La conspiración del Vaticano (43 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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No quería besarla. No quería.

Pero, por supuesto, lo hizo.

Los dos cibercafés más grandes de la ciudad abrían a mediodía, cuando los chavales salían de la escuela. Fueron los primeros a los que fue Coralina, y estaban cerrados. Probablemente el dueño no realizaba el gran esfuerzo físico de levantarse de la cama hasta pasadas las doce.

Finalmente, a la tercera, en un estrecho local de la Via dei Gonfalone, cerca de la ribera, tuvo suerte. El escaparate estaba forrado con una amalgama de posters y cuando entró por la puerta se dio cuenta de que la denominación de cafetería que le había atribuido al local era un tanto generosa. Había una máquina automática de café, de la que colgaba un cartel que decía que estaba prohibido llevar bebidas a las terminales. Se podía tomar la bebida de pie, en el sitio, o no tomar nada, eso dependía del criterio de cada uno.

Sin embargo, Coralina no había entrado allí para desayunar.

El joven de la caja era un adolescente con acné que quizá en un par de años sería atractivo, pero antes de eso tendría que salir a tomar algo de aire fresco y dejar que un par de rayos de sol le tocaran la piel. Coralina tuvo que invertir cien mil liras y un montón de nervios antes de lograr finalmente llevar el CD-ROM hasta un terminal. Antes de ello tuvo que soportar, no obstante, un largo y lento chequeo en busca de virus. La tienda no era suya, le explicó el chico, y sus cien mil liras no eran suficientes como para compensar una discusión con su jefe. Ella lo entendió y se sometió a su voluntad. Finalmente, tras casi veinte minutos, asintió satisfecho dando a entender que el disco estaba en buen estado, y la guió hasta un cuarto trasero en el que se encontraba la sala de ordenadores.

Coralina abrió la carpeta principal del disco. Fabio lo había llamado como una de sus películas porno favoritas, y los archivos fotográficos llevaban el nombre de las actrices. Durante el proceso de filtrado digital, había grabado varias fases intermedias, en las que los primeros datos iban surgiendo de la fotografía original. En todas se podía apreciar la luneta tintada de la limusina, el brillo de la cámara y un fragmento de algo que probablemente fuera la cara de Júpiter.

Coralina se saltó tres archivos más, y ya iba a seleccionar el último cuando el joven apareció repentinamente tras ella.

—¿Está todo claro? —le preguntó.

—Sí, claro.

—Le he traído un expreso.

Dejó un vaso de plástico junto al teclado, se dio la vuelta sin decir palabra y desapareció. Tras un par de segundos, Coralina se dio cuenta de que aquello había sido, probablemente, un tímido intento de coqueteo. En cualquier otro momento, le habría parecido realmente adorable.

Sin embargo, en ese preciso instante no se molestó en probar ni un sorbo del vaso, se limitaba a observar abstraída la pantalla mientras dirigía el cursor al octavo y último archivo fotográfico. Fabio lo había llamado Sabrina Stella. Encantador.

El monitor se fundió en negro, y después comenzó a construirse la imagen a pequeñas tiras procedentes de la franja superior que, con una lentitud agónica, iban completando la fotografía.

Coralina cogió el vaso y le dio un sorbito. Siempre le había gustado el café de máquina, como una costumbre probablemente adquirida en sus años universitarios.

La foto tenía un formato transversal. Apenas quedaba media imagen por completar. La parte superior estaba muy oscurecida, para poder filtrar el reflejo de la luz. La cara de Júpiter había desaparecido..., o no, ahora se podía apreciar que en realidad aquella silueta nunca había sido la suya. Coralina había tenido razón todo el tiempo.

Dos tercios completos.

Después, toda la imagen.

Pero ya había visto quién estaba tras la luneta, en el asiento de detrás de la limusina, mirando al objetivo de la cámara con ojos llenos de cólera. Coralina se estremeció.

Dio un salto hacia atrás en el que casi tira al suelo el vaso de café, y corrió tan rápido como pudo fuera de la tienda, dejando atrás el disco y al chico, que la miró sobresaltado y le gritó algo.

Pero no solo él la miraba cuando salió precipitadamente hacia su coche.

Desde el cuarto trasero la contemplaba una cara completamente diferente, colérica, pixelada.

Miwa apartó sus labios de los de él y susurró:

—No podemos quedarnos aquí. Probablemente ya te estarán buscando por todas partes.

—Además de unas llaves, ¿también has mangado un coche y dos pases? —preguntó Júpiter, con sarcasmo.

Ella sonrió.

—No. Además hay otra cosa de la que tenemos que ocuparnos.

—¿Por ejemplo?

—¿Todavía no has entendido que estamos aquí para hacer negocios?

Él no entendió qué es lo que ella quería decir.

—Explícame eso.

—La plancha de impresión —repuso ella en voz baja—. La necesitamos.

Júpiter se apartó de ella de golpe y reculó, dando tumbos, hasta la ventana, como si le hubieran dado un puñetazo. Quiso decir algo, asqueado como estaba de sí mismo, asombrado de su propia estupidez.

Sin embargo, Miwa continuó hablando.

—No te preocupes, la plancha no es para los Adeptos. El tema del fragmento era una cuestión distinta, nadie en el mundo habría pagado tanto dinero por un pedazo de arcilla incompleto. La plancha, no obstante, es un grabado desaparecido de Piranesi... Cielo santo, Júpiter, de buenas a primeras me vienen a la mente media docena de coleccionistas que doblarían sin dudar la oferta de los Adeptos.

La mano de Júpiter se aferraba al quicio de la ventana como si quisiera arrancarla.

—No me tomarás de verdad por alguien tan ingenuo...

—¿Es que el dinero ya no significa nada para ti? —dijo Miwa, tratando de cogerle nuevamente del brazo. Esta vez, Júpiter se apartó.

La japonesa no reaccionó con estupor. Todos sus éxitos habían nacido de la perseverancia.

—Podemos sacar la plancha del Vaticano —dijo—. Solo tienes que confiar en mí. Si tanto significa para ti esa estúpida llave, podemos hacer una copia antes de vender toda la pieza y ya está. Y en caso de que todo el problema sea que Trojan no ponga ni un dedo en la plancha, no hay problema, podemos arreglarlo. He pasado obras de arte más grandes por puertas mejor vigiladas que esta. Una vez que estemos fuera, ya no tendremos que preocuparnos. En una hora estaremos en el aeropuerto, o de camino a Milán. Conozco allí a suficiente gente que...

—Déjalo ya —le interrumpió él, con suavidad—. Escúchame, Miwa. No me creo ni una palabra de lo que estás diciendo.

El rostro de la mujer se volvió rojo de ira. Se mordió el labio inferior como si quisiera evitar decir nada poco meditado.

—Eres un idiota —le gritó—, ¡un maldito idiota! ¿Cómo puedes dejar escapar semejante oportunidad?

Él sonrió y preguntó con gran serenidad.

—¿Cómo puedes tú dejar que te compren?

—No sé de qué...

—Deja ya el teatro, Miwa. Es demasiado tarde.

Bajo la ventana sonó un zumbido. Cuando Júpiter se volvió para mirar por la ventana, observó que se aproximaba a la torre un pequeño coche eléctrico. Conocía ese tipo de vehículos de los campos de golf a los que había acudido en alguna ocasión a encontrarse con algunos de sus clientes.

Sin embargo, antes de poder ver quién lo conducía, sintió las uñas de Miwa clavársele en el hombro y tirar de él para atrás.

—Podríamos ser ricos —le dijo, agresiva—. ¿Tan irrelevante es eso para ti?

—Eres tú quien podría ser rica. Eso es todo. ¿Verdad?

Ella suspiró y torció la mirada.

—Júpiter, por el amor de Dios... ¿Es que no entiendes lo que digo?

—Dame una respuesta sincera, sin más. ¿Trojan te ha comprado?

Ella se levantó y dio algunos pasos por la estancia, para darse después la vuelta abruptamente sobre sus tacones y sonreír.

—¿De verdad eso es todo lo que confías en mí?

—Les vendiste el maldito fragmento —bramó Júpiter—. ¿Por qué no también la plancha?

—Ya te he explicado que...

—¿Otros te pagarían más? Eso es mentira, Miwa. Tú misma has dicho que el dinero no tiene ninguna importancia para los Adeptos.

Desde la calle llegó un chirrido. Las bisagras de la entrada. Alguien llegaba.

—¿Son tus amigos? —dijo Júpiter con frialdad, sabiendo que no podía tratarse de nadie más. La inyección había controlado los efectos de la alergia, pero solo con administrarle una nueva botella de vino lograrían convertirle otra vez en una gimoteante piltrafa humana, y él no tenía duda alguna de que eso sería exactamente lo que harían..., si es que no le mataban allí mismo.

Miwa se acercó, presurosa y presa de los nervios, a la puerta. Metió la mano bajo su chaqueta y sacó la pequeña pistola plateada. Júpiter no pudo evitar reparar, para su asombro, en la seguridad y confianza con que sujetaba el arma en su delicada mano.

—No matarás a tiros a tus propios clientes, ¿verdad?

Ella se dio la vuelta y le dirigió una mirada que solo le había visto en otra ocasión, la noche en la que tuvieron la única gran discusión de su relación... La última noche antes de que ella desapareciera sin dejar rastro. Esa era la auténtica Miwa. En un instante de lucidez irreal vio que sus ojos tenían exactamente el mismo color que la boca de su pistola.

La japonesa se volvió de nuevo hacia adelante, saltó al umbral de la puerta y apuntó el arma con las dos manos hacia la oscuridad del rellano.

—¿Quién está ahí?

Tenía todo prácticamente calculado... salvo que Júpiter la derribara por la espalda.

Ella soltó un sonoro grito cuando él la echó hacia un lado, chocaron ambos contra la pared y finalmente cayeron al suelo entre un gran estrépito. Júpiter estaba demasiado débil como para ser meticuloso y prudente. Aspiraba a dominarla en cuanto a superioridad física, algo que, después de todo lo sufrido en las últimas horas, demostró ser una conclusión errónea. Miwa se levantó y le golpeó en la cara, precisamente con la mano en la que seguía sosteniendo el arma. Él sintió cómo el pequeño cañón le daba en la frente, y algo anguloso y afilado, quizá la palanca de seguridad, le abría la piel. La sangre le salpicó los ojos, pero él no pensó en rendirse; recientemente había aprendido a soportar el dolor. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, alzó el puño, que rozó el pómulo de Miwa e impactó contra su oreja. El golpe no fue firme, pero al menos sí efectivo: la mujer salió despedida a un lado y chocó con un hombro contra la pared. Júpiter quiso aprovechar el momento para incorporarse, y entonces se dio cuenta de hasta qué punto su sentido del equilibrio le había dejado en la estacada. Aún en el suelo, Miwa flexionó la rodilla izquierda, hizo acopio de todas sus fuerzas y lanzó el pie contra la espinilla del investigador, quien se dobló definitivamente hacia un lado y cayó al suelo entre gritos.

Sonó un disparo.

Júpiter estaba convencido de que Miwa le había disparado. A esa distancia, difícilmente habría podido fallar, y aunque no sentía ningún dolor, no significaba nada.

Entonces, oyó un nuevo disparo y vio, a través de la sangre en el ojo, que una figura humana aparecía en la puerta, se llevaba la mano al hombro y se tambaleaba hacia atrás.

Miwa seguía tirada en el suelo. El arma apuntaba hacia la puerta, pero cuando vio que Júpiter se dirigía hacia ella, volvió el cañón hacia su ex pareja.

—No —dijo ella en voz baja—, no me obligues.

En realidad no tuvo oportunidad de verse obligada a nada, pues en ese momento, una figura enorme se precipitó encima suyo con un bramido amenazador y la enterró bajo su cuerpo.

«¡Cassinelli!».

Júpiter no pudo ver el rostro del jardinero, pero le reconoció por su complexión, propia de un oso, y por su indumentaria, un amplio peto de tela oscura y una burda camisa de cuadros.

Miwa gritó y pataleó bajo la masa del gigantón, y entonces Júpiter vio, como a cámara lenta, que la mano que sostenía el arma se liberaba, la boca del cañón se colocaba sobre las costillas de Cassinelli... y ella apretaba el gatillo.

El disparo sonó sordo, como a través de un silenciador.

Cassinelli lanzó un bramido gutural.

Miwa disparó de nuevo.

Júpiter se incorporó, sin prestar atención al insuficiente control sobre su propio cuerpo y, dando tumbos, llegó a agarrar la mano de Miwa que sostenía la pistola y a apartarle a Cassinelli de encima. El arma se disparó sola una vez más, la bala pasó silbando a un palmo de la sien de Júpiter y terminó dándole al techo. Un polvillo blanco cayó sobre los luchadores.

Miwa gritaba como una posesa, pero Júpiter no le soltaba la mano. Quería arrebatarle el arma, pero necesitaba las dos manos para sostenerle el antebrazo.

Ella le miró entre chillidos y roces y el remolino que formaba su pelo.

—¿Qué demonios estás haciendo? —bramó.

Él no se dejó intimidar, y aferró la mano armada con más fuerza. Miwa seguía sepultada bajo Cassinelli. El jardinero convulsionaba frenéticamente, mientras al menos tres balas seguían alojadas en su cuerpo.

—¡Dame la pistola! —exigió Júpiter, apresuradamente.

Miwa agitó la cabeza en ademán negativo, pero en ese mismo momento Júpiter torció el brazo de tal forma que logró abrirle los dedos, haciendo que la pistola cayera al suelo con un gran estrépito.

—¡No! —gritó ella, cuando Júpiter le soltó la mano para darle una patada a la pistola y enviarla un par de pasos más allá.

Miwa estaba prisionera bajo el cuerpo del agonizante jardinero, y aunque giraba rabiosa y tiraba con todas sus fuerzas de la camisa empapada en sangre del hombre, no lograba liberarse.

Los sentidos de Júpiter no se correspondían con la realidad: le pintaban el entorno en colores diferentes, le sugerían olores que no estaban allí de verdad. Todo daba vueltas y temblaba. Veía a Miwa y dejaba de verla, veía la sangre que fluía de la herida de Cassinelli. Oía los estertores de muerte del pobre hombre.

«Cassinelli necesita ayuda».

La idea, en sí misma bastante evidente, se le ocurrió al investigador como a quien tiene una revelación. Se preguntó si se encontraría cerca de sufrir un ataque de nervios.

Miwa movía la boca como un pez en pleno proceso de asfixia.

—Júpiter... Ayúdame...

Ya iba a arrastrarse de nuevo hacia ellos, a examinar la herida de Cassinelli, quizá buscar algo con lo que vendarla («Pero, ¿qué?...»), cuando el jardinero, repentinamente, rompió el aire con un grito desgarrador, se irguió enloquecido, agarró la cabeza de Miwa con las dos manos y tiró fuertemente de ella hacia un lado, con un fuerte crujido.

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