Authors: Paolo Bacigalupi
—Y sin embargo, le presentaste a la asesina.
—¡Es una locura! ¿Quién podría introducir un neoser militar en el país y mantenerlo en secreto? Esa chica mecánica lleva años dando tumbos por aquí. Pregunta en la calle. Ya lo verás. Ha sobornado a los camisas blancas, su papa-san lleva siglos ofreciendo ese espectáculo...
Delira, pero se da cuenta de que Akkarat está prestando verdadera atención a sus palabras. La rabia fría ha abandonado sus ojos, donde ahora se refleja algo parecido a la consideración. Anderson escupe sangre y sostiene la mirada de Akkarat.
—Sí. Le presenté a esa criatura. Pero solo porque era una novedad. Todo el mundo conoce su reputación. —Se encoge cuando una nueva oleada de rabia deforma los rasgos de Akkarat—. Escúchame, por favor. Investiga esto. Si lo investigas, descubrirás que nosotros no tenemos nada que ver. Debe de haber otra explicación. No teníamos ni idea... —El agotamiento le impide terminar la frase—. Investiga.
—No podemos. El caso lo lleva el Ministerio de Medio Ambiente.
—¡¿Cómo?! —Anderson no puede enmascarar su sorpresa—. ¿Con qué autoridad?
—El neoser lo convierte en competencia de su ministerio. Es un elemento invasor.
—¿Y crees que yo estoy detrás? ¿Cuando esos malnacidos controlan la investigación?
Anderson sopesa las implicaciones en busca de algún motivo, alguna excusa, lo que sea con tal de ganar tiempo.
—No puedes fiarte de ellos. Pracha y los suyos... —Hace una pausa—. Pracha no vacilaría en tendernos una encerrona. No se lo pensaría dos veces. Puede que se haya enterado de nuestros planes, podría estar maniobrando contra nosotros mientras hablamos. Usando esto como tapadera. Si sabe que el somdet chaopraya se ha vuelto en su contra...
—Nuestros planes eran secretos —replica Akkarat.
—Nada es secreto. No cuando se trata de algo de esta magnitud. Uno de los generales podría haber avisado a su viejo amigo. Y ahora que ha asesinado a tres de los nuestros, nosotros nos dedicamos a acusarnos los unos a los otros.
Akkarat contempla la posibilidad. Anderson espera, aguantando la respiración.
Al cabo, Akkarat sacude la cabeza.
—No. Pracha no atentaría nunca contra la casa real. Es escoria, pero aun así, también es tailandés.
—¡Pero yo tampoco he sido! —Anderson mira a Carlyle, tendido en el suelo—. ¡No hemos sido nosotros! Tiene que haber otra explicación. —Empieza a toser atenazado por el pánico, una tos que da paso a un espasmo incontrolable. Cuando por fin se le pasa, le duelen las costillas. Escupe más sangre y se pregunta si la paliza le habrá lacerado un pulmón.
Mira a Akkarat, intentando controlar sus palabras. Investirlas de verosimilitud. Que parezcan razonables.
—Debe de haber alguna manera de averiguar qué ha pasado realmente con el somdet chaopraya. Alguna conexión. Lo que sea.
Uno de los panteras se acerca y susurra algo al oído de Akkarat. Anderson cree reconocerlo, de la fiesta a bordo de la barcaza. Uno de los hombres del somdet chaopraya. El de los rasgos ferales y la mirada glacial. Susurra algo más. Akkarat asiente bruscamente con la cabeza.
—
Khap
. —Indica a sus hombres que lleven a Anderson y a Carlyle a la habitación adyacente—. Está bien,
khun
Anderson. Veremos lo que podemos averiguar. —Lo empujan al suelo junto a Carlyle—. Poneos cómodos. Le he dado a mi hombre doce horas para investigar. Será mejor que reces al dios grahamita que adores para que se verifique tu historia.
Anderson siente una oleada de esperanza.
—Descubrid todo lo que podáis. Veréis que no hemos sido nosotros. Ya lo veréis. —Se chupa el labio partido—. Ese neoser no es más que un juguete japonés. El responsable de todo esto es otro. Los camisas blancas intentan enfrentarnos, eso es todo. Apuesto diez contra uno a que los camisas blancas están jugando con nosotros.
—Ya lo veremos.
Anderson deja que su cabeza se apoye en la pared, con la piel encendida por la adrenalina y los nervios. La mano hinchada palpita. El dedo roto cuelga de ella, inservible. Tiempo. Ha ganado tiempo. Ahora es cuestión de esperar. De intentar encontrar el siguiente asidero hacia la supervivencia. El dolor de sus costillas se recrudece cuando sufre otro ataque de tos.
Carlyle gime a su lado, inconsciente todavía. Anderson vuelve a toser y fija la mirada en la pared, preparándose para el siguiente asalto con Akkarat. Pero mientras analiza las distintas posibilidades, intentando comprender qué ha provocado este inesperado giro de las circunstancias, hay una imagen que no deja de entrometerse en sus pensamientos. La de la chica mecánica corriendo hasta el balcón y lanzándose a la oscuridad, más veloz que nada de lo que él ha visto hasta entonces, una exhalación de gracia salvaje. Rápida y ágil. Y en el momento de mayor aceleración, aterradoramente hermosa.
El humo se arremolina alrededor de Kanya. Cuatro cuerpos más descubiertos, además de los encontrados en los hospitales. La plaga está mutando más deprisa de lo esperado. Gi Bu Sen había sugerido esa posibilidad, pero aun así la cifra de muertos resulta sobrecogedora.
Pai recorre los bordes de una charca donde han vertido cloro y sosa caústica, bidones enormes. Las nubes de olor acre envuelven a todo el mundo, provocando toses. Es el hedor del miedo.
Recuerda otros estanques esterilizados, otras personas agolpadas mientras los camisas blancas recorrían la aldea, incendiándolo todo. Cierra los ojos. Cómo odiaba a los camisas blancas entonces. Y así, cuando el
jao por
de la zona descubrió inteligencia y motivación en ella, la envió ante el capitán con instrucciones: enrolarse como voluntaria en los camisas blancas, trabajar para ellos, ganarse su confianza. Un padrino rural al servicio de los enemigos de los camisas blancas. Buscando venganza por la usurpación de su poder.
Docenas de niños fueron enviados al sur para implorar a las puertas del ministerio, todos ellos con las mismas instrucciones. De los que llegaron con Kanya, solo ella ascendió tan alto, pero sabe que hay más, otros como ella, diseminados por toda la organización. Más niños resentidos, leales.
—Te perdono —murmura Jaidee.
Kanya sacude la cabeza y hace oídos sordos. Le indica a Pai que las charcas están listas para ser enterradas. Con suerte, el poblado dejará de existir por completo. Sus hombres trabajan con ahínco, ansiosos por salir de allí. Todos portan máscaras y trajes, pero el calor implacable los convierte en instrumentos de tortura más que de protección.
Más nubes de humo acre. Los aldeanos lloran. La pequeña Mai observa fijamente a Kanya, hierática. Se trata de un momento revelador para la niña. Este recuerdo se incrustará como una espina de pescado en su garganta; jamás conseguirá librarse de él.
Kanya simpatiza con ella. «Ojalá pudieras entenderlo.» Pero es imposible que alguien tan joven comprenda las grises brutalidades de la vida.
«Ojalá yo hubiera podido entenderlo.»
—¡Capitana Kanya!
Se gira. Un muchacho está cruzando los diques, tropezando en el fango de los arrozales, trastabillando entre los tallos de arroz verde esmeralda. Pai levanta la cabeza con interés, pero Kanya le indica que se aleje. El mensajero llega sin aliento, jadea.
—Que Buda te sonría, y al ministerio. —Aguarda expectante.
—¿Ahora? —Kanya se queda mirándolo fijamente. Vuelve a contemplar la aldea en llamas—. ¿Me llamas ahora?
El joven mira a su alrededor con nerviosismo, sorprendido por la respuesta. Kanya hace un ademán de impaciencia.
—Repítelo. ¿Ahora?
—Que Buda te sonría. Y al ministerio. Todos los caminos empiezan en el corazón de Krung Thep. Todos.
Kanya arruga la frente y llama a su teniente:
—¡Pai! Tengo que irme.
—¿Ahora? —Pai se esfuerza por disimular su sorpresa mientras se acerca.
Kanya asiente con la cabeza.
—Es inevitable. —Abarca las llameantes casas de bambú con un gesto—. Termina tú aquí.
—¿Qué hacemos con los aldeanos?
—Que no salgan de aquí. Pide comida. Si nadie enferma a lo largo de la semana, seguramente habremos terminado.
—¿Crees que podríamos tener tanta suerte?
Kanya se obliga a sonreír, pensando en lo antinatural que resulta tranquilizar a alguien con la experiencia de Pai.
—Esperemos que sí. —Agita la mano en dirección al muchacho—. Te sigo. —Mira a Pai de reojo—. Reúnete conmigo en el ministerio cuando hayáis terminado aquí. Nos queda por encender otro fuego.
—¿La fábrica
farang
?
Kanya debe contenerse para no sonreír ante su entusiasmo.
—No podemos dejar la fuente sin purificar. ¿Acaso no es ese nuestro trabajo?
—¡Eres la nueva Tigresa! —exclama Pai. Le da una palmada en la espalda. Entonces recuerda cuál es su sitio, se disculpa por el atrevimiento con un
wai
y regresa corriendo a la devastación de la aldea.
—La nueva Tigresa —murmura Jaidee junto a Kanya—. Me alegro por ti.
—La culpa es toda tuya. Les enseñaste a necesitar un líder radical.
—¿Y te han elegido a ti?
Kanya exhala un suspiro.
—Al parecer basta con enarbolar una antorcha encendida.
Sus palabras hacen reír a Jaidee.
Un ciclomotor de muelles percutores la espera al otro lado del terraplén. El muchacho monta, le indica que se siente a su espalda y recorren las calles de la ciudad zigzagueando entre bicicletas y megodontes. La pequeña bocina berrea sin parar. La ciudad se convierte en una mancha borrosa a los lados. Vendedores de pescado, de telas, de amuletos con la imagen de Phra Seub que tanta gracia le hacían a Jaidee aunque Kanya guarda uno en secreto, colgado de una cadenita cerca del corazón.
«Tratas de ganarte el favor de demasiadas deidades», observó Jaidee cuando Kanya acarició el amuleto antes de salir del poblado. Pero ella pasó por alto sus burlas y musitó de todos modos una plegaria para Phra Seub, implorando una protección que sabe que no se merece.
El ciclomotor aminora hasta detenerse y Kanya se apea de un salto. Las filigranas doradas de la Sagrada Columna de la Ciudad resplandecen al sol del amanecer. Por todas partes hay vendedoras de guirnaldas de flores para las ofrendas. El cántico de los monjes y la música de los bailes
khon
resuenan al otro lado de las paredes encaladas. El muchacho desaparece antes de que Kanya tenga ocasión de darle las gracias. Otro más de los muchos que le deben algún favor a Akkarat. Probablemente el ciclomotor sea regalo suyo, y la lealtad del joven el precio a pagar por él.
—¿Y tú qué recibes a cambio, estimada Kanya? —pregunta Jaidee.
—Ya lo sabes —musita la capitana—. Recibo lo que juré que conseguiría.
—¿Y aún lo deseas?
Sin responder, Kanya cruza la puerta que oculta el interior de la capilla. Pese a ser tan temprano, el edificio está abarrotado de fieles arrodillados ante las estatuas de Buda y el altar de Phra Seub, el más importante después del que hay en el ministerio. Los jardines son un hervidero de personas que realizan ofrendas de flores y frutas, mientras otras consultan la fortuna con varitas adivinadoras; y por encima de todos ellos cantan los monjes, protegiendo la ciudad con sus plegarias y sus amuletos, con el
saisin
que se extiende desde la capilla hasta los diques y las bombas. El hilo sagrado oscila a la luz gris, sostenido con pértigas allí donde cruza las calzadas, estirándose durante kilómetros desde este eje sagrado hasta las bombas y rodeando los rompeolas. El cántico de los monjes es un runrún incesante que impide que la Ciudad de los Seres Divinos sea devorada por las olas.
Kanya compra incienso y comida y se adentra en los fríos confines de la capilla de la columna, descendiendo los escalones de mármol. Se arrodilla ante la antigua columna de la saqueada Ayutthaya, la más grande de Bangkok. El lugar desde donde se miden todas las distancias. El corazón de Krung Thep, y el hogar de los espíritus que la protegen. Si se pusiera en pie en el umbral de la capilla y mirara en dirección a los diques, vería la elevación de las presas. Es evidente que están en el fondo de una bañera, expuestos desde todas direcciones. Esta capilla... Enciende el incienso y presenta sus respetos.
—¿No te sientes como una hipócrita viniendo precisamente aquí, a las órdenes de Comercio?
—Cierra el pico, Jaidee.
Jaidee se arrodilla a su lado.
—Bueno, por lo menos la fruta de tu ofrenda tiene buena pinta.
—Silencio.
Intenta rezar, pero con Jaidee molestándola, es inútil. Al cabo, desiste de su empeño y regresa al exterior, al calor y la luz crecientes de la mañana. Allí está Narong, apoyado en un poste, contemplando las danzas
khon
. Los tambores resuenan mientras los bailarines realizan sus estilizadas piruetas; sus voces, roncas y potentes, compiten con el monótono zumbido de las filas de monjes repartidas por el patio. Kanya se dirige hacia él.
Narong levanta una mano.
—Espera hasta que hayan terminado.
Kanya controla la irritación, busca un asiento y observa mientras se representa la historia de Rama. Al cabo, Narong asiente con la cabeza, complacido.
—Es buena, ¿verdad? —Inclina la cabeza en dirección a la capilla de la columna—. ¿Has hecho tus ofrendas?
—¿Te importa?
Hay más grupos de camisas blancas en el complejo, realizando ofrendas a su vez. Rogando para que los asciendan a un puesto mejor remunerado. Implorando el éxito en sus investigaciones. Pidiendo protección contra las enfermedades a las que deben enfrentarse a diario. Por su propia naturaleza, este es un templo del Ministerio de Medio Ambiente, casi tan importante como el de Phra Seub, mártir de la biodiversidad. Kanya se siente incómoda hablando con Narong delante de todos, pero él no parece preocupado en absoluto.
—Todos amamos la ciudad —dice—. Ni siquiera Akkarat se negaría a defenderla.
Kanya pone cara larga.
—¿Qué quieres de mí?
—Qué impaciente. Demos un paseo.
Kanya frunce el ceño. Narong no parece tener ninguna prisa, y sin embargo la ha convocado como si se tratara de una emergencia. Reprime la furia y masculla:
—¿Sabes lo que has interrumpido?
—Cuéntamelo sobre la marcha.
—Tengo un poblado con cinco cadáveres y todavía no hemos aislado la causa.
Narong la mira de soslayo, con interés.