Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
—Sería un detalle por tu parte que no me subestimaras de esa manera —respondió ella con frialdad—. Conozco a gente que podría encargarse de ese tema.
—Entonces, ¿por qué no les has llevado a ellos las planchas para que las valoren?
Esta vez, ella le sostuvo la mirada, pero con gran esfuerzo, tal y como él pudo observar.
—Los tipos que pueden permitirse pagar por hallazgos como este no son precisamente conocidos por su gran honradez.
—Me siento halagado.
—¡Por el amor de Dios, Júpiter! ¡La Shuvani confía en ti! Y yo también. Simplemente dime cuánto se puede pedir por las planchas y no te pediré nada más. No tendrás que mancharte las manos.
El detective le arrebató la linterna de las manos y apuntó directamente a la cara de la chica con el haz de luz.
—Si ya os habéis decidido, entonces ¿por qué siguen aquí las planchas? Podrías habértelas llevado ya anoche.
—Yo... —se interrumpió ella, buscando las palabras.
Júpiter se colocó frente a ella.
—En realidad no quieres hacerlo, ¿verdad? No es como «mangar» algún trasto en una tienda y lo sabes. El robo de obras de arte se considera un delito grave, y mucho más a esta escala.
«"Mangar" algún trasto en una tienda...».
Tanto si quería como si no, seguía viendo en ella a esa chiquilla que va a un centro comercial y, por primera vez, deja caer como por accidente un lápiz de labios en el bolsillo de su chaqueta.
—La Shuvani está desesperada —respondió la joven—. Necesitamos el dinero.
—Pero no así, Coralina. No de esta manera.
Ella adoptó un súbito e inquietante aire nervioso.
—Nadie nos garantiza una gratificación. La iglesia reclamará las planchas y el Vaticano no soltará ni una lira mientras no se lo exija un tribunal. Yo trabajo para el Vaticano, así que no tengo ningún derecho legal —se lamentó mientras hacía surcos en el polvo con la punta del pie—. Joder, Júpiter, nos quedaremos en la calle si no podemos sacar el dinero de algún sitio.
—¿Cuánto necesitas?
—Ciento cuarenta millones de liras.
—¿Ciento cuarenta? ¡Con eso podrías comprar media casa!
—No son solo los pagos atrasados del alquiler. ¡Ya conoces a la Shuvani! Tiene a sus espaldas toda una hilera de denuncias por escándalo público, quebranto del orden público y demás. Las multas se van amontonando: dos mil liras por aquí, cuatro mil por allá. Además tuvo un accidente apenas dos meses después de que le retiraran el carné de conducir. Desde entonces tengo que hacer yo sola las entregas de los libros.
—¿Qué pasó?
—Atropello a una mujer en la Piazza Cairoli. La Shuvani tuvo toda la culpa, así que tiene que pasar año y medio en libertad condicional, pagar una sanción desorbitada y ocuparse de los gastos médicos de la víctima. Podemos darnos por satisfechas porque la mujer no presentó también una demanda por daños y perjuicios.
—¿La Shuvani está en libertad condicional y todavía te instiga a realizar un desfalco de obras de arte por valor de dos millones de dólares? —dejó que el chorro de luz de la linterna apuntara al suelo y agitó la cabeza con aire reprobatorio—. Quizá debería tener una pequeña conversación con tu abuelita.
Coralina se plantó como un rayo frente a él y le agarró con fuerza del antebrazo.
—¡Ya no soy una niña, Júpiter! Ya no soy esa mocosa que se mete a hurtadillas por las noches en habitaciones ajenas. Estoy decidida a hacer esto.
—No, no lo estás. De ser así, las planchas ya no estarían aquí.
Júpiter vio cómo los ojos de la joven se tornaban vidriosos y se le encogió el alma pensando que iba a echarse a llorar, pero no tardó en sacudirse de encima toda emotividad, si en realidad hubo un momento en que ella hubiera estado cerca de mostrar sus emociones.
—¿Tan imposible es que salga bien? —preguntó con voz queda.
—Del todo —le tomó de la mano sin saber muy bien por qué lo estaba haciendo, pues no relajaba en absoluto la situación—. Incluso aunque consiguieras sacar dieciséis planchas de esta categoría de la iglesia sin que nadie se diera cuenta, ¿a dónde irías con ellas? Tus amiguitos trapicheadores son...
—Te he dicho que conozco a esa gente —le interrumpió ella—, no que sean mis amigos.
—Esos tipos son bombas de relojería —Júpiter había conocido a incontables tratantes ilegales de arte en los últimos diez años, y sabía de lo que hablaba—. ¿Cuánto crees que tardará en ocurrírseles la genial idea de no pagaros nada por las planchas? ¿O de haceros chantaje? ¿O de entregárselo todo a la policía para sacar provecho? —contuvo el aire para después expulsarlo en un sonoro suspiro—. Olvídalo, no tiene sentido. Ni siquiera un profesional tendría posibilidades de que le saliera bien.
Coralina calló durante un largo rato y dejó que su mirada, compungida, recorriera los nichos que albergaban las placas de cobre. El observó detenidamente su lucha interior: no era una batalla fácil.
Finalmente, inclinó la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Tendré que llamar a un par de personas.
—¿Me lo prometes?
—Sí, te lo prometo.
Cuando atravesaron la entrada cubierta de plástico de vuelta al andamiaje, vieron, por encima de la barandilla, que en el suelo, junto a la maleta de Júpiter y observando esta desde todos los ángulos, se encontraba un sacerdote vestido de negro.
—Atrás —susurró Coralina mientras hacía retroceder a Júpiter hasta un punto en el que el religioso no pudiera verlo. Ella, por su parte, salió del refugio lanzando a su compañero en la clandestinidad un atisbo de sonrisa y descendió precipitadamente por las escalerillas.
Poco después, Júpiter pudo escuchar las explicaciones que la joven ofrecía al clérigo.
Cerca del Palazzo Farnese, junto al timbre de una vivienda, un letrero anuncia
«Residenza»
. Quien pulse el blanquecino botón, pulido y lustroso tras décadas de uso, no tardará en oír el sonido de la puerta al abrirse. Después, podrá subir hasta el cuarto piso mediante un ascensor de aspecto venerable, engalanado con un enrejado de hierro forjado y, una vez allí, le recibirá un anciano de cabellos grises que lleva en su portería desde los tiempos del Duce. La madera está apagada y quebradiza, y el portero es arisco y parco en palabras. Las habitaciones no son caras, y quien pregunte por un huésped en concreto o acuda buscando información, con toda seguridad no recibirá más que silencio.
En una de las habitaciones de esta pensión, por encima del laberinto de callejuelas del casco viejo, se encontraba sentado Santino, contemplando con atención la pantalla de un reproductor de vídeo portátil de tamaño no mucho mayor que la desgastada Biblia apoyada en la mesilla de noche.
Santino lloraba.
El hombre que aparecía en la cinta estaba muerto. Le había conocido como la palma de su mano, era su amigo, su hermano.
Monje capuchino, como él mismo.
Santino lloraba por lo que le había ocurrido, pero también por sí mismo, por el destino que Dios, en toda su Gracia, le había confiado.
Santino estaba asustado como nunca antes en toda su vida. Sabía que lo seguían, sabía que incluso allí, en aquella pensión, darían con él. Pronto, muy pronto, puede que ese mismo día.
Había hecho todo lo posible por borrar sus huellas, pero no era un criminal, solo un monje capuchino, y no sabía desvanecerse en el aire y desaparecer de un día para otro. Su sentido común le recomendaba que abandonara la ciudad y se alejara de Roma, se adentrara en la Campiña y continuara hacia el sur hasta el mar e incluso más allá. Quizá podría encontrar refugio en una misión, en algún lugar del norte de África.
Sin embargo, él sabía que aquel plan no era más que una quimera. Ellos le encontrarían en cualquier sitio en que se mostrara abiertamente. Había sido capuchino demasiado tiempo como para encomendarse a una protección que no era la de Dios. Las pensiones y hoteluchos en los que se ocultaba, siempre en guardia, desde hacía días, en una sucia habitación tras otra, le recordaban extraordinariamente a su concepto personal del infierno. Era evidente que no podría prolongar este juego del escondite durante mucho tiempo: no tardaría en buscar la protección y el consuelo de una iglesia, y entonces le atraparían.
Creía descubrir a sus perseguidores en cualquier esquina: en los pasos que resonaban por el pasillo y que se detenían durante un instante imperceptiblemente más largo frente a su puerta; en los ruidos de la habitación superior a la suya, cuyo permanente ir y venir resonaba por el techo de su cuarto y excitaba sus nervios hasta hacerle enloquecer. Ir y venir, ir y venir, una y otra vez.
Ya no sabía si lo imaginaba todo o si los pasos y los sonidos existían en realidad, pero podía percibir que lo estaban observando, que el círculo en torno a él se cerraba y estrechaba cada vez más.
Tenía que ver todas las grabaciones, los seis vídeos, hasta el último minuto, antes de caer en la red de sus enemigos. Tenía que descubrir toda la verdad, el gran secreto por el cual sus hermanos habían dado la vida, entre gritos de agonía y cubiertos de sangre, en un lugar sin Dios y su clemente auxilio. Tenía que saberlo todo de una vez por todas.
En los días pasados desde el inicio de su huida, había visto ya las tres primeras grabaciones, las de mayor duración: siempre las mismas imágenes, las mismas voces, los mismos sonidos. Esta tarea le dejaba exhausto y aturdido, y únicamente el miedo reflejado en los hombres que aparecían en la pantalla mantenía despiertos sus sentidos. El entendía lo fundado de su terror. Conocía en profundidad el desenlace de su odisea.
No fue fácil reproducir las grabaciones durante demasiado tiempo sin verse obligado a hacer pausas; continuamente tenía que abandonar su escondite y vagar sin rumbo por los callejones, hasta que, finalmente, en una de aquellas habitaciones de hotel, había descubierto que se le habían acabado las pilas. No disponía de demasiado dinero, solo lo justo para pasar bajo techo alguna que otra noche, y había dedicado todo un día a luchar consigo mismo antes de decidirse a robar en una tienda pilas nuevas, un cargador y un cable de red. Eso había sido la tarde anterior, pero en ese momento, al mediodía del día siguiente, había logrado introducir finalmente la cuarta cinta en el reproductor. Ya había visto la mitad de la grabación, y sospechaba que todo lo que se mostrara a partir de ese punto iba a ser peor, mucho peor.
Santino se sentía como un alcohólico que sabe que, hiciera lo que hiciera, no debería ni acercarse a una botella, y sin embargo termina haciéndolo. Debería haber tirado el reproductor con monitor incorporado, debería haber destruido las cintas, lo que fuera para no ver, para no escuchar. Haberse vuelto ciego y sordo. Algo imposible, por supuesto. Les debía a los demás descubrir algo más acerca de su destino final, tomar parte en él, como si él mismo hubiera sido miembro de esta expedición fatal al abismo o, al menos, lograr hacerse una idea de lo que fue aquello. Había sido Santino quien les había proporcionado el equipamiento y se había preocupado de que el abad no se enterara de sus planes. Había sido uno de los cabecillas desde el principio.
Sin embargo, al final, había sido él quien se había rezagado ya en la entrada, cuando la cojera en la pierna derecha que padecía desde que nació hizo que sus tres compañeros tomaran la delantera. El nunca habría podido seguir su ritmo y, en cualquier caso, no iban a tardar en regresar para compartir con él sus experiencias.
Tan solo uno de ellos surgió después del abismo, el hermano Remeo, y tan solo unos instantes después moriría en los brazos de Santino. El brazo izquierdo de Remeo, completamente quemado, colgaba de su cuerpo, y mostraba el hueso desnudo y renegrido como si lo hubieran raspado, pero seguía aferrado a las seis cintas de vídeo. Con sus últimas fuerzas había logrado sacar a la luz aquellas grabaciones, poniendo en ello toda su fuerza de voluntad, como si la vida se le fuera en ello y, moribundo, había hecho jurar a Santino que descubriría la verdad para poder, quizá, informar al mundo.
Santino no quería poner en marcha aquellas cintas, ni contemplar aquellas imágenes, pero debía hacerlo. En seguida, sin dilación, mientras aún le quedara tiempo.
«Remeo», se preguntaba, «¿Por qué nosotros? ¿Por qué yo?».
El monitor mostraba los escalones de una escalera de caracol, de unos diez metros de ancho y construida en piedra sólida. A lo largo de tres cintas, tres hombres descendieron por ella. Uno de los exploradores, Remeo, portaba sobre su hombro la cámara y el correspondiente foco. Los capuchinos carecían de experiencia con este tipo de elementos tecnológicos, pero durante las eternas horas de descenso hacia las profundidades había terminado por coger cierta práctica. La imagen era cada vez más inestable y, en ocasiones, borrosa, si bien resultaba más visible que al principio de la grabación, en que el entorno únicamente se podía intuir.
Los otros dos monjes eran el hermano Lorin y el hermano Pascale. Remeo aparecía raramente en la imagen, únicamente cuando cedía la cámara momentáneamente a alguno de sus compañeros o cuando la colocaba sobre la elevada barandilla de la escalera, ya que la mayor parte del tiempo la portaba esforzadamente sobre el hombro, hablaba en alguna ocasión por el micrófono y filmaba a sus hermanos mientras se iban adentrando, escalón tras escalón, en el abismo.
Hasta ahí, doce horas. La escalera parecía no tener fin. Si Santino no hubiera confiado tan ciegamente en Remeo, habría pensado que los tres hombres habían descendido siempre el mismo tramo de escalones, quizá por miedo a penetrar más en las profundidades, pero él conocía a su amigo y sabía que aquellos peldaños y sus dimensiones eran reales.
Doce horas de descenso por una escalera titánica y aun así, el inicio de la cuarta cinta no presentó ningún cambio. Al otro lado de la barandilla, compuesta de columnas de piedra tallada que se alzaban hasta la altura del estómago, no había nada más que tinieblas. En diversas ocasiones los monjes arrojaron esferas luminosas a la oscuridad y solo pudieron constatar, desilusionados, cómo las bolas caían y su brillo se extinguía en algún punto de la profunda negrura. Los proyectiles no rebotaban en ninguna dirección, ni encontraban el inicio de una pared o estructura arquitectónica; tan solo el vacío y la oscuridad.
Los monjes portaban en sus mochilas algunas provisiones que, con un consumo moderado, les permitirían alimentarse varios días más. Como capuchinos estaban acostumbrados a las privaciones, si bien el descenso infructuoso y prácticamente inacabable lograba agotarlos. Hasta la fecha, sus vidas se habían consagrado a las labores propias de su orden, principalmente el cuidado de los enfermos y el trabajo manual. Los capuchinos llevaban una frugal vida de ermitaño en medio de la metrópolis de dos millones de habitantes que es Roma. El estudio y otras labores eruditas estaban prohibidas para ellos, su existencia se dedicaba únicamente al bien de los demás y a la gloria del Señor.