La conspiración del Vaticano (6 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—He visto abajo, hace un rato, un gato bastante asilvestrado —comentó Júpiter—. ¿También es tuyo?

—Ni ese ni este —respondió la Shuvani mientras rascaba con mimo los flancos del felino—, pero todos vienen a mí porque se sienten a gusto conmigo. Eso es algo que los gatos y tú tenéis en común, ¿no crees?

El comentario le pilló desprevenido. Había usado maneras muy frías y había querido reprender a la Shuvani por la insensatez que le había llevado a instigar a Coralina a cometer un delito, sin embargo ahora no podía más que darle la razón: siempre le habían gustado la anciana y su destartalada casa llena de cachivaches, y por ello no quería que nada cambiara en el futuro, fueran cuales fueran las maquinaciones de la Shuvani para arreglar su situación financiera.

Unos diez años antes, cuando oyó hablar por primera vez de ella y su gabinete de curiosidades, justo antes de cruzar su puerta, se encontraba francamente desesperado. Durante todo ese caluroso día de agosto había buscado por sus estanterías y armarios una primera edición de
Le mystère des cathédrales
de Fulcanelli, ejemplar que, con gran fuerza de convicción, ella afirmaba haber adquirido a finales de la II Guerra Mundial, cerca de Nuremberg, a manos de un prisionero de guerra francés. De haber dado crédito a sus palabras, se podría encontrar en el lomo del libro una nota manuscrita del misterioso autor... Lo que la Shuvani no le contó, fue que el libro, en la época en la que Júpiter lo buscaba, estaba ya ilocalizable. A pesar de todo, para cuando se enteró, la extravagante anciana y él habían sellado una gran amistad. Más tarde descubriría el valor que aquella mujer concedía a sus afectos. La Shuvani carecía de amigos, y apenas mantenía buena relación con algunos conocidos. Por causas que hasta entonces no había entendido completamente, ella siempre le había tenido un cariño especial, y por ello le había invitado a quedarse en su casa siempre que había acudido a Roma en una investigación, incluyendo aquella noche en que Coralina se había colado en su habitación, embriagada de enamoramiento adolescente.

—Abuela —dijo Coralina mientras retorcía entre los dedos un mechón de sus negros cabellos—, ¿no crees que deberíamos contárselo todo a Júpiter?

—¿Estará preparado para ello? —murmuró la Shuvani sin alzar la vista del gato blanco que se desperezaba con placer sobre los amplios muslos de la mujer.

—Preparado, ¿para qué? —Júpiter miró alternativamente a Coralina y a su abuela, sin mostrarse realmente preocupado pero genuinamente intrigado. Debía de haberse imaginado que la Shuvani escondería algún as en la manga.

Como nadie respondía, insistió:

—Preparado, ¿para qué?

—Es posible que hayamos cometido un error —dijo Coralina. Se levantó y ahuyentó al gato del regazo de su abuela con un cachete suave—. Odio a los gatos.

Júpiter observó al animal mientras desaparecía silenciosamente entre los maceteros. Buscaba algo con lo que distraerse, pues sabía que estaba a punto de escuchar algo que no le iba a gustar. Por un momento, le sobrevino el pensamiento de que aquel era el último y preciso instante en que tendría la oportunidad de marcharse y mantenerse al margen de toda esa historia, y sin embargo, se quedó, presintiendo que había dado un paso mucho mayor y más relevante de lo que más tarde le gustaría.

«Arrepentimiento prematuro», se dijo, mientras se preguntaba si existiría un término psicológico para ello.

—Ven conmigo —le urgió Coralina.

Júpiter la siguió sin preguntar, tenía suficiente paciencia como para aguardar la llegada de la inminente catástrofe en toda su dimensión, y no necesitaba advertencias ni misteriosas predicciones. Aunque algo aturdido, aún se decía «enséñame lo que quieras, que no me va a sorprender mucho». Podía oír tras de sí los pasos arrastrados de la Shuvani.

Atravesaron el minúsculo cuarto de estar, invadido por los libros, y llegaron hasta la escalera, para encontrar después abierta la puerta de la cocina, de la que surgía un caos oloroso de ajo y pimentón. Los escalones de madera eran apenas lo suficientemente anchos para una persona adulta, y tan inclinados que resultaba aconsejable esperar a que la persona anterior hubiera llegado ya a la planta inferior antes de arriesgarse a resbalarse por los desgastados cantos de los peldaños, tropezarse con el otro y acabar los dos por los suelos.

Subieron al primer piso, el que se encontraba justo encima de la tienda. Allí, de entre montones de papel y carpetas sobresaturadas, Coralina entresacó un pesado cofre de roble, bajo el cual apareció algo que Júpiter reconoció a primera vista. La impresión que le produjo la visión, de hecho, le dejó sin aliento.

Bajo el arca se encontraba una forma rectangular y plana envuelta en piel de cordero curtida, de veintiuno por veinticinco centímetros, dimensiones que Júpiter no necesitó ni calcular para saber.

Se sentó sobre una maciza silla de madera y dejó las manos sobre sus reposabrazos, con forma de zarpas de un león.

—No debería haber venido —dijo—. No debería haber cogido siquiera el teléfono cuando vi que la pantalla decía «número desconocido».

La Shuvani se colocó entre Coralina y él y apoyó sus colosales manos sobre las caderas.

—Pero, ¿en qué clase de sinsustancia te has convertido, por el amor de Dios? —la voz de la anciana delataba auténtica exasperación, y por primera vez tuvo Júpiter la sensación de que ella se arrepentía de haberle llamado.

—¡Maldita sea! Hay dieciséis láminas de las
Carceri
. ¡Todo el mundo lo sabe! —repuso él, intentando darle un tono enérgico que, sin embargo, no pudo mantener mucho tiempo—. ¿Qué crees que pasará cuando los amigos de Coralina en el Vaticano encuentren solo quince planchas en la cámara secreta? ¡Nadie se creerá que la decimosexta se oxidó hasta vaporizarse!

Se maldijo a sí mismo por no haber contado las planchas en la iglesia. Coralina debía de haber traído hasta allí una de ellas la noche anterior. Quizá, Dios no lo quisiera, Miwa había tenido razón y él no era lo suficientemente profesional para ese trabajo.

Coralina y la Shuvani intercambiaron una mirada, y Júpiter tuvo la desagradable sensación de que ambas, por alguna razón desconocida, se estaban riendo de él. Quizá causaba ese efecto en todas las mujeres. Estupendo.

—Sigue habiendo dieciséis planchas en la iglesia. Nadie echará de menos ninguna —le explicó Coralina y, riendo, añadió—. Te lo prometo.

—¿Qué has hecho? ¿Hacerle un vaciado en yeso y dejar una copia?

—Por muy espontáneo y refrescante que sea tu cinismo, no es del todo oportuno —respondió ella—. Es muy simple. Hay dieciséis planchas en la iglesia y una aquí. ¿Qué significa eso?

Júpiter la miró con ojos como platos.

—Estáis locas.

—Había diecisiete —repuso la Shuvani, en el mismo tono con que se le explica a un niño una fórmula matemática—, diecisiete, Júpiter.

Coralina se puso en cuclillas y apartó la funda de cuero. La placa de cobre refulgió con tonos rojizos salpicados de verde claro. Coralina la sujetó por un extremo y la colocó en diagonal, para que Júpiter pudiera echarle un vistazo.

Súbitamente se sintió del todo ridículo sentado en su silla, desconsolado, mientras sus compañeras le miraban expectantes. Se lanzó hacia delante y se arrodilló frente a la plancha.

—¿Y bien? —preguntó la Shuvani a su espalda. Por primera vez, se dio cuenta de que olía a especias exóticas.

Se inclinó aún más sobre la plancha, extendió un dedo y con la punta siguió las líneas grabadas en las que aún estaban prendidos restos de pintura seca del siglo XVIII.

Ellas tenían razón, era un tema inédito, la desconocida imagen número diecisiete de la serie de las
Carceri
.

—Di algo —requirió la Shuvani. Coralina la miró con gesto reprobatorio e inició una negación insinuada con la cabeza.

El volvió sus ojos penetrantes hacia la gitana más joven.

—¿Y nadie ha visto que la hayas sacado de la iglesia?

—Nadie.

—¿Seguro?

—¡Por Dios, Júpiter, deberías oírte!

—¿Por qué no me lo habéis contado de inmediato?

—Probablemente lo habría hecho si no hubieras reaccionado de forma tan negativa —ella miró la placa como si en realidad estuviera acariciando su superficie con la mirada—. Por cierto, tenías razón en lo que concierne a las dieciséis imágenes conocidas. Pero esta... —interrumpió el movimiento de cabeza y fue acallando su voz conforme las palabras fueron surgiendo de sus labios.

Júpiter sintió en su interior una agitación como no había experimentado desde hacía meses. Algo que regresaba, como una parte de sí mismo de la que había llegado a pensar que quedó escondida en una caja de cartón junto con el resto de sus cosas, lejos, allá dondequiera que Miwa se las hubiera llevado. Sin embargo, algo en él había cambiado: su antiguo instinto volvía a estar allí. Siempre sabía cuándo estaba frente a algo «gordo» de verdad, y eso era precisamente lo que tenía a sus pies. Algo tan gordísimo que la sola idea casi le roba el aliento.

—De acuerdo —respondió, algo molesto, cuando recuperó la serenidad. «Sé profesional», pensaba, «Vuelve a ser profesional de una vez»—, aceptaré que realmente no se lo has contado a nadie.

—Por supuesto que no.

Asintió ensimismado y escudriñó con más detenimiento la plancha. A primera vista, podría haber sido cualquiera de las otras dieciséis imágenes. Una sala tan amplia que sus techos quedaban ocultos por las sombras, atravesada por puentes de madera y piedra, poblada por algunos prisioneros solitarios y errabundos. Una fosa sin barreras que se abría en el suelo como un pozo gigantesco. Portales de doble hoja lo suficientemente anchos como para permitir el paso de un ejército. Finalmente, en el centro de la estancia, algún tipo de río subterráneo que se deslizaba de derecha a izquierda del dibujo hasta llegar a un canal de orillas adoquinadas.

En medio de la corriente, se alzaba un monolito rectangular. Encima de él, un obelisco colocado tan simétrico que su amplia cara delantera apuntaba exactamente al observador. Había algo grabado en su superficie, una forma que Júpiter al principio no fue capaz de reconocer porque no se correspondía con el entorno. Tan pronto como su mente le obligó a abstraerse de esa visión y a alejar la imaginación de aquel mundo subterráneo, se dio cuenta de qué se trataba.

Era una llave. Concretamente, la silueta de una llave.

—Eso no es todo —dijo Coralina y abrió la caja bajo la que se encontraba oculta la plancha de cobre. Extrajo una delgada taleguilla de cuero que sostuvo en la mano para que Júpiter la viera: era del mismo material que la funda de las planchas y estaba atada en la parte superior con un nudo.

Júpiter tomó el saquito en sus manos y lo sopesó.

—¿Qué es esto?

—Estaba encajado en la misma ranura de la pared que la plancha —explicó Coralina—. He rebuscado en los otros nichos, pero no había más como este.

Júpiter abrió la bolsita y vació su contenido en la palma de la mano.

—¿Un pedazo de arcilla? —preguntó, irritado.

Coralina asintió.

—Mira más de cerca.

El fragmento tenía forma triangular, dos de sus lados seguían afilados por la zona en la que la cerámica se había quebrado, mientras que el tercero se encontraba romo. Su forma delataba que, originariamente, había pertenecido a un objeto redondo, quizá un plato o, puesto que la cara exterior no tenía forma curva, un disco. Era apenas más pequeño que la palma de la mano de Júpiter, y de un tono ahumado, como el color del chocolate. Cuando la arcilla aún estaba húmeda habían impreso en ella jeroglíficos con sellos primitivos, para después rellenar los huecos con esmaltes de color claro. Júpiter reconoció las representaciones arcaicas de un pez, una figura humana y un ojo. Los iconos superiores recordaban, más bien, a los garabatos de un niño: triángulos, ángulos rectos, espirales y círculos.

Entre los símbolos de mayor tamaño había una segunda hilera de dibujos, mucho más pequeños y cincelados, como si alguien los hubiera grabado con un objeto afilado sobre la cerámica ya cocida. También en este caso se trataba, aparentemente, de símbolos, si bien no tan primitivos, como si se tratara de un fragmento escrito con caligrafía ilegible.

Júpiter había contemplado incontables jeroglíficos a lo largo de su vida, y estos apenas se diferenciaban de los demás, excepto por el hecho de que, de un primer vistazo, no fue capaz de ubicarlos dentro de una etnia concreta. El segundo texto grabado también consiguió desconcertarlo.

—Esto no parece de tiempos de Piranesi —estableció finalmente—. Diría que son más antiguos, mucho más antiguos. Particularmente el gran símbolo esmaltado.

Coralina asintió en silencio, mientras la Shuvani inspiraba y respiraba sonoramente.

Júpiter tomó el fragmento entre sus dedos índice y pulgar, lo sostuvo bajo la luz y lo acercó a los ojos. Los jeroglíficos recorrían ambos lados de la pieza, mientras que la pequeña inscripción solo se encontraba en uno de ellos.

—Me recuerda a algo —murmuró—. Yo he visto algo parecido en alguna parte.

—¿En persona?

—No, en un libro, creo yo —se estrujó la cabeza pensando, pero no dio con la razón por la cual el fragmento y su cenefa le resultaban familiares. Decidió, pues, volver a analizar la decimoséptima plancha.

—¿Tienes idea de qué tipo de conexión existe entre ambos? —preguntó volviéndose hacia Coralina.

—De buenas a primeras solo podría decir que los objetos estaban escondidos en el mismo lugar —dijo ella, cogiendo de su mano el fragmento de cerámica y observándolo con detenimiento—. O precristiano —añadió finalmente—, o una broma de mal gusto. Por lo menos en lo que al símbolo grande se refiere.

—Piranesi no escondió este objeto junto con la plancha solo por pasar el rato —exclamó Júpiter—. Suponiendo, claro está, que fuera él mismo quien guardó todo esto en la iglesia.

—Podemos tomar esa teoría como punto de partida. Las pruebas de laboratorio que realizamos a las piedras y el mortero eran concluyentes y, ¿quién, aparte de Piranesi, podría haber tenido interés en ocultar sus planchas de impresión en una iglesia restaurada por él mismo?

Coralina estaba, indudablemente, en lo cierto. Júpiter aceptó sus aseveraciones no como un hecho irrefutable, pero al menos sí como una buena base sobre la que iniciar sus pesquisas. Siempre resultaba provechoso empezar desde un buen punto de partida, aunque en el devenir posterior de las investigaciones demostrara ser erróneo o precipitado.

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