La civilización del espectáculo (14 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La civilización del espectáculo
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Existía una actividad política clandestina, pero mínima, debido a la dureza de las persecuciones. La Universidad de San Marcos era uno de los focos más intensos de aquella acción de catacumbas que se repartían prácticamente apristas y comunistas, rivales enconados entre sí. Pero eran minoritarios dentro de la masa de universitarios en la que, por temor o apatía, había cundido también ese apoliticismo que, como todas las dictaduras, la de Odría quiso imponer al país.

A partir de mediados de los años cincuenta el régimen se hizo cada vez más impopular. Y, en consecuencia, un número creciente de peruanos se fue atreviendo a hacer política, es decir, a enfrentarse al gobierno y a sus matones y policías, en mítines, huelgas, paros, publicaciones, hasta obligarlo a convocar unas elecciones, que, en 1956, pusieron fin al «ochenio».

Al restablecerse el Estado de derecho, abolirse la Ley de Seguridad Interior, resucitar la libertad de prensa y el derecho de crítica, legalizarse a los partidos fuera de la ley y autorizarse la creación de otros —el partido Acción Popular, la Democracia Cristiana y el Movimiento Social Progresista—, la política volvió al centro de la actualidad, rejuvenecida y prestigiada. Como suele ocurrir cuando a una dictadura sucede un régimen de libertades, la vida cívica atrajo a muchos peruanos y peruanas que veían ahora la política con optimismo, como un instrumento para buscar remedio a los males del país. No exagero si digo que en aquellos años los más eminentes profesionales, empresarios, académicos y científicos se sintieron llamados a intervenir en la vida pública, incitados por una voluntad desinteresada de servir al Perú. El o se reflejó en el Parlamento elegido en 1956. Desde entonces el país no ha vuelto a tener una Cámara de Senadores y una Cámara de Diputados de la calidad intelectual y moral de las de entonces. Y algo parecido se puede decir de quienes ocuparon ministerios y cargos públicos en aquellos años, o, desde la oposición, hicieron política criticando al gobierno y proponiendo alternativas a la gestión gubernamental.

No digo con esto que los gobiernos de Manuel Prado (1956-1962) y de Fernando Belaúnde Terry (1963-1968), con el intervalo de una Junta Militar (1962-1963) para no perder la costumbre, fueran exitosos. De hecho no lo fueron, pues, en 1968, ese breve paréntesis democrático de poco más de un decenio se desplomó una vez más por obra de otra dictadura militar —la de los generales Juan Velasco Alvarado y Francisco Morales Bermúdez— que duraría doce años (1968-1980). Lo que quiero destacar es que, a partir de 1956 y por un breve lapso, la política en el Perú dejó de ser percibida por la sociedad como un quehacer desdeñable y concitó la ilusión del mayor número, que vio en ella una actividad que podía canalizar las energías y talentos capaces de convertir a esa socielad atrasada y empobrecida en un país libre y próspero. La política se adecentó por algunos años porque la gente decente se animó a hacer política en vez de evadirla.

Hoy en día, en todas las encuestas que se hacen sobre la política una mayoría significativa de ciudadanos opina que se trata de una actividad mediocre y sucia, que repele a los más honestos y capaces, y recluta sobre todo a nulidades y pícaros que ven en ella una manera rápida de enriquecerse. No ocurre sólo en el Tercer Mundo. El desprestigio de la política en nuestros días no conoce fronteras y ello obedece a una realidad incontestable: con variantes y matices propios de cada país, en casi todo el mundo, el avanzado como el subdesarrollado, el nivel intelectual, profesional y sin duda también moral de la clase política ha decaído. Esto no es privativo de las dictaduras. Las democracias padecen ese mismo desgaste y la secuela de ello es el desinterés por la política que delata el ausentismo en los procesos electorales tan frecuente en casi todos los países. Las excepciones son raras. Probablemente ya no queden sociedades en las que el quehacer cívico atraiga a los mejores.

¿A qué se debe que el mundo entero haya llegado a pensar aquello que todos los dictadores han querido inculcar siempre a los pueblos que sojuzgan, que la política es una actividad vil?

Es verdad que, en muchos lugares, la política es o se ha vuelto, en efecto, sucia y vil. «Lo fue siempre», dicen los pesimistas y los cínicos. No, no es cierto que lo fuera siempre ni que lo sea ahora en todas partes y de la misma manera. En muchos países y en muchas épocas, la actividad cívica alcanzó un prestigio merecido porque atraía gente valiosa y porque sus aspectos negativos no parecían prevalecer en ella sobre el idealismo, honradez y responsabilidad de la mayoría de la clase política. En nuestra época, aquellos aspectos negativos de la vida política han sido magnificados a menudo de una manera exagerada e irresponsable por un periodismo amarillo con el resultado de que la opinión pública ha llegado al convencimiento de que la política es un quehacer de personas amorales, ineficientes y propensas a la corrupción.

El avance de la tecnología audiovisual y los medios de comunicación, que sirve para contrarrestar los sistemas de censura y control en las sociedades autoritarias, debería haber perfeccionado la democracia e incentivado la participación en la vida pública. Pero ha tenido más bien el efecto contrario, porque la función crítica del periodismo se ha visto en muchos casos distorsionada por la frivolidad y el hambre de diversión de la cultura imperante. Al exponer a la luz pública, como ha hecho el Wikileaks de Julian Assange, en sus pequeñeces y miserias, las interioridades de la vida política y diplomática, el periodismo ha contribuido a despojar de respetabilidad y seriedad un quehacer que, en el pasado, conservaba cierta aura mítica, de espacio fecundo para el heroísmo civil y las empresas audaces en favor de los derechos humanos, la justicia social, el progreso y la libertad. La frenética busca del escándalo y la chismografía barata que se encarniza con los políticos ha tenido como secuela en muchas democracias que lo que mejor conozca de ellos el gran público sea sólo lo peor que pueden exhibir. Y aquello que exhiben es, por lo general, el mismo penoso quehacer en que nuestra civilización ha convertido todo lo que toca: una comedia de fantoches capaces de valerse de las peores artimañas para ganarse el favor de un público ávido de diversión.

No se trata de un problema, porque los problemas tienen solución y éste no lo tiene. Es una realidad de la civilización de nuestro tiempo ante la cual no hay escapatoria. En teoría, la justicia debería fijar los límites a partir de los cuales una información deja de ser de interés público y transgrede el derecho a la privacidad de los ciudadanos. En la mayor parte de los países, un juicio semejante sólo está al alcance de estrellas y millonarios. Ningún ciudadano de a pie puede arriesgarse a un proceso que, además de asfixiarlo en un piélago litigioso, en caso de perder le costaría mucho dinero. Y, por otra parte, a menudo los jueces, con criterio respetable, se resisten a dar sentencias que parezcan restringir o abolir la libertad de expresión e información, garantía de la democracia.

El periodismo escandaloso es un perverso hijastro de la cultura de la libertad. No se lo puede suprimir sin infligir a la libertad de expresión una herida mortal. Como el remedio sería peor que la enfermedad, debemos soportarlo, como soportan ciertos tumores sus víctimas, porque saben que si trataran de extirparlos podrían perder la vida. No hemos llegado a esta situación por las maquinaciones tenebrosas de unos propietarios de periódicos o canales de televisión ávidos de ganar dinero, que explotan las bajas pasiones de la gente con total irresponsabilidad. Ésta es la consecuencia, no la causa.

Así se comprueba en estos días en Inglaterra, uno de los países más civilizados de la Tierra y donde se creía, hasta hace poco, que la política conservaba elevados estándares éticos y cívicos sólo empañados por ocasionales latrocinios y tráficos deshonestos de funcionarios aislados. El escándalo del que son protagonistas el poderoso Rupert Murdoch, dueño de un imperio de comunicaciones, News Corporation, y el diario londinense
News of the World,
que aquél se ha visto obligado a clausurar, pese a su inmensa popularidad, porque se descubrió que había delinquido interviniendo teléfonos de mil ares de personas, entre ellas miembros de la Casa Real y de una niña secuestrada, para alimentar la chismografía escandalosa que era el secreto de su éxito, ha mostrado hasta qué punto una prensa de esta índole puede tener un efecto nefasto sobre las instituciones y los políticos.
News of the World
tenía bajo sueldo a altos jefes de Scotland Yard, sobornaba a funcionarios y políticos, y utilizaba detectives privados para husmear en la intimidad de la gente famosa. Su poder era tan grande que ministros, funcionarios y hasta primeros ministros cortejaban a sus directores y ejecutivos, temerosos de que el diario los ensuciara involucrándolos en algún escándalo que malograra su reputación y su futuro.

Desde luego que es bueno que todo esto haya salido a la luz y ojalá la justicia imparta las sanciones pertinentes a los culpables. Pero dudo que, con este escarmiento, se erradique el mal, porque las raíces de éste se extienden muy profundamente en todos los estratos de la sociedad.

La raíz del fenómeno está en la cultura. Mejor dicho, en la banalización lúdica de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse y divertir, por encima de toda otra forma de conocimiento o ideal. La gente abre un periódico, va al cine, enciende la televisión o compra un libro para pasarla bien, en el sentido más ligero de la palabra, no para martirizarse el cerebro con preocupaciones, problemas, dudas.

Sólo para distraerse, olvidarse de las cosas serias, profundas, inquietantes y difíciles, y abandonarse en un devaneo ligero, amable, superficial, alegre y sanamente estúpido. ¿Y hay algo más divertido que espiar la intimidad del prójimo, sorprender a un ministro o un parlamentario en calzoncillos, averiguar los descarríos sexuales de un juez, comprobar el chapoteo en el lodo de quienes pasaban por respetables y modélicos?

La prensa sensacionalista no corrompe a nadie; nace corrompida por una cultura que, en vez de rechazar las groseras intromisiones en la vida privada de las gentes, las reclama, pues ese pasatiempo, olfatear la mugre ajena, hace más llevadera la jornada del puntual empleado, del aburrido profesional y la cansada ama de casa. La necedad ha pasado a ser la reina y señora de la vida posmoderna y la política es una de sus principales víctimas.

En la civilización del espectáculo acaso los papeles más denigrantes sean los que reservan los medios de comunicación a los políticos. Y ésta es otra de las razones por las que en el mundo contemporáneo haya tan pocos dirigentes y estadistas ejemplares —como un Nelson Mandela o una Aung San Suu Kyi— que merezcan la admiración universal.

Otra de las consecuencias de todo ello es la escasa o nula reacción del gran público hacia unos niveles de corrupción en los países desarrollados y en los llamados en vías de desarrollo, tanto en las sociedades autoritarias como en las democracias, que son tal vez los más elevados de la historia. La cultura esnob y pasota adormece cívica y moralmente a una sociedad que, de este modo, se vuelve cada vez más indulgente hacia los extravíos y excesos de quienes ocupan cargos públicos y ejercen cualquier tipo de poder. De otro lado, esta laxitud moral ocurre cuando la vida económica ha progresado tanto en todo el planeta y alcanzado tal grado de complejidad que la fiscalización del poder que puede ejercer la sociedad a través de la prensa independiente y la oposición es mucho más difícil que en el pasado. Y las cosas se agravan si el periodismo, en vez de ejercer su función fiscalizadora, se dedica sobre todo a entretener a sus lectores, oyentes y televidentes con escándalos y chismografías. Todo ello favorece una actitud tolerante o indiferente en el gran público hacia la inmoralidad.

En las últimas elecciones peruanas, el escritor Jorge Eduardo Benavides se asombró de que un taxista de Lima le dijera que iba a votar por Keiko Fujimori, la hija del dictador que cumple una pena de veinticinco años de prisión por robos y asesinatos. «¿A usted no le importa que el presidente Fujimori fuera un ladrón?», le preguntó al taxista. «No —repuso éste—, porque Fujimori sólo robó lo justo». ¡Lo justo! La expresión resume de manera insuperable todo lo que estoy tratando de explicar. La evaluación más confiable de los dineros sustraídos por Alberto Fujimori y su hombre fuerte, Vladimiro Montesinos, en sus diez años en el poder (1990-2000), hecha por la Procuraduría de la Nación, es de unos seis mil millones de dólares, de los cuales Suiza, Gran Caimán y Estados Unidos devolvieron hasta ahora al Perú apenas ciento ochenta y cuatro millones. No sólo aquel taxista pensaba que este volumen de robo era aceptable, pues, aunque la hija del dictador perdió las elecciones de 2011, estuvo a punto de ganarlas: Ollanta Humala la derrotó por la pequeña diferencia de tres puntos.

Nada desmoraliza tanto a una sociedad ni desacredita tanto a las instituciones como el hecho de que sus gobernantes, elegidos en comicios más o menos limpios, aprovechen el poder para enriquecerse burlando la fe pública depositada en el os. En América Latina —también en otras regiones del mundo, desde luego— el factor más importante de criminalización de la actividad pública ha sido el narcotráfico. Es una industria que ha tenido una modernización y un crecimiento prodigiosos pues ha aprovechado mejor que ninguna otra la globalización para extender sus redes al ende las fronteras, diversificarse, metamorfosearse y reciclarse en la legalidad. Sus enormes ganancias le han permitido infiltrarse en todos los sectores del Estado. Como puede pagar mejores salarios que éste, compra o soborna jueces, parlamentarios, ministros, policías, legisladores, burócratas, o ejercita intimidaciones y chantajes que, en muchos lugares, le garantizan la impunidad. Casi no hay día que en algún país latinoamericano no se descubra un nuevo caso de corrupción vinculado al narcotráfico. La cultura contemporánea hace que todo esto, en vez de movilizar el espíritu crítico de la sociedad y su voluntad de combatirlo, sea entrevisto y vivido por el gran público con la resignación y el fatalismo con que se aceptan los fenómenos naturales —los terremotos y
tsunamis
— y como una representación teatral que, aunque trágica y sangrienta, produce emociones fuertes y emulsiona la vida cotidiana.

Desde luego que la cultura no es la única culpable de la devaluación de la política y de la función pública. Otra razón del alejamiento de la vida política de los profesionales y técnicos mejor preparados es lo mal pagados que suelen estar los cargos públicos. Prácticamente en ningún país del mundo los salarios de una repartición oficial son comparables a los que llega a ganar en una empresa privada un joven con buenas credenciales y talento. La restricción en los sueldos de los empleados públicos es una medida que suele tener el respaldo de la opinión, sobre todo cuando la imagen del servidor del Estado está por los suelos, pero sus efectos resultan perjudiciales para el país. Esos bajos salarios son un incentivo para la corrupción. Y alejan de los organismos públicos a los ciudadanos de mejor formación y probidad, lo que significa que esos cargos se llenan a menudo de incompetentes y de personas de escasa moral.

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