Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
—¿Fue esta iglesia?
—Santa Maria del Priorato di Malta —corroboró Coralina—. El legado arquitectónico de Piranesi.
Júpiter paseó su mirada por la amplia nave de la iglesia, pero no descubrió nada que le pareciera inusual o particularmente extraordinario a simple vista. No cabía duda de que, con el buril y la placa de cobre, Piranesi era un genio indiscutible, sin embargo su estilo de construcción resultaba soso y apenas sin atractivos.
—Nunca le permitieron trabajar aquí como a él le hubiera gustado —alegó Coralina—. Si le hubieran dado total libertad, este edificio habría vivido una transformación radical. Personalmente creo que esta situación le desesperaba. Probablemente terminó enfrentándose a sus patrones, y de resultas de todo ello nunca más logró trabajar de nuevo como arquitecto.
—¿Y
la plaza?
—Pertenece a la iglesia; has pasado justo por encima. Es la Piazza Cavalieri di Malta.
La pareja llegó hasta el final de la pasarela. Sobre sus cabezas se alzaba la cubierta de la iglesia. El fragmento de pared parcialmente oculto por los últimos metros de andamiaje estaba cubierto con un plástico negro, en cuyos pliegues y protuberancias se había posado el mismo polvo sutil que descansaba sobre la ropa y el cabello de Coralina. Un cajón de madera lleno de ladrillos amontonados completaba la escena.
Coralina se detuvo frente al plástico protector y abrió un hueco libre en él echándolo hacia los lados, como si fuera las cortinas de un telón; entonces dijo:
—Aquí está.
Júpiter avanzó con curiosidad hasta situarse junto a ella y descubrió, para su asombro, que tras la lámina aparecía una oquedad horadada en pleno muro, no demasiado profunda: apenas había que estirar el brazo para alcanzar la pared. El investigador se sorprendió, no obstante, de que todas las evidencias indicaran que se trataba de un hallazgo reciente, que daba origen, además, al misterioso y omnipresente polvillo.
—¿Es anterior a las reformas de Piranesi? —preguntó.
—Es lo primero que uno piensa, ¿verdad? —replicó Coralina—. Sin embargo, he realizado un par de pruebas de laboratorio a algunas muestras de piedra y estas han establecido, con absoluta seguridad, que esto que ves se realizó exactamente en la época de la restauración de la iglesia.
El hueco medía unos dos metros de ancho y lo mismo de alto. La pared posterior lucía un barullo incomprensible de relieves de tema mitológico por toda su superficie; seres de fábula que se agarraban, mordían, copulaban o cazaban entre ellos. La mayoría tomaban la forma ambigua de las gárgolas góticas, si bien algo más planas y menos amenazadoras, pero tampoco faltaban algunas figuras que hasta un niño reconocería a simple vista: el unicornio, el pegaso y una cabeza de gorgona mostrando, agresiva, los dientes.
—Esto no se corresponde en absoluto con el resto de la obra de Piranesi —señaló él—. ¿Estáis completamente seguros de que las fechas se corresponden?
—Sí, y no solo por los resultados del laboratorio.
Él quiso preguntar a qué se refería con eso, pero la joven replicó de inmediato:
—Todavía no has visto todo. Espera.
Dicho esto, comenzó a rebuscar por detrás de uno de los rebordes de la cortina protectora hasta hacerse con una linterna. El habitáculo se inundó de luz, que generó sombras entre las criaturas, una oscuridad engendrada en sus ollares, en sus fauces y en las cuencas de sus ojos. Algunos casi daban la impresión de haber tomado vida real en el momento en que los rayos de luz habían acariciado, errantes, su pétrea y porosa piel, para crear así una apariencia de movimiento furtivo.
—Todo esto se ocultaba tras un muro que yo había estado echando abajo en los últimos días —explicó Coralina—. No sé si habrá más oquedades como ésta entre los muros, pero supongo que no. Comencé a trabajar aquí por pura casualidad. Mientras examinaba el muro, el revoque comenzó a descascarillarse y dejó visible el muro interior: la humedad de los últimos doscientos años ha debido de pudrirla. He retirado todas las capas sueltas. La superficie deteriorada tenía exactamente el mismo grosor que el hueco que apareció detrás; a su alrededor solo hay mampostería sólida y revocadura compacta.
—Has dicho que aún no lo he visto todo.
Ella inclinó la cabeza en gesto afirmativo.
—Ahora te mostraré la cola del dragón. Por aquí.
Iluminó con la linterna la esquina derecha del agujero, cerca del hombro de Júpiter.
La cola de una serpiente gigante se encorvaba sobre el restante caos de cuerpos enredados y conformaba algún tipo de pasador; o quizá un picaporte.
Júpiter se volvió hacia Coralina, quien le dedicó un significativo gesto de invitación.
—Prueba.
Colocó los dedos sobre la palanca y tiró, pero no ocurrió nada.
—¿Y ahora? —preguntó él.
—Tienes que girarlo en el sentido de las agujas del reloj.
Obedeció, hasta que la palanca produjo un crujido sordo.
Júpiter titubeó. Antes de completar el giro del mecanismo, preguntó:
—¿Quién lo sabe?
—Solo tú, la Shuvani y yo.
—¿Y
tus superiores?
Ella se encogió de hombros.
—Ni siquiera el párroco —contestó—. Nunca viene por aquí. Las pruebas preliminares las hice yo sola, no tengo ningún compañero. La mayor parte de las obras de restauración en Roma mueren en pos del ahorro, y las reformas en la Basílica de San Pedro han acaparado casi toda la financiación externa en los últimos años.
—¿Y
por qué tanto secretismo?
Ella rió, pero su risa ya no desvelaba la misma despreocupación de antes. Coralina había encontrado algo que la inquietaba. Algo de lo que quería hablar con él.
—Termina de girar la palanca —exclamó, prolongando el misterio.
Júpiter completó el círculo y el crujido se interrumpió bruscamente. Tiró del pasador, sin resultado. Sin embargo, cuando ejerció algo de presión con la mano izquierda sobre el relieve, algo se movió: toda la pared posterior del habitáculo se inclinó hacia dentro como un puente levadizo.
Lo que se abrió tras ella fue una completa oscuridad. El aire era frío y desprendía un aroma pesado, a pesar de que, con total seguridad, Coralina habría abierto aquella puerta más de una vez en los últimos dos días. Júpiter sabía exactamente lo que ella había sentido, la indescriptible sacudida emocional que los descubrimientos provocan, lo espectaculares y magníficos que estos pueden llegar a ser, aunque en otras ocasiones resulten decepcionantes o insignificantes. Era precisamente ese breve espacio de tiempo de incertidumbre, ese instante de espera, de aliento contenido, de anhelo ante la inminente revelación, en el que se encontraba. Júpiter había experimentado momentos como ese una y otra vez con cada pintura desaparecida, con cada escultura oculta al que él hubiera seguido la pista hasta archivos de museos, colecciones privadas o incluso, en un par de ocasiones, hasta los trasteros más recónditos de graneros abandonados en medio de ninguna parte.
Coralina dirigió el chorro de luz de la linterna hacia la tiniebla que se extendía tras el portón de los relieves.
Para sorpresa del investigador, la cámara resultó ser muy grande. Júpiter intentó en vano ubicar su posición dentro de la fachada de la iglesia. Debía de estar colocada con asombrosa pericia en la estructura externa del edificio para haber pasado tan completamente desapercibida durante siglos.
Giró la cabeza hacia atrás y sonrió.
—Deberías informar a alguien de todo esto.
—Vamos a echarle un vistazo —repuso ella en la oscuridad.
Él observó, a través de la estrecha hendidura comprendida entre la pared y el andamio, la distancia que les separaba del suelo, vio el polvo caer suavemente hacia el vacío y, finalmente, dio un paso adelante hacia el abismo. Un segundo después se encontraba atravesando el portón abierto al interior de la cámara. Coralina estaba ya a su lado y apuntaba la luz de la linterna en todas direcciones.
La caída era más profunda de lo que lo había sido desde el andamio. En dos pasos se situaron junto a la pared opuesta, que carecía de revoque, pero estaba seca. Júpiter podía seguir con claridad las pisadas de Coralina: aparentemente había examinado cada rincón de la cámara; ya fuera paredes, techo o suelo.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras observaba el entorno.
Coralina le hizo entender con una inclinación de cabeza que siguiera el haz de luz de su linterna. El resplandor se arrastró lentamente por el muro posterior hasta que Júpiter pudo descubrir lo que ella quería mostrarle.
Algunas de las junturas verticales del muro eran más anchas que las demás y formaban aberturas en la piedra de unos sesenta o setenta centímetros de altura de las que no surgía luz alguna, por lo que no podían conducir a la fachada del edificio.
Prendida en cada una de estas ranuras se apreciaba lo que, a primera vista, podría confundirse con un paño con el que alguien hubiera intentado taponar improvisadamente los orificios para evitar la humedad. Júpiter alargó tímidamente un dedo y rozó el material: tenía un tacto similar a la gamuza.
Cuando se volvió nuevamente hacia Coralina, esta comenzó a rodear su rostro con el haz de luz.
—Lo he dejado todo como estaba cuando lo encontré. Quería que lo vieras en su estado original.
Se giró una vez más hacia las ranuras. Sin contarlas una por una calculó que habría unas diecisiete o dieciocho. Pellizcó el cuero ligeramente pero no tardó en retirar agitadamente los dedos.
Su recelo sorprendió a Coralina.
—No es piel humana —rio ella entre dientes, como una adolescente ante una broma particularmente macabra—, aunque encajaría bien con la situación, ¿verdad?
—¿Lo has llevado a analizar?
—Por supuesto. Es cuero bovino, bien trabajado y tratado en uno de sus lados con algún líquido impermeable.
Júpiter tiró fuertemente de uno de las cubiertas de cuero. Para su sorpresa, resultó ser mucho más pesada de lo que había esperado; el tejido envolvía algún tipo de objeto.
Mientras lo retiraba cuidadosamente de la hendidura, pudo comprobar que se trataba de una placa rectangular.
Coralina observó con qué minuciosidad examinaba los bordes del aplanado paquete.
—Unos cuarenta y un centímetros por cincuenta y cuatro. Más o menos un par de milímetros.
Júpiter retiró con precaución la quebradiza funda de cuero para descubrir una placa metálica, aparentemente de cobre, que en muchas zonas había adquirido un tono verdoso. Algo de humedad había logrado, por tanto, abrirse paso hasta ella.
La placa estaba cubierta hasta sus extremos con una cenefa. Líneas claras y sombreados se entretejían por la superficie como si estuvieran pintadas sobre ella, si bien Júpiter apreció en seguida que, en realidad, estaban grabadas. En los surcos aún reposaban restos de pintura negra.
Alzó la placa con ligereza, pero la tocó utilizando los extremos de la funda de cuero para no dejar huellas dactilares. Los rayos de luz que chocaban directamente sobre el metal, producían en este reflejos cegadores.
—Dirige la luz hacia un lado —le dijo a Coralina.
Descubrió entonces de qué se trataba.
—¿Una plancha de impresión del ciclo de las
Carceri
, de Piranesi?
—El original de la lámina siete —susurró Coralina, como si temiera que la pieza pudiera dañarse únicamente con el sonido de su voz.
La placa mostraba, como en la totalidad de las dieciséis láminas de las
Carceri
, un mismo motivo: la panorámica de un gigantesco calabozo. Ante el observador se abría el escenario de una inmensa sala subterránea, atravesada por grandiosos puentes y escaleras de caracol, colosales arcos e intersecciones repartidos en varios pisos. De todas partes colgaban cadenas y, de forma esporádica, se reconocían figuras humanas: algún prisionero de extremidades borrosas y formas dudosas. En la parte superior del dibujo, un enorme puente levadizo se cerraba sobre el abismal espacio de la sala. La mera contemplación de la escena bastó para conjurar en el oído de Júpiter un susurro irreal, como las notas de un apuntador: el chirrido de las ruedas dentadas, el crujido de las poderosas cadenas, el gemido de los cimientos y los tablones de madera, resonando y deformándose en la grandiosidad de esa catacumba infernal.
Ligeramente mareado, se encaró una vez más con Coralina.
—¿Se sabe que aún existe la plancha?
Ella negó orgullosa con la cabeza.
—No. Todo lo que se conserva de las
Carceri
son las reproducciones, las impresiones que Piranesi realizó mediante las planchas, pero los originales se consideran desaparecidos.
La mirada de Júpiter vagó siguiendo las ranuras de la pared.
—¿Son las dieciséis?
—Sí.
Con sumo cuidado, depositó la plancha en el suelo y la envolvió poco a poco, tiernamente, en el cuero protector, para introducirla después en la hendidura con el más solemne de los respetos.
—No me sorprende que la Shuvani no quisiera hablar de esto por teléfono. Tienes claro que esto es un descubrimiento sensacional, ¿verdad?
—No, Júpiter —respondió ella, mordaz—. Solo estudié Historia del Arte para poder ligar con un profesor con chaqueta de
tweed
.
Él sonrió con ironía.
—Pero lo que quieres es que te diga cuánto valen las planchas, ¿no?
Coralina asintió.
—Tu abuela y tú... Vosotras dos esperáis una recompensa.
Ella apartó bruscamente sus ojos de los de él y volvió la mirada al suelo.
—El negocio no va bien. La Shuvani se quedará en la calle si no logra pagar sus deudas. No podríamos ni pagar la mudanza (Dios mío, todos esos libros), mucho menos una casa nueva.
Delicadamente alzó el mentón de la muchacha con el dedo índice y le miró directamente a los ojos para preguntarle:
—¿No habréis pensado en la posibilidad de hacer desaparecer las planchas?
La expresión de la joven se endureció y dio un paso hacia atrás.
—Tú solo tienes que calcular el valor, Júpiter. Te pagaremos por ello, si quieres.
—¿Con el dinero que obtengáis de cualquier estraperlista? —de haber gritado algo más alto, se le habría podido escuchar desde la iglesia, por lo que rápidamente controló el tono—. Estas cosas valen un par de millones, Coralina. ¡Millones! No es algo que se pueda vender tranquilamente en Porta Pórtese entre camisetas y cintas pirata.