cada minuto, cada segundo. El recuerdo del
gaijin
Anderson, y su convicción de que ese lugar existe realmente. Sus manos sobre ella en la oscuridad, los ojos solemnes mientras asentía con la cabeza, confirmándolo.

Ahora Emiko observa atentamente a Raleigh todas las noches, preguntándose cuánto sabe, y si se atreverá a preguntarle acerca de lo que ha visto en el norte. Acerca de la ruta hasta el santuario. En tres ocasiones se ha acercado a él, y todas ellas le ha fallado la voz, dejando la pregunta sin formular. Todas las noches vuelve a casa, agotada tras los abusos infligidos por Kannika, y se sume en sus sueños sobre un lugar donde los neoseres viven a salvo, sin jefes ni dueños.

Emiko piensa en Mizumi-sensei, en el estudio
kaizen
donde adiestraba a todos los jóvenes neoseres, arrodillados en quimono, atentos a la lección.

«¿Qué sois?»

«Neoseres.»

«¿Qué os honra?»

«Nos honra servir.»

«¿A quién honráis?»

«Honramos a nuestro señor.»

Mizumi-sensei era rápida con la fusta, centenaria y aterradora. Era uno de los primeros neoseres y su piel permanecía prácticamente inalterada. Quién sabía a cuántos jóvenes habría aleccionado en su estudio. Mizumi-sensei, omnipresente, siempre dispuesta a dar consejo. Brutal cuando se enfurecía, y no obstante justa en sus castigos. Y siempre la instrucción, la fe en que, si servían bien a su amo, alcanzarían el estado más sublime que les estaba reservado.

Mizumi-sensei les presentó a todos a Mizuko Jizo Bodhisattva, cuya compasión se extendía incluso a los neoseres, quien los escondería en sus mangas cuando murieran y los rescataría del infierno de los juguetes modificados genéticamente para introducirlos en el verdadero ciclo de la vida. Su deber era servir, ese era su único honor, y recibirían su recompensa en la otra vida, cuando se volvieran completamente humanos. La servidumbre les reportaría las recompensas más asombrosas.

Cómo había odiado Emiko a Mizumi-sensei cuando la abandonó Gendo-sama.

Pero su corazón late ahora al pensar en un nuevo amo: un hombre sabio, su guía en un mundo distinto, capaz de proporcionarle lo que Gendo-sama no pudo.

«¿Otro que te miente? ¿Que te traicionará?»

Acalla esa idea. Pertenece a la otra Emiko. No a su yo más noble, como si no fuera nada más que un cheshire obsesionado con atiborrarse de comida, ajeno por completo al nicho que le corresponde, devorándolo todo. Es un pensamiento indigno de un neoser.

Mizumi-sensei le enseñó que la naturaleza de los neoseres es dual. El lado impío, gobernado por los apetitos bestiales de sus genes, por las innumerables combinaciones y adiciones que los transformaron en lo que son. Y como contrapunto, su cara civilizada, la que sabe distinguir entre el nicho y el instinto animal. La que comprende su lugar en las jerarquías de su país y su pueblo y aprecia el regalo que les hicieron sus amos al dotarlos de vida. La oscuridad y la luz.
In-Yo
. Dos caras de una misma moneda, las dos facetas del alma. Mizumi-sensei les ayudó con sus almas. Los preparó para el honor de la servidumbre.

Lo cierto es que la falta de consideración de Gendo-sama es lo único que rebaja la opinión que Emiko tiene de él. Era un hombre débil. O, en honor a la verdad, quizá fuera ella la que no desarrolló todo su potencial. No puso suficiente empeño en servir. Esa es la amarga realidad. Una verdad bochornosa con la que debe aprender a vivir, al mismo tiempo que se esfuerza por salir adelante sin el afecto de un dueño. Aunque quizá este extraño
gaijin
... quizá... Esta noche se niega a permitir que la bestia cínica anide en su mente; esta noche quiere soñar.

Emiko sale de su torre en los suburbios al frescor nocturno de Bangkok. Un aire festivo impregna las calles teñidas de verde, woks humeantes repletos de fideos, platos sencillos para los campesinos del mercado antes de que regresen a sus lejanas plantaciones para pasar la noche. Emiko deambula por el mercado nocturno con un ojo puesto en la posible presencia de camisas blancas y el otro en la cena.

Encuentra un puesto de calamares a la parrilla y pide uno con salsa picante. La luz de las velas y las sombras le proporcionan un remedo de cobertura. El
pha sin
disimula el movimiento de sus piernas. Solo debe preocuparse de sus brazos, y si tiene cuidado y los mantiene pegados a los costados, sus ademanes pueden pasar por recatados.

Una mujer y su hija le venden una hoja de plátano doblada que contiene un montoncito de
padh seeu
U-Tex frito. La mujer cocina los fideos con metano azul, ilegal, pero no imposible de obtener. Emiko se sienta junto a un mostrador improvisado para engullirlos rápidamente, con la boca encendida por las especias. Recibe miradas de curiosidad, unas pocas de repugnancia, pero nadie hace nada. Algunas de estas personas ya están familiarizadas con ella. Las demás tienen problemas de sobra aun sin haberse enredado en asuntos de neoseres y camisas blancas. Es paradójico pero ventajoso para ella, supone Emiko. Los camisas blancas despiertan tanta aversión que nadie recurre a ellos a menos que sea absolutamente necesario. Se llena la boca de pasta y vuelve a pensar en las palabras del
gaijin
.

«Hay un lugar para los neoseres.»

Intenta imaginárselo. Un poblado lleno de delatores movimientos sincopados y pieles tersas, lustrosas. Ansía verlo.

Pero también alberga un sentimiento encontrado. No se trata de temor, sino de algo que jamás hubiera imaginado.

¿Asco?

No, ese término es demasiado fuerte. Se trata más bien de una punzada de rechazo al pensar en tantos de sus congéneres desertando de su deber. Todos ellos viviendo mezclados, sin una sola figura de referencia como Gendo-sama. Una aldea entera repleta de neoseres sin nadie a quien servir.

Emiko sacude la cabeza con énfasis. ¿Dónde está ella gracias a la servidumbre? Con gente como Raleigh. Y Kannika.

Y sin embargo... ¿toda una tribu de neoseres, arrebujados en la espesura? ¿Qué debe de sentirse al abrazar a un trabajador de dos metros y medio de alto? ¿Sería ese su amante? ¿O quizá uno de los monstruos con tentáculos de las fábricas de Gendo-sama, dotado de diez brazos como una deidad hindú, con unas fauces babeantes que solo sirven para pedir comida y un lugar donde apoyar las manos? ¿Cómo conseguiría semejante criatura llegar hasta el norte? ¿Y qué hacen allí, en la selva?

Contiene las náuseas. Seguro que no sería peor que Kannika. La han condicionado para oponerse a los neoseres, aun cuando ella misma es uno de ellos. Si lo piensa fríamente, sabe que ningún neoser puede ser peor que el cliente de la noche anterior, que después de follar con ella se despidió con un salivazo y se largó. Seguro que acostarse con un neoser de piel tersa no podría ser peor.

Pero ¿qué clase de vida llevaría en el poblado? ¿Alimentándose de cucarachas, de hormigas y de aquellas hojas que no hayan sucumbido aún al cerambicido?

«Raleigh es un superviviente. ¿Y tú?»

Remueve los fideos con los palillos de bambú RedStar, de doce centímetros de largo. ¿Qué se sentiría al no servir a nadie? ¿Osaría vivir así? La misma idea es mareante, casi vertiginosa. ¿Qué haría ella sin dueño? ¿Se convertiría en granjera? ¿Cultivaría opio en las colinas, tal vez? ¿Fumaría en pipa de plata y dejaría que se le ennegrecieran los dientes, como ha oído que hacen algunas de esas extrañas mujeres que viven en tribus? Se ríe para sus adentros. ¿Se lo puede imaginar siquiera?

Absorta en sus pensamientos, está a punto de no darse cuenta. Solo la suerte la salva: el movimiento fortuito de un hombre sentado junto a la mesa de enfrente, el sobresalto en sus ojos y la rapidez con que agacha la cabeza, volcando toda su atención en la comida. Emiko se queda paralizada.

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