La conjura (42 page)

Read La conjura Online

Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
10.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Oh, no. De ninguna manera. Quiero utilizar esa historia. Si se supiera que has hecho algo semejante, parecería que lo he copiado en mi novela. Y, en estos momentos, creo que es la mejor idea que he tenido. No, tendrás que inventarte tu propia historia.

—Pero es mi historia.

—Pues entonces tendrás que pensar una historia que no te haya robado.

Acto seguido lo puse al corriente de todo lo que había sucedido en aquellos días tan agitados.

—Conozco a ese Titus Miller —dijo—. Comercia con deudas. Me ha comprado una o dos en el pasado, y es implacable, sí, implacable, cuando acosa a sus deudores. Una vez oí que entró por la fuerza en un baño donde un tendero estaba con una pequeña ramera de pelo castaño, y no se fue hasta que el tipo pagó lo que le debía. Sospecho que Melbury se encontrará con algunos dolorosos obstáculos si Miller lo persigue.

—Bueno, como tú dices, la carrera parlamentaria es un asunto muy caro.

—Debe de tratarse de viejas deudas. No le molestaría por los gastos de la carrera mientras esta se está celebrando. Pero me había parecido entender que su esposa, si me perdonas que la mencione, aportó una considerable fortuna al matrimonio.

—Sin duda la señora Melbury fue lo bastante lista para poner sus propiedades por separado al casarse. Quizá a Melbury le resulta bochornoso mencionarle estas deudas. Lo he visto jugar, y tal vez sean deudas de honor. Pero las dificultades de Melbury son la menor de mis preocupaciones. Prefiero saber qué puedes contarme sobre ese asunto de los jacobitas.

—Bueno, ahí está la clave, ¿verdad? Si puedes demostrar que hay un importante jacobita entre los whigs, tendrás exactamente lo que necesitas. Solo tienes que esperar para ver cómo terminan las elecciones. Los tories harán lo que sea para que esa información no salga a la luz, pues les haría quedar como unos traidores. Ya sabes lo impresionable que es la gente: culparía a los tories por lo que han hecho los jacobitas. Y los whigs también harían lo que fuera para que no se sepa, porque quedarían como unos necios. Lo único que tienes que hacer es identificar a esa persona y estarás en el camino a tu libertad.

—¿Lo único? Sin duda el nombre de ese hombre debe de ser un secreto muy bien guardado.

—Sin duda, sí, pero si alguien como Yate pudo descubrirlo, para un hombre de tu talento será un juego. Por cierto, ¿conoces los resultados de la votación de hoy?

Le dije que no.

—Ciento ochenta y ocho, Hertcomb; ciento noventa y siete, Melbury. La ventaja aumenta cada día que pasa.

—Malas noticias para Hertcomb.

—Me temo que también es una mala noticia para Melbury. Dennis Dogmill no renunciará al escaño de Hertcomb tan fácilmente.

—¿Qué quieres decir?

—A menos que me equivoque —dijo, dando un bocado a un nabo hervido—, me temo que habrá violencia. Y mucha.

Las palabras de Elias resultaron perturbadoramente acertadas. Al día siguiente, un grupo de cuatro o cinco docenas de hombres se presentó en el centro electoral proclamando que no podía haber libertad sin Hertcomb. Varios de ellos se apostaron en el exterior de la cabina, y cuando salía un hombre que había votado a los tories, lo abucheaban, se mofaban de él y hasta lo golpeaban. Las personas que apoyaban a Melbury recibían una respuesta cada vez más agresiva, hasta que, al final, si alguno se atrevía a votar al candidato equivocado, era golpeado sin piedad.

Melbury y otros tories importantes de la ciudad exigieron la presencia del ejército para dispersar a los alborotadores, pero la triste realidad es que el alcalde y los concejales, así como la mayoría de los magistrados, confraternizaban con Dennis Dogmill y Albert Hertcomb, de modo que dijeron que un poco de violencia en tiempo de elecciones era inevitable, y que lo mejor era no reaccionar de forma exagerada, pues de lo contrario los ánimos de los alborotadores podían encenderse aún más.

Decidí visitar personalmente el lugar para ver a qué extremos llegaba la violencia. Vi que era cruel y real, y que sin duda le costaría a Melbury muchos votos. Ese día terminó con ciento setenta votos para el señor Hertcomb y solo treinta y uno para su oponente. Unos días más como aquel y Melbury perdería el liderazgo. Y si Melbury no ganaba, las posibilidades de limpiar mi nombre quedarían reducidas prácticamente a cero.

Por esta razón, y algunas otras, observé cierto hecho con gran interés. A menos que mis ojos me engañaran, los hombres que alborotaban en contra de Melbury eran los estibadores de Greenbill Billy.

22

No me complacía que mi destino tuviera que estar tan estrechamente ligado al de un hombre como John Littleton, pero no veía la forma de evitar solicitar sus servicios una vez más. Le mandé una nota en la que le pedía que se reuniera conmigo en una taberna de Broad Street, en Wapping. Me presenté sin disfraz, pues Littleton no sabía nada de mi personaje de Matthew Evans y me pareció más seguro. Hasta el momento, a su manera, se había mostrado deseoso de ayudarme, pero uno nunca sabe cuándo pide demasiado o se convierte en una gran tentación.

Casualmente, Littleton estaba deseando verme. La intervención de sus rivales en el terreno político parecía haberle alterado profundamente. Sus hombres no sabían cómo reaccionar, pero muchos creían que si los hombres de Greenbill estaban provocando disturbios era porque algo sacarían, y Littleton tenía que asegurarles la parte que les tocaba a ellos.

—Es un caos —me dijo, y se tomó la cerveza de un trago, como si no hubiera bebido nada en todo el día. Tenía un moretón en el rostro, bajo la oreja izquierda, y me pregunté si no habría estado peleándose… ¿con sus hombres, tal vez?

—¿Qué sabéis del asunto? ¿Qué significa?

—¿Que qué significa? —repitió—. ¿Y vos qué creéis? Dogmill les ha pagado para que provoquen disturbios y perjudiquen a Melbury. Más claro el agua.

—Pero ¿por qué iba a aceptar Greenbill el dinero de Dogmill para hacer algo así? ¿No quería ver a Hertcomb fuera de su escaño y a Dogmill reducido a la nada?

—Pensáis como un político. Ese es vuestro problema. Tendríais que pensar como un estibador. Les han ofrecido dinero, y eso ya es bastante, pero además les han ofrecido el dinero para que hagan tropelías, que es mucho mejor. Y eso de que esté bien o mal, no tiene ninguna importancia, nos da lo mismo lo uno que lo otro. Greenbill fue y les dijo a sus chicos que si Melbury sale elegido arruinará a Dogmill, y que si Dogmill se arruina, pueden ir olvidándose de trabajar esta primavera. Así de sencillo. Deben procurar lo mejor para su amo, porque si hay una cosa peor que estar sometido, es no tener amo.

—¿De verdad cree eso Greenbill? ¿De verdad cree que si Dogmill no importa el tabaco nadie lo hará?

—De lo que estoy seguro es de que cree en la plata que Dogmill le ha dado para que les cuente ese cuento. Y, si te paras a pensarlo, no hay nada más. Es como descargar un barco: Dogmill paga a Greenbill para que haga el trabajo y Greenbill paga a sus chicos. No ha cambiado nada, solo que este invierno hay un poco más de trabajo.

—¿Hasta cuándo seguirán con los disturbios?

—Creo que solo unos días. Hertcomb y Dogmill no podrán mantener al ejército al margen mucho tiempo. Entre tanto, yo me he puesto en contacto con el señor Melbury y le he dicho que no tiene por qué mirar todo esto de brazos cruzados.

—¿Mandaríais a vuestros chicos a luchar con los de Greenbill?

—Ya hace tiempo que se veía venir. No veo nada malo en dejar que las cosas sigan su curso.

Aquello me superaba. Sí. ¿Quería que hubiera más disturbios o menos? ¿Deseaba ver triunfar a Melbury, un hombre a quien había despreciado como rival? Sin duda él lo arreglaría todo. Si salía elegido, él ayudaría a restituir mi nombre. Pero sentía cierto placer al ver que sus votantes se quedaban acobardados en sus casas, temerosos de acercarse a votar. Melbury había sido demasiado ambicioso. Había tomado lo que no era suyo y ahora iba a probar el fracaso.

Sin embargo, mis vengativos pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de mi casera, la señora Sears, que me hizo saber, con un marcado tono de desaprobación, que una joven dama deseaba verme. No podía haberme sentido más feliz cuando vi que la señorita Dogmill entraba en mis habitaciones.

Me levanté para recibirla.

—Como siempre, es un placer veros, señorita Dogmill.

Ella cerró la puerta, prácticamente en las narices de mi casera.

—Me considero digna de tal entusiasmo, señor, pues no encontraréis mejor amiga. —Se sentó sin esperar a que la invitara… acto que en mí invariablemente parece hostil y desafiante, pero que en aquella señorita solo hizo que pareciera atrevida y a sus anchas—. Os he traído algo que tal vez os interese. —Y dejó unas cartas sobre la mesa.

Cogí una y la examiné. Estaba sin sellar, e iba dirigida a un caballero de York.

—¿Y qué tiene esto que ver conmigo?

—Son cartas que mi hermano ha escrito a ciertos caballeros de los que tiene conocimiento, aunque no los conoce personalmente, y que han vivido algunos años en Jamaica. Les ha escrito para saber si conocen a Matthew Evans, plantador de tabaco y encantador de hermanas.

—¿Y vos las habéis cogido para mí?

—Pensé que estarían mucho mejor en vuestras manos.

—Creo que tenéis razón, pero si ve que no hay respuesta, ¿no se sentirá vuestro hermano decepcionado y lo intentará de nuevo?

—Supongo que eso depende del tiempo que pasen sin contestar. Sin duda no querréis haceros pasar por Matthew Evans para siempre.

—Tiene sus ventajas —dije.

—Mmm. Eso creo yo también. En cualquier caso, si pensáis seguir mucho tiempo con vuestro papel, tal vez deberíais contestar vos mismo esas cartas. No creo que Denny conozca a ninguno de esos hombres lo bastante como para reconocer su letra; ni siquiera creo que conozca a ninguno de ellos personalmente. Podríais proporcionarle exactamente la información que no quiere escuchar: que Matthew Evans es un respetado caballero y plantador que ha partido recientemente hacia Inglaterra.

Su solución me pareció muy buena, aunque a mí se me ocurrió una variante que me gustaba más. Pero ya sabrá el lector de ello más adelante. Por el momento, me levanté y dejé las cartas sobre mi escritorio.

—Gracias por traerlas —dije—. Es posible que me hayan salvado la vida.

—Entonces creo que me debéis algo —dijo ella, levantándose para venir a mi encuentro—. Debéis besarme.

—Ese castigo lo cumpliré con mucho gusto —le dije.

Me adelanté para abrazarla, pero ella me frenó un momento.

—Estamos solos aquí, y tenemos toda la intimidad que podríamos desear. No hay nada que pueda detenernos, salvo nuestras propias inclinaciones.

—Soy de la misma opinión.

—Entonces hay algo que debo deciros. Sé que sois hombre de honor, así que me gustaría que no hubiera malentendidos. Creo que vos y yo nos tenemos cierto aprecio. Es posible que sea lo que comúnmente se conoce como amor. Pero no debéis pedirme que me case con vos. No por afecto o porque os sintáis obligado. No deseo casarme… ni con vos ni con nadie.

—¿Cómo? ¿Nunca?

—No seré tan necia para decir nunca, solo hablo de ahora. Solo deseo que no me malinterpretéis o actuéis movido por vuestro sentido del deber y acabemos sintiéndonos mal.

—Difícilmente podría considerarse apropiado que una mujer de vuestra familia se casara con alguien de la mía —dije con una amargura que no sentía.

—Sin duda tenéis razón —dijo de buen humor—. Aunque debéis saber que tales normas no me harían actuar en contra de mis sentimientos. Si tuviera que casarme, no puedo imaginar nada más delicioso que el escándalo que provocaría un matrimonio con un cazador de ladrones judío. Pero, en un futuro inmediato, creo que prefiero evitarlo.

—Entonces no os obligaré a obrar en contra de vuestros deseos.

Ella me sonrió.

—Además, no me gustaría casarme con un hombre que está enamorado de la esposa de Griffin Melbury. No me miréis así, señor. Sé quién es, y vi la cara que poníais cuando bailasteis con ella.

Me aparté de su lado.

—Mis sentimientos por ella no importan, puesto que su corazón no es libre.

—No, no lo es, y es muy triste. Pero mi corazón sí lo es, y os invito a hacer el uso que queráis de él.

Aquí debo correr un tupido velo ante los ritos de Cupido, pues es un asunto demasiado delicado para describirlo y debe quedar a la imaginación del lector.

Las horas que pasé en compañía de la señorita Dogmill fueron deliciosas y bien aprovechadas. Cuando ella partió de mis habitaciones y pasó ante la mirada de reproche de la señora Sears, me quedé solo y el tiempo transcurrió del modo más penoso. Supongo que hubiera debido estar feliz. Aquella hermosa mujer se contentaba con ser mi más íntima amiga. Ya no tenía que fingir ser lo que no era ante ella, y ella no quería de mí más que mi tiempo y mi compañía. Ciertamente, no era la primera joven dama de cuya compañía había disfrutado desde que perdí a Miriam, pero sin duda sí la más grata, y no me gustaba que mis emociones estuvieran divididas de aquella forma. Quizá mi aprecio por la señorita Dogmill me hacía sentir que mi amor desesperado era una falacia, o tal vez me dolía ver que aquella pena iba apagándose. Durante mucho tiempo había sido lo único que me quedaba de Miriam… Detestaba ver que se disipaba.

Estas reflexiones quedaron interrumpidas cuando la señora Sears vino a informarme de que había un mozo en la puerta con un mensaje para mí, y que no se iría hasta que lo hubiera leído. Lo abrí con impaciencia.

Evans:

Estoy en un apuro y necesito vuestra ayuda de inmediato. Seguid a ese mozo sin dilación o todo estará perdido. Las elecciones… no, el reino puede mantenerse o caer según vuestras acciones.

Atentamente,

G. Melbury

Sentí cierto remordimiento por haberme deleitado en las dificultades de Melbury cuando era evidente que aquel hombre me tenía por su amigo. Sin embargo, tuve que recordarme a mí mismo, el amigo en quien él pensaba no era yo, sino una ficción llamada Matthew Evans. Melbury no tenía ni idea de quién era y, sin duda, de haberla tenido no hubiera acudido a mí con sus problemas. Al final también podía ser que Melbury se ofendiera por las libertades que me había tomado con él y no quisiera ayudarme cuando supiera de mi engaño.

Seguí al mozo a una vieja casa cerca de Moor Fields Street, en Shoreditch, a cuya puerta salió a recibirme ni más ni menos que el recaudador de deudas, Titus Miller.

Other books

True Colours by Jeanne Whitmee
Catla and the Vikings by Mary Nelson
The American by Andrew Britton
Dead Air (Sammy Greene Thriller) by Deborah Shlian, Linda Reid
Ascent by Matt Bialer
Jimmy Stone's Ghost Town by Scott Neumyer
Leaving Brooklyn by Lynne Sharon Schwartz