Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
Las fatigas del descenso eran nuevas para ellos, por lo que los tres se vieron afectados por fuertes agujetas, calambres recurrentes y aliento entrecortado. El aire parecía ser más denso que en la superficie, quizá entremezclado con gases o agentes químicos que no podían olerse ni verse.
Sin embargo, seguían adelante, avanzando más y más.
Hacia el infierno.
Santino parpadeó. Pulsó el botón de pausa. Había oído algo fuera, tras la puerta de la habitación. Primero, el chirrido de la verja del ascensor; después, los pasos. ¿Era una persona o eran más? No sabría decirlo. Entonces, los sonidos se acallaron, justo en frente de su habitación.
¿Era eso que oía un aliento bajo y entrecortado? ¿Un susurro tan leve como un suspiro?
Hasta entonces, Santino había permanecido sentado sobre la cama con las piernas cruzadas para apoyar el aparato sobre sus rodillas, pero en ese momento, se levantó. Llevaba zapatillas de deporte, pantalones vaqueros y una camisa vieja: ropa de beneficencia. En el pasillo de una casa había encontrado una bolsa de plástico para donaciones llena de ropa, se la había llevado corriendo tan rápido como había podido, hasta llegar a un discreto patio interior en el que había estudiado y seleccionado su botín. Los zapatos eran un número más pequeño y resultaban extraños tras tantos años llevando únicamente sandalias, pero podía caminar con ellos, o incluso correr si era necesario.
Se aproximó sigiloso, a pesar de su cojera, hasta la puerta. No cometió el error de apoyar todo el cuerpo contra la madera para escuchar a través de ella, sino que mantuvo la espalda junto a la puerta e inclinó la cabeza ligeramente hasta que pudo pegar una oreja contra aquel peligroso elemento.
¿Eran eso pasos? ¿Dos o quizá tres?
Colocó una mano sobre el picaporte tan despacio como le fue posible y dirigió la otra hacia la llave, que siempre mantenía en la cerradura. Si la giraba, quien estuviera fuera lo oiría y sabría que le habrían descubierto, se lanzaría sobre él, le derribaría, le inmovilizaría y se le llevaría, y nunca podría averiguar toda la verdad sobre lo que les había ocurrido a Remeo y a los demás.
No, no era tan tonto.
Extremando la precaución, se puso de cuclillas para intentar ver algo a través de la cerradura. Aunque la llave obstaculizaba gran parte de su visión, las rendijas a izquierda y derecha le habrían indicado si hubiera habido algún movimiento al otro lado de la puerta.
Santino no pudo ver que hubiera nada. El pasillo parecía estar vacío.
Pero, ¿y si sus perseguidores se encontraban a los lados de la cerradura? Eran listos, sabían cómo tomarle el pelo a un hombre como él. Sin duda pensarían que sería fácil jugar con un simple monje.
No les pondría las cosas tan fáciles.
El susurro había concluido y ya no se oía ninguna respiración, pero eso no significaba nada. Eran listos, muy listos. Quizá contenían el aliento antes de tirar la puerta abajo y llevárselo por la fuerza. Quizá todo era parte de su plan.
Santino regresó silenciosamente hasta su cama y apagó el reproductor de vídeo. La oscuridad pareció escapar de la barandilla para invadir todos los rincones hasta llenar la pantalla.
Santino metió el aparato con el resto de sus efectos personales en el interior de la mochila, agudizó nuevamente el oído en dirección a la puerta hasta asegurarse de no oír ningún ruido, aliento o susurro, y finalmente se encaminó a la ventana. Había elegido esa habitación con cuidado. Al otro lado del cristal, un pequeño tejadillo inclinado terminaba en la superficie plana de otra techumbre. Desde allí podía llegar al edificio vecino y, escaleras abajo, hasta la calle.
En apenas un segundo, el miedo del monje quedó desbancado por una explosiva sensación de triunfo del todo extraña para él y su anterior vida. Pero había aprendido, ahora sabía cómo orientarse en el mundo exterior. Chafaría los planes de sus enemigos antes de que estos se dieran cuenta de que, una vez más, había logrado darles esquinazo.
Abrió la ventana de un empujón, y en el tiempo en que transcurre un latido, estaba fuera.
La figura de una virgen coronaba la casa de la shuvani. Ante ella, se encontraba arrodillada una figura embozada en un pañuelo negro. Las cuentas de un rosario brillaban entre los dedos temblorosos, secos y huesudos. Bajo la sombra del pañuelo nacía un suave murmullo.
Sobre la hornacina en la que reposaba la Virgen, habían colocado un pequeño letrero que revelaba que aquella representación de la madre de Dios se había erigido en 1954 en conmemoración del décimo aniversario de la liberación frente al fascismo. Más abajo, en el suelo, junto a la murmurante figura arrodillada, existían dos cuencos, uno lleno de agua, el otro, de comida para gatos. Un ejemplar callejero y sucio al que una alimentación a base de ratas y basura mantenía bien rollizo, había sumergido el morro en el segundo cuenco y engullía su contenido con tanta satisfacción como ruido, sin prestar la más mínima atención al orante.
Júpiter retuvo aquella imagen como todas las estampas callejeras que le llamaban la atención: como algo que podría haber sido maravilloso, extraño o inquietante de haberla plasmado alguien sobre un lienzo. Sin embargo, siendo como era parte de la realidad, duró muy poco, y apenas en un segundo, en cuanto Coralina abrió la puerta del local, lo olvidó completamente.
Cinco minutos después, tras un caluroso saludo por parte de la abuela de la joven, se sentaron en torno a una mesa en el estrecho jardín situado en el tejado del edificio, acompañados de un poco de queso y vino tinto.
La Shuvani era una mujer grande, de constitución dura y hombros anchos y fuertes. Su cabello aún era negro como la pez, igual que el de su nieta, si bien más corto y recogido en la nuca con un moño. Cientos de cadenas y brazaletes colgaban de su cuello y sus muñecas, respectivamente. Júpiter ignoraba la edad real de aquella mujer, pero calculaba que se encontraría en torno a los sesenta y muchos. Siempre había sido una persona difícil de comprender, incluso para su nieta, que había vivido bajo su techo desde hacía años, y que tampoco había podido escuchar ni una sola vez su nombre completo. Se la conocía, simplemente, como la Shuvani, una palabra que en romani significa bruja o hechicera.
—Hijo mío —dijo nada más tomar todos asiento en torno a la mesa—, cuánto me alegro de que estés aquí.
—Y justo a tiempo, me parece a mí —Júpiter se había propuesto tajantemente no dejarse engatusar, pero empezó por costarle esfuerzo no conmoverse con la maternal simpatía de la mujer.
La Shuvani intercambió una corta mirada con Coralina, quien volvió la vista al suelo con sonrojo apresurado. La anciana se dio cuenta en seguida de lo que había ocurrido, y exhaló un profundo suspiro.
—Ay, niños, me lo tendría que haber figurado.
Dicho esto, cayó en un profundo y taciturno silencio, roto únicamente por el ligero sonido que produjo al beber de su vaso de vino.
—¿Qué esperabas? —preguntó Júpiter —¿que os apoyara en ese disparate? No puedes estar hablando en serio.
La Shuvani dejó escapar una risilla ladina.
—Merecía la pena intentarlo, ¿verdad?
—¿Cómo puedes pensar eso?
—¿Qué es lo que ves cuando miras en tu interior, hijo mío?
—Cuando yo... ¿Qué?
—Cuando cierras los ojos. Venga, ¡hazlo! ¡Ciérralos! Cierra los ojos y descríbeme todo lo que ves.
Obedeció de mala gana y cerró los ojos, pero en seguida los volvió a abrir asustado, agitando la cabeza.
—Venga ya, ¿qué se supone que debería ver? Yo...
Ella le cortó de inmediato, de forma suave pero categórica.
—Ves las planchas de cobre. El legado de Piranesi —sonrió, sardónica, mostrando sus incisivos de oro—. Te has contagiado como si fuera una enfermedad. Ya no te dejará ir, Júpiter; Piranesi está aquí con nosotros.
Ella solía decir ese tipo de cosas, pero en el pasado nunca le habían provocado la incómoda sensación que le invadía en ese preciso momento.
—Te tomas estas cosas muy a la ligera —repuso él, con cierta inseguridad.
—¿A la ligera? —rio la Shuvani. Había olvidado ya cómo sonaba su risa, ronca y sonora como la de un hombre—. Estamos aquí en Roma, hijo mío. Con quince millones de turistas al año, nuestra «ligereza» es lo único que evita que nos sintamos prisioneros en una Disneylandia de la antigüedad.
—Existe una diferencia entre no tomarse las cosas demasiado en serio y tomárselas directamente a broma.
La Shuvani intercambió una rápida mirada con Coralina, quizá para comprobar si esa era también su opinión. Sin embargo, en esta ocasión, la joven se mantuvo firme y la Shuvani sonrió con gesto indulgente.
—Por lo que veo, la juventud se solidariza entre sí.
—Quizá ha sido un error —repuso Coralina.
La sonrisa de la Shuvani se volvió aún más ancha.
Júpiter frunció el ceño.
—No. Lo correcto ha sido anunciar el hallazgo. Aún no era demasiado tarde.
La Shuvani sacudió la cabeza con aire de resignación.
—¡Por Dios, Júpiter! Qué... juicioso te has vuelto en los últimos dos años. Casi hasta un poquito aburrido —él quiso contestar, pero ella se colocó el dedo índice sobre los labios sugiriéndole que permaneciera callado—. Me hubiera gustado que hubieras mostrado un poquito más de sentido común cuando estuviste con Miwaka en mi casa.
Siempre había llamado a Miwa por su nombre de pila, una pequeña señal más de lo poco que le había gustado ya por aquel entonces.
—No la metas en esto, ¿quieres? —repuso él, un poco demasiado deprisa, demasiado a la defensiva.
—Ya te dije que estaba jugando contigo. Esa pequeña víbora japonesa te utilizó como a un muñeco desde el principio. Se aprovechó de ti, y todo el que te conocía tuvo que quedarse mirando con los brazos cruzados mientras tanto.
Júpiter se escudó en una risa vacía.
—Tú no te quedaste precisamente de brazos cruzados.
—Solo intentaba avisarte —respondió la anciana, dejando relucir sus dientes de oro—. Sin éxito y, para serte sincera, no creo que hayas aprendido la lección. Sigues prendado de ella, como un perro al que han abandonado en la autopista.
—Muchísimas gracias —repuso él, irritado—. Te agradezco esa delicadeza con la que te pones en el lugar de los demás.
Coralina probó su vino por primera vez.
—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos Miwa y tú?
—No llegó a tres años.
—El estaría con ella —corrigió la Shuvani—, pero ella con él, no.
—Bueno, ya está bien —murmuró él.
La Shuvani quiso continuar hablando del tema, pero Coralina salió en ayuda de Júpiter.
—¿No bebes vino? —le preguntó, observando el vaso que él no había siquiera tocado.
—Soy alérgico.
—¿Precisamente al vino tinto? —Coralina dejó escapar una risilla infantil—. Es terrible.
La Shuvani dio un respingo.
—Oh, Dios mío, ¿cómo he podido olvidarlo? —antes de que Júpiter pudiera responder, desapareció rápidamente en el interior de la casa, zarandeándose con las zancadas patosas tan propias en muchas mujeres entradas tanto en años como en peso—. Solo tengo Frascati en el frigorífico —gritó desde dentro.
Coralina tomó el vaso de Júpiter y lo vació en una maceta.
—¿Qué te ocurre cuando lo bebes?
—Me salen sarpullidos, piel escamada y un picor como para volverse loco.
—¿Solo con el vino tinto?
Júpiter asintió y tamborileó tres veces en el tablero de la mesa.
—Al menos hasta ahora.
La Shuvani regresó de la cocina y colocó una garrafa de vino blanco sobre la mesa, junto con un vaso limpio.
Júpiter lo llenó hasta la mitad.
—Coralina me ha contado que la tienda no va bien.
—Sí, es algo triste —suspiró la Shuvani—. Debería vender a los turistas pequeños legionarios de plástico y esas postales con imágenes tontas que cambian al moverlas. Entonces nos iría mucho mejor.
«Y sin atropellar peatones sin carné de conducir», pensó Júpiter.
Hacía un momento, antes de que subieran al jardín, había echado un furtivo vistazo a la tienda de la Shuvani. Parecía que nada había cambiado desde entonces, tan solo el aroma de los recuerdos conjurados, de imágenes de Miwa y él revolviendo entre cajas y estanterías durante dos días enteros.
La Shuvani vendía cuadros y libros, algo que no la diferenciaría de otros doscientos comerciantes de Roma si no fuera porque se había especializado en arte esotérico y en cualquier clase de libro que le deparara la visita furtiva de ocultistas con gafas y problemas de sobrepeso.
La tienda comprendía los dos pisos inferiores del edificio. La planta baja lucía estanterías repletas de libros que cubrían las paredes por completo y convertían la pequeña tienda en un laberinto angosto y mal iluminado. Justo encima, en el primer piso, se almacenaban dibujos, grabados, acuarelas, aguafuertes... todo lo que se pudiera almacenar en álbumes y cajas. La tienda de Shuvari no era una galería en la que se pudieran contemplar las obras en amplias paredes llenas de luz; quien entrara debía llevar consigo tiempo suficiente para luchar contra carpetas y montañas de dibujos acumulados hasta que, quizá, lograra encontrar el que busca. La Shuvani no era, además, demasiado amiga de la atención al cliente. Sostenía la creencia de que nadie sabía mejor dónde buscar que el propio comprador, y limitaba su participación en la compra a manejar la caja y ocupar su lugar tras el mostrador, donde hojeaba libros y catálogos de antigüedades mientras mantenía un ojo alerta frente a los visitantes. Júpiter recordaba bien la reacción furiosa de Miwa cuando, al final del primer día en la tienda, se había plantado ante la Shuvani, con su metro cincuenta y seis de altura y tan delgada como una bailarina de ballet de doce años, y había constatado la desconfianza, descortesía y, también de forma algo infundada, la fealdad de la anciana. Para entonces, no obstante, hacía ya tiempo que la Shuvani había decidido no sentir aprecio alguno por la enérgica japonesa, por lo que las palabras de Miwa no habían hecho más que sellar la mutua antipatía, pero en ningún caso provocarla.
El recuerdo de aquel día hizo que Júpiter se sintiera incómodo, así que intentó borrar la imagen de su mente estirando y haciendo crujir sus falanges. Fue inútil. Miwa estaba siempre con él, en cada paso, en cada palabra, en cada pensamiento.
Un gato blanco se deslizó por la barandilla de piedra que daba al jardín, se arrojó con elegancia desde las plantas, tan altas como un hombre, y aterrizó de un brinco sobre el regazo de la Shuvani, quien comenzó a acariciar al animal con devoción.