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Authors: Mario Vargas Llosa
Con el pasar de los años, la aspereza sexual de la mocedad se va suavizando, cargando de símbolos, el deseo ramificándose en
personajes de la mitología. Toda la dinastía del Minotauro, en grabados y lienzos de los años treinta, centellea de vigorosa sensualidad y de una fuerza sexual que exhibe su bestialismo con donaire y desvergüenza, como prueba de vida y de creatividad artística. En cambio, en la bellísima serie de grabados dedicados a
Rafael y La Fornarina,
de fines de los años sesenta, los debates amorosos del pintor y su modelo bajo los ojos lascivos de un viejo pontífice, que descansa sus flacas carnes en una bacinica, están impregnados de una soterrada tristeza. Ahí está discurriendo no sólo la dichosa entrega de los jóvenes al amor físico, a la voluptuosidad que se mezcla con el quehacer artístico; también, la melancolía del observador, al que los años han puesto fuera de combate en lo que respecta a las justas amorosas, un ex combatiente que debe resignarse a gozar contemplando el goce ajeno, mientras siente que se le va la vida, que a la muerte de su sexo seguirá pronto la otra, la definitiva y total. Este tema se volverá recurrente en los últimos años de Picasso, y la exposición del Jeu de Paume lo revelaba en pinturas donde a menudo aparecía, con énfasis patético y desgarrador, la inconsolable nostalgia de la virilidad perdida, la amargura de saberse arrebatado por la fatídica rueda del tiempo a esa vertiginosa inmersión en la fuente de la vida, en ese estallido de puro placer en el que el ser humano tiene la adivinación de la mortalidad, y que, irónicamente, los franceses llaman la
petite mort,
«pequeña
muerte». Esta muerte figurada, y la otra, la del acabamiento y la extinción física, son las protagonistas de estas dramáticas pinturas que Picasso siguió pintando casi hasta el estertor final.
El País,
Madrid, 1 de abril de 2001
Piedra de Toque
Dice la leyenda que, en su noche de bodas, el joven Victor Hugo hizo el amor ocho veces a su esposa, la casta Adèle Foucher. Y que, a consecuencia de aquella plusmarca establecida por el fogoso autor de
Los Miserables,
quien, según confesión propia, había llegado virgen a esa noche nupcial, Adèle quedó vacunada para siempre contra ese género de actividades. (Su tortuosa aventura adulterina con el feo Sainte-Beuve no tuvo nada que ver con el placer, sino con el despecho y la venganza.) El sabio Jean Rostand se reía de aquel récord huguesco comparándolo con las proezas que en el dominio del fornicio realizan otros especímenes. ¿Qué son, por ejemplo, las ocho efusiones consecutivas del vate romántico comparadas con los cuarenta días y cuarenta noches en que el sapo copula a la sapa sin darse un solo instante de respiro? Ahora bien, gracias a una aguerrida francesa, la señora Catherine Millet, los anfibios anuros, los conejos, los hipopótamos y demás grandes fornicadores del reino animal han encontrado, en la mediocre especie humana, una émula capaz de medirse con ellos de igual a igual, y hasta de derrotarlos en números copulatorios.
¿Quién es la señora Catherine Millet? Una distinguida crítica de arte, que ha superado el medio siglo, dirige la redacción de
Art Press,
en París, y es autora de monografías sobre el arte conceptual, el pintor Yves Klein, el diseñador Roger Tallon, el arte contemporáneo y la crítica de vanguardia. En 1989 fue comisaria de la sección francesa de la Bienal de São Paulo y, en 1995, comisaria del pabellón francés de la Bienal de Venecia. Su celebridad, sin embargo, es más reciente. Resulta de un ensayo sexual autobiográfico, recién publicado por Seuil,
La vie sexuel e de Catherine M.,
que causó considerable revuelo y encabezó varias semanas la lista de libros más vendidos en Francia.
Diré de inmediato que el ensayo de la señora Millet vale bastante más que el ridículo alboroto que lo publicitó, y, también, que quienes se precipitaron a leerlo atraídos por el nimbo erótico o pornográfico que lo adornaba, se llevaron una decepción. El libro no es un estimulante sexual ni una elaborada imaginería de rituales a partir de la experiencia erótica, sino una reflexión inteligente, cruda, insólitamente franca, que adopta por momentos el semblante de un informe clínico. La autora se inclina sobre su propia vida sexual con la acuciosidad glacial y obsesiva de esos miniaturistas que construyen barcos dentro de botellas o pintan paisajes en la cabeza de un alfiler. Diré también que este libro, aunque interesante y valeroso, no es agradable de leer, pues la visión del sexo que deja en el lector es casi tan fatigante y deprimente como la que dejaron en
madame
Victor Hugo las ocho embestidas maritales de su noche nupcial.
Catherine Millet comenzó su vida sexual bastante tarde —a los diecisiete años—, para una muchacha de su generación, la de la gran revolución de las costumbres que representó Mayo del 68. Pero, de inmediato, comenzó a recuperar el tiempo perdido, haciendo el amor a
diestra y siniestra, y por todos los lugares posibles de su cuerpo, a un ritmo enloquecedor, hasta alcanzar unas cifras que, calculo, deben haber superado con creces aquel millar de mujeres que, en su autobiografía, se jactaba de haberse llevado a la cama el incontinente polígrafo belga Georges Simenon.
Insisto en el factor cuantitativo porque ella lo hace en la extensa primera parte de su libro, titulada precisamente «El número», donde documenta su predilección por los
partouzes,
el sexo promiscuo, los entreveros. En los setenta y ochenta, antes de que la libertad sexual fuera perdiendo ímpetu y, manes del sida, dejara de estar de moda en toda Europa, la señora Millet —que se describe como una mujer
tímida, disciplinada, más bien dócil, que en las relaciones sexuales ha encontrado una forma de comunicación con sus congéneres que no se le da fácilmente en otros órdenes de la vida— hizo el amor en clubes privados, en el Bois de Boulogne, a orillas de las carreteras, zaguanes de edificios, bancas públicas, además de casas particulares, y, alguna vez, en la parte trasera de una camioneta en la que, con ayuda de su amigo Éric, que organizaba la cola, despachó en unas cuantas horas a decenas de solicitantes.
Digo solicitantes porque no sé cómo llamar a estos fugaces y anónimos compañeros de aventura de la autora. No clientes, desde luego, porque Catherine Millet, aunque haya prodigado sus favores con generosidad sin límites, no ha cobrado jamás por hacerlo. El sexo en ella ha sido siempre afición, deporte, rutina, placer, jamás profesión o negocio. Pese al desenfreno con que lo ha practicado, dice que nunca fue víctima de brutalidades, ni se sintió en peligro; incluso en situaciones colindantes con la violencia, le bastó una simple reacción negativa para que el entorno respetara su decisión. Ha tenido amantes, y ahora tiene un marido —un escritor y fotógrafo, que ha publicado un álbum de desnudos de su esposa—, pero un amante es alguien con quien se supone existe una relación un tanto estable, en tanto que la mayoría de compañeros de sexo de Catherine Millet aparecen como siluetas de paso, tomadas y abandonadas al desgaire, casi sin que mediara un diálogo entre ellos. Individuos sin nombre, sin cara, sin historia, los hombres que desfilan por este libro son, como aquellas vulvas furtivas de los libros libertinos, nada más que unas vergas transeúntes. Hasta ahora, en la literatura confesional, sólo los varones hacían así el amor, por secuencias ciegas y al bulto, sin preocuparse siquiera de saber con quién. Este libro muestra —es quizás lo verdaderamente escandaloso que hay en él— que se equivocaban quienes creían que el sexo en cadena, mudado en estricta gimnasia carnal, disociado por completo del sentimiento y la emoción, era privativo de los pantalones.
Conviene precisar que Catherine Millet no hace en estas páginas el menor alarde de feminista. No exhibe su riquísima experiencia en materia sexual como una bandera reivindicatoria, o una acusación contra los prejuicios y discriminaciones que padecen las mujeres todavía en el ámbito sexual. Su testimonio está desprovisto de arengas y no aparece en él la menor pretensión de querer ilustrar, con lo que cuenta,
alguna verdad general, ética, política o social. Por el contrario, su individualismo es extremado, y muy visible en su prurito de no querer sacar
de su experiencia conclusiones para todo el mundo, sin duda porque no cree que ellas existan. ¿Por qué ha hecho pública, entonces, mediante una auto-autopsia sexual sin precedentes, esa intimidad que la inmensa mayoría de hembras y varones esconde bajo cuatro llaves? Parecería que para ver si así se entiende mejor, si llega a tener la perspectiva suficiente para convertir en conocimiento, en ideas claras y coherentes, ese pozo oscuro de iniciativas, arrebatos, audacias, excesos y, también, confusión, que, pese a la libertad con que lo ha asumido, es para ella, todavía, el sexo.
Lo que más desconcierta en esta memoria es la frialdad con que está escrita. La prosa es eficiente, empeñada en ser lúcida, a menudo abstracta. Pero la frialdad no sólo impregna la expresión y el raciocinio. Es también la materia, el sexo, lo que despide un aliento helado,
congelador, y en muchas páginas deprimente. La señora Millet nos asegura que muchos de sus asociados la satisfacen, la ayudan a materializar sus fantasmas, que pasó buenos ratos con ellos. Pero ¿de veras la colman, la hacen gozar? La verdad es que sus orgasmos parecen mecánicos, resignados y tristes. Ella misma lo da a entender, de manera inequívoca, en las páginas finales de su libro, cuando señala que, pese a la diversidad de personas con las que ha hecho el amor, nunca se ha sentido tan realizada sexualmente como practicando («con la puntualidad de un funcionario») la masturbación. No es, pues, siempre cierta aquella extendida creencia machista (ahora ya esta adjetivación es discutible) de que, en materia sexual, sólo en la variación se encuentra el gusto. Que lo diga la señora Millet: ninguno de sus incontables parejas de carne y hueso ha sido capaz de destronar a su invertebrado fantasma.
Este libro confirma lo que toda literatura centrada en lo sexual ha mostrado hasta la saciedad: que, separado de las demás actividades y funciones que constituyen la existencia, el sexo es extremadamente monótono, de un horizonte tan limitado que a la postre resulta
deshumanizador. Una vida imantada por el sexo, y sólo por él, rebaja esta función a una actividad orgánica primaria, no más noble ni placentera que el tragar por tragar, o el defecar. Sólo cuando lo civiliza la cultura, y lo carga de emoción y de pasión, y lo reviste de ceremonias y rituales, el sexo enriquece extraordinariamente la vida humana y sus efectos bienhechores se proyectan por todos los vericuetos de la existencia. Para que esta sublimación ocurra es imprescindible, como lo explicó Georges Bataille, que se preserven ciertos tabúes y reglas que encaucen y frenen el sexo, de modo que el amor físico pueda ser vivido —gozado— como una transgresión. La libertad
irrestricta, la renuncia a toda teatralidad y formalismo en su ejercicio, no han contribuido a enriquecer el placer y la felicidad de los seres humanos gracias al sexo. Más bien, a banalizarlo, convirtiendo el amor físico, una de las fuentes más fértiles y enigmáticas del fenómeno humano, en mero pasatiempo.
Por lo demás, conviene no olvidar que esa libertad sexual que se despliega con tanta elocuencia en el ensayo de Catherine Millet es todavía privilegio de pequeñas minorías. Al mismo tiempo que yo leía su libro, aparecía en la prensa la noticia de la lapidación, en una
provincia de Irán, de una mujer a la que un tribunal de ayatolás fanáticos encontró culpable de aparecer en películas pornográficas.
Aclaremos que «pornografía», en una teocracia fundamentalista islámica, consiste en que una mujer muestre sus cabellos. La culpable, de acuerdo a la ley coránica, fue enterrada en una plaza pública hasta los pechos y apedreada hasta la muerte.
El País,
Madrid, 27 de mayo de 2001
La cultura no depende de la política, no debería en todo caso, aunque ello es inevitable en las dictaduras, sobre todo las ideológicas o religiosas, en las que el régimen se siente autorizado a dictar normas y establecer cánones dentro de los cuales debe desenvolverse la vida cultural, bajo una vigilancia del Estado empeñado en que ella no se aparte de la ortodoxia que sirve de sostén a quienes gobiernan. El resultado de este control, lo sabemos, es la progresiva conversión de la cultura en propaganda, es decir, en su delicuescencia por falta de originalidad, espontaneidad, espíritu crítico y voluntad de renovación y experimentación formal.
En una sociedad abierta, aunque mantenga su independencia de la vida oficial, es inevitable y necesario que la cultura y la política tengan relación e intercambios. No sólo porque el Estado, sin recortar la libertad de creación y de crítica, debe apoyar y propiciar actividades culturales —en la preservación y promoción del patrimonio cultural, ante todo—, sino también porque la cultura debe ejercitar una influencia sobre la vida política, sometiéndola a una continua evaluación crítica e inculcándole valores y formas que le impidan degradarse. En la civilización del espectáculo, por desgracia, la influencia que ejerce la cultura sobre la política, en vez de exigirle mantener ciertos estándares de excelencia e integridad, contribuye a deteriorarla moral y cívicamente, estimulando lo que pueda haber en ella de peor, por ejemplo, la mera mojiganga. Ya hemos visto cómo, al compás de la cultura imperante, la política ha ido reemplazando cada vez más las ideas y los ideales, el debate intelectual y los programas, por la mera publicidad y las apariencias. Consecuentemente, la popularidad y el éxito se conquistan no tanto por la inteligencia y la probidad como por la demagogia y el talento histriónico. Así, se da la curiosa paradoja de que, en tanto que en las sociedades autoritarias es la política la que corrompe y degrada a la cultura, en las democracias modernas es la cultura —o eso que usurpa su nombre— la que corrompe y degrada a la política y a los políticos.
Para ilustrar mejor lo que quiero decir, haré un pequeño salto al pasado, en relación con la vida pública que mejor conozco: la peruana.
Cuando entré a la Universidad de San Marcos, en Lima, el año 1953, «política» era una mala palabra en el Perú. La dictadura del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956) había conseguido que para gran número de peruanos «hacer política» significara dedicarse a una actividad delictuosa, asociada a la violencia social y a tráficos ilícitos. La dictadura había impuesto una Ley de Seguridad Interior de la República que ponía fuera de la ley a todos los partidos y una rigurosa censura impedía que en diarios, revistas y radios (la televisión aún no llegaba) apareciera la menor crítica al gobierno. En cambio, las publicaciones e informativos estaban plagados de alabanzas al dictador y sus cómplices. El buen ciudadano debía entregarse a su trabajo y ocupaciones domésticas sin inmiscuirse en la vida pública, monopolio de quienes ejercían el poder protegidos por las Fuerzas Armadas. La represión mantenía en las cárceles a los dirigentes apristas, comunistas y sindicalistas. Tuvieron que exiliarse centenares de militantes de esos partidos y personas vinculadas al gobierno democrático del doctor José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), al que el golpe militar de Odría derrocó.