La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (25 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Nada de esto reza con los mayas, que, si bien tenían el vicio de hablar demasiado, se libraban de decir grandes disparates, porque en las horas que pasaban en la soledad de sus habitaciones se aprendían de memoria lo que habían de decir, que de ordinario era lo mismo que ya otros precedentemente habían dicho con aplauso de las asambleas. Al pedagogo y calígrafo Mizcaga le oí diez veces el mismo discurso, que luego resultó haber sido pensado hacía treinta años por el propio Arimi, mi
alter ego
, uno de los pocos hombres que, según parece, supieron en este país para qué les servía la cabeza. A mi suegro Quiyeré, el de las zancas largas, le ocurrió un lance gracioso, originado por estas raras costumbres oratorias: aprendiose de coro un discurso, nada menos que del gran rey Usana (según noticias que reservadamente tuve yo), y pronunciolo con motivo de la institución del estercolero. Él esperaba recoger muchos aplausos, pues a creer lo que decía el pergamino donde espigó las partes esenciales de su notable trabajo, de memoria de hombre no se recordaba entusiasmo igual al que produjo esta oración de Usana; pero las tres alas de jóvenes representantes estuvieron unánimes en apreciar la tal rapsodia como opuesta a mi proyecto, y arrojaron sobre el orador una nube de insultos, inspirados más que por nada por la envidia. Esto enseñó al viejo y zancudo Quiyeré que el espíritu nacional no es siempre el mismo, o, por lo menos, que no está siempre del mismo humor, y que mucho influye en lo que se dice la persona que lo dice, pudiendo recoger Quiyeré abundante cosecha de silbidos y de injurias, allí donde Usana conquistó aplausos y aclamaciones.

Pasa por averiguado que los hombres tienen cierta propensión innata a vivir de día y a dormir de noche, y que sólo al progreso debe culpársele de haber trastornado el orden natural de las cosas, inclinando lentamente el ánimo del hombre a alargar los días por el fin y a acortarlos por el principio, mediante el funesto empleo de la luz artificial. Pero aún está por resolver el problema de si ha sido el alumbrado la causa de la mutación de las primitivas costumbres, o si, a la inversa, ha sido el deseo de modificar las costumbres el origen de la invención del alumbrado. Mi experiencia personal en Maya me permite resolver esta intrincada cuestión, asegurando que el hombre, como otros muchos animales, tiene marcada predilección por la noche, aunque vive de día por pura necesidad, y llega a aficionarse al día por pura costumbre. Los ojos del hombre parecen dar a entender que éste no es animal nocturno, como los búhos o las lechuzas; pero si a los ojos vamos, muchas fieras del bosque y de los desiertos, teniéndolos también organizados para la vida diurna, viven más de noche que de día, porque de noche encuentran más sobre seguro el necesario sustento. Cuando el hambre aprieta, la función crea el órgano, y no ya fieras, sino hombres habrá que por satisfacer su apetito vean en noche cerrada más claro que ven los que están hartos, de día, con sol y sin nubes.

Esta tradicional costumbre de los mayas de vivir encerrados por la noche parecíame algo así como un pacto tácito y cobarde con las fieras, a las que dejaban en usufructo la nación durante doce largas horas, no obstante los infructuosos cacareos de los gallos, que rara vez producían el apetecido efecto de despertar a los soldados de guardia. Las fieras saltaban, cuando el hambre las impelía, los cercados de las ciudades, y hacían cuanto estaba en su poder, esto es, en sus garras y en sus dientes, para forzar las entradas de los establos y saciar su voracidad. El alumbrado público afianzó la seguridad de las personas y de los bienes, y tan manifiesta era su utilidad que hasta los más empedernidos y gruñones retrógrados cejaron en su quejumbrosa campaña y me dieron tregua y coyuntura para perfeccionar mi obra con el establecimiento alrededor de la ciudad de nuevas luminarias, que formaban un círculo de fuegos opacos, ahuyentadores de las asustadas fieras. Los antiguos guardianes se vieron convertidos en alumbradores, a cuyo cargo fue confiado el inapreciable servicio de preparar, encender y atizar las luces del interior y las del circuito, que bien pasarían de mil. El aceite era de cuenta de los particulares, y la reposición de cazuelas y mechas, de cuenta del rey; y desde el primer día los trabajos se llevaron con tal actividad y perfección, que me hicieron concebir halagüeñas esperanzas sobre la suerte de un país, criadero de hombres tan hábiles como éstos, que sin violencia ni embarazo dejaban las antiguas destructoras armas por las nuevas y benéficas que se les entregaban: los pedernales y yescas, los atizadores de hierro y las alcuzas de barro, una de las creaciones de la cerámica en este período.

No era éste un fenómeno aislado, antes en todos los ramos de la administración maya se tropezaba con la misma variedad de aptitudes: algunos de los antiguos verdugos pasaron sin esfuerzo a ser directores de la fabricación de bujías, y en cuanto toca a su transporte y expendición, los pedagogos no conocían rivales; mis auxiliares del orden sacerdotal eran maestros consumados en el arte de recaudar las contribuciones, y los uagangas, en los ejercicios de fuerza y en los juegos públicos. Era frecuente hallar hombres con aptitudes universales, lo mismo para guardar ganado que para arar, así para las armas como para las letras, para el consejo como para el gobierno comparativamente, los más torpes eran los pedagogos, que sabiendo leer y escribir aprendían más en los pergaminos que en la experiencia, y se distinguían más por la palabra que por la acción; de donde tuvo origen un profundo proverbio maya, que dice: «La ciencia no entra por los ojos, sino por el pellejo»; del cual parece una feliz traducción la sublime máxima: «La letra con sangre entra», que muchos dómines han desacreditado, interpretándola de una manera estrecha y disparatada. No hay saber tan alto como el saber dominar y enseñorearse de todos los estados de la vida, merced a la dura instrucción y práctica que los acontecimientos traen consigo.

Se estableció, pues, se extendió y arraigó, a pesar de su impopularidad, el alumbrado público, no sólo en la corte, sino también en todas las ciudades del país, e insensiblemente los ciudadanos fueron echándose a la calle por la noche. Empezaron los jovenzuelos con achaque de cortejar a las mujeres, que si durante el día estaban encerradas en los harenes, de noche hallábanse en estado de escuchar las músicas y cantos de los rondadores, pues las salas nocturnas estaban en las galerías exteriores y tenían claraboyas o tragaluces a la calle, por donde penetraban los roncos sones de los laúdes y las no muy bien entonadas canciones de los obscuros galanes, de quien ya es sabido que no eran muy famosos por la finura de sus orejas.

Con esto, la poesía subjetiva o lírica comenzó a tomar grandes vuelos, particularmente en la rama erótica, y la literatura nacional se enriqueció con variedad de trovas, serenatas y madrigales, que sin aliño retórico, con la ruda naturalidad que conviene a una lengua que, como la maya, posee sólo palabras que designan objetos palpables, o por lo menos visibles, expresaban los eternos amorosos sentimientos del varón por las hembras de su agrado. Aunque sea trabajo perdido traducir literalmente estas canciones a lenguas civilizadas, ofreceré como muestra un madrigal de los más célebres, que, bajo apariencias un tanto cándidas, encierra cuanto de substancial puede decir un enamorado galán a una doncella:

«Robusta e ignorante muchacha:

La anchura de tus caderas me enamora;

Tú serás madre de cuarenta hijos míos (el quené-icomí),

Tu vientre llegará a ser como el de una vaca (mcazi);

Tus pechos de chota (memé) se convertirán en pechos de cabra (mbusi).»

Detrás de los trovadores vinieron los demás ciudadanos, atraídos por el efecto mágico que a sus ojos producían las luminarias, eligiendo para sus salidas las noches serenas, en que ni el viento ni la lluvia desconcertaban los notables trabajos de los faroleros. Aun las mujeres, desamparadas de la autoridad de sus señores, se asomaban tímidamente a las puertas para ver a hurtadillas lo que la moral del país no les permitía ver por derecho propio. Comenzaron a cernerse en la atmósfera los preludios de una idea nueva, de las noches muntus, que hicieran juego con los días. Las mujeres no encontraban, ni en la ley ni en la tradición, nada en contra de sus pretensiones; los hombres decían que no pudo jamás preverse la aparición de tantos usos nuevos, pero que la sabia y prudente incomunicación de la mujer debía subsistir, y subsistir con más rigor durante la noche.

Está escrito que los progresos se rieguen y santifiquen con sangre humana, y sucedió que uno de los más agradables entretenimientos de los súbditos de Mujanda vino a ser, sin que nunca se haya sabido quién fuera el iniciador, divertirse a costa de los funcionarios encargados del nuevo servicio, ya apagando las luces, ya robando el aceite, ya rompiendo las cazuelas, ya produciendo intencionados incendios. Hacíanlo algunos por vía de inocente pasatiempo, y otros con el pícaro propósito de combatirme y desacreditarme; y quizás éstos hubieran realizado sus planes malévolos de no contar yo con la confianza de la corona, o sea con el apoyo firmísimo e inconmovible de Mujanda, quien respondió a estas torpes expansiones con un largo y bien meditado edicto, redactado por mí, imponiendo la pena capital a todo el que tocara una cazuela de aceite o desobedeciera a alguno de los alumbradores. Para hacer más apetecibles las noches públicas, se las reducía a cuatro al mes; fuera de éstas, no era permitido salir de casa sino a los que obtuviesen real patente de libre circulación. No se señalaban tampoco noches fijas, pues el rey se reservaba, como nueva e importante prerrogativa, que venía muy a punto a reforzar su un tanto mermado prestigio, el derecho de acordar cuáles habían de ser, en vista del estado del tiempo y del de su real humor. Para ganar el valioso auxilio de las mujeres, dejando siempre a salvo la incontestable supremacía que por la Naturaleza está señalada en favor del hombre, se disponía que de las cuatro noches dos fueran muntus, y que en ellas hubiera recepciones, conciertos y danzas, con otros esparcimientos populares.

Con esto se cortaron de raíz los abusos que comenzaban a nacer, entre los cuales había algunos muy peligrosos: el abandono de los hogares, amenazados de disolución si se exageraban los nuevos hábitos de vida social; las pendencias nocturnas entre los particulares y los serenos alumbradores, que ya habían producido numerosas víctimas; la exacerbación de las rivalidades amorosas, cuya existencia me parecía innecesaria en un país como éste, donde tanta facilidad había para reunir, con no muy grandes desembolsos, una colección completa de mujeres de todas las partes del reino. Al mismo tiempo se prepararon notables adelantos en el camino de la verdadera civilización, y por lo pronto se obtuvieron nuevos ingresos para el erario real. Sólo en la corte se recaudaron ciento veinte cabras por otras tantas licencias de circulación nocturna, la cual vino a quedar reservada para los personajes ricos en bienes y en influencia palaciega; y en la primera noche muntu, los graneros reales crecieron en más de tres mil panochas de maíz, admitidas en pago de los líquidos que el rey, por medio de sus siervos, vendía a la exclusiva en varios aguaduchos instituidos por mí con este objeto y con el de dar el primer impulso a una revolución más grande que todas las hasta aquí mencionadas: la revolución de la industria y del comercio.

CAPÍTULO XVIII

Medidas políticas encaminadas a fortificar el poder central.—Fabricación y monopolio del alcohol.—Influencia capital de este importante líquido en el progreso de la nación maya.

El hombre es esencialmente salvaje mientras tiende a simplificar la vida y a prescindir de necesidades artificiales, e inhumano mientras conserva su amor al aislamiento, su odio a la solidaridad. La civilización no está, como muchos creen, en el mayor grado de cultura, sino en las mayores exigencias de nuestro organismo, en la servidumbre voluntaria a que nos somete lo superfluo; y los sentimientos humanitarios, más que de las doctrinas morales y religiosas profesadas, dependen de nuestra sumisión al poder absorbente de un núcleo social.

Superficialmente, parecía que los mayas caminaban con paso rápido hacia un estado envidiable de perfección, puesto que su sistema político era sinceramente democrático, sus costumbres cada día más suaves, su alimentación más abundante y sus vestidos más limpios; pero el exacto conocimiento que yo tenía de los medios por donde tales bellezas se habían conseguido me obligaba a ser cauto y a trabajar con prudencia para que los nuevos usos arraigaran. A veces ocurríaseme pensar qué pasaría allí si faltase mi dirección, y veía desaparecer mi obra como una decoración de teatro. Para que las costumbres sean duraderas han de ser también amadas, y para que sean amadas han de halagar los instintos, han de satisfacer una necesidad fisiológica violenta.

Faltaba, pues, a mis reformas un detalle importante: estar ligadas entre sí por algo que las asociara a la constitución espiritual y corpórea de los súbditos de Mujanda; y yo veía con inquietud que ninguna de ellas había podido tiranizar a estos hombres espartanos, que, sometidos en la apariencia, deseaban tirar, como suele decirse, la casa por la ventana, y volver a su estado primitivo, no porque les pareciera mejor, sino porque, molestándoles soberanamente pensar y trabajar, las ventajas de los adelantos que yo les impuse no les compensaban la incomodidad de sostenerlos y perfeccionarlos. Así como los animales tienen como centro principal de atracción los alimentos, los mayas, situados un escalón más arriba en la escala zoológica, tenían dos: la cocina y la alcoba. Se imponía un esfuerzo más y un centro vital más elevado: el comercio de ideas.

Devanábame los sesos para ver el modo de acrecentar sus necesidades y de despertarles algunas muy violentas que pudieran subsistir por su propia virtud, sin mi acción providencial permanente, y sirviesen de cimiento a tanta reforma útil hecha y por hacer. De las industrias creadas, las más importantes, como la fabricación de bujías y jabón y preparación de abonos, se habían convertido en monopolios reales, y ni servían para estimular la iniciativa industrial del país, ni para hacerles trabajar mucho más. Las emisiones abundantísimas de rujus fueron más beneficiosas en este sentido; pero la llegada de los accas las había compensado con exceso, y en general se veía a la simple vista que el pueblo maya era más holgazán bajo mi gobierno que bajo los gobiernos anteriores. La agricultura daba mayores rendimientos, la industria indígena había progresado notablemente en cuanto a la ejecución de sus diversas manufacturas, y el comercio era algo más activo a consecuencia de las mayores facilidades en las vías y medios de transporte; mas a pesar del crecimiento de esas fuerzas, que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para llamar fuerzas vivas de las naciones, la resultante total no cambiaba gran cosa la constitución económica del país por faltar una ley de división del trabajo, sin la que no puede haber progresos duraderos.

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